«La hora del diamante. Diario de un duelo», de Luis Ignacio García. Por Helga Fernández. 

El 1 de noviembre de este año se presentó, en el Museo del Libro y de la Lengua Horacio González, La hora del diamante. Diario de un duelo, de Luis Ignacio García. Un libro publicado en el mes de octubre, en Córdoba, por Los Ríos Editorial. La presentación estuvo a cargo de María Moreno, Ana Longoni y Helga Fernández. Hoy En el margen tiene la alegría de publicar los tres textos en tres post independientes pero interconectados a través de sus links. A continuación, el texto de Helga Fernández. Y aquí los textos de María Moreno y Ana Longoni.


Mariela Bellamuerte

Vicianne Despret, Jean Allouch y Luis García me enseñaron que cuando se habla del duelo es mejor hacerlo en la serie de los dolidos. Antes de hablar de este libro, entonces, me ubico entre los deudos. Asumo una deuda con mis muertos.

Éste es un libro/herida. Un libro/desgarro. También es un libro/responso. Libro/ritual. Libro/médium. Un libro/anfibio, o mejor: un libro/pájaro. Un libro/borde. Libro/intersticio. También libro/caja de víveres. Y libro/porvenir. 

La hora del diamante es un libro/diario de duelo de Luis García a, ante, bajo, cabe, de, desde, con y entre Mariela Laudecina. En la presentación en Córdoba, Claudia Huergo, dijo que no es un libro sobre el duelo ni sobre el amor. Acuerdo: no es un libro sobrevuelo,  resguardado en la desafectación. Todo lo contrario, se ubica en ese suelo fangoso, donde las dicotomías de la metafísica, sujeto/objeto, teoría/experiencia, sentir/pensar, quedan desbordadas pero no aplastadas en su heterogeneidad. Dispone a aguzar el oído a las preposiciones porque esas palabras, breves y decisivas, escriben los modos de relación entre los seres y entre los seres y los acontecimientos. Pero también convoca a elongar los pronombres personales y a interrogar los posesivos porque al leerlo no podemos estar seguros si se trata del duelo de alguien o del duelo que está ocurriendo en alguien. Tampoco es factible delimitar dónde empieza y termina ese agenciamiento de sensibilidad, hasta qué emplazamientos se prolonga. 

Este libro enseña que así como existe una contradicción entre enunciar el deseo y poder decir yo, existe una contrariedad entre transitar un duelo y poder decir mío. Su tratamiento retuerce la gramática y reformula la sintaxis porque eso llamado autor, a partir de la muerte, compone un nuevo lazo con ella la amada que trae consigo una topología ubicua, entre la inmensidad y el páramo, entre lo íntimo y lo público, entre el yo y el vos, entre los vivos y los muertos.  Crea una forma inédita del amor que requiere de una poética del espacio y el tiempo,  y de la metamorfosis de la letra

Hacia ahí voy, hacia la poética del espacio y el tiempo, y la metamorfosis de la letra. 

La poética del espacio y el tiempo

Orhan Pamuk1 escribió Museo de la inocencia. El protagonista, enamorado de una mujer que primero no le corresponde y después muere muy joven, hurta el mismo día, años tras año, objetos tocados y usados por ella: servilletas, hebillas, cucharitas, mechones de pelo, zapatos, colillas de cigarrillos. ¡Una verdadera obsesión! Una vez muerta, los reúne y los ubica en lo que convierte en el mausoleo de su amada. Pero la cosa no termina ahí. Los hechos ficcionales son redoblados por el escritor en la vida de carne y hueso: Pamuk, mientras escribía, compró las bagatelas que el libro describe,  en tiendas y anticuarios, y en simultáneo a la publicación, construyó un museo epónimo a la novela, en el barrio donde acontece la historia en Estambul. Es posible, entonces, recorrer el sitio donde esos objetos –devenidos reliquia, fetiche y piezas de colección– existen en su fisicalidad pero también gracias a la potencia de animación que la ficción les confiere, plasmada en la mirada de los lectores/visitantes. 

Hablo del procedimiento que Pamuk le hace ejercer al personaje y el que realiza él mismo con la construcción del Museo, porque es inverso, paso por paso, estética y éticamente, a la transformación a la que asistimos en este libro. 

En La hora del diamante también se inventarean los recuerdos de Mariela; se mencionan sus olores, sonidos, las frutas rojas y carnosas y jugosas y chiquitas que la vida era para ella, las manzanas que comía, su sonrisa, carcajada, ropa en el placard, cabellera de leona; se enumeran oraciones que cifran su idea de la lucha de clases; se evoca el semen como un resto de deseo hacia un cuerpo que no está, mezclado con otro resto, de dolor: las lágrimas. ¡Una verdadera pasión! Pero, además de que en este libro casi ningún detritus es objeto sino signo de vitalidad, el modo de tratarlos no los retiene en la fijación de la letra. Los girones de vitalidad traídos a cuento parecen ser experimentados en su inmanencia y nombrados, no para practicar taxidermia, sino para dejarlos ir en la capacidad de desplazamiento que facilita otra propiedad de la letra, próxima a la sombra y a las cenizas.

Correlativamente a la escritura del diario, Luis, no construye un claustro de posesión y conquista como el de Pamuk: hace lugar a un cronotopo donde la soberanía de Mariela sigue extendiéndose. No aprovecha la ocasión de su muerte para apropiarse de ella, colabora con su fractalidad, con sus muchas, con su cada una. Reconoce a una Mariela de la que nada sabe, también a la niña, a la poeta, a la huérfana; y acompasa su libertad, reconociendo a una Mariela diosa mítica entre nosotros, mezcla improbable de Casandra, Medea, Medusa, y Carrington. 

El procedimiento que opera en este diario no hace de Mariela la finca de un goce privado, expuesto como presa de caza a la mirada de los otros: construye la arquitectura de un hogar de la Inexistencia. Un espacio en el espacio, distinto al de la territorialidad y la conquista. Un tiempo en el tiempo, contrario al de lo inamovible e imperturbable. Un tiempo y un espacio que abren y se abren a la comunidad de la pérdida, propiciando la transmigración de Mariela hacia Mariela Bellamuerte. ¡Un verdadero misterio!

El personaje de Pamuk momifica y embalsama a la amada, la mata coagulándola en una existencia de inframundo. Luis, con el coraje artesanal, mata la muerte de Mariela,  pero a ella la resucita y recita haciéndola vivir en el mundo de la Inexistencia, entre la ventana y el jardín. Entre el libro y el ciruelo. 

Orhan Pamuk realiza en el espacio concreto aquello que el libro escribe. Luis García realiza la instauración de un modo de existencia, sutil, de aquello que ahora inexiste en su fisicalidad de carne y hueso. ¡Toda una física de la inscripción! Porque el recuerdo, si algo es, no puede ser la copia de la experiencia, sino la experiencia misma. Porque la amada, si algo es, no puede ser una réplica, sino ella misma en otra forma de presencia. 

Estamos de duelo por alguien que nos hace falta, pero también estamos de duelo por alguien que pertenece a un mundo que no existiría. ¿Que no existiría si no hubiera muerto nuestro ser querido o que no existiría si no hiciéramos existir ese mundo de la inexistencia?

Una de las cosas que agradezco a este libro, es que me ayudó a seguir  pensando/sintiendo otro Museo, no el de Pamuk: Museo de la novela de la Eterna. Al contrario de lo que se suele trasmitir, el Museo de la novela tampoco retiene a la amada ni se sostiene en la melancolía de su autor. Macedonio Fernández y Luis García,  acompañan la metamorfosis ontológica de Elena y Mariela, y a fuerza de hacer lugar y de palpar el entre, reconocen que los vivos también estamos muertos. Que nosotros, los que nos aferramos a la certeza de existir, también inexistimos. 

Luis escribe: 

«Necesito 

poder

darte un lugar 

De otro modo 

vamos a morir 

otra vez».

#

La hendija

que inauguraste en mí

para incendiar el tiempo 

es hoy todo lo que tengo

ante este cielo de plomo

No me quejo: mi cuerpo 

ingrávido de tanta ausencia 

aprende su vuelo junto a los pájaros 

que manan de tu herida, y el deseo

es la piedra que lo sigue atando 

al enigma de la ceniza

No sabe a qué mundo 

pertenece, y sabe 

que vos tampoco 

¿Por qué habría que pertenecer a uno?

Los no-existentes-caballeros escriben un libro museo de la inmanencia. Un libro cosmos de lo entreabierto, donde el adentro y el afuera mezclan sus límites y truecan sus vértigos. Donde el cielo y la tierra se invierten en plomos y rojizos. Donde la umbralidad toca dos espacios liminales de  duración efímera, intermitente. Transitiva. Donde el pasaje no deja indemne las significaciones, sino todo lo contrario: afecta la semiosis. Y donde la letra no es representación, sino presencia. Aparición. 

Hacia ahí voy, hacia la metamorfosis de la letra (y sus sucedáneos).

La metamorfosis de la letra 

Otra cuestión que este libro me dejó seguir pensando/sintiendo es que no hay duelo que no se labre por escrito, ni escritura, –o algún modo de escritura, pero lo que se dice escritura– que no roce la vacuidad y, entonces, un duelo. 

Cito a Luis: «Un amor que lo último que merecía es un lento apagarse. ¿Qué hace mi vida imposible sin cuerpo donde morir? Un amor que sólo podía estrellarse contra el cielo, de pronto sin cuerpo para estallar. Es verdad, queda el mío. ¿Pero qué significa darle a nuestro amor mi cuerpo para que pueda estrellarse? 

¿Volverse estrella en mí?

¿Eso, quizás? ¿Un volverse estrella en mí? 

¿Un signo en mi cielo? ¿Mi signo hermético?».

Llegados a esta instancia, pido que me acompañen a fabular. A imaginar, subrayando las tres oraciones finales: ¿Un volverse estrella en mí? ¿Un signo en mi cielo? ¿Mi signo hermético?

Imaginemos que allá por el paleolítico superior, un puñado de seres se detuvo a mirar los puntos plateados del firmamento. Imaginemos que, capturados por su luminosidad, los unieron hasta dibujar criaturas nunca antes vistas. Andrómeda, Orión. Tauro. Águila. Escorpio. Imaginemos que de tanto admirarlas descubrieron la regularidad del movimiento y la sabiduría del labrado de la tierra. 

Imaginemos todavía más. Imaginemos que una noche el sidera no volvió a brillar. Y que estos seres, en la infancia del mundo, esperaron noche tras noche a que el punto de luz apareciera. Imaginemos que, una vez desiderados, descubrieron el extrañar, la nostalgia y el anhelo. Imaginemos que llevados a hacer algo con la pérdida, volvieron a trazar las líneas de los astros, guiados por la obstinación de la luz destellando todavía en sus cuerpos. Imaginemos que esta vez lo hicieron con otro tipo traza y en cada piedra. Imaginemos que en el intervalo entre la luz de las stellaes llegando del pasado y el dibujo de sus haces, nació la escritura.  Imaginemos, claro, que la letra es la literalización de la presencia de la marca de los otros en la carne. 

Imaginemos que este ciclo no sucedió para siempre, que se repite cada vez que alguien pierde un astro luminoso. Imaginemos, por favor sigamos imaginando, que un ser comienza a mirar a una persona que brilla entre otras. Que la  ama con erotismo. Imaginemos, también, que ambas se corresponden en una cierta reciprocidad. Que en el espacio compartido se atisban los fuegos y se proyectan sus claroscuros en una danza de hoguera. Imaginemos todavía más, imaginemos que una de las personas muere y que la otra siente su ausencia. Imaginemos que pasado un tiempo quien queda reconoce la incandescencia del que no está aún labrando su huella. Imaginemos que estas trazas inician una transformación en la medida en que reconocemos su marca y nos fundimos a ellas. Que se reaniman en signos que llaman, que envían mensajes, relumbros, guiños. Que pronuncian un lenguaje distinto al de los vivos. El lenguaje de los muertos. Uno capaz de agnición para quienes se disponen a leerlo y de superchería para quienes se niegan a hacerlo. Que compone epigramas, anuncios, revelaciones, grafitis, epitafios, anagramas. Sueños. Que aprovecha la animosidad de los objetos para transmitir sus susurros a través de ellos. Un lenguaje que nombra y renombra a los amantes con nuevos y antiguos visos. Que se escribe en el espacio del umbral. Transicional. Común. Ni tuyo, ni mío: nuestro.  Sin posesivos ni posesiones. Un lenguaje poseso. Que se incorpora en gestos, ademanes y rasgos, propios y ajenos. Que sopla y silba por boca del viento. Que se apropia de los sonidos para hacerse oír como el resto de un rumor. Como un bisbiseo. 

Leo el título del libro: La hora del diamante. ¿Escuchan el anagrama de Mariela Laudecina encriptado allí? La hora del diamante tal vez no sea un libro de Luis García, quizás sea una epigrafía de lo que aún se sigue escribiendo entre Luis y Mariela, en la carne del mundo.


1- Me recordó este libro Viviana Garaventa, quien, desde Estambul, escribió para En el margen un texto al respecto, relacionándolo, a su vez, con el trabajo, a mi cargo, que tuvo lugar en Conjugar el verbo leer I, aI respecto a Macedonio Fernández.


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