Cuando Lacan comienza a desarrollar la razón que había hallado con el nudo borromeo, en el Seminario XX, donde también introduce las fórmulas de la sexuación y el goce femenino, habla de “un nuevo amor” (citando a Rimbaud: “Un nouvel amour”). No soltará ya más la referencia al nudo borromeo para pensar todos los conceptos y orientar las intervenciones psicoanalíticas. Incluso en el Seminario XXIII llega a decir que con el nudo intenta hacer la primera filosofía que le parece sostenerse. Me he sentido interpelado por algunas de esas citas lacanianas, pero he llevado las zonas de indagación hacia otros terrenos y problemáticas que exceden el ámbito psicoanalítico. Podría dar cuenta aquí, una vez más, de algunas de las razones afectivas que me llevan a habitar los entrecruzamientos prácticos.
Muchos psicoanalistas y/o cientistas sociales utilizan la palabra “ontología” como sinónimo de fijación o hipóstasis del ser; pero si leyeran un poco más o mejor entenderían que la ontología es una práctica histórica discursiva que se funda en el ser en tanto ser, lo cual es absolutamente problemático, imposible de fijar o atribuir, pues resulta un ámbito esquivo donde es muy fácil resbalar y terminar mal parado. Por eso quienes hacen ontología son como los atletas de alto rendimiento o acróbatas chinos del pensamiento. Para Badiou ontólogos son, sin saberlo, los matemáticos; pero para mí lo son todos aquellos que se ejercitan en las paradojas existenciales entre el vacío y las multiplicidades infinitas.
A la inversa, muchos filósofos y/o cientistas sociales consideran que el psicoanálisis remite a la esfera del yo, la individualidad, la interioridad o la subjetividad, y por tanto sus categorías y conceptos no pueden aportar al pensamiento de la época, el conjunto social y sus procesos complejos; pero si leyeran un poco más o mejor entenderían que el psicoanálisis es una práctica clínica, teórica y de investigación a la vez, cuyo concepto nodal es el sujeto descentrado en tanto proceso transindividual constituido por marcas históricas que no se reducen a lo personal; de ahí que resulte tan difícil acceder a las coordenadas de la constitución subjetiva y se recaiga a menudo en diversos reduccionismos (egoístas, familiaristas, sociologistas, formalistas, etc.). Por eso quienes practican el psicoanálisis tienen que estar al tanto de lo que se produce en todas las prácticas innovadoras de su época para entender cómo se constituye el sujeto. Eso mismo que hacían Freud y Lacan al interesarse por lo que producían las ciencias y artes de su tiempo.
Por último, pero no menos importante, suele suceder que psicoanalistas y/o filósofos acusen a las ciencias sociales o a la sociología de hacer sociologismo porque desconocen la materialidad propia de cada práctica de investigación y sus modalidades de invención teórica. Marx puede haber inventado el síntoma, pero su modalidad de investigación y transmisión expositiva no puede reducirse a eslóganes o frases hechas, mucho menos a encuestas de opinión.
Hay una suerte de territorialidad disciplinar, agravada por la lógica neoliberal de la competencia y la superespecialización exacerbada, que impide captar la materialidad de las prácticas en su singularidad. Haciendo el duelo respecto de cualquier metalenguaje o meta-saber que unificaría al fin las prácticas, quizá podamos orientarnos mejor por los afectos y el nudo, interpelando directamente el quehacer singular. Despret dice algo crucial sobre los modos que tienen los animales de hacer territorios, que ilumina nuestra escena contemporánea:
“Los territorios solo existen en actos. Lo cual quiere decir que son objeto de una performance, tanto en el sentido teatral como en el sentido de que su existencia debe ser performada. Son performances que ‘afectan’ al territorio y hacen de él un espacio afectado, un espacio atravesado por afectos. De cierta forma, los conflictos se ponen al servicio de las exhibiciones, ya sean cantadas, danzadas, ritualizadas, posturales o coloridas. Estas exhibiciones no solo son expresión de los afectos, sino activadoras de ellos. Y este juego, esta performance que afecta un lugar, que hace territorio, solo puede actuarse como mínimo de a dos -e incluso dos es muy poco-.”[1]
En fin, resulta elocuente, aunque yo no solo diría que “dos es muy poco” sino que necesitamos pasar como mínimo al tres para no quedar envueltos en la circularidad del exhibicionismo performativo. El tres nos abre la dimensión de lo real en su nodalidad compleja, pero ello resulta siempre de una travesía singular.
Hay autores que exceden la especialización disciplinar y pueden escribir filosofía, literatura o psicoanálisis, porque han despejado lo real de su causa y saben a qué atenerse respecto a los semblantes discursivos. Es el caso de Masotta, ya comentado por acá, como también el de Quignard. Me interesa señalar esos momentos de reflexividad ética que arrojan la cifra de un camino posible. En una de sus novelas, Las solidaridades misteriosas, Quignard pone en la voz de uno de sus personajes algo que ha contado también en entrevistas respecto a su propia experiencia con el psicoanálisis:
“Desde los tres hasta los treinta años de edad, sufrí de seis depresiones nerviosas. Como aquellos naufragios eran cada vez más frecuentes, y más largos y penosos, y cada vez me perjudicaban más, decidí someterme a un psicoanálisis. Al cabo de ocho años de análisis, cuando casi hube salido del infierno, y regresado, más o menos, a la vida, me encontré con que nadie me estaba esperando. Estaba aún más solo que antes, pero mucho menos angustiado. Casi era libre. De repente, todas las ansiedades, las parálisis que hasta entonces había sufrido, se disolvieron, fueron reducidas a ruinas. Todas a la vez se desplomaron. Entonces puse pie sobre una especie de tierra bastante sólida, bastante helada, cubierta de una hermosa luz, cuya transparencia se había convertido, por decirlo así, en externa e infinita. Mi cerebro meditaba con soltura, de forma flexible, sorprendente, rápida. Seguía teniendo miedo, pero ya no tenía miedo al miedo, incluso podía apoyarme en él, incluso podía contemplar el mundo tal como es, podía gustarme el frío, podía gustarme salir cuando está lloviendo a mares, podía gustarme el abandono, podía gustar de la soledad, apreciar el insomnio, amar la noche, adorar caminar por la noche sin meta. Entonces se parece al nacimiento. ¡Y qué felicidad que no te aplaste la angustia pánica frente al día que llega con cada amanecer!”.[2]
Al leer a Quignard se aprecia lo sanador que puede resultar para los demás mostrar el fondo trágico desde donde se elabora un pensamiento tan elevado, que puede alcanzar las más extrañas constelaciones y solidaridades afectivas. Sin dudas de ese mismo fondo de desesperación, atravesado de cabo a rabo, proviene la más alta filosofía: la de Spinoza, excomulgado tempranamente de su comunidad de pertenencia, y se puede leer allí en la voz muda de la letra que sustentó tanto el magnífico sistema de la Ética como el proyecto trunco del método. Me pregunto ahora cuánto mayor sería el efecto, para aquellas extrañas solidaridades, si se transmitiese también cómo se desarrolló el proceso de curación y cómo se arribó al final: el pase. ¿Cómo asumir la soledad que nos abre al común, que nos desinhibe de pensar por no pertenecer a un círculo exclusivo?
Escribo “soledad (en) común” (no como lo hace Alemán) porque pienso que para entrar en cualquier colectivo humano cada quien debería, primero, curarse de esa idea sintomática relativa a que su pertenencia, y por ende la de todos, se debe a un rasgo o predicado característico que totaliza y hace al conjunto; entonces, así, de acuerdo al grado de locura se tratará de purificar, unificar, homogeneizar en función de ese rasgo. Asumir en cambio la soledad de una singularidad irreductible (sin rasgo: a-especular) para, ipso facto, entrar al común exige aceptar que no hay tal totalidad (o que las mismas son ficticias) y que, no obstante, esa tendencia unificante es un sinthoma (nudo) que puede devenir un saber-hacer con lo real de la pura dispersión, antes de precipitarse en ella, sin creérselo en absoluto, es decir, sin permanecer en un imaginario que totalice según la lógica del para-todo dicho saber; lo cual exige que cada quien encuentre el modo de forzar su pertenencia al común en un gesto singular e intempestivo.
Quienes suelen jugar conmigo en distintos terrenos, excediendo la lógica de la pertenencia disciplinar, se han topado en algún momento con el nudo y su irreductibilidad; cualquiera que haya manipulado un nudo lo sabe: es flexible hasta el extremo, sus cuerdas se deslizan, se tuercen, se pasan por arriba o por abajo, se enroscan y dan vueltas entre sí, etc. No hay jerarquía. Pero siempre hay algún punto en el cual se muestra su irreductibilidad, por la dinámica y materialidad propia del tejido; no se puede hacer cualquier cosa con el nudo, no es plastilina, si las cuerdas se tiran en distintos sentidos, el nudo se tensa y ajusta cada vez más, hasta el punto de limitar los movimientos; entonces hay que saber ajustar y desajustar la trama, saber entrelazar, tener sensibilidad y creatividad en los movimientos, arrojo y decisión para lanzar un hilo por sobre otro, etc. No es cualquier cosa, hacer o deshacer nudos; las cuerdas no son bloques de piedra inamovibles, ni ladrillos perfectos que permiten construcciones simétricas, pero tampoco son líquidos que se derraman o circulan sin más. Con la materialidad del deseo no se puede hacer cualquier cosa, como sueña el neoliberalismo, porque los hilos son marcas históricas que aprendemos a entrelazar de movimientos anteriores, haciéndolos propios o reinventándolos a cualquier escala. Pero sin la materialidad del deseo, como pretenden los saberes asépticos que reproducen citas sin amor, no se puede hacer nada. Un nuevo amor, ni “mono” ni “poli”, transfiere el deseo hacia múltiples zonas de indagación, trabaja en la erótica del cruce. Un amor hecho como el nudo borromeo no (m)ata, porque no se atraviesan los agujeros de sus componentes, sino que se sostienen (con)juntos en extrañas solidaridades.
Por eso digo: no me expliques el concepto de práctica, muéstrame tu práctica y cómo ella te ha transformado en algún aspecto, incluso si tu práctica se limita a la explicación, o mejor: el concepto. Porque sin transformación no hay práctica y no me interesa. Para sostener la reproducción del orden imperante, bastan el mutismo de los gestos repetidos y el automatismo vacío de las frases hechas. La liturgia no sólo abunda en los cultos religiosos, se encuentra por doquier. Si el hábito hace al monje, la práctica hace al sujeto.
[1] V. Despret, Habitar como un pájaro: modos de hacer y de pensar los territorios, Buenos Aires: Cactus.
[2] P. Quignard, Las solidaridades misteriosas, Ed. Narrativas Sexto Piso.