Imagenes: Pinturas de Francis Bacon.
Con el propósito de advertir acerca de la imposibilidad del cometido de este texto, comienzo con un poema de Gastón Malgieri. Para que se entienda el tono de lo que quiero hacer pasar, pido al lectxr que al terminar de leerlo vuelva a hacerlo trocando la palabra «poesia» por «psicoanálisis».
Me parece justo:
Debería retirarme de la poesía
del intento torpe
por mantener bajo siete llaves
está ornamental desmesura
que va del estómago a la palabra
sin pasar por la boca.
Corresponde que me aparte
de estudios lingüísticos
y cátedras donde se versa
sobre los cuerpos semánticos
piedras colisionando en el charco del deseo
ajenas de las cosas.
Alejarme sin hacer ruido
debería
saliva manchando los diplomas
como quien sabe que a ese banquete
no será invitada jamás
porque hay un pulso
que no gravita en su garganta.
Es cierto,
figura torpe la mía
para la que todo apetito
es obstáculo
sería preciso
emigrar al pantano de estar sola
manchar la lengua
el cuero
los prejuicios
para luego volver
no ya sobre el verso
sino sobre la carne
para la que no hay
lenguaje suficiente.
Cada una de estas líneas intenta denotar la carne como última sensibilidad de lo real. Señalarla como los pueblos del noroeste de Argentina lo hacen en el ritual llamado, precisamente, «la señalada». No con letras impresas, definiciones o conceptos: en lo que se escribe con lo que se escribe.
Antes es necesario aclarar que nos enfrentamos a dos estados de la misma que ocasionan la dificultad de hacerlo: su olvido y su presentificación.
I. Si la carne le da cuerpo a la metáfora, queda velada y reprimida, vestida del significante o ataviada de palabras. También como aquello que el cuerpo no alcanza a comprender: como límite, como objeto a, y como representación y figuración.
II. Si la carne no da cuerpo a la metáfora y no hace cuerpo en la misma aparece en el lugar de das Ding (una presencia que debería estar ausente), en el cuerpo desmembrado o fragmentado, en los muñones de real de la alucinación y en el estigma. O como efecto de la pasión del significante, en el goce sadomasoquista y en su máxima consistencia en el retorno en lo imaginario de su forclusión. También cuando falla el rasgo unario y pulsa por restituirse en marcas literales que lastiman la superficie de la piel abriéndose en la herida.
En el recorrido de Lacan, la carne no posee el estatuto de concepto, sin embargo puede ser considerada un término del discurso, dado que aparece en diversos lugares y contextos que dejan la huella de una función precisable y confirmada. Lo que determina que yendo y viniendo por los seminarios y escritos demos con una lógica no constreñida al uso del vocablo sino a cómo cierta noción de la carne misma incide en la estructura, se la llame como se la llame.
En Radiofonía, tras invocarse el caos meteorológico del origen, la carne se distingue del cuerpo: «(…) Antes de toda fecha, Menos-Uno designa el lugar dicho del Otro [Autre] por Lacan. Del Uno-en-menos, el lecho está hecho para la intrusión que avanza desde la extrusión; es el significante mismo. Así no todo es carne. Las únicas que improntan el signo que las negativiza, ascienden, de lo que cuerpo se separan, las nubes, aguas superiores, de su goce, cargadas de rayos a redistribuir cuerpo y carne».
Una distinción, esta última, que también es trabajada en la teología y en la filosofía: en la primera teología, de San Pablo, Tertuliano y Agustín de Hipona; en Meditaciones cartesianas, de Husserl; en Una filosofía de la encarnación, de Michel Henry, y, en Sí mismo como otro, de Paul Ricoueur.
En la filosofía de Descartes, es un misterio a la vez que sigue siendo indudable el punto de junción entre el alma y el cuerpo. La Sexta meditación está dedicada al trabajo sobre el tema, por lo que en sus párrafos se nombra una tercera sustancia, entre la pensada y la extensa. Una que, a diferencia del cuerpo y de las ideas, sólo se puede sentir pero no pensar ni representar. Algunos años después, Husserl advierte que esta (¿sustancia?) es la carne, meinenLeib, y también la distingue del cuerpo. Se trata de la misma carne que Ponty retoma en Lo Visible y lo Invisible, un trabajo que a su vez es el hilo con el que Lacan entrama el objeto a como libra de carne.
Lacan vuelve a considerar la carne cuando refiere que la encarnación, en el sentido religioso, porta un grano de verdad: «(…) El Logos cristinano, como logos encarnado, da una solución precisa al sistema de relaciones entre el hombre y la palabra y, no sin motivo, el Dios encarnado fue llamado Verbo». Pero el asunto se pone más interesante cuando produce variaciones profanas, laicas y ateas de la verdad joánica. En El triunfo de la religión, satiriza: «Para ser carnal, ese personaje repugnante, que es el hombre medio, el drama recién empieza cuando el Verbo entró en el baile, cuando se encarna, como dice la religión –la verdadera–. Es ahí cuando el asunto empieza a andar pésimo. Ya deja de ser feliz, ya no se parece al perrito que mueve la cola ni a un buen mono que se masturba. Ya no se parece a nada. Está devorado por el Verbo».
Otra vez en Radiofonía aclara: «Seguir a la estructura, es asegurarse del efecto del lenguaje. No se lo logra sino eliminando la petición de principio de que la reproduce de relaciones tomadas de lo real. De lo real que habría que comprender según mi categoría. Puesto que esas relaciones forman parte también de la realidad en cuanto que la habitan en fórmulas que ahí se encuentran bien presentes. La estructura se atrapa de ahí. De ahí es decir, del punto donde lo simbólico toma cuerpo. Insistiré sobre ese cuerpo». También dice que lo que permite al significante encarnarse es, en primer lugar, lo que tenemos para presentificarnos los unos a los otros: nuestro cuerpo. Y como este cuerpo es el cuerpo carnal –tal y como lo indica el término encarnarse–, para el psicoanálisis la encarnación es un acontecimiento mítico pero también un hecho concreto, material, que acontece en cada ser hablante en tanto proceso. No consiste sólo en tener un cuerpo, consiste en tener carne. Más todavía: en ser carne.
La lógica del acontecimiento de la encarnación lleva a que como enseña Michel Henry haya que considerar tres significaciones para captar qué se dice con el hecho mítico y no tan mítico de lo simbólico inyectando lo real de la carne viva. O bien el Verbo se ha hecho carne para revelarse a los hombres, en cuyo caso la revelación es obra de la carne. Por lo que no habría necesidad del Verbo, lo simbólico y la carne se aparearían, coincidiendo o haciendo relación sexual, y ya no podríamos distinguirlos. O bien, la revelación del Verbo es el hecho mismo de lo simbólico. Pero si así fuera, qué necesidad tendría lo simbólico de la carne “para revelarse a los hombres”, ya que siendo un poder que le pertenece y, entonces, una revelación que podría ocurrir por sí misma, la carne sería aledaña y circunstancial, no haría falta el habla para hacerle cosas al lenguaje ni para que éste siga existiendo y los humanos no nos diferenciaríamos de las máquinas –esas existencias hechas también de lenguaje y de otros modos de cuerpo–. Resta entonces una tercera posibilidad: la carne es la revelación de lo simbólico que la misma lleva consigo, y esto porque lo simbólico, al tomar carne, cumple la acción de la revelación, que es la suya, y a la que la carne debe ella misma tal hecho.
El lazo entre dos naturalezas es el de dos propiedades, unas pertenecientes al lenguaje, otras a la carne del hombre –quien no siempre fue un ser hablante y que como especie, antes de la intrusión de la extrusión del lenguaje, era más parecido a un animal que a su actualidad de parlêtre–. Pero una vez que el origen mítico tuvo lugar, la carne ya es la carne de un ser hablante: chair, no viande.
Tal y como el hablante puede estar por fuera de la palabra pero no por fuera del lenguaje, tampoco puede habitar una carne de animal sino una carne humana. Aunque, considerando la incidencia del proceso de instilación del significante en cada estructura, la carne se va modificando aún más por lo simbólico, de acuerdo a sus propias particularidades. Habrá un modo de la carne en el que se efectúe el proceso de tal transformación y otro en el que no termine de prender el significante –que entonces será alienante y, a veces, todavía más enloquecedor–.
Sara Vassallo, en un trabajo también referido a la encarnación, aclara que en su traducción desde el hebreo basar al griego σαρξ, σαρκός y al latino caro, carnis, la construcción teológica cristiana hace del término A. el lugar de una inconmensurabilidad entre dos instancias opuestas: cuerpo (σώμα) y alma (ψυχή), cuerpo y espíritu (πνευμα, soplo, aire, espíritu), donde ambas se enlazan por una tercera, la carne que no coincide con ninguna. Esa característica requiere una retórica ternaria que impugna los dualismos sin poder, al mismo tiempo, prescindir de ellos, poniendo en escena el intervalo insalvable que separa ambos términos. Vassallo también nos acerca el oxímoron como una de las figuras retóricas para expresar tal cosa, aunque no sea la única: cuerpo místico (De Lubac), carne espiritual (Baudelaire), vida muerta o muerte viva (san Agustín, 1964). Agrego, almacuerpo (Lacan, en Ou pire).
La encarnación rompe el dualismo alma/cuerpo y trae consigo la chance de refutar una posición que opone el cuerpo deseante a un Logos, que habiendo sido desencarnado alevosa y subrepticiamente, sí se presenta lívido e impalpable. También otorga la posibilidad de refutar otra posición, aquella que considera que sólo lo simbólico humaniza al hombre. Mientras que si lo simbólico aparece descarnado, a causa de la forclusión del texto de la ley del significante o por la forclusión de la necesariedad de la carne como su superficie humana, el hombre puede hablar como una máquina, dándose a oír en él la aparatosidad y a veces la furia del lenguaje.
La carne se ve modificada por lo simbólico, y lo simbólico se expresa o se revela de muy distinto modo cuando se incorpora a la carne que cuando lo hace a una letosa, también cuando es transmitido de un cuerpo de carne a otro cuerpo de carne, o desde un cuerpo de lata a un cuerpo de carne.
El cuerpo de lo simbólico es un cuerpo, y no es una metáfora decirlo. Incluso es un cuerpo que, además de a nuestro cuerpo en un sentido ingenuo, hace a otros cuerpos no humanxs. Entonces, si lo simbólico propende hacia la incorporación y crea corporalidades sustentadas en diversos soportes, lo que atestigua que un cuerpo es humanx es la debilidad mental (como refiere Lacan en R.S.I.) y la palabra encarnada. Vale decir: la carne en la que inmixiona el lenguaje.
En una conferencia en Baltimore, Lacan introduce el término «inmixing», que traduzco como inmixión. El título de la presentación es Of Structure as an Immixing of an Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever. Otras traducciones al castellano optan por, De la estructura como “immixing” del prerrequisito de alteridad de cualquier sujeto y Acerca de la estructura como mixtura de una Otredad, condición sine que non de absolutamente cualquier sujeto. De acuerdo a mi lectura, la palabra «mixtura», aunque releva la influencia entre dos o más elementos entre si, no denota y connota el acto de intrusión que la Otredad efectúa en aquello que intrusa. Por lo mismo, tampoco deja lugar al hecho de que en ciertas condiciones de la estructura, la inmixión no siempre conlleva la hospitalidad respecto de lo intruso, y mucho menos que aquello que intrusa se deje mixturar. Pero también opto por el término inmixión y lo traigo una y otra vez a cuento, porque el mismo puede sustituir y así dar a escuchar al Verbo y a la acción de encarnar.
La inmnixión de lo simbólico/real del Verbo en lo real de la carne humaniza a ésta, la anima al mortificarla, a la vez que también humaniza al Verbo menguando su aparatosidad. En el proceso de transformación, la carne se cadaveriza y el Verbo se vivifica. O permítanme decir: cuando el Verbo se hace carne se revela en tanto simbólicamente/simbólico, adviniendo, como decía, desde un simbólico/real; a la par que cuando éste se intrinca en la carne, ésta adviene como un real/simbólico. Como en la mezcla de la pulsión de vida y de muerte, es necesario considerar un enlace entre la carne y el Verbo, de manera que éste no asedie al ser hablante como orden o como abstracción esquizofrénica y aquella no literalice la sutileza del significante hasta borrar cualquier diferencia.
En La Angustia, Lacan nos regala lo que en este recorrido viene como anillo al dedo: «En el principio era el verbo significa en el principio es el rasgo unario. Todo lo que es enseñable debe conservar el estigma de este initium ultrasimple. Es lo único capaz de justificar para nosotros el ideal de simplicidad. Simplex, singularidad del rasgo, eso es lo que nosotros hacemos entrar en lo real, lo quiera lo real o no. Una cosa es segura, que entra, y que ya ha entrado ahí antes que nosotros. Por esa vía, todos esos sujetos que dialogan desde hace, ciertamente, algunos siglos, tienen que arreglárselas como pueden con esa condición –que precisamente entre ellos y lo real está el campo del significante, porque ya fue con este aparato del rasgo unario como se constituyeron los sujetos. ¿Cómo iba a sorprendernos reencontrar su marca en lo que es nuestro campo, si nuestro campo es el del sujeto?» De la inmixión del Verbo en la carne surge como primer efecto este rasgo en el que se apoya, además de la letra, el significante. La intrincación lleva a que, desde esta referencia al goce, surja la única óntica admisible, y no es poca cosa que ésta sólo se aborde, incluso en la práctica, por la erosión que allí se traza del lugar del Otro. «Ese lugar del Otro ha de tomarse en el cuerpo y no en otra parte, que no es Intersubjetividad, sino cicatrices sobre el cuerpo tegumentario, pedúnculos que se enchufan en sus orificios para hacer las veces de tomacorrientes, artificios ancestrales y técnicos que lo corren. El Otro, al final de los finales, y por si no lo han adivinado todavía, el Otro (…) es el cuerpo».
Reservé para el final de este banquete de citas el plato fuerte, la mención de la carne que Lacan refiere en el contexto del parafraseo del sueño de la inyección de Irma: «Es un descubrimiento horrible: la carne que jamás se ve, el fondo de las cosas, el revés de la cara, del rostro, los secretos por excelencia, la carne de la que todo sale, en lo más profundo del misterio, la carne sufriente, informe, cuya forma por sí misma provoca angustia. Visión de angustia, identificación de angustia, última revelación del eres esto: Eres esto, que es lo más lejano a ti, lo más informe».
Freud sueña el sueño inaugural del psicoanálisis en un primer momento como una pesadilla de la que, sin embargo, no despierta. Lo que le permite resolver la identificacion de angustia es que desde las pústulas infectadas surge la fórmula de la trimetilamina o la cifra de la solución de la palabra en trazos gruesos.
Una cifra es el producto de la acción de lo simbólico que, como tratamiento a la literalidad de la carne, inmixiona en la misma. También la mortificación propia del significante ingresando en lo real de la vida. Es, incluso y además, la intrusión del lenguaje que en la materialidad de cierta dimensión del cuerpo se acuña como letra.
La trimetilamina es un producto de la descomposición de animales y plantas, la sustancia responsable del olor desagradable asociado al pescado descompuesto, a algunas infecciones y al mal aliento. Llegados aquí ya no podemos ir más lejos; nos descomponemos, nos diluimos, ya no hay cuerpos, la carne se degrada y se funde con los gusanos y el reino vegetal. Un modo de representar la dispersión, el desvanecimiento de las figuras y la imposibilidad de nominación. La muerte no nos deja bastante cuerpo para ocupar algún lugar. Nuestra carne cambia pronto de naturaleza: nuestro cuerpo toma otro nombre; ni siquiera el de cadáver, dice Tertuliano, al mostrarnos que cierta forma humana subsiste mucho tiempo, pero después pasa a ser vaya a saber qué cosa que ya no tiene nombre en lengua alguna.
La carne lleva en sí su propia caducidad y podredumbre: nos enrostra lo no posible y lo imposible. Su composición y su descomposición revelan que estamos hechos de lo mismo que las algas, los elefantes, los meteoritos y los abedules: de materia vibrante. Esta comunalidad reorienta cualquier excepcionalismo; aunque de igual modo, y mal que nos pese o lo presumamos, también nos enrostra que los animales humanos habitamos nuestra propia especificidad.
La carne humana porta dos propiedades, que se oponen o intrincan: la refracción a lo simbólico y la elasticidad en el significante. La primera se expresa en la literalidad por la que se absorbe y borra toda metáfora. La segunda encuentra su evidencia en la ductilidad y destreza del cuerpo, en la transmutación del mismo por el lenguaje hasta lo invisible e incorporal. Cuando una y otra propiedad se apuntalan, la carne no impide la metáfora, ni el lenguaje empuja hacia una omnipotencia aniquilante. La carne amortigua la deriva del significante, hace de tope a la suntuosidad de lo simbólico y se constituye en la estofa del decir; al unísono con que el lenguaje abandona su cadencia maquínica y mengua su aparatosidad. De esta intrincación devienen la lalangue y la letra.
Esperar todo de la servicialidad del lenguaje, reduciéndolo a un instrumento, y rechazar la carne como lo que también nos constituye y acta, redunda en una anestesia de lo que afecta y en una impotencia o despotentización de lo afectante. Pero esperar todo de la carne, desconfiando del lenguaje, nos conduce al más allá del principio del placer y a un mutismo cada vez más silente.
La letra, lituraterra entre la carne y el significante, antecámara de lo real y último bastión de lo simbólico. La letra, grabada en trazos gruesos, es el inicio lógico y estructural de la intrusión de lo simbólico en lo real o de la disolución de lo simbólico en la refracción de la carne. Carne que, en consecuencia, es la pared en la que se anota o se absorbe toda diferencia.
En el sueño de la inyección la estructura progresa hacia su complejidad. Freud no salta de la cama espantado ante la visión horrorosa, porque la posición ética que lo habita y el deseo que lo conduce hacen de la carne pútrea, barbecho de lo simbólico. Del resto, causa.
El tránsito de uno a otro momento del sueño es el pasaje de lo imaginario a lo in-forme de la carne, y de ahí a la inoculación en la literalidad de la infección del lenguaje como puerta de entrada al inconsciente. Pero tampoco hay modo de salir de donde las pústulas fermentan, si no se toca el punto de cuña, de áncora, de anclaje real del Verbo: la carne. La misma carne de la que surge la vida; la misma carne que puede engullir con su oscuridad necrosante.
Resaltar la irrupción de la carne, como el lugar donde este sueño amenaza con despertar al soñante como figura de la muerte no es una novedad. Tal vez lo novedoso sea modular y precisar a ésta como parte constitutiva del parlêtre. Porque qué sería de la carne sin la infección; pero también qué de la infección sin la carne. De hecho uno de los modos de desafiliarse del inconsciente es rechazando que si el lenguaje no encarna, no hay inconsciente.
En el seminario Topología y tiempo, Lacan le cede la palabra a Alain Didier Weil. Quien se refiere a dos reales que mantienen entre sí una cierta reversibilidad y que están presentes en este sueño. Ambos se corresponden con las dos propiedades de la carne. En el primer tiempo del sueño, uno de los reales, el que según esta lógica coincide con la propiedad de la carne refractaria a lo simbólico, es el que ubica como la hiancia de la garganta de Irma –el revés del rostro, la carne in-forme–. Y en el segundo tiempo del sueño surge el otro real, el que coincide con la carne que acoge lo simbólico y se deja marcar o es marcada por éste. Se trata de aquel real que Didier Weil reconoce en el texto de Freud ubicado en una nota al pie de página y que se corresponde con la hiancia que es relevo del principio de placer: la que resurge en el ombligo del sueño –coincidente, según Lacan, con la dimensión de lo imposible de decir y de la represión originaria, y que aquí es ubicada como la propiedad de la carne que participa del acto del decir y del proceso de significación–.
El sueño de la inyección de Irma cierra las fauces de la carne abriendo la boca que habla. Allí la carne es inmixionada por lo simbólico y, como efecto y entre otras operaciones, es velada por la piel. Sale del real que regresiona hacia la destrucción y toca lo real que se ombliga a lo simbólico. Mostrando que la carne se encarniza cuando se la encarniza, o se vuelve sustento del decir cuando se la infecta y afecta de una ética causada por el que se diga.

El nombre “carne” no apunta a la sustancia extensa ni al organismo, refiere a la constatación simbólica-imaginaria de un real necesario en el que ancla o no ancla el lenguaje, cuya traza se asienta en el avance de lo simbólico en lo real y lo excede. Se trata de la nominación de una materialidad de soporte sin la cual no existiría el cuerpo del estadio del espejo, ni el cuerpo de la identificación de sujeto, ni el cuerpo pulsional. Más bien se refiere al «misterio del cuerpo hablante» y a ese colchón por el cual el significante ancora en el cuerpo y produce afección. De modo que la carne no coincide enteramente con aquello que llamamos cuerpo real y que Lacan nombra en el nudo Bo como vida; sin embargo, al igual que la letra, es, repito, sensibilidad de lo real.
Si algún alma en busca de esencialismos creyera encontrar en la carne la respuesta, se equivocaría. En este desarrollo su incidencia no es erigida como el sustrato biológico de un destino único. Es considerada un elemento que como la tierra, el aire, el fuego y el agua, posee sus propias cualidades que nos actan.
La carne no es el cuerpo, es lo que un cuerpo no es. Para que un cuerpo se diferencie de la autoafección de la carne es necesario que algo se pierda y desde allí surja la causa de un cuerpo sentiente y no sólo sentido, dador y no únicamente dado, hablante y no sólo hablado. Un cuerpo que se haga sentir, que se haga dar, que se haga escuchar, en el otro extremo del autoerotismo.
Carne y cuerpo se constituyen bajo cierto lazo de intrincación, como en la histeria. Aunque en ocasiones, tal lazo supone un no recubrimiento de ésta por aquel.
La carne lleva inscrito el estatuto del cuerpo de lo simbólico que hace al cuerpo ingenuo o al cuerpo que tenemos. Lo simbólico no alcanza a tocar lo más real de la vida. Lo real también es reflejado por lo imaginario, dando lugar a la representación del cuerpo solidaria con la debilidad mental o al hecho de que para algunos seres hablantes lo real del cuerpo pasa por la imagen virtual.
El cuerpo que tenemos es efecto del cuerpo de lo simbólico. La carne forma parte del soma pero no comulga enteramente con éste, algo en aquella suele auspiciar de superficie de inscripción del Otro. Pero cuando la marca no es posible, la carne se impresiona hasta el paroxismo del estigma o se anestesia hasta el cénit de la enlatación.
El cuerpo puede cambiar de cuerpo, de ideal y de concepción. Puede ser pensado, creado y legislado por la cultura y sus discursos. La carne, aunque en parte sea tocada y procesada por el lenguaje, es el último reducto de lo colonizable.
El cuerpo alcanza un nivel de abstracción. La carne es eso donde suceden el sexo y la muerte.
El cuerpo aspira a cierta sofisticación y empoderamiento. La carne enrostra el límite y la literalidad de lo imposible.
El cuerpo tiene pretensiones de inmortalidad, ínfulas de eterno. La carne es la evidencia de que la vida en estado crudo conduce a la aniquilación.
El cuerpo está hecho de representaciones. La carne, en su última instancia, no representa: sustenta toda metáfora, pero no se metaforiza.
La carne es carne.
* Es posible continuar con el recorrido de este trabajo en la primera edición de La carne humana. Una investigación clínica, editado y publicado por Archivida, Buenos Aires, Junio 2022, y en su segunda edición, publicada por Diván Negro, México, abril 2023.