Postal desde Estambul. El museo de la inocencia de Orhan Pamuk. Por Viviana Garaventa.

Cuidado editorial: Gabriela Odena y Patricia Martinez


Queridxs compañerxs,


Al llegar a Estambul fue una sorpresa jubilosa enterarme que la novela El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk, tiene su epónimo en la realidad tangible en una bella y austera casa del siglo XIX del pintoresco barrio de Çukurkuma, al que la curiosidad me llevó a visitar sin demora.

Había leído esa novela en otro viaje –cuando aún no contábamos con esa milagrosa biblioteca rodante que llamamos e-book– en el que había agotado la lectura de los libros que había llevado, por lo que me lancé a su frenética búsqueda en los kioscos de la terminal de trenes de Roma; ahí lo encontré entre los pocos libros existentes en castellano, mezclado con algunos best-sellers; tal vez su presencia en ese sitio se debiera a que su autor había recibido el Nobel poco tiempo atrás.


Recuerdo el alivio por su hallazgo, y también que no me había atrapado en sus inicios; tal vez porque había sido un enlace de conveniencia. Me parecía morosa, edulcorada, hasta que de pronto me encontré <metida> en la obsesión de Kemal, su protagonista masculino que apresado por una pasión inmutable hacia Füsun, una bella prima lejana que conoce por azar, deberá, por diversos desencuentros, esperar una década hasta lograr comprometerse en matrimonio con ella.


En ese <mientras tanto> infinito, conserva objetos tocados o usados por ella, algunos sustraídos a escondidas; pequeñas cosas que configuraban su existencia: servilletas, hebillas, saleros, llaves, perritos de porcelana, relojes, dedales, zapatos, cucharillas, tazas de té, mechones de pelo, hasta las colillas de los cigarrillos que ella había fumado en los encuentros con él.


En la novela, en otro plano, casi como telón de fondo se van presentando:  la vida familiar cotidiana, conservadora de las costumbres,  los vertiginosos cambios culturales de los años setenta y ochenta en Estambul, armando  el escenario en el que se desarrolla su trama.


En la pequeña casa museo me enteré que Pamuk decide escribir la novela y al mismo tiempo planifica construir el museo, que va a organizar en torno a esos objetos que él fué comprando, obteniendo, encontrando y que en la ficción Kemal va <coleccionando> en una habitación destinada sólo a tal fin, que siempre se asegura tener en los diversos lugares que habitó en esa década.

Luego de la muerte de su amada, en un accidente a poco de casarse, los va a disponer en la casa paterna de Füsun, en la que ella había vivido desde siempre, razón por la cual la había comprado para residir en una minúscula habitación y erigir ahí mismo el Museo al que se consagrará hasta su muerte.


Es tan vívido el efecto de <realidad material> logrado, que en la visita a esa habitación austera como la de un asceta, las chinelas gastadas, la bata desleída, la mínima cama, que no había sustituido desde que había hecho el amor con Füsun infinidad de veces al conocerla, con su ropa desordenada por un momento me hicieron olvidar que Kemal no tuvo existencia carnal.


Pamuk realiza un ingenioso procedimiento al poner a jugar distintos planos del siempre complejo entramado ficcional.

Tal vez proceda en las antípodas de Proust quien escribe En busca del tiempo perdido en dirección al tiempo recobrado, a través de reminiscencias azarosas y fragmentarios recuerdos.

Pamuk con su artificio quiere asegurarse que haya memoria; que el tiempo se detenga con pretensión de eternidad para esos objetos aislados, sustraídos de su destino de deshecho, excluidos del olvido, el desgaste, el extravío, el intercambio.


Kemal los iba guardando como una especie de monumento a los instantes felices resguardados en esos objetos, que podrían llamarse ¿reliquias?¿fetiches?¿souvenirs? No sé si se trata de elegir. Podríamos suponer que su función está apuntalada en una malla entretejida con fibras de cada uno.


¿Qué procedimiento se efectúa con esa extracción, sustracción y conservación? Contrariamente a la operación sublimatoria, lejos de elevarlos a la dignidad de la Cosa, lo que se busca es atrapar, conservar la huella material del contacto corporal y mantenerlos a salvo de lo que, sin esa intervención, llevaría a su irremediable deterioro, a su inevitable descomposición.


En la esquina de Çukurcuma Caddesi y Dalgıç Sokak, están  expuestos en la pequeña casa, casi caja, de madera para ser visitados, mirados, escuchados, leídos y contemplados. Aunque nunca más tocados, ni percibidos sus aromas y olores, en ochenta y tres vitrinas que corresponden a los sendos capítulos de la novela, precedidas por una enorme vitrina en el hall de entrada, en la que no sin cierto efecto poético, están las cuatro mil doscientas trece colillas, algunas con restos de rouge, distribuidas en columnas correspondientes a los años de <cosecha>.

Quizá, nuestro mundo es tan extraño, que no sería del todo absurdo, no ya creer en la existencia de Dios, como avizoraba Borges, sino creer que a través de este artificio lxs personajes de la ficción literaria cobran otra existencia más allá de las páginas en las que están obligadxs a vivir. Quizá así se salven de su muerte inevitable al terminar de leerlos, tal como se lamentaban lxs personajes macedonianos del Museo de la Novela de la Eterna. Quizá se trate de justicia poética. Quién sabe…


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