Cuidado editorial: Patricia Martinez, Leticia Gambina y Mariana Castielli
Imagen de portada: Kawanabe Kyosai
Este texto fue editado, revisado y autorizado por el autor.
Recibí gratamente en marzo de este año la invitación a escribir sobre la conferencia “Enséñame a dejar atrás mi locura”, dictada por Jean Allouch en 1995 durante su visita a Costa Rica. No estuve en el momento en que ocurrió tal evento, pero durante mi abordaje de la resonancia de aquel decir, he tomado en cuenta precisamente mi ausencia en esa ocasión, así como la distancia temporal desde donde pude aproximarme al texto publicado como testimonio de la disertación. Agradezco haber leído un escrito que retoma palabras proferidas por Allouch en un episodio potencialmente fructífero por las variadas ramificaciones que podrá seguir produciendo.
La lectura de la conferencia me condujo a pensar en la transitoriedad de los momentos que apreciamos con posterioridad a partir de su estela. Un suceso relevante puede parecernos fugaz, no obstante, las letras viajan más allá de la temporalidad de la emisión, probablemente ellas vehiculicen la fuerza de un legado. Cada vez que algo valorado concluye, hay una pérdida que puede involucrar dolor. Pero que un momento sea efímero no le resta su brillo. Nuestra estadía en el planeta, aunque breve permite apreciar la belleza de la oportunidad de la vida (véase Freud, 1916 [1915]: 2003: 305-311).
Es posible que una experiencia de análisis deje como resultado la aceptación de la transitoriedad, la muerte como huésped de visita recurrente, no para desalentarse ante su proximidad, sino para avivarse a partir de la transformación que entraña desprenderse de los envoltorios ficcionales urdidos en el cuerpo a través de nuestra historia. ¿Por qué me refiero a lo que queda después de un análisis? Porque la frase “Enséñame a dejar atrás mi locura” que fue el nombre de la conferencia pronunciada por Allouch en 1995, probablemente sea una solicitud que mucha gente podría haber proferido en encuentros con una figura dedicada a un quehacer del ámbito psi. Sin embargo, no es posible enseñar a dejar atrás la locura. Si nuestra apuesta fue implicarnos en la vida a través del psicoanálisis, durante el trayecto nos damos cuenta de que no es algo enseñable sino particularmente experiencial, además la locura no puede quedar confinada en un almacén de episodios aciagos, pero sí es viable encontrar formas de vivir con la locura. Mientras estamos en análisis vamos creando opciones para encarar la locura que nos fustiga. Cuando una experiencia de análisis se termina, es probable que la interrogante vuelva con un ropaje diferente y alguien se pregunte qué hacer con la locura ante la ausencia de su analista. En esa circunstancia, el asunto se ramifica, porque ahora la cuestión suma un duelo distinto a los anteriores, la hazaña de afrontarlo remite a un trabajo historizante vehiculizado por la transferencia sostenida en la suposición de un saber. La ruta de la atribución no es fija, en algún momento del análisis se mueve el sentido en que creíamos andar en el tránsito del discurso, cuando caemos en cuenta del sinsentido que nos sorprende en la discontinuidad de las enunciaciones, pues el vértigo de lo insondable, así como el nomadismo polisémico en el lenguaje nos hacen sentir nuestra distancia inevitable ante los otros, a pesar de eso, prevalece la proximidad con ellos mediante la posibilidad de la muerte que es advertida por la fragilidad revelada en la insuficiencia en el saber y en el ser (véase González, 1989: 2001: 68), condición que advertimos precisamente por la imposibilidad de decir el ser, sin embargo, la producción del acto analítico situado en el instante propicia “hacer ser” a partir de una “(po)ética” (Herrera, 2008: 200-214),[1] esa (po)ética viabiliza el trazo de un rumbo inédito, éste no solamente implica andar un sendero diferente a raíz de un posible viraje, sino otro modo de apreciar el entorno, ahora sintiéndonos parte de él, porque reconocemos nuestra implicación creativa en la experiencia, al tiempo que nos sensibilizamos ante la variedad de mundos circundantes (véase Uexküll, 1940: 2024). De esa manera, se difumina la dicotomía entre pertenencia y ajenidad que suele inquietar al conjunto humano por la frecuente vivencia de inadecuación a lo esperado idealmente. Un análisis puede propiciar un descentramiento que permita valorar las diversas expresiones de vida, aunque disten de lo prefigurado.
Cuando se lee la destacada frase de Freud (1933[1932]: 2001: 74): “Donde Ello era, Yo debo devenir”, la apuesta es a una postura ética que nos permita asumir el límite vital de la experiencia humana ante el frecuente llamado de la muerte, porque el análisis impele a producir modos vivificantes de morir gradualmente. La situación analítica abre caminos para que no resulte tan destructivo acudir al encuentro con la muerte durante la vida.
Freud (1900 [1899]: 2000: 559) propuso a los sueños no sólo como muestra del modo de operación psíquica en la infancia, también mencionó que “reencontramos en el cuarto de los niños el arco y las flechas, esas armas de la humanidad incipiente ahora desechadas”. Entonces, el sueño es un agujero para viajar en el tiempo, una formación del inconsciente que nos recuerda la condición deseante, nuestra incompletitud compartida a lo largo del tiempo; además, el sueño permite atestiguar la insistencia por volver a un paraíso perdido, no precisamente al amor inicial entre la madre y su bebé, sino más allá de eso, me refiero a la nostalgia por la inmanencia absoluta (Esposito, 2004: 2006: 307-312 y Deleuze, 1995: 2007: 35-40) que no se puede asir individualmente de manera total ni permanente.
La frase de Freud (1933[1932]: 2001: 74): “Donde Ello era, Yo debo devenir” apunta a un acto de modestia que aprecia la potencia de lo anterior que se esfuerza por situarse en el presente y, en la transformación el sujeto acepta en palabras y silencios el vaivén de la ola, es decir, su voz se integra a la música a la manera de un canto, algo se crea ante el desprendimiento de lo que se pierde, cuando se reconocen los ecos del tiempo mientras se renuncia al intento del control total por haber experimentado el “no-todo saber”, condición que se manifiesta en la impotencia como “poder no” (Allouch, 1985: 2008: 83), diferente a la posición de “no poder” que nos golpea ante la falla. Considero que la concepción de Allouch sobre la impotencia habla de un reposicionamiento ético frente a “la experiencia trágica de la vida” (Lacan, 1959-1960: 2009: 372), podría decirse que ahí se asoma la escritura del fracaso. En palabras de Herrera (2008: 201) sería de este modo:
Sí, la inscripción de lo real es imposible, pero se puede inscribir la imposibilidad misma. En esto consiste el viraje de la impotencia a la imposibilidad. El análisis nos conduce de la imposibilidad de la inscripción a la inscripción de la imposibilidad (Herrera, 2008: 201).
En Allouch y Herrera hay estilos diferentes, pero me parece afortunado el encuentro que leo en sus propuestas, porque escriben el arribo a los confines al admitir lo inescrutable. El análisis permite darle una vuelta a la impotencia, propicia un cambio de tono al referirse a ésta, ya no necesariamente como un lamento, sino como una condición para intentar de nuevo la vida, precisamente porque se asume el fracaso para abarcarla en su grandeza. Entonces, asumir la impotencia es lo que potencia el deseo por (continuar) la vida.
Después de un análisis nos queda el amor que sentimos, me refiero al ejercicio de amar, ese “dar lo que no se tiene” (Lacan, 1960-1961: 2006: 145), pero agregaré que nos sostiene, así en plural, porque esa perspectiva del amor implica abrirse al asombro que entraña la poiesis, es decir, “la causa que hace que lo que no es sea” (Herrera, 2008: 191). Seguir viviendo supone crear algo, inscribirse en la obra, mientras morimos un poco cada vez. Aspiramos al punto final, pero seguimos escribiendo para que él nos encuentre en el trazo. La apuesta por la creación nos pone entre la vida y la muerte, porque involucra recibir la novedad de lo creado desde una cierta renuncia a la condición previa que la hizo factible. El proceso creativo pone en juego un amor en disposición a la esperanza por lo venidero al dar cabida a la diferencia, un amor que confía en la expectativa de compartir los frutos, aunque apenas portemos a las semillas en la cavidad de una mano.
El amar no impedirá sucesos desafortunados, pero amar sí propiciará que nos cuestionemos cuáles son nuestras prioridades y en qué lugar se sitúan los otros seres vivos en ellas, también despertará preguntas respecto al modo en que participamos en la producción o el sostenimiento de aquella situación que provoca tristeza, enojo, frustración o lamento. Si un duelo nos condujo a un análisis (Allouch, 2009: 19, 24), haberlo transitado nos ha permitido una comunión distinta con la muerte, porque la oportunidad de seguir viviendo es valorada entre cada pérdida, caída o tropiezo. Un análisis nos abre al reconocimiento de nuestra infinita mortalidad, porque da recurrentemente la ocasión para la despedida de lo que se fue. Mientras contamos en el análisis vamos descontando, porque perdemos capas de la piel del discurso enhebrado al goce. Un análisis es la ceremonia de la desposesión.
La locura es compartida entre humanos a través del lenguaje,[2] sus manifestaciones son variadas. Hay quienes se apuestan cada día para alojar a la locura, disponen de la escucha y la mirada para reconocer la importancia de las ficciones que como humanidad construimos para enfrentar los enigmas de la vida y la muerte. En cuanto hablantes, coincidimos en algo con el cartero del cuento de Thomas Bernard (sic) aludido en la conferencia de Allouch (1995: 79-81), nosotros también vehiculizamos letras vueltas cartas, en ocasiones sentimos que sus mensajes nos queman. Es vano el intento de destruir una carta cuando se pone en la lumbre, el fuego no se apaga con más fuego.
Didi-Huberman (2012: 9) señaló: “La imagen quema: arde en llamas y nos consume”. Recordemos la relevancia de la imagen en el lenguaje, porque la palabra contempla el aspecto visual y el acústico, ambos factores posibilitan la metamorfosis del sentido, pues lo escuchado y lo mirado a través de las palabras se concentran para permitir la eclosión de múltiples rutas que cuestionan los sentidos arraigados, pero lo más importante es que esas variaciones nos impelen a otros modos de existencia.
La locura es una antorcha, ilumina nuestro andar en las penumbras del bosque. En el lenguaje está la locura a la manera de una antorcha que pasa de mano en mano para intentar poner en palabras la perpetuidad de lo que nos extingue. Nos inquieta su ardor, también hay momentos en que sus flamas deslumbran y conducen a la fascinación, incluso en algunos episodios parecieran sus llamas apagarse, pero el fuego puede volver a avivarse para propiciar el alumbramiento y empezar con aires renovados otro tramo del camino.
Leer es acariciar la silueta de una ausencia en aras de atisbar el no-ser. La lectura sucede en forma tardía respecto al momento de producción de un texto, pues empezamos por leer lo que nos antecede. Por otro lado, si nosotros empuñamos la pluma, quizá la demora sea mínima cuando recién leemos lo que vamos escribiendo, pero ahí se asoma sutilmente una distancia temporal entre escribir y leer, el paso de una a otra me remite al devenir como la fluctuación entre ser y no-ser, mediatizada por la “alteración” en el tiempo y, por la “alteridad” a través de los discursos de los otros que nos habitan (véase González 1996: 55). Cuántas veces hay que deslizar el lápiz sobre el papel para hallar la letra que sea legible. Cuánto hay que leer en los textos de otros, reconocernos y distinguirnos de ellos para producir una escritura.
La lectura y la escritura se invocan entre sí, la invitación a una implica prepararle un lugar a la otra, aunque su venida ocurra en distintos momentos. Cuando leemos hay frases estimulantes que nos orillan al subrayado, en algunos casos requerimos trazar un breve apunte y nos hacemos un espacio más allá del margen pautado en la página leída, tal vez como líneas de fuga (véase Deleuze, 1988: 2006: 224). Escribimos cuando nos situamos en el agujero por la porosidad del discurso. No se escribe en la calma, sino en el ardor de palabras e imágenes que estallan del cuerpo. Erupciones sin miramientos emergen en líneas de fuga a través de poros abiertos.
La escritura demanda la lectura cuando se hace edición, muchas cosas se escriben sin hacerse públicas, les basta la edición en lo íntimo, porque la edición no reduce su sentido a la impresión y circulación de un texto, la edición entraña el reconocimiento de la pertinencia de los cortes con comas y puntos, pulir frases a partir de detectar el ritmo y el tono de una voz resonante en un texto. Editar posibilita sentir lo discontinuo, el encuentro de las pausas para respirar.
La edición es el ejercicio artesanal de dar forma a un texto para hacer sentir los silencios, las reiteraciones, los desvíos de sentidos ante los juegos de sonidos, ya sea por aliteración, paronomasia o calambur. La edición reside en una agudizada escucha, quien funciona como analista acompaña en la edición de la escritura de diversas historias. El deseo del analista es el operador de un análisis (Lacan, 1964: 2010: 243), porque permite la escucha de la voz como aliento de vida, mientras da lectura al decir múltiple que le viene del otro que en ese momento participa como su portador, pero si un analista es capaz de recibir las historias y el decir múltiple es porque admite por su propia experiencia la hendidura en calidad de riel, así como el bordado disparejo de una cicatriz, pues las caídas en la travesía discursiva hacen lugar a la vuelta de la letra.
Los humanos buscamos dotar de sentido a la vida, pero afortunadamente ningún sentido nos satisface en su totalidad, porque si alguno nos colmara nos paralizaríamos como los monumentos dedicados a los ídolos. Las letras propician diversas lecturas de las teorías que remiten a modos de contemplar lo que (nos) ocurre. Ninguna teoría termina de explicar la vida, porque cada una ha dependido de la particular situación de quien la escribió en cierto momento histórico-social. Las teorías también tienen agujeros, el indomeñable sinsentido nos recuerda nuestra fragilidad, no hay algo que podamos retener, poseer, controlar o explicar perennemente. Esa fragilidad muestra el vivo rostro de nuestra mortalidad. Aún estamos a tiempo de recordar la transitoriedad de las formas y los momentos. La vida nos sobrepasa, somos pasajeros en el largo viaje de la humanidad. Cuando usted termine de leer el texto, sentirá la ausencia, la mía que es también suya, la ausencia que compartimos. Antes de llegar al punto, recordemos que la letra persiste, confiemos en la diversificación de sus efectos.
Conferencia de Jean Allouch: Enséñame a dejar atrás mi locura. In$cribir el psicoanálisis. Año 3. Nro 5. Enero-Julio. Costa Rica, 1996. Asociación Costarricense para la Investigación y el Estudio del Psicoanálisis (ACIEPs). Costa Rica, 1995.
Conferencia publicada en versión digital. En el margen, revista de psicoanálisis. Buenos Aires, 2024. https://wordpress.com/post/enelmargen.com/13431
[1] Miremos esta propuesta de Herrera (2008: 214): “Es pues desde el instante, tiempo privilegiado del inconsciente, que me permito proponer una (po)ética del psicoanálisis, como una ética que es condición de la estética. Lo imposible de decir pone al analizante frente a lo real, el objeto causa del deseo como objeto perdido, ante cuya falla se hace su propio objeto”.
[2] En una emisión radial, Foucault (1963: 2015: 53) manifestó: “[…] el parentesco entre la locura y el lenguaje no es simple ni de pura filiación; el lenguaje y la locura están ligados, antes bien, en un tejido enredado e intrincado donde, en el fondo, es imposible distinguir uno de otro. Tengo la impresión, si se quiere, de que en nosotros la posibilidad de hablar y la de estar loco son, en un aspecto muy fundamental, contemporáneas y como gemelas; la impresión de que abren, bajo nuestros pasos, la más peligrosa pero acaso también la más maravillosa o la más insistente de nuestras libertades”.
Referencias bibliográficas
Allouch, J. (1985). Sobre la destitución subjetiva. Litoral. Revista de psicoanálisis. (41), julio 2008, 73-84.
Allouch, J. (1995). Enséñame a dejar atrás mi locura. Conferencia en Costa Rica. In$cribir el psicoanálisis. Asociación Costarricense para la Investigación y el Estudio del Psicoanálisis (ACIEPs), Año 3, (5), enero-julio 1996, 78-85.
Allouch, J. (2009). Contra la eternidad – Ogawa, Mallarmé, Lacan. Buenos Aires: El cuenco de plata.
Deleuze, G. (1988). Sobre la filosofía, en Conversaciones. Valencia: Pre-Textos, 2006, pp. 215-246.
Deleuze, G. (1995). La inmanencia: una vida…, en Giorgi, G. y Rodríguez, F. (compiladores). Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Buenos Aires: Paidós, 2007, pp. 35-40.
Didi-Huberman, G. (2012). Arde la imagen. México: Ediciones Ve.
Esposito, R. (2004). Bíos. Biopolítica y filosofía. Buenos Aires: Amorrortu, 2006.
Foucault, M. (1963). El lenguaje como locura, en La gran extranjera: Para pensar la literatura. Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2015, pp. 53-69.
Freud, S. (1900 [1899]). La interpretación de los sueños (segunda parte), en Obras Completas. Volumen V (1900-1901). Buenos Aires: Amorrortu, 2000, pp. 345-611.
Freud, S. (1916 [1915]). La transitoriedad, en Obras Completas. Volumen XIV (1914-1916). Buenos Aires: Amorrortu, 2003, pp. 305-311.
Freud, S. (1933 [1932]). 31ª conferencia. La descomposición de la personalidad psíquica, en Obras Completas. Volumen XXII (1932-1936). Buenos Aires: Amorrortu, 2001, pp. 53-74.
González, J. (1989). Ética y libertad. México: FCE y UNAM, 2001.
González, J. (1996). El Ethos, destino del hombre. México: FCE y UNAM.
Herrera, R. (2008). Poética del psicoanálisis. México: Siglo XXI editores.
Lacan, J. (1959-1960). El seminario de Jacques Lacan: libro 7: la ética del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2009.
Lacan, J. (1960-1961). El seminario de Jacques Lacan: libro 8: la transferencia. Buenos Aires: Paidós, 2006.
Lacan, J. (1964). El seminario de Jacques Lacan: libro 11: los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2010.
Uexküll, J. (1940). Teoría de la significación. Buenos Aires: Cactus, 2024.