El amoroso hablar porteño (argentino). Por Lidia Ferrari

Foto: Eduardo Argüello IG: fotosalnaturaldeeduarguello.

Cuidado editorial: Mariana Castielli, Laura Gobbato y Marisa Rosso.


Estoy en Buenos Aires. La ciudad es ruidosa, el rumor de los vehículos nos aturde. Pero ese rumor de fondo desaparece cuando hablamos. La lengua porteña, (¿o será también la lengua argentina?) es amorosa. El ruido de la calle se acalla con la bienvenida del ferretero: 

¡Hola! ¿Cómo le va? ¿Qué anda necesitando? 

Su hermano gemelo, al otro día, me recibe con un:

Buen día, mi reina, ¿cómo anda?

No son sólo palabras de cortesía, llevan ellas una entonación amorosa. Me sorprenden las caricias de las palabras que escucho todo el tiempo. Me sorprenden, sí, porque donde vivo en Italia la gente es hosca, no sonríe en la calle, no usa los diminutivos. Vive corriendo para trabajar que pareciera lo único que importa. Buenos Aires te acaricia en las palabras del taxista -sí, sé que hay de los otros- que le dirige palabras amorosas a mi sobrinita y me confunde con su abuela. El colectivero que, cuando le digo una dirección y me sugiere donde bajarme, le digo que voy a bajar en otro lado y, sorprendido, emite una efusiva y eficaz ironía, como disculpándose de no haber adivinado mi cambio de planes. Una especie de linyera sentado en la puerta de una farmacia extiende su mano. Mucha gente pasa sin mirarlo siquiera. Yo también y sigo viaje a la panadería. Cuando vuelvo me dirijo hacia él con un billete y me dice con una amplia sonrisa y voz fuerte: 

¡Pero Doña, se acordó de mí, muchísimas gracias! 

Me había visto, había reparado en mí entre el gentío. Porque está conectado con el mundo. Lo ve. En Buenos Aires la gente está conectada, como si la ciudad oficiara de plataforma viva. ¿Será la misma persona que después de que mi hermana le diera un billete, cuando se iba, le gritó?:

¡Doña, no se preocupe, a usted todo lo que se ponga le va a quedar bien! 

Es difícil explicarlo porque sé que también está la anomia y la agresividad de una gran ciudad. 

No es la lengua, quiero decir, el castellano o el castellano argentino. Es la manera de modular las palabras para que ellas no suenen secas, agrias, antipáticas. Pero difiere de las fórmulas de cortesía de los franceses, la ‘politesse’, que se agradece, pero suena convencional.  Entre nosotros hay un esmero –sé que no es consciente porque es esa lengua que nos tiene de empleados en ser amables, de minimizar el roce y esmerilar las palabras para que no hieran. Porque es como si lo argentino tuviera bien claro la potencia de las palabras, y, sobre todo, la de la conversación. 

Somos conversadores de una manera que no sé si existe en algún otro lugar del mundo. Fui a una peluquería. Las mujeres que ocasionalmente compartíamos el espacio nos implicamos en un drama que contaba una de ellas, si mudarse o no con su familia a vivir al interior. Pero no era una enunciación general. Nos emocionamos porque se escuchaba el desasosiego de una madre frente a una decisión tan crucial. Pensé que su singular e inalienable zozobra era efecto de políticas económicas que se desdibujan cuando se trata de la propia vida. Tres o cuatro mujeres habíamos olvidado nuestros pelos. Quien compartía su zozobra sabía que la escuchábamos. Es eso que está en la raíz de nuestra pasión psicoanalítica. Conversar, hablar de nosotros de modo genuino. ¿Por qué digo genuino? Porque hemos ejercitado el mirarnos a nosotros mismos y eso contarlo. Quizás haya quienes digan que no es así…Aquí se puede intimar con un desconocido, sin temor y sin pudor. Porque se cultiva la palabra y el otro no es un enemigo. “¿Qué estás diciendo?” dirán algunos. “Mirá lo que está pasando con este gobierno criminal?” Sí, lo sé. También hay de eso. Pero estoy hablando de un patrimonio, el de nuestras palabras y nuestras formas de hablarnos que está allí desde hace tanto tiempo, es nuestro acervo, nuestro pilar, nuestro soporte. 

Hubo tantos gobiernos cipayos, asociados a intereses espurios que han querido destruir nuestras sacras educación y salud públicas. Pero si prestamos atención al gobierno de 2015 y al gobierno actual veremos que muestran un síntoma similar: no saben hablar. Se ubican fuera de la conversación argentina. No sólo por lo que dicen, sino porque casi no pueden formular frases y palabras sin tropezar mostrando su deficiente habla. No se inscribieron en ella. No sólo por una cuestión ideológica o porque defienden intereses extranjeros. No pudieron entrar en esa habla cotidiana amorosa que escuché de modo tan patente en este viaje. 

El señor que pedía limosna habla, modula, usa palabras sujetadas a un sentido que no poseen los gobernantes macristas y mileistas. Macri no sabe hablar, y su entonación finoli intenta cubrir su deficiencia oratoria. El dúo de hermanos que nos gobierna representa el colmo de la indigencia del habla. La cubren con improperios, pero no la pueden ocultar. Es cierto que representan a tantos argentinos, pero de modo precario. Porque esta forma de hablar amorosa también la escucho en gorilas y votantes neoliberales. Porque es lo que somos. Porque la patria es la lengua. El psicoanálisis ha sido hospedado sin resistencias porque tiene a su favor la conversación argentina. Nuestra habla aloja dos ingredientes fundamentales para el análisis: la relación fuerte a las palabras y el hablar de nosotros mismos. En ese hablar, hay escucha. El señor que pedía limosna en Chacarita escucha, ve, habla con los otros. Se interesa del mundo que lo rodea. 

El ruido de la ciudad no puede de ninguna manera acallar todo lo que tenemos para decirnos. ¿Vieron la señora jubilada que le hablaba en la cara a los gendarmes, tiesos, impávidos, quiero pensar incómodos escuchando lo que les decía: 

¿No les da vergüenza venir a pegarnos a los viejos? Luchamos también por ustedes que no van a tener jubilación.

Pero no es la pluma contra la espada. Es la palabra, el habla cotidiana, la conversación que reúne, que teje un lazo indestructible. No hay balas de goma ni gas pimienta que pueda desarmarlo. Esto lo viví en este viaje. Es de una potencia colosal. 

Es probable que hoy entienda mejor lo que decía Sergio, mi marido italiano, en 2013 cuando escuchó eso que ahora se me hace tan presente: 

Hay en Buenos Aires un modo explícito de comprometer el cuerpo en las relaciones humanas que encuentra su correspondiente lingüístico en las palabras y con las cuales se fusiona. Se trata, en los contextos que son más comunes o familiares, de expresiones de cordialidad, de placer de encontrarse, de estrecharse y abrazarse que son indicadores de un interés por el otro que en la Italia en la que vivo se ha ido gradualmente perdiendo, o quizá, no ha existido nunca. Un rasgo saliente de la lengua, uno de los más evidentes, aunque quizá no el más interesante, es el uso del diminutivo cariñoso. Paula deviene ‘Paulita’, el cortado, ‘cortadito’ y todo viene acercado, avecinado, familiarizado, plegado a una lógica que convierte a los objetos en abrazables. ¿Se podrá decir esto de cualquier lugar donde se hable el castellano? Caminando por la ciudad y enderezando la oreja escucharán centenares de expresiones de una socialidad viva y “frizzante” (chispeante) que conserva aquella marca que Borges había definido como “fervor”. Cuando se encuentran, se besan siempre. Un solo beso. Y después la larga serie de ‘me alegro’ o ‘qué alegría’, ‘qué lindo o qué divino’, ‘qué placer verte’, ‘gracias, muy amable’. Es la convención de la educación en el cariño, cuya sinceridad viene enfatizada por la participación del cuerpo.”

Sergio tituló su texto El abrazo porteño y el tango, aunque se demoró en la convivialidad más allá del tango. No será casual que hayamos inventado un baile de abrazo. Dos cuerpos estrechamente unidos improvisan con los pies. Tamaña dificultad que se sortea escuchando el cuerpo del otro en una conversación de sensibilidades. En el tango y en la vida cotidiana sorprende a los extranjeros ese contacto cuerpo a cuerpo que no ha podido desarmar ni la Pandemia. Me sorprende a mí en este viaje desde mi propia extranjería. Una especie de distancia para escuchar lo inaudito para quienes están dentro y que permite ver lo que se invisibiliza por formar parte del paisaje cotidiano. Mi mirada ¿se ha vuelto costumbrista y distingue cierto color local, ese que denostaba Borges? Quizás enfatizo ciertos rasgos, el de la conversación amorosa y el de la prodigalidad de abrazos, para contrarrestar tantas diatribas hostiles contra lo propio. Pero no había intención alguna cuando sentí el abrazo de las palabras mientras paseaba por la ciudad. 


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