El 1 de noviembre de este año se presentó, en el Museo del Libro y de la Lengua Horacio González, La hora del diamante. Diario de un duelo, de Luis Ignacio García. Un libro publicado en el mes de octubre, en Córdoba, por Los Ríos Editorial. La presentación estuvo a cargo de María Moreno, Ana Longoni y Helga Fernández. Hoy En el margen tiene la alegría de publicar los tres textos en tres post independientes pero interconectados a través de sus links. A continuación, el texto de María Moreno. Y aquí los textos de Ana Longoni y Helga Fernández.
En el margen.
Se le escapó a Luis García, mientras arreglaba la fecha de esta presentación –de hecho había, en principio, elegido otra–, que el primero de noviembre era el día de los muertos y que su hora del diamante era el diario de un duelo. Y como acabo de publicar Pero aún así, libro que contiene un puñado de despedidas a mis escritores muertos, leeré también teniendo la fecha a mi favor. Con Tamara Kamenszain hablábamos, en clave reportaje, de la poesía de las poetizas, de las figuras que en ellas insistían, empezando por Delmira Agustini. Asesinada por su marido Enrique Job Reyes.
“—Usted dice que una niña viva intentó salvarla. Pero advirtió en varias autoras algo así como el fantasma de una niña muerta.
—Cada vez que la encuentro me da susto, ¡uy acá está! Es algo al borde del espiritismo. La usan todas: Alejandra Pizarnik, Amalia Biaggioni y Alfonsina Storni. Hay como la reminiscencia de una maternidad siempre dejada de lado por la escritura. Es como si hubieran perdido una hija.”1
Y en La hora del diamante Luis escribe sobre Mariela Laudecina: “Cuando ella dice ‘No me hagas madre/ hazme niña poderosa’ no sólo habla del poder que surge de emanciparse de la reproducción y, por tanto, de su destino creativo. También habla del modo en que ese poder se manifiesta: es un poder menor, un poder infantil, que nada tiene que ver con la voluntad de poder, siempre adulta, siempre masculina. Un poder menos ligado al poder que se ejerce sobre las cosas que a un poder que permite la revelación de las cosas, un poder de encuentro con ellas, no de dominio sobre ellas. Ese poder, que es más una iluminación que una voluntad, que incluso requiere el abandono de la voluntad, es el que atravesaba los territorios de la intensidad furiosa y de la más vacilante fragilidad, como una larga cinta en la que ella se balanceaba”. Le faltaba esa niña a Tamara. Y el fantasma de la niña muerta atraviesa toda la poesía latinoamericana. Así como el niño muerto atraviesa la obra de la generación del ochenta y Hugo Vezzetti lo interpreta como el niño muerto, fruto de la unión fallida de la patria virgen preñada por un logos europeo, una niña muerta y poderosa va a jugar con todas las otras no expropiables por la Nación, como la niña de Guatemala, la que se murió de amor, la amada inmóvil y ella, la que escribe en feminismo lunar:
Mis amigas no quieren tener hijos
crían perros, gatos, plantas
la mayoría desistió de la universidad
no pueden mantener trabajos
en relación de dependencia
viven con poca guita
piensan en otro ser
algunas comen mucho
otras poquísimo
le dan al trago
algunas tienen hijas e hijos
andan por los 30
y 60 y pico de años
ninguna votó a Macri
no creen en dios
me han prestado plata
han cocinado para mí
se han querido suicidar
tienen baja autoestima
y a veces alta como la marea
les gustan otras mujeres
tienen ataques de pánico
Quieren irse de ellas mismas
sus familias son pobres
con padres locos
o de generaciones sin inconsciente
Ellas fuman, fuman y fuman
son hermosas
Resisten
y pueden sostenerme con un dedo.2
Con Tamara nos unía menos la escritura que los pañales, los coches de bebé supersónicos y los trucos para seducir que sacaban de quicio a Josefina Ludmer, pero existía el oficio del reportaje en el que me hablaba de viuda a viuda.
Me decía Tamara: “Para la figura de la viuda me inspiró un libro de María Victoria Suárez que se llama Vida de viuda. Ella tiene un texto adonde habla de dos tipos de viuda y yo le di algunas vueltas. Está la viuda profesional que hace un mausoleo para que su marido muerto siga con vida y está la que ejerce lo que se llamaría vida de viuda, que es ‘encender en la escritura la hoguera de la pérdida’. Las viudas profesionales serían las bestselleristas como Isabel Allende, las que hacen un mausoleo del objeto del amor. Y están las otras: la que ejerce la vida de viuda en la literatura, la que desde su eterno duelo poético se proponen ejercer las cenizas. Son formas de acceder a la ausencia, al objeto que se escurre. La de viuda es más la posición de la escritora. La de poeta perdida en querer poner fuego en las cenizas.”
Tamara escribió El libro de Tamar, donde hace un duelo poético que no cesa, para ejercer las cenizas y mantener el fuego en la potencia de un brevísimo texto de Héctor Libertella, azarosamente su ex marido, y si digo azarosamente, es porque el matrimonio es ajeno a las nupcias múltiples de unos textos puestos a leer y a dedicarse unos a otros, en la trama de una pertenencia que incluye tanto el fuego amigo, como la muerte dicha y que el mayor reciba el legado del menor, algo así como una minimafia de la escritura o fraternidad jurada sin orga o ejército, como un club privado reacio a ser meramente sustentado en una estética o una generación. Ese espacio despierta la pregunta ¿a quién le tocará decirle adiós a otro? ¿A quién ignoraremos que nos dijo adiós? Quedamos con Tamara en llamar a ese espacio “fogón”, no porque en él se queme algo, sino porque allí las viudas ejercen las cenizas, avivando la poesía de los textos que llevan los nombres propios de quienes ya no pueden oírlos. Dice Luis García en la página 74, soy muy vieja y me permito el ego: “Me entero de que a María le ha dado un acv, que está internada en el Güemes. Estable, una palabra ambigua, pero esperanzadora. Toda nuestra fuerza ahí. Pienso en la ferocidad de un tiempo que se ha empecinado en recordarnos no estoy seguro bien qué cosa. Por supuesto, la vanidad de nuestra vanidad, de nuestra arrogancia. Pero tiene que haber algo más que no termino de leer. Como la causa desconocida de una batalla decisiva en la que lo ponemos todo sin entender nada. Ella viene de escribir hace apenas días su necrológica sobre Forn. Ella, la que hacía días había escrito con todo su amor sobre Mariela. Ella, la que siempre nadó de noche. Claro, mientras la escribía llegó la noticia de González. Y nos siguen pegando abajo, la relamida concha de dios. Un par de semanas antes, yo había tenido un sueño. Estábamos con ella en el Tigre, y teníamos que escribir sobre González. Medio obvio mi sueño, acordamos, él hacía ya tiempo que venía internado, era una posibilidad cierta ya en ese momento, tener que escribir sobre él (¿y será simplemente eso el duelo? ¿Una responsabilidad de escritura con quien se va?). Salvo, quizás, un detalle no tan obvio: mi insistencia en no sé qué cosa de Restos pampeanos, teníamos que atender muy especialmente a ese libro. Claro, me dice ella, ya en la vigilia, es que eso somos hoy, restos pampeanos. Una suerte de fin de época, quizás. ¿Pero sabemos, al menos, de cuál época? ¿Una época de lx intelectual y de la escritura? ¿El fin del siglo xx? ¿El ocaso del estilo? Nombrar este tiempo horrible: black out.”
“¿Una época de lx intelectual y de la escritura? ¿El fin del siglo xx? ¿El ocaso del estilo?” Sí. No se equivoca Luis, pero yo no soy de ese fogón, aunque también extinta, viuda profesional de la prensa plebeya, y mis muertos no son cualquiera.
“Comunidad de la pérdida”
Lo extinto es de un modo de intervenir intelectual y políticamente, de dialogar desde la crítica con el poder, de tener como proyecto una disrupción estética en el establishment, de querellar con los medios desde los mismos medios, sin aceptar jamás sus condiciones complacientes –es decir, sin hablar de lo que quiere el otro–, de cruzar textos inéditos en la noche para que quede en ellos la palabra de los amigos.
Lo extinto, es decir aquello que no va a ser más, libera de lo que Germán García llamó alguna vez “totalitarismo del referente” y vuelve como narración futura, al igual que los dinosaurios. Pero los dinosaurios pueden retornar como zombis, esas criaturas que se levantan sin armas, puesto que ya no pueden morir, e irrumpen en los pueblos domesticados. Espectros que las viudas hacemos volver para que no se esfumen sus queridas sombras o desaparezcan en la sustitución negacionista. Al fogón de Tamara lo encendió Héctor Libertella para volverla a la vida antes que ella muriera y él no lo supiera nunca. En el texto “Retrato de familia en un interno”3, por ejemplo, Libertella nos señala un nuevo canon cuyo valor profético no se encarece por la cercanía de la calculable muerte como en Bolaño de Derivas de la pesada y Sevilla me mata, sino una suerte de “club privado”, donde rebautiza a Tamara Kamenszain, César Aira, Osvaldo Lamborghini, Josefina Ludmer y Arturo Carrera como “los últimos habitués del salón literario de Marcos Sastre”. A esa “circulación sanguínea en espacio cerrado” la propone entre el Bajo y el Centro. Entre el Bajo y el Centro, qué manera profana de dibujar un mapa literario, donde no se trata de ir de un lado a otro, sino de circular. Por eso, a esa familia no la nombra en serie y asentada, sino en movimiento: a Arturo Carrera entre Pringles y Europa, a Josefina Ludmer entre Buenos Aires y Yale, a César Aira con un atributo viajero, “setenta libros a cuestas”. Libertella les tira las cartas: “Más o menos en el 2010 tendrán alrededor de sesenta, sesenta y cinco años y volverán a colgar aquel cartel que alucinaba a todos en la esquina de cruces de Paraguay y Florida: SOMOS GENIALES.” (En realidad el cartel decía POR QUÉ SON TAN GENIALES.)
“Lo demás, la forma única de leer de Osvaldo, el vaso de la inteligencia de Tamara del que tantos bebieron, el inconsciente luminoso de Arturo, la moral utópica de escritor de César, el Compromiso de la Forma de Josefina, todos esos elementos sí serán falta y resto en vida de la literatura argentina de algún día.” Libertella no distribuye valores sino virtudes, frases-regalo lanzadas como apuestas, y no lo hace desde afuera y arriba (como quien dicta un canon), sino de entre los que nombra. Y si son frases-regalo es porque no hacen falta, no son de primera necesidad como cuando el que entroniza es un pope crítico –los que nombra ya pertenecen a la literatura argentina–. Y ese nombrar es epitafio dado vuelta, también, en donde aquel al que van a extrañar, les gana de mano, extrañándolos antes.
Cuando me internaron, Tamara llamaba con insistencia a la clínica. Y yo, en la nebulosa del A.C.V., pensaba que estaba vigilando para que no dejara mi tarea de viuda y me quisiera colar en el fogón panteón con los muchachos. Hasta que una mañana vi la noticia de su muerte. Dolor y sorpresa. Imposibilidad de reaccionar salvo con lágrimas mudas, que me secaba con mi único brazo móvil. También un sentimiento de traición. Sólo quedaba de mí una mitad y Tamara ya se había ido al fogón club privado –entre el bajo y el centro–, versión paródica de Simone Weil en el panteón francés.
Todo fogón se arma alrededor de un acontecimiento mayúsculo. El que nombraba Libertella era la dictadura. Estaba hecho de muertes precoces, exilios, cartas.
El de Jaques Derrida, Paul de Man, Louis Althusser, Emannuel Lévinas, Edmond Jabès, Gilles Deleuze, Sarah Kofman, Maurice Blanchot, era la Shoa.
“Así se eslabonan las historias de unos con las de otros en torno a Derrida –dice la viuda Elisabeth Roudinesco– como si formaran una sola historia de vida y de muerte donde se entretejen los hilos del hasta la vista y del adiós, de la muerte padecida, de la muerte vivida, del adiós al que se queda y del adiós al que se va”.
Y es Derrida quien parece dar el ejemplo de cómo decir adiós a los amigos: repetir el nombre de quien ya no responderá a ese llamado, no recordar su biografía, el muerto permanecerá secreto en sus acciones, en sus palabras, que sea el texto lo doloroso de su ausencia, de su muerte innegable, la imposibilidad de su reanimación. Y Luis cuenta hechos pequeños de Mariela, su amor, no su amiga –que hacía pis a chorritos como su perra, que bailaba y seguía a Castaneda, dura y erótica disciplina, que en la UTI de sus últimos días pedía manzanas ¡manzanas!, el fruto del pecado por el que se pierde el edén, pero ¿quién quiere un edén cuando se tiene un patio?, la chica poderosa que escribió:
Me subí al techo porque el aire parece otro
para ser testigo de otra perspectiva
y después bajarme y contemplar la decepción
Mirar la foto y no verme a mí
si no a una chica en el cielo con vestido.4
Es decir, no está, y no está para siempre, pero hoy vuelve a visitarnos porque es primero de noviembre, y Luis y nosotros la acompañamos con manzanas y velas y palabras, para cuidarla y que ella nos cuide.
1- Se puede acceder a la publicación en este enlace: https://www.pagina12.com.ar/2000/suple/las12/00-11-17/nota1.htm
2- Mariela Laudecina, Ciruelas. Poesía reunida, Córdoba, Borde Perdido, pp. 325s.
3- Puede consultarse en línea: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/subnotas/2449-278-2007-02-25.html
4- Mariela Laudecina, Ciruelas. Poesía reunida, cit., p. 535.
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