El niño resentido. Por Cynthia Eva Szewach.

Foto de portada: Iara Quimey

Cuidado editorial: Patricia Martínez y Gerónimo Daffonchio


Vida relatada

( Algunas notas sobre El niño Resentido)

                                                     “No pude ver mi nacimiento, pero espero ver mi muerte” 

Simone Weill

 “¿Y yo? ¿Cuándo tendré algo?”

Trataré de reseñar algunos efectos y resonancias a partir de la lectura de un libro titulado El Niño Resentido de César González. Un relato sobre su infancia y adolescencia, que afecta, inquieta, nos hace pensar, conmueve, impacta y también interpela instancias y contextos de nuestra práctica. Escaparse, ¿es la experiencia de entrar en un pozo o la de salir de allí? El libro nos inmersa desde el inicio en esa pregunta. Nos cuenta acerca del agujero cloacal en el que ha caído de pequeño, al salir corriendo a la calle.(1)

A veces, el azar ofrece el encuentro con  alguien que pone el cuerpo para la salvación de una vida. En esa ocasión una vecina, de la Villa Carlos Gardel  donde vivían,  logra sacar de allí al niño. La escena, una de las primeras supervivencias, asume quizá las veces de un segundo parto entre las heces, pero al renacer  nos podemos encontrar con un aire muchas veces irrespirable.

¿Se trata de un testimonio? Una vida real, tal como afirma Diego Sztulwark en un interesante artículo titulado  El fusilado que narra(2), el niño resentido no se convirtió en niño arrepentido, sino en el sujeto narrativo, quien reabre osado, recuerdos dolorosos.  Incluye un acento en la cara de la vergüenza que brota opuesta al brillo. Quizá, también, la vergüenza se contrapone a los tiempos de lo impune.  El texto de Diego Sztulwark apuesta a ubicar un modo de lo reparatorio, sin desoír las zonas de lo irreparable, en el tránsito de una vida entre injusticias, la lucha con las determinaciones, y zonas insensibilizadas e inoperantes donde sostenerse.  El libro nos trae también  la pregunta por las cicatrices, cómo ubicar lo reparatorio, lo irreparable y lo indecible en toda reconstrucción.

En Crack up,  Fitzgerald  afirma que uno debería ser capaz de ver que las cosas son irremediables y sin embargo estar decidido a hacer que sean de otro modo. Al inicio define a toda vida como un proceso de demolición. En las demoliciones quedan escombros. Luego de un derrumbe, los escombros atestiguan. 

La presencia de nuestro Hospital Público como un lugar para acudir, atraviesa algunas instancias de la historia relatada en el libro de González. Una madre jovencita, con muchas travesías escarpadas en su vivir, pero al mismo tiempo interesada en compartir ficciones y películas con su hijo, al mejor modo Puig , como momentos felices entre penurias. Transmisiones en bambalinas entre pérdidas de lugares de origen y un sistema que excluye.

En esos desarraigos de ciudades, hay desgarros y hay también cuidados, circunstancias de salvación y luchas que bordean al desamparo y la exclusión social.

Las intervenciones médicas o las puertas abiertas de una institución, ofrecen un lugar pero no resultan suficientes para detener la adrenalina de un andar arriesgado, abyecto. Lo que  en ocasiones desde las instituciones puede no alcanzar.  El mundo  de la adolescencia que se relata, y en el que se  habitaba, a su vez consistía en la vorágine de continuar en los bordes del peligro y por momentos, con  hambre acuciante. Un abanico tan amplio como desesperante. La penuria, la falta de oportunidades, la obscenidad de la desigualdad, la violencia ejercida,  robos,  filiaciones rotas, búsquedas de filiación, “lutos que se adueñan de todo” y ciertas indiferencias del mundo: pidiendo agua “nos fuimos con la sed raspándonos en la garganta”.

“Cambiar fierros por lectura”, dijo en una entrevista César González, un libro que alguien ofrece y, tal como el personaje de El enmascarado en El despertar de la primavera, obra de Wedekind, abre una ocasión  donde  Melchor, uno de los personajes adolescentes  acepta la propuesta de salida. El enmascarado  abre un mundo entre otredades, presta su voz para que el pasaje al acto no sea la opción.(3)

Nos encontramos también con resonancias y desde ya diferencias con Silvio Astier, adolescente arltiano, de El juguete rabioso, primero titulado La vida puerca. Silvio, desde el inicio roba libros. Prefiere Baudelaire, un poeta maldito. Reunidos en el Club de los Caballeros de la media noche, pero en la década del 30, en un barrio urbano de la ciudad, donde la traición y la delación  dan un sitio en el mundo. Traicionar para creerse a salvo. La idea es caminar dice Silvio para siempre como un muerto, solitario. Si un juguete se transforma en rabioso, sacude el alma infantil. A Silvio Astier, según Arlt, lo acompaña entre trabajos mal pagos, y humillantes, un canturreo imperativo “sufrirás, siempre sufrirás”. Delata a un personaje mayor llamado El Rengo. Una traición para luego  llevar, con los costos que implica, “una vergonzosa compañía”. 

Acciones complejas, arriesgadas, violentas,  paradojales en relación a producir algo nuevo en el vivir, de ese modo. A veces con prepotencia, que como dice Winnicott es una manera desesperada de admiración hacia los vencedores, los que tienen potencia. 

La de Arlt es una novela, ficción de iniciación, mientras que en la narración de César González se trata de contar-testimoniar, volviendo una y otra vez sobre sus demoliciones y arrasamientos,  incluso sobre sus acciones impiadosas. En el camino que cuenta El niño resentido, es muy diferente el contexto donde vive, la villa Carlos Gardel y la improbabilidad de tener opciones, aunque ambos desnudan la miseria de la que intentan des-condenarse. 

“Pisando la niñez, pero ya saltando sobre las espaldas de la muerte”, escribe González. Podemos suponer que, al escribir, algo se va cauterizando. No parece una escritura que intenta borrar, exorcizar, elaborar, juzgar, enaltecer, ni moralizar sus hechos. Pero sí, historiarlos. Darse una historización una y otra vez. Una composición puesta en palabras poéticas, sencillas, de forma secuencial, masticada, dolorida, fragmentaria, implicada, triste, incómoda, con cercana distancia.

La narración trae un modo de transitar el lenguaje, la jerga, los códigos inventados.  También una niñez y una pubertad donde hay juego y donde rara vez está solo; hay primos, vecinos, diversiones. Un campo lúdico y  una sexualidad incipiente, pubertad que se entreteje, se atraviesa,  con disparos, corridas a los pibes, audacias, peligros y fugas no amedrentadas.

Consumos y consumidos. Sacar para tener, drogarse, lucir, vestir, brillar. Recuperar lo que el destino no dio. No se trata de frustración, sino de privación. Recuperar lo nunca perdido. Recuperar lo no obtenido. Tener ropa para poder regalarla. En la fragilidad encontrar el desprecio, esconder lo que se pueda la miseria de miradas que devalúan.

Si bien el libro es el relato de una historia singular,  le sucede a muchos como decía Discépolo al componer un tango. La cuestión de cada quien en lo colectivo. Hay diversas aristas posibles para pensar. Tiempos que urgen sin pausas, algunas pérdidas que no detienen, sino  que, como afirma el autor, aceleran la debacle. Muertes, amores, suicidios en un colectivo desplazado. “La noche era una hélice infernal de drogas, compañerismo, baile, salir a dar una vuelta, volver al Hueco”.  Un hueco, no es un agujero. Se trataba al menos de un lugar, apodado así, donde reunirse de forma marginal en la marginación desquitada. Un lugar para llevar los botines exaltados de alguna venganza, o luego en su diferencia  la escritura quizá como desquite.

Aída Perugino en el libro Hue­co de vi­da, dice “hueco es el mo­do en que se nom­bra al es­pa­cio o el va­cío que ha que­da­do for­ma­do en la es­truc­tu­ra de un de­rrum­be, un lu­gar don­de aún po­dría pre­ser­var­se ai­re”.

“Todo mi deseo estaba en morir brillando” escribe César. Y el cuerpo insiste en seguir. Como si se supiera que habrá aún mucho por decir y decirnos.

Entrar a la cárcel como joven con laureles, como en una tumba con nombre, una pertenencia, ser de la Gardel. Una puerta cerrada, un tiempo cerrado. Salir en este caso, con las palabras, la tinta, una voz. Las ruinas como tatuajes visibles e invisibles. Lucrecia Martel trae, escrito en la contratapa del libro,  la presencia de la imagen de una alcantarilla: “encontramos cosas que no se ven a través de vidrios polarizados”.

El resentimiento como sentimiento reconvertido, acto como lectura de los actos. No se trata del sobreviviente que al volver sueña que nadie creerá su historia. Ni del sobreviviente mudo. Lo contado en el libro está en la ciudad.


Citas Bibliográficas:

(1) César González “El niño Resentido” Editorial Reservoir Books 2023.

(2) Diego Sztulwark, El fusilado que narra, Tecla Ñ

(3) Entrevista realizada con Ana Caccopardo en el programa Historias Debidas, en Canal  Encuentro 2012. Allí relata un acontecimiento crucial, cuando a partir de que alguien que hace magia,  le ofrece libros estando preso. Cuando ve el libro de  Rodolfo Walsh,  Operación Masacre, comienza su lectura, lo fascina, lo atraviesa y   continúa  y continúa con la lectura de  diferentes autores. Desde  allí avanza  con su escritura y su creación.


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