Imagen de portada: Õgata Kõrin «Dios del viento y Dios del trueno» (1658-1716)
Cuidado Editorial Gerónimo Daffonchio
A juzgar por el hecho de que, casi treinta años después de la conferencia de Jean Allouch “Enséñame a dejar atrás mi locura» (1995), me llega la invitación a escribir algo sobre ella, la cuestión que allí se plantea sigue teniendo su pertinencia (si es que, acaso, esta no ha aumentado). En ese sentido, este escrito apunta a poder inscribirse en esa cadena de pertinencias que, ciertamente, Allouch no inaugura ni pretende constituir su cierre, sino que, con sus palabras, se ubica como un eslabón más. “Al principio fue el verso” comienza diciendo Allouch (1995, p. 1), en una varité de la conocida fórmula al principio fue el Verbo. Sólo que aquí no se trata del verbo en general, ni de cualquier verso; antes bien, apunta a un verso en particular del poeta británico, nacionalizado estadounidense, Wystan Hugh Auden.
¿Cómo recibe Jean Allouch este verso? Le llega de Kenzaburo Oé, quien aísla la expresión que da título a la conferencia y al relato homónimo de Oé (2020). Como es sabido, no se trata de la única lección que Allouch ha sabido extraer del escritor japonés. En la misma época de la conferencia que nos ocupa se servirá de la caracterización, hecha por Oé, del duelo como “gratuito sacrificio” (Allouch, 2006, p. 9) para proponer la idea de un pequeño trozo de sí como suplemento con el que el deudo efectúa su pérdida. Asimismo, en ocasión de la “Actualidad en el 2001 de Erótica del duelo”, Allouch afirma encontrar en otro relato japonés, El anular de Yoko Ogawa, una prolongación de su libro (Allouch, 2004, p. 19). La secuencia desemboca, cinco años después, en la publicación de Contra la eternidad (Allouch, 2009). Valgan estas breves menciones tanto para indicar la pertinencia de la aparición de la figura de Oé como de la persistencia de la literatura japonesa en los textos de Jean Allouch.
Hay otro elemento que persiste igualmente, cuya pertinencia se confirma al constituir una serie no menor de varios años, en la producción de Allouch; me refiero aquí al tema de la libertad. Aún cuando pareciera ser un asunto que le interesó en los últimos años, sobre todo con la aparición de La escena lacaniana y su círculo mágico (Allouch, 2020a), donde el término cobra un lugar central, lo cierto es que la libertad se encuentra con insistencia en muchos de sus libros, al punto de volverse un rasgo –junto con la soledad– de lo que llamó el amor Lacan (Allouch, 2011). ¿Sorprende, acaso, por tanto, que se trate de ella en el relato de Oé? Aquel hombre, anormalmente gordo, que “logró librarse de una idea fija que hasta entonces lo había obsesionado” cuando estuvo a punto de caer al estanque de agua sucia donde se bañaban los osos blancos, pero que, “una vez liberado, una lastimosa sensación de soledad hizo encoger todavía más [su] alma pusilánime” (Oé, 2020, p. 56). Un poco más adelante, Oé insiste en ello: “Si temblaba como una hoja agitada por el viento, era también a causa de la tremenda y lamentable soledad interior que sentía desde que aquella mañana, en el zoo, había experimentado lo que para él fue una liberación” (Oé, 2020, p. 57). Allouch no podría haberlo dicho mejor: el ejercicio de la libertad va siempre acompañado de una cierta soledad. Esa misma libertad/soledad que el hombre gordo del relato encontraba placentera en el hecho de dormir sólo desde hacía años en la cama matrimonial; “libertad un tanto particular, que no por ser insignificante era de desdeñar” (Oé, 2020, p. 57). Todavía una cita más para persuadir a nuestro lector de que ese es el asunto de la historia:
«Paradójicamente, este incidente le hizo darse cuenta de lo importante que habían sido para su bienestar personal las pesadas cadenas que hasta entonces lo unían (o, al menos, eso pensaba él) a su hijo, con independencia de lo que pudiera suponer para éste. Sin embargo, después de la terrible experiencia del zoo, veía con claridad que la existencia de tales cadenas era sumamente dudosa y que más bien era él quien se había empecinado en mantenerla. Además, la libertad que había obtenido al liberarse de ellas no podía desprenderse de sus manos ni de su corazón, como si se tratara de un trozo de celo extraordinariamente adhesivo que le impidiera volver a la situación anterior» (Oé, 2020, p. 59).
¿Pero cuál es ese incidente con el que se inicia el relato, esa terrible experiencia del zoo que no cesa de sernos referida y de la que, sin embargo, no tenemos verdadera dimensión hasta casi el final? Pues bien, durante el invierno de un año sin especificar nuestro protagonista, el hombre gordo, decide llevar al zoológico a su hijo (quien, se nos dice, tiene un retraso mental) con el fin de demostrarle a su esposa y al oftalmólogo que el niño no necesita lentes especiales pues puede ver perfectamente los animales del zoo a través de los ojos de su padre, asumiendo éste el papel de conductor de visión, en virtud de una conexión sensorial entre sus cuerpos, como si fueran una sola carne. En determinado momento del recorrido, padre e hijo se alejan del contingente de visitantes y acaban muy cerca del estanque de los osos blancos donde el hombre gordo, de repente, se siente caer. La situación se vuelve lo suficientemente confusa como para que, “abandonándose a la caída” (Oé, 2020, p. 85), el hombre gordo acabe separándose de su hijo, éste se extravíe y sea encontrado luego en la comisaría.
Aquel episodio, que podría juzgarse menor para cualquiera que lo presencie desde afuera, pone fin a una situación que ese padre había construido en torno a su hijo, del cual no se separaba ni al momento de dormir por las noches, y que Oé describe magistralmente en diferentes pasajes en términos de pesadas cadenas, de una intimidad en la que ningún otro podía inmiscuirse, de una esclavitud que, no obstante, no dejaba de procurarle al hombre gordo una satisfacción. Luego de aquel suceso en el zoológico, el hombre gordo testimonia haber constatado que su hijo puede prescindir de él, “lo que significa que a partir de ahora ya soy libre, que ya no tengo que cuidar de él” (Oé, 2020, p. 89). “Así –se nos cuenta en el relato–, por un capricho del azar, le fue otorgada una libertad cruel exactamente a los cuatro años y dos meses del nacimiento del pequeño retrasado, Mori, su hijo” (Oé, 2020, p. 87).
Es entonces, por un capricho del azar, que este hombre, hasta entonces adherido a su hijo al punto de haberse persuadido de que estaba atado a esa forma de vida, deja atrás su locura. No es, ciertamente, de su madre, a quien dirigía inicialmente esa súplica –“Oh, te lo suplico, dime cómo sobreviviremos todos a nuestra locura”–, de donde obtendrá ese grano de libertad. Tanto menos cuanto esa madre se presenta como negándole las notas y los manuscritos que parecen impedirle al hombre gordo concluir la biografía de su propio padre y que a él tanto le importaba escribir. En la primera de las ocurrencias que Jean Allouch comenta, en el primero de los “dos hechos cotidianos” (Allouch, 1995, p. 1) del que se sirve para examinar el modo en que en el Occidente moderno se intenta dar respuesta a la cuestión de la locura, no se trata de otra cosa. Una joven mujer, que es internada luego de un acto que bien podríamos considerar de sublevación o cuanto menos un acto de objeción a una locura maternal, es despojada de la tutela de sus hijos y entregados estos a la responsabilidad jurídica de su madre. Esta madre de la madre, comienza a llamar a sus nietos sus hijos y dispone a su antojo de las visitas y el contacto de estos niños con la mujer internada.
Del padre de los niños nada sabemos. O mejor dicho, sabemos de su ausencia en la historia, tanto más significativa cuanto que no parece necesario mencionárselo ni hacer alusión alguna a su figura. Estos niños son los hijos de Oreste según la expresión de Christiane Olivier, no en menor medida que el hombre gordo de la historia de Oé. Y aquí, en este hecho cotidiano que aporta Allouch, incluso doblemente puesto que la abuela reniega de la maternidad de su hija respecto de estos niños. ¿Es esto lo que merece juzgarse como loco para Allouch? No exactamente, puesto que esta lectura no haría más que desplazar la locura de una madre a otra. El punto es el modo loco en que es acogida toda esta situación por parte del aparato pedagógico y judicial al ponerse al servicio de la abuela “en nombre de la felicidad de los niños” (Allouch, 1995, p. 2).
Son estas instituciones las que pretenden enseñar a dejar atrás la locura. Hoy día, dice Allouch, esa función lo ha tomado a su cargo la Psiquiatría. Pero quizás es posible, incluso, tomar ese dejar atrás aún en otro sentido que el autor no despliega. Al constituirse la Psiquiatría como el nuevo saber acerca de la locura, lo que fue extensamente estudiado por Michel Foucault (2010), no sólo se produjo el relevo de un saber religioso, o incluso secular, en beneficio de la naciente disciplina o el desplazamiento del asilo al hospital; al cambiar el modo de saber que acoge la locura, ella misma se ve modificada en tanto que, en sentido estricto, ya no se trata de la misma locura. Como subraya acertadamente Susana Bercovich, un acontecimiento o un caso es “isomorfo a la estructura del saber que lo acoge […] Los acontecimientos no son más que la historia de sus recepciones o de sus transmisiones” (2023, p. 178). Dejar atrás la locura es lo que efectivamente hizo la psiquiatría moderna al subsumir cierta relación al lenguaje bajo la noción de enfermedad mental. En ese punto, la Psiquiatría, de la que habla Jean Allouch, hizo mucho más que solamente entronizarse como aquella que estaría en posición de enseñar a dejar atrás la locura; ella misma la ha dejado atrás, la ha borrado del mapa territorial de su saber, para enseñarnos qué es un buen enfermo mental.
El psicoanálisis no está llamado a seguir esa senda; al menos no sin traicionar, al hacerlo, aquello que constituye su especificidad en la manera de recibir las lecciones que la locura imparte. Sólo es posible responder por la negativa a toda pretensión de que el psicoanálisis tuviera la respuesta a la pregunta acerca de cómo enseñar a dejar atrás la locura. Allouch señala, en ese sentido, el mito construido alrededor de Freud según el cuál éste habría triunfado, habría logrado vencer la paranoia, mientras que Fliess no; mito que no hace más que sacar a Freud del lado de Erasmo en tanto, uno como otro, habrían sabido re-conocer que nadie conoce mejor la locura que la locura. Dicho de otro modo: habrían sabido no saber, no pretender saber sobre la locura, por sobre ella. Antes bien, si algún saber resultó de esa experiencia (literaria en Erasmo, clínica en Freud) es un saber a partir de la locura, que parte de ella y de lo que ella tiene para enseñarnos (no sin jugar nuestra parte en esa recepción). Es así que Jean Allouch concluye:
«[…] no hay ninguna razón para que nadie se ponga en posición de dar respuesta a esta pregunta y el no poder responder a ella, es decir al recusar que pueda haber una enseñanza sobre cómo sobrevivir a nuestra propia locura, es diciendo que para eso no hay ninguna enseñanza que sea válida» (Allouch, 1995, p. 6).
No es, tal vez, un mal modo terminar con una anécdota que él supiera relatar y que ilustra, en su potencia, lo falaz de cualquier pretensión de saber acerca de la locura, arriesgándose, quien así lo pretendiera, en quedar en la ridícula posición que esta historia nos enseña:
«Un loco, un día, va a ver a su psiquiatra.
– Hay –le dice con el tono seguro de alguien que sabe de qué habla– mil maneras de tratar la locura, pero una sola es la buena.
– Ah bueno –interroga el psiquiatra sorprendido–, ¿cuál?
– ¡Yo sabía, responde el loco, que usted no sabía!» (Allouch, 2020b, p. 32).
[1] Como se verá, la cuestión de las cadenas no es ajena al tema planteado, no sólo en lo que refiere a la locura, sino al modo particular de encadenamiento que J. Allouch propone a propósito del analizante, el analista, el inconsciente… y Freud (Allouch, 1993, p. 29).
[2] Varité designa aquí el juego de palabras –utilizado originalmente por Lacan y retomado por J. Allouch en El amor Lacan– entre vérité (verdad) y variété (variedad). El neologismo se volcó en español como varidad (Allouch, 2011, pp. 49-50).
[3] Para conocer un poco m ás acerca de las variaciones de esa fórmula en Lacan (pasando por el Evangelio según San Juan y el Fausto de Goethe), el lector podrá consultar el excelente libro Juntos en la chimenea. La contratransferencia, las “mujeres analistas” y Lacan de Gloria Leff (2011), en especial el capítulo tres.
[4] Véase, en especial, el “Estudio C” del citado libro (Allouch, 2006, pp. 333-377).
[5] En este, y en todos los casos siguientes, las cursivas son nuestras.
[6] Baste sólo una cita, entre muchas otras que pueden encontrarse, por ejemplo en El amor Lacan, para situar la pertinencia de ese lazo libertad/soledad: “Lacan buscaba un cierto tipo de amor, el amor que no se obtiene. ¿No era justamente esa búsqueda la que hacía de Lacan un psicoanalista? ¿El asunto vale solamente para él, o para cada psicoanalista? ¿Está allí la ‘demasiada libertad’ que Lacan se habría concedido en el terreno del amor? Este amor que se obtiene como no obteniéndolo, ¿no es el eco, la contraparte de esa soledad, «no tan solos», del que Lacan daba cuenta ante Sollers? ¿No está precisamente allí la soledad del psicoanalista? ¿Esa a la cual se aproximó Donald Winnicott evocando lo que sería una feliz soledad en presencia de alguien en un artículo titulado «La capacidad de estar (être) solo»?” (Allouch, 2011, p. 12). Para quien conozca, por poco que sea, algo del estilo de escritura de Allouch, sabrá que todas esas preguntas implican, en él, afirmaciones.
[7] Se recordará aquí que J. Lacan denuncia, precisamente, el carácter ilusorio de ese “una sola carne” (Lacan, [1967] 2023, p. 188) de la enunciación religiosa como unidad de la pareja, pero cuyo modelo es la pretendida unión entre el niño y la madre (entre a y 1, según los esquemas de segmentos que construye en el curso de su seminario La lógica del fantasma). Si bien en el relato de Oé esa unidad se presenta entre el padre y el hijo no es menor que ese padre se imaginaba a sí mismo como “un celatius hembra que crecía en las profundidades marinas con su hijo pegado a su cuerpo como un pequeño celatius macho” (Oé, 2020, p. 66). Por lo demás, la madre del protagonista sobrevuela toda la historia y no es ajena, como se verá, a la relación particular que él trama con este hijo retardado.
[8] “El poder mostrar, no sin ostentación, que para su hijo, aquella pequeña masa redonda, no era su madre sino él, su padre, el único ser irremplazable, le llenaba de una exaltación indescriptible” (Oé, 2020, p. 71). O también: “« […] Pero ahora mi cabeza piensa que las tinieblas que nos rodean no son amenazadoras, y ese pensamiento mío se transmite fielmente al cuerpo de mi hijo, a través del apretón de nuestras manos, y anula todas las señales de alarma inquietantes que aparecen en su mente trastornada», se dijo el hombre gordo para su gran satisfacción” (p. 73). Finalmente: “Para el padre, viajar en tren en medio de extraños con su hijo incapaz, que dependía por completo de él, era incontestablemente una fuente de satisfacción” (p. 77).
[9] Términos que dan nombre a un excelente artículo de Marta Oliviera de Mattoni (1993) aparecido en la revista Litoral nro. 15.
[10] Según Olivier, retomando la saga de los Atridas (en la que Clitemnestra ordena la muerte de su marido y desata la ira de su hijo Orestes), es posible entender a la figura de Orestes como aquella que plantea una cuestión moderna: “¿es posible no estar resentido inconscientemente con una madre que reniega o ingnora en su hijo la parte de aquel que lo ha engendrado? ¿Cuántos Orestes, cuántas Electras reprochan hoy a sus madres su omnipotencia frente a la inexistencia del padre, ocultando en lo más profundo de sí mismos un alma vengadora?” (Olivier, 1994, p. 8).
Bibliografía
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