Imagen: Collage de Carol Gove
Cuidado editorial: Leticia Gambina
Emulando el Ecce Homo de Nietzsche me propongo responder algunas preguntas básicas sobre mi modo de existencia y quehacer actual. Pero a diferencia del filósofo de la sospecha no me considero más sabio ni inteligente ni que escriba mejores libros que nadie. No obstante, sí entiendo que hablo como una singularidad absoluta y trato de alcanzar a otros en lo que hago. También coincido en la transvaloración de los valores por la que los gestos y actos más insignificantes de la existencia -dónde vivimos, qué comemos, leemos o escuchamos- son los que verdaderamente importan. Tanto es así que considero a la escritura misma como un ejercicio cotidiano fundamental para constituirse a sí mismo e interpelar a otros, pero no creo en absoluto que sea algo trascendental y vaya a producir una partición en el conjunto de la humanidad; no se trata de un gesto archipolítico. Si sostengo, como Spinoza y los antiguos, que cualquiera puede acceder al verdadero conocimiento y transformación de sí. Para eso hay que llegar a entender que uno es lo que hace, materialmente, ni más ni menos.
¿Por qué no le debo nada a nadie ni nadie me debe nada?
Cada quien da lo que puede y considera justo, según su propia potencia, y cada quien toma lo que le ofrecen como si se tratase de los frutos que crecen en un campo silvestre. En lo que realmente importa, los gestos que hacen a la vida y la muerte, no hay relaciones de propiedad, ni mercado, ni deudas contraídas. La cuestión de abolir el círculo de la actividad-deuda-recompensa, nudo de servidumbre imaginaria, depende de cada quien: encontrar el modo de perseverar en el ser que lo caracteriza y realizar los gestos que lo sostienen a puro gasto y liberan.
El viejo era médico las 24 horas del día, siempre estaba disponible para sus pacientes, recuerdo haber pasado navidades y fines de año en la guardia del hospital, también las interrupciones recurrentes en los almuerzos familiares, en la siesta o a cualquier hora, y los fines de semana por alguna urgencia. Cuando se retiró a vivir en la finca, un poco más alejado de la ciudad, igualmente caían cada dos por tres a visitarlo, a hacerle consultas o a saludarlo. A veces se escondía y nos pedía a nosotros que vayamos a ver quién era, que le dijéramos que no estaba. No podía decir que no. Mi viejo acompañaba todo el proceso de salud-enfermedad-muerte de sus pacientes. Muchos se sentían en deuda con él, le traían ofrendas, regalos, o le pagaban con lo que tenían: frutas, chacinados, vinos, tortas, artículos de campo. En la casa del viejo nunca faltaba comida y él la ofrecía generosamente a quien quisiera quedarse a almorzar o cenar. No era derrochón sino populista, como diría un amigo. El sutil arte de las distancias. ¿Cómo volverse inaccesible sin negar la propia potencia de dar o recibir cuando el fruto está maduro y la invitación es oportuna?
Cuando me dispararon alguien me ayudó a levantarme y me llevó en auto al sanatorio más cercano, allí me atendieron adecuadamente, médicos y enfermeras con un trabajo precario, excedidos en su tarea diaria, puestos bajo el foco de los medios porque el caso había tomado trascendencia pública. También surgieron ayudas de todos lados, familiares y no familiares, donaciones de sangre y gestión de implementos o trámites diversos. Cada quien dio lo que consideró que podía. Yo también. No hay compensación alguna por las horas privadas, las ausencias prolongadas, las faltas injustificadas, lo que hay son gestos potentes y generosos cada vez, a pesar de los malos encuentros inevitables. Recuerdo haberle dicho a un médico que íbamos a hacer un asado cuando me recuperara, luego no volví a verlo más. Sí he hecho muchos asados para otros. Nadie le debe nada a nadie en lo fundamental, a no ser que se trate de un chiste, una chanza o un ritual pagano, como el gallo para Esculapio que pidió Sócrates.
¿Por qué nadie es mejor que nadie ni me interesan los prestigios fatuos?
Cada quien es tan perfecto como puede ser y a nadie le falta nada en su complexión singular, por ende no hay que esforzarse en exceso, ni mejorarse ni empoderarse, sino entender cómo uno está constituido y cuál es su deseo o forma de perseverar en el ser. Luego habrá composiciones y ejercicios que nos favorecen, que aumentan nuestra potencia de obrar, sentir y pensar, que nos generan afectos alegres; mientras que otras y otros nos producen todo lo contrario: daños, inercias, repeticiones y compulsiones que nos entristecen, nos hacen sentir que siempre nos falta algo, que no servimos para nada o que no deberíamos existir.
El viejo trataba a todos por igual, no importaba si eran ricos o pobres, conocidos o ignotos, ciudadanos respetables o pobres desahuciados, atendía gratis a quienes no podían pagar y se negaba a cobrar ese famoso plus que lo enemistó con sus colegas. Además, era muy crítico y celoso del ejercicio profesional, señalaba sin ningún prurito cuando algún médico cometía un error, o peor: cometía mala praxis. Por eso, luego de ejercer muchísimos años como médico clínico y cardiólogo especialista, se convirtió también en uno de los mejores médicos legistas de la zona, todos los abogados querían que hiciera las pericias porque siempre las ganaba. Pero esa falta de filtro también hacía que algunos abusaran de su confianza, le robaran o estafaran, y nos ponían en peligro a nosotros por conductas descuidadas. El sutil arte de las distinciones. ¿Cómo ser hospitalario con cualquiera sin dejar entrar a quienes no nos convienen?
Durante mucho tiempo sentí que era débil, vulnerable, me enfermaba seguido, comía cosas que me hacían mal, me descomponía, me dolía la cabeza, etc. Cuando empecé a practicar Karate me di cuenta que era justo lo que necesitaba: un arte que se aplicaba metódicamente en la repetición exacta de gestos y movimientos hasta lograr una liberación completa del cuerpo. De a poco y con perseverancia -practicaba todos los días- fui logrando la perfección técnica y casi no me cansaba, parecía que disponía de una energía infinita. Fueron los mejores años aquellos en que sentía que dominaba mi cuerpo y a la par estudiaba todo lo que podía, memorizaba nombres y geografías, hacía ejercicios matemáticos y sentía que podía con todo. Los mayores se sorprendían y me felicitaban. Defendía a mis amigos y a quienes lo necesitaban de abusos y agresiones. Por supuesto que todavía era una conquista precaria, porque temía la propia debilidad, además dependía mucho del reconocimiento exterior. Pronto todo eso caería. Son necesarias muchas caídas y otras tantas levantadas para aprender lo que conviene a un cuerpo y una mente singular, según el deseo en su propia perfección, encontrar con quiénes y cómo componernos, qué aumenta o disminuye nuestra potencia de obrar.
¿Por qué escribo libros?
Podría decir que escribo libros porque sí, porque puedo y no le debo nada a nadie, porque es mi forma de perseverar en el ser, de expresar mi potencia de obrar o producir frutos. A algunos les podrán parecer demasiado ácidos, austeros, amargos o excesivamente dulces; no importa. Cada quien sabe y prueba lo que le conviene, según la ocasión o su propia complexión. No todo es para todos y no hay ningún elitismo en eso, simplemente se trata de entender la materia de la que estamos hechos y cuál es la composición que nos conviene. La letra, el enunciado, la frase, el gesto o el movimiento completo de un pensamiento, son tan materiales como cualquier fruto, ente o ser vivo, solo hay que poder elegir con conocimiento de causa.
Empecé a leer de pequeño y a escribir un poco más adelante, hacía los discursos escolares, me los solicitaban los profesores porque era el más estudioso de la clase, aunque también el más crítico, no era el típico alumno aplicado y correcto que repetía las lecciones sin chistar. Cumplía ese rol disonante tan apreciado por las autoridades para demostrar el pluralismo tolerante que, luego en la universidad, me parecería demasiado previsible y aburrido. Allí trataría más bien de atender al conjunto de voces disonantes, los tiempos diversos, la inexplicable abulia o indiferencia ante el continuo estímulo o incitación a la participación por parte de algunos profesores. Los exámenes estaban muy bien escritos, daban cuenta de lo leído con fluidez y pertinencia, me felicitaban o elogiaban, pero todavía no tenía una voz propia. Tuve que caer de nuevo en un punto de máximo desvalimiento y fragilidad para que emergiera mi voz en unos caracteres casi ininteligibles. Y de ahí no paré más. Empecé a escribir por todos lados: leía y escribía, releía y volvía a escribir. Cuadernos, blogs, post, notas, artículos, libros. Escribir como un modo de constitución de sí e interpelación a los otros. El sutil arte de la composición. ¿Cómo reunir la variedad de experiencias que nos constituyen en la
diversidad sin caer en la unidad cerrada sobre sí mismo?
Uno no llega a ser lo que es, sino que encuentra en una práctica concreta el modo de perseverar en el ser que más le conviene, transformando lo que ha recibido en herencia, tomando lo que se ofrece generosamente y dejando caer el resto. Uno no se transforma ni deviene porque uno en realidad no es sino ese hueco que insiste en atraer y transformar las formas más adecuadas para su perseverancia en el ser. Nada más ni nada menos.
Roque Farrán, Córdoba, 2 de noviembre de 2023.
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