ESCRITURA Y NOMBRE PROPIO. HISTORIA DE UN DESCIFRAMIENTO. Por Pablo Cúneo.      

Foto: Michelle Chadwick

Cuidado editorial: Marisa Rosso


I.

El siglo XVIII conoció el descubrimiento por parte de la arqueología de pueblos y civilizaciones del Antiguo Oriente. Sus ciudades, monumentos y textos fueron encontrados y con ello un pasado olvidado cuyas huellas se encontraban en la Biblia hebrea. Esto trajo aparejado el estudio y desciframiento de escrituras antiguas, cuneiforme y jeroglífica y el acceso a las diferentes lenguas del Antiguo Oriente.

Así en 1802 Georg Friedrich Grotenfed descifra la escritura cuneiforme persa; en 1822 Jean-François Champollion descifra los jeroglíficos egipcios; en 1837 James Prinsep lo hace con la antigua escritura india; en 1846 Henry Rawlinson en forma independiente descifra, a partir de la inscripción de Behistún, la escritura cuneiforme persa; en 1857 a pedido de la Real Sociedad Asiática de Londres cuatro eruditos, Henry Rawlinson, William Talbot, Edward Hincks y Jules Oppert, sin saber uno del otro, descifran la escritura cuneiforme asiria; en 1905 François Thureau-Dangin confirma la existencia de una lengua no semita del Antiguo Oriente, la lengua de Sumer a través del desciframiento de su escritura cuneiforme; en 1916  Alan Gardiner sienta las bases de la reconstrucción del origen del alfabeto al descifrar la antigua escritura canaanítica conocida como escritura proto-sinaítica.

Podemos emparentar a Freud con esta tradición que tiene como centro el desciframiento de las escrituras antiguas cuando publica en 1899 La interpretación de los sueños. Allí y en otros tantos textos a lo largo de su obra Freud dirá que el sueño es una escritura, más precisamente una escritura figural o prealfabética similar a la de los jeroglíficos egipcios; el contenido del sueño, dirá, no debe ser leído según su valor de imagen sino por su fonética. No por capricho Lacan situará a Freud en la línea de Champollion.

Las bases o metodología que hicieron posible el desciframiento de estas escrituras antiguas las sentó un personaje injustamente olvidado. Se trata del abate Jean Jacques Barthélemy quien en 1754 descifra la escritura alfabética aramea de Palmira y en 1758 al alfabeto fenicio. Su método de desciframiento partía del nombre propio, esta fue la clave que luego será tomada por Champollion para el desciframiento de los jeroglíficos egipcios.

¿Cómo procedió Barthélemy? Para el desciframiento de toda escritura se necesitan por lo menos dos lenguas (recordemos que Freud partió de aquí: el contenido manifiesto y el latente se nos presentan como dos lenguajes diferentes, nos dice) y Barthélemy poseía para su trabajo una inscripción bilingüe, una en griego y otra en la lengua de Palmira. Lo primero que hizo fue identificar un nombre propio que estaba al principio del texto en griego, supuso que el texto en lengua de Palmira debía comenzar con el mismo nombre transliterado en dicha escritura y suponiendo que la misma era de origen semítico y por tanto consonántica, el abate obtuvo así las primeras ocho letras (las consonantes del nombre propio) con su sonido correspondiente.

Para el desciframiento de la escritura fenicia el abate siguió el mismo método con una inscripción fenicia-griega, pero a diferencia del primer caso se le presentó una dificultad, los nombres no estaban transliterados sino traducidos. La distinción es clave para el desciframiento de una escritura pues la traducción opera sobre el sentido y la transliteración en cambio sobre la letra, lo que permite identificar así la misma con su correspondiente sonido de un alfabeto a otro. En el texto griego había una dedicatoria y percibió en la misma que uno de los nombres de los hermanos llevaba el mismo nombre que el de su padre, pudo así ubicar los nombres propios y el vocablo ben que en fenicio, al igual que en hebreo, significa hijo.

Para descifrar los jeroglíficos Champollion partió también del nombre propio al igual que lo había hecho Barthélemy. Supuso que en la inscripción contenida dentro de los cartuchos se encontraba un nombre propio y teniendo en cuenta la inscripción griega que acompañaba a la jeroglífica en la que aparecía el nombre Ptolomeo en la Piedra Rosetta, y que se repetía en un obelisco encontrado anteriormente junto a otro cartucho en el que aparecía el nombre Cleopatra, de acuerdo al texto griego que lo acompañaba, se le ocurrió comparar ambos cartuchos. Ambos nombres, Ptolomeo y Cleopatra, tienen letras en común y así fue descubriendo las letras jeroglíficas que se repetían y que correspondían al sonido  de las letras del alfabeto griego utilizados para escribir los nombres.

El siguiente paso lo obtuvo Champollion también a partir de los nombres propios al descubrir que los dibujos representaban sonidos silábicos, o sea que era una escritura en rebus y para ello vino en su auxilio la lengua copta. Hasta ese momento se creía que la escritura jeroglífica egipcia era una escritura ideográfica, Champollion mostrará que se trata de una escritura fonética que presenta algunas letras (veremos más adelante con Gardiner que para los egipcios estas letras no tienen el valor de letras en el sentido que sí la tienen con la invención del alfabeto pues ellos no identificaron los fonemas de su lengua como sí lo hicieron los semitas). Champollion descifró en un cartucho el nombre Ramsés al suponer que el primer jeroglífico que era un círculo, pictograma del sol, correspondía al sonido RE que es como se dice sol en copto (lengua emparentada con la egipcia). En otros nombres propios vio confirmada su idea, en Tutmosis el primer jeroglífico corresponde al dibujo de un ibis que es el dibujo del dios Thot.  Champollion comprendió que el dibujo no designaba al dios sino al sonido thot.

Como se verá todo el proceso de desciframiento no tuvo en cuenta el sentido, se sostuvo sobre el significante. De ahí la importancia del nombre propio. ¿Por qué? Porque lo que está en juego fundamentalmente en el nombre no es el significado. El nombre es puro significante, es lo más cercano que tenemos de un vocablo en lengua extranjera cuyo significado no conocemos.

II.

Uno de los desciframientos más significativos fue el que inició Alan Gardiner para comprender el sistema de escritura conocido como proto-sinaítica, un eslabón intermedio entre la escritura jeroglífica egipcia y el alfabeto creado por los fenicios. 

Pero, ¿quién fue Alan Gardiner? Fue un egiptólogo muy conocido por su famoso libro de Gramática Egipcia y por su lista de todos los jeroglíficos conocidos del idioma egipcio, tenida como la Lista de signos de Gardiner. A su vez participó en el descubrimiento de la tumba de Tutankamón por el arqueólogo Howard Carter, oficiando de traductor del texto jeroglífico de la misma.

En 1905 Flinders Petrie descubrió y copió una serie de inscripciones en el Sinaí en un lugar llamado Serabit-el-Khadim, que correspondía a unas minas de turquesa y que poseía un templo dedicado a la diosa egipcia Hathor. La mayoría eran inscripciones jeroglíficas salvo algunas que tenían otro tipo de signos, los que llegaron a manos de Gardiner y un colega en 1916 para su estudio. Gardiner relata el estado de ánimo con que recibieron dicho material: «Con gran desgano, nos entregamos al estudio de estos textos enigmáticos, pues teníamos pocas esperanzas de llegar a descifrar su naturaleza». 

Gardiner cuenta como divisó en una de esas inscripciones de caracteres desconocidos la cabeza de buey, y cómo al tener en cuenta la idea de Gesenio de que en sus orígenes las formas de las letras fenicias deberían corresponder al significado del nombre hebreo de la letra, supuso que la cabeza de buey era una aleph, término que en semítico significa buey. Es que las letras del alfabeto fueron creadas por los fenicios por acrofonía: se representó gráficamente el sonido por el dibujo de un objeto cuyo nombre comenzaba con el sonido que se quería representar. Así para el fonema b se eligió el dibujo de una casa, pues en semítico, casa se dice bait (comienza con el fonema b), nombre a su vez que llevará la letra.

Llegado al punto en que Gardiner identificó la letra aleph le expresó a su colega: «Aquí tenemos con toda seguridad el origen de la aleph fenicia», y agrega: «Su respuesta no fue nada alentadora, por lo que se quedó la cuestión así por espacio de algunas semanas». Siguiendo, sin embargo, su idea, Gardiner identificó unas cuantas letras más hasta que pudo leer el nombre Ba’alat (femenino del dios Baal), nombre de la diosa semita que corresponde a la diosa egipcia Hathor: «(…) a no ser por una casualidad casi increíble, el nombre Ba’alat es la versión correcta y demuestra una relación genérica entre los jeroglíficos egipcios, los caracteres del Sinaí y las letras fenicias con sus nombres tradicionales».

Teniendo en cuenta inscripciones ya conocidas Gardiner encuentra “que la escritura sinaítica se va moviendo en dirección de la fenicia, y que su uso está manifiestamente extendido en los siglos que preceden a 1200 a. de J.”. Gardiner sostiene que los verdaderos creadores del alfabeto no son los egipcios, ya que si bien llegaron a tener algún signo que oficiaba de letra ello fue en forma accidental más que intencionada, pues la razón no se debe a que hayan identificado los fonemas de su lengua como sí lo hicieron los fenicios, quienes asignaron una imagen (letras consonánticas) para cada uno de ellos. Como el jeroglífico egipcio portaba valor fonético, al haber palabras uniconsonantes el dibujo quedó identificado con una consonante, pero al igual que el resto de los signos bi o tri consonante fue integrado sin más a su sistema gráfico, sin ninguna otra intención deliberada. Así, por ejemplo, mientras el dibujo de una casa (bait en semítico) fue utilizada por los fenicios para representar el fonema b, como ya vimos, los egipcios tomaron, en cambio, el dibujo de una casa para representar el sonido biconsonántico p + r pues en egipcio la palabra para casa es por. De la misma manera hicieron para su escritura con las palabras que poseen una sola consonante. De ahí que Gardiner anote: «Dicho de otro modo, los egipcios no llegaron nunca a discernir las grandes ventajas de un alfabeto desligado de otros elementos gráficos. El reconocimiento de estas ventajas fue obra del genio semita, y su gloria no podrá ser arrebatada nunca».

III.

Hemos visto como el nombre propio ha sido la clave en el desciframiento de las escrituras, cosa que Lacan tomará nota para desarrollar el lugar privilegiado que este tiene en la función de la escritura y la letra. En el Seminario La identificación confronta las diferentes posiciones de Bertrand Russell, John Stuart Mill, Alan Gardiner y la suya en relación al mismo. Lo que hace al nombre propio para Gardiner no es el sentido que arrastra sino el sonido en tanto que distintivo. Lacan dirá que resulta paradójico que un lingüista apele al sonido como rasgo que caracteriza a la función del nombre propio cuando eso es lo que caracteriza a los fonemas de la lengua, lo que permite diferenciar unas palabras de otras. El uso de la lengua está fundado justamente en eso, en los sonidos distintivos, dirá Lacan. Gardiner al percatarse de ello apela a la atención de la persona, y esto desde un punto de vista psicológico, para distinguir que esos sonidos remiten a un nombre propio. 

Lacan, contrariamente a Gardiner, sostiene que el nombre propio es una marca distintiva que está ahí para ser leído, al igual que los trazos encontrados en huesos y vasijas previo a la escritura misma. Esos trazos y marcas distintivas hallados -de las que derivará y a su vez portará el significante- tienen valor semántico 0 implicando el borramiento de la imagen del objeto. 

El nombre propio porta la función del significante. Este último surge cuando el signo pierde su cualidad de tal dejando de significar algo específico al quedar borrado el valor de imagen de un objeto para pasar a tener un valor fonético. Lo hemos visto con el desciframiento de los jeroglíficos egipcios cuando, por ejemplo, aparece el dibujo de un ibis para representar al dios Thot, teniendo así valor de signo, para pasar a representar el sonido Thot sin que porte significado alguno, lo que es propio del significante. Dice Lacan en el Seminario La identificación: “(…) planteo que no puede haber definición del nombre propio sino en la medida en que percibimos la relación de la emisión nominante con algo que en su naturaleza radical es del orden de la letra”.

Lacan no deja de señalar en el Seminario La identificación su sorpresa de que Gardiner dejara de lado la relación del nombre propio con la letra tan trascendental para el desciframiento de las escrituras, como lo hemos visto nosotros también en él con la escritura proto-sinaítica a partir de la lectura del nombre  Ba’alat, el nombre canaanita de la diosa egipcia Hathor. 

Citemos el fragmento señalado: “¿Que esperamos cuando somos criptografistas y lingüistas? Discernir en ese texto indescifrado algo que bien podría ser un nombre propio porque existe esta dimensión a  la cual uno se asombra que Gardiner no recurra, él, que tiene como líder inaugural de su ciencia a Champollion, y de que no recuerde que es a propósito de Cleopatra y de Ptolomeo que todo el desciframiento del jeroglífico egipcio ha comenzado porque en todas las lenguas Cleopatra es Cleopatra, Ptolomeo es Ptolomeo. Lo que distingue un nombre propio a pesar de las pequeñas apariencias de acomodamiento —se llama «Köln» a Colonia— es que de una lengua a la otra eso se conserva en su estructura, su estructura sonora sin duda; pero esta estructura sonora se distingue por el hecho de que justamente a ésta, entre todas las otras, debemos respetarla, y en razón de la afinidad, justamente, del nombre propio a la marca, a la designación directa del significante como objeto (…) Pues en el intervalo está toda la cuestión, justamente, del nacimiento del significante (…) ¿Qué quiere decir esto? Es aquí que se inserta como tal una función que es la del sujeto, no del sujeto en sentido psicológico, sino del sujeto en sentido estructural”.


BIBLIOGRAFÍA

Gardiner, Alan: Escritura y literatura en K. Glanville: El legado de Egipto. Pegaso. Madrid, 1944.

Lacan, Jacques: Seminario 9 La identificación (1961-1962). Versión Crítica de Ricardo E. Rodríguez Ponte, para la Escuela Freudiana de Buenos Aires.


Pablo Cúneo. Psicoanalista. Psicólogo UDELAR (Universidad de la República – Uruguay). Trabajó en el Hospital Psiquiátrico Musto. Dictó cursos de Seminarios en AUDEPP. Miembro del Equipo Salud Mental ASSE del Centro de Salud Dr. Enrique Claveaux.


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