Gabriela Liffschitz sigue dando que hablar. Por Helga Fernández

Nota de Autora: La inminente publicación de «Hacerse Ver (cuerpo, mirada, fotografía)», de José Assandri (Escolios ediciones numeradas / En el margen editorial) me brindó la oportunidad de visitar y revisitar la obra de Gabriela Liffschitz. Este texto, que surge en diálogo con el libro de Assandri y como anticipo de su presentación el 8 de marzo a las 18 hs. en la librería Lalibre, intenta compartir el impacto de esa nueva mirada acerca de la obra de una artista que vuelve a hacerse presente. Quienes acompañarán la bienvenida del libro, en el barrio porteño de San Telmo, serán Jorge Baños Orellana, Lidia Ferrari y Marisa Strelczenia.

«Hacerse ver (cuerpo, fotografía, mirada)», de José Assandri se publica en Argentina, Uruguay (Escolios, ediciones numeradas) y en México (a través de Epeele, editorial psicoanalítica)


La obra de Gabriela Liffschitz surge durante una transformación del campo intelectual y artístico en Latinoamérica. Los años 90 y principios de 2000 en Argentina, marcados por la crisis económica del 2001, el surgimiento del activismo artístico, la consolidación de los estudios de género, la llegada de debates sobre biopolítica y estudios del cuerpo, incitaron otros modos de producción cultural. Pero esta década también fue una época denotada por lo que se dio en llamar «inflación de la imagen», una proliferación y saturación de un régimen visual en la esfera pública —la televisión, la publicidad, las revistas de moda, la política— tendían a homogeneizar la representación del cuerpo femenino desde estándares de belleza tan alienantes como restrictivos.

En este contexto, el trabajo de la artista se inscribe en una red de artistas e intelectuales que reconfiguran las formas de enlazar la presencia física y la subjetividad, oponiéndose al despotismo del Ideal: ese conjunto de representaciones dominantes que dictaban cómo debía ser un cuerpo «deseable» y como un cuerpo *rechazable». Sus fotografías ocupan espacios como el Centro Cultural Recoleta, mientras sus textos dialogan con el pensamiento de Josefina Ludmer o Beatriz Sarlo. Publicaciones como Los Inrockuptibles y el suplemento Radar del diario Página/12 difunden estas otras voces en un momento en que la fotografía argentina experimentaba un boom, con la apertura de galerías y revistas especializadas.

En 1999, a los 36 años, Gabriela recibe un diagnóstico de cáncer de mama. Ese acontecimiento marca un giro en su trayectoria, que ya contaba con dos novelas publicadas: «Venezia» (1990) y «Elizabetta» (1995). De la experiencia de la enfermedad nacen  «Recursos Humanos» (2000) y «Efectos Colaterales» (2003), obras en las que articula cuerpo y subjetividad mediante textos y autorretratos fotográficos. Las imágenes, tomadas con una iluminación que a veces enfatiza las texturas y contrastes, dan a ver su cuerpo tras la mastectomía, la cicatriz y los cambios producidos por los tratamientos. Gabriela nunca se detiene en la victimización ni en el horror; compone una estética que subvierte los cánones tradicionales. A distancia  de la «imagen espectáculo», acerca otra imagen que insta a detenerse y sentir/pensar, que resiste el procesamiento de lo visual como mero estímulo.

La posición enunciativa de Liffchitz, o más bien su posición escópica, la acerca a otras artistas que también exploran la enfermedad, el cuerpo y la intervención médica:

  • Hannah Wilke: Artista estadounidense que, en su serie Intra-Venus (1992-1993), documentó a través de fotos su propia lucha contra el linfoma, mostrando los efectos de la quimioterapia y la enfermedad en su cuerpo.

  • Jo Spence: Fotógrafa británica que, a partir de su diagnóstico de cáncer de mama en 1982, desarrolló un trabajo fotográfico (en colaboración con otros artistas como Rosy Martin y Terry Dennett) que cuestionaba las representaciones médicas del cuerpo femenino y exploraba la enfermedad, el envejecimiento y la identidad. Su serie The Picture of Health? (1982-1986) es clave su trayectoria.

  • Orlan: Artista francesa que lleva el tema de la intervención corporal al extremo, a través de una serie de performances quirúrgicas (The Reincarnation of Saint Orlan, 1990-1993) en las que modificó su rostro utilizando implantes y otros procedimientos, cuestionando los estándares de belleza y la relación entre cuerpo e identidad.

Liffschitz, en semejanza a estas artistas, propone otra mirada sobre el cuerpo enfermo. Mientras la medicina y la «cultura de la imagen» de la época reducían la enfermedad a una anomalía y convertían en objeto el cuerpo del paciente, la fotógrafa reivindica la dimensión del sujeto. El cáncer, afirma, trae texturas e intensidades a su vida. Ella no reconstruye el pecho ni oculta los efectos de la quimioterapia. Sus fotografías incorporan el erotismo: un cuerpo que desea y puede ser deseado. Mientras crecen la anorexia y la bulimia, y nuestro país ocupa el segundo puesto mundial en practicarse cirugías estéticas, la artista fotografía una anatomía herida. Su interés por el placer sexual, incluso en fases avanzadas de la enfermedad, confirma su resistencia a ser definida únicamente como paciente o víctima. En su última etapa explora la piel y el tacto. Y continúa su independencia frente al saber médico: se niega a que irradien la zona del clítoris durante un tratamiento.

El trabajo de Liffschitz funciona como un desafío a las interpretaciones únicas, resistiendo conclusiones definitivas. Cada lectura genera nuevas interpretaciones. Investigadores, críticos, escritores, cineastas, artistas y teóricos parten de su obra. Los discursos se multiplican, se refractan, se superponen, pero también conversan entre sí en una polifonía.

Paula Sibilia encuentra en la artista un anticipo de las discusiones sobre la exposición del yo en la era digital. Paula Cortés Rocca, por su parte, articula una lectura clave: la pregunta que guía a Liffschitz no es «quién soy», sino «qué hago con esto». María Moreno, en un texto publicado en Página/12 tras la muerte de Liffschitz, entrelaza biografía, crítica cultural y análisis político. Las propias palabras de Gabriela condensan esta postura:

«Yo tengo un cuerpo, cojo, gozo, sufro, lloro, la paso bárbaro. Mi posición es: hasta que no esté muerta estoy viva y ésta es mi vida».1

Es María quien, con su estilo inconfundible, captura la esencia de Liffschitz. Con su agudeza y su capacidad para retratar la singularidad, afirma que «Gabriela Liffschitz estuvo viva hasta su muerte». Moreno destaca cómo la artista, acompañada con un refrán optimista de su abuela, «No hay mal que por bien no venga», el análisis con Jorge Chamorro y la convicción de que la adversidad puede ser motor de transformación, convirtió su experiencia del cáncer en la «producción de un pensamiento radical sobre el cuerpo, el erotismo y el arte en acción». Para Moreno, la fotógrafa logró «que el registro de una mutación sustituya a una mutilación», dejando de ser «la herida para convertirse en su observación». La muerte probable, en este «golpe de dados», fue «destituida como causa para ser meramente oportunidad».

Moreno también analiza la foto de tapa de «Efectos colaterales», viéndola como una alegoría. La mujer en cuclillas, con la cabeza rapada, no remite solo al skinhead o al asceta, sino también al «musulmán, el hombre número del campo de concentración». Pero Liffschitz, a cabeza descubierta, le presta su imagen en una posición diferente: la de alguien que está poniéndose de pie, con un tatuaje colorido que recoge la tradición del guerrero. Las serpientes entrelazadas aluden al erotismo y a la muerte, pero también a la medicina. La imagen, según Moreno, sugiere que el observador está en el lugar de la meta, pero que tendrá que apartarse a riesgo de ser embestido, porque «la modelo parece dispuesta a correr, corriendo a su vez la línea del horizonte».

Paula Cortés Rocca, por su parte, articula una lectura clave: la pregunta que guía a Liffschitz no es «quién soy», sino «qué hago con esto». En lugar de buscar una identidad fija, inventa posiciones desde donde vivir y pensar la experiencia de la enfermedad. Su mirada contrasta con algunas interpretaciones más centradas en la dimensión autobiográfica o testimoniales y propone verla como un «contra-aprendizaje»: la artista no busca un saber sobre sí misma ni una identidad auténtica, sino que construye un «saber hacer» con la enfermedad. Sus textos y fotos vacían nociones como autor, obra o estilo. No importa si son realidad o ficción; funcionan en un espacio intermedio de «realidad-ficción», un juego entre la crudeza de lo real (el cuerpo marcado por la enfermedad) y la construcción de una narrativa, una puesta en escena que va más allá de la simple documentación. Es usar lo real como materia prima, pero para crear algo nuevo, algo que interpela al espectador. Las fotografías dicen algo sobre lo que muestran, pero, sobre todo, hablan del acto de mirar. Bajo su aparente transparencia documental, los autorretratos velan un trabajo de construcción visual. Evidencian que ni la feminidad ni el erotismo residen en la anatomía, sino en una puesta en escena.

Leila Passerino centra su análisis en la crítica a los dispositivos médicos y la violencia simbólica ejercida sobre el cuerpo enfermo. Expone la violencia que opera al reducir la enfermedad a una anomalía aislable, ocultando las disputas y los sentidos en relación con el cuerpo enfermo. Señala cómo Liffschitz construye una experiencia del cuerpo que trasciende lo individual. Al explorar el tacto y la piel, para ella su obra apunta hacia formas de contacto que cuestionan la noción de un cuerpo individual aislado y proponen otros modos de «ser en común».

A esta polifonía de trabajos se suma Bye Bye Life (2004), una película documental donde se explora, con humor e ironía, la relación entre el cuerpo, la enfermedad y la muerte. En Bye Bye Life, Gabriela juega con la idea de la muerte, pero no desde un lugar oscuro o morboso, sino con una vitalidad sorprendente. Hay una escena, por ejemplo, donde elige su propio ataúd, probándoselo como si fuera ropa; es una forma de decir:

«la muerte está ahí, pero no me va a definir».

Pero es José Assandri, en su libro «Hacerse Ver (cuerpo, mirada, fotografía)», quien ofrece una nueva perspectiva y, en cierto modo, inédita en el psicoanálisis. Assandri no se limita a una exégesis de la obra de Liffschitz; en cambio, ingresa en ella a partir de un «ternario de espacios» –literario, psicoanalítico y de la mirada–, modelando su propia escritura de una manera que evoca la «danza de contacto», donde son fundamentales el reparto de pesos, el equilibrio, la gravedad, la inercia y la distancia, tanto como los puntos de contacto con el partenaire.

Assandri se pregunta: «¿Qué la llevó a fotografiar su cuerpo ‘enfermo’ de ese modo en el Buenos Aires de comienzos del siglo XXI? ¿Qué buscaba mostrar y para qué?». Reconoce que la fotógrafa no solo enfrentó una enfermedad y exhibió su cuerpo, sino que inició un proceso (mutilación/mutación) que revela la fotografía como una «tecnología de sí» para actualizar el vínculo con su carne, la imagen corporal y la mirada. «Hacerse ver» trasciende el enfoque particular de Lifschitz, ampliando el entendimiento de la constitución de la dimensión imaginaria y su relación con un campo poco considerado en el psicoanálisis, especialmente en lo que respecta al estadio del espejo y el esquema óptico generalizado. La fotografía, entonces, no solo complementa, sino que transforma radicalmente nuestra comprensión de lo imaginario en el psicoanálisis.

Lo más relevante del trabajo de Assandri es que pone en relación las performances fotográficas y textuales de la artista con su experiencia como analizante. Liffschitz estuvo «diez años en análisis freudiano y ocho años con un lacaniano», como ella misma revela en Un final feliz (2009), un diario de análisis. Assandri da un paso más allá de lo hasta aquí andado confrontando el «supuesto saber del analista» con el testimonio de un análisis, y mostrando cómo los conceptos y el modo de leer de un analista pueden influir y ser puestos a prueba en la experiencia del analizante. Assandri, desde la otra orilla del Río de la Plata, ofrece una reflexión crítica sobre la práctica del psicoanálisis en Buenos Aires, la autoproclamada «capital mundial del psiconálisis», y la figura de lo que llamo «psicoanalistas de vidriera». Me refiero a aquellas figuras que adquieren renombre en la cultura y que, si bien se benefician de su exposición mediática, también se someten a ella, a veces utilizándola como una extensión de su práctica, y en otras, siendo objeto de las demandas y proyecciones del público.

La incitación de Liffschitz no deja de crecer. Sus obras se estudian, trabajan, analizan desde Buenos Aires hasta México, y su recepción se extiende internacionalmente. Muchas personas encuentran en su trabajo claves para leer la representación del cuerpo en el arte y los cambios de la subjetividad. Y no es casual que su obra resuene con algunas de las ideas centrales de la teoría queer; su enfoque en la fluidez, la mutación y la resistencia a las categorías binarias (sano/enfermo, masculino/femenino), dialoga con esa corriente que cuestiona las normas de género y sexualidad.

Las fotografías y textos de Liffschitz parecen exponer una intimidad transparente, pero, en verdad, cifran capas de sentido que desafían una lectura única. Lo que a primera vista parece una documentación del cuerpo enfermo, despliega, con cada nueva mirada, dimensiones políticas, estéticas y subjetivas. Su trabajo anticipó debates cruciales sobre la medicalización, las políticas del cuerpo y la resistencia a los controles sociales. Su obra nos interpela, nos incomoda y nos insta a preguntarnos: ¿qué hacemos con nuestros cuerpos, con nuestras cicatrices, con nuestra finitud?




José Assandri vive en Montevideo, es miembro de la École lacanienne de psychanalyse, y practica el psicoanálisis. Creó y dirigió la revista de psicoanálisis ñácate, actualmente dirige la editorial Escolios ediciones numeradas y forma parte del grupo de trabajo La Factoría. Ha publicado varios artículos en diferentes revistas en Argentina, Costa Rica, México, Francia y Uruguay. Publicó los libros «Clínica infantil. Territorios y abordajes» (Roca Viva, Montevideo, 1996) y «Entre Bataille y Lacan. Ensayo sobre el ojo, golosina caníbal» (el cuenco de plata/Ediciones literales, Buenos Aires, 2007). Su libro «Una tumba en busca de sus deudos. Alberto Nin Frías, el uranista» (Estuario, Montevideo, 2018) obtuvo el premio Bartolomé Hidalgo en 2019 y una mención en el Premio Nacional de Literatura otorgada en el año 2021 en la categoría ensayos y biografías. Obtuvo una mención en el Premio Nacional de Literatura en el 2018 por «No más» (inédito) y en el 2022 el segundo premio poesía inédita del Premio Nacional de Literatura como coautor junto a Cecilia Ríos de «Fotos ajenas» (publicado en 2023 por Gingko). En el 2022 publicó el libro de poesía «roer un mito, arrugar un espejo» (Yaugurú).


«Hacerse ver (cuerpo, fotografía, mirada)» continúa en preventa a precio promocional hasta el día de la presentación. Para más información, escribir a enelmargenpapel@gmail.com

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