Imagen de Portada: Montaña 29, Olga de Amaral
Cuidado editorial: Patricia Martínez – Amanda Nicosia
Llegué al hospital al tiempo que salí de la facultad.
Entre mi egreso de la facultad de psicología en Córdoba y mi llegada a la ciudad de San Francisco, pasó, más o menos, un año. Antes de partir, fui ayudante-alumno de Psicopatología y Entrevista psicológica en el transcurso de la segunda mitad de mi carrera. En la primera trabajamos las estructuras clínicas desde Freud y Lacan, mientras que en la segunda se trabajaba con Bleger, Rolla y Liberman y sus correspondientes formas de conceptualizar la entrevista psicológica – sostenidas en sus diferentes formas de entender la clínica-.
Pensé en ser ayudante de Psicopatología 2, donde se veían las nuevas patologías de la época o de psicología laboral, donde estudiamos sobre la clínica del trabajo según Dejours.
En los últimos meses antes de irme, daba clases de Rorschach a domicilio.
Cuando tuve que elegir qué libro traerme, opté por el tratado de psiquiatría de Henry Ey. Me pareció que era lo más apropiado para mi primera semana trabajando en el internado de un servicio de salud público. Cuando no tenía nada que hacer, me ponía a leerlo. Un psiquiatra me recomendó que leyera de la página 199 a la 203, que es donde Ey explica sus criterios nosográficos para ordenar su psicopatología. Tiene un cuadrito comparativo que está espectacular y te lo aclara todo.
Con el paso de las semanas, H. Ey le dió paso a Las estructuras clínicas de Lacan de Eidelsztein, con su propuesta nosográfica que separa la clínica tomando como hipótesis si se produjo la extracción o no del objeto a. En el servicio se usaba el DSM – 4 o el CIE 10, lo que habilitaba la circulación de diagnósticos más o menos repetidos como “Depresión”, “Trastorno de control de los impulsos” o el cuidado “es medio psicopatón”. Cuando alguien estaba esquizofrénico, era una esquizofrenia; cuando alguien estaba medio esquizofrénico, era esquizoide. En la residencia nos hacían leer a Capponi, que no me gustaba. Si tomaba algún test, tenía el libro de Las técnicas proyectivas y el proceso psicodiagnóstico, de Siquier de Ocampo. Lei sobre algunos síndromes, utilice pernepsi. Me lleve, perdí y recuperé Los fundamentos de la clínica, de Paul Bercherie. Leí algunos de los textos de De Clerambault, que me había recomendado una psicoanalista. Incluso, para ampliar mis horizontes más allá del psicoanálisis, coqueteé con la idea de leer el Psicopatología General, de Jaspers.
Porque de eso se trataba: aprender una psicopatología general, que ofreciera hipótesis que permitan ordenar el campo de los fenómenos que se presentaban en mi trabajo, para poder trabajar mejor con ellos. Recién empezaba mi recorrido y me encontraba perdido entre la cantidad de cosas que acontecían a mi alrededor dentro de un internado de salud mental. Que autores más experimentados escribieran acerca de su desorientación inicial me molestaba, ya que lo que quería no era saber que otros estaban desorientados, era orientación. Pero no cualquier orientación; una que pudiera ofrecer hipótesis psicopatológicas que se sostuvieran con firmeza epistemológica. ¿O es que, leyendo los textos clásicos, no se le puede suponer un deseo similar a los autores?
Cuando era alumno de tercer año, en la primera clase de Psicopatología, quien era la titular en ese momento, nos había enseñado que los tres autores fundamentales para ingresar en el campo psicopatológico moderno eran Jaspers, Kraepelin y Freud. En la unidad 4, habiendo comparado el método de Freud con el de Kraepelin y el de Jaspers, estudiamos las hipótesis psicopatológicas en la obra de Freud, y cómo éstas habían producido las que después fueron llamadas Las estructuras clínicas. Y como Freud, muchos -dentro y fuera del psicoanálisis- intentaron crear una forma de ordenar el campo clínico de forma amplia y acabada. ¿No fue ese el atractivo del DSM? ¿Crear una clasificación acabada de las enfermedades mentales, que pueda ser utilizada por todos en todos lados todo el tiempo en todos los idiomas?
Buscar esa psicopatología era buscar el idioma analítico de John Wilkins, descrito en el texto “El idioma analítico de John Wilkins”, de Jorge Luis Borges. Wilkins era un religioso y naturalista inglés, pero de eso me enteré al escribir este texto; tranquilamente podría haber sido una construcción de Borges. Según Borges, John Wilkins creó un idioma perfecto, que podía decirlo todo, pues todas las cosas estaban ordenadas en categorías perfectas, las cuales eran representadas por cada una de las letras de las palabras. Un idioma perfecto que permitiera decirlo, nombrarlo todo, ordenarlo todo. ¡Eso era lo que estaba buscando para mi práctica!
Pero ahí donde parece que todo está dicho y cerrado con una precisión matemática, Borges, con su característica ironía, sonríe -como aparece en los tomos de su biblioteca personal- y menciona cierta Enciclopedia china, el Emporio celestial de los conocimientos benévolos. En él se afirma que todos los animales se clasifican en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados,(c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.
…
Esta clasificación, que hizo estallar de risa a Foucault al inicio de Las palabras y las cosas, citada al inicio del libro de la cátedra de Psicoestadística como un ejemplo para explicar cómo no hacer una clasificación, más popular que la otra que menciona el texto -la del instituto bibliográfico de Bruselas-, desemboca en la conclusión de que toda clasificación es “provisoria y conjetural”, es decir, ficcional y por un rato nomás.
Lo cual sería un gran problema, si no fuera porque es un alivio grande como unas vacaciones de verano. Sucede que el psicoanálisis no se lleva demasiado bien con los universales, así que recordar que estos son incompletos abre el juego para que, en los charcos de los campos, habiten otras plantas. También sucede que la lengua es nacional, pero también regional y local, y por eso no entra toda en un diccionario de psicopatología, por más de que algunos están mucho mejores que otros.
Así que, si alguna vez te encontrás dudando de si un paciente es esquizofrénico, esquizoafectivo o meramente esquizoide, está muy bien ir a leer los clásicos y los contemporáneos, pero no te quedés enganchado del cuadro comparativo, preguntate si cambia algo en la dirección del trabajo que estás haciendo y confía en escuchar la transferencia, que está mucho mejor que los cuadritos clasificatorios.
Pero claro, podría estar equivocado; ya pasaron como siete años desde que llegué y todavía no terminé de leer el tratado de psiquiatría de Henry Ey.
Notas
1. Cátedra de Psicopatología 1, correspondiente al tercer año de la carrera de Licenciatura de psicología de la Universidad Nacional de Córdoba, dirigida en aquel momento por el Dr. Pablo Diego Muñoz
2. Cátedra de Entrevista psicológica, correspondiente al cuarto año de la carrera de Licenciatura de psicología de la Universidad Nacional de Córdoba, dirigida en aquel momento por la Mgter. Monica Soave
Joaquin M. Lozano
Licenciado en psicología, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba. Realizó la residencia interdisciplinaria en salud mental en San Francisco, ciudad en la que reside. Ha trabajado en el Hospital J. B. Iturraspe, el espacio sociolaboral “Vínculos”, la Residencia Infantojuvenil y la comunidad terapéutica “Intendente Mariano Planells». Ha trabajado en el dispensario de la localidad de Porteña. Actualmente trabaja en el internado de salud mental del Hospital J. B. Iturraspe y dando clases de Semiología, Escuela inglesa y Clínica de adultos en la carrera de psicología de Uces.
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