Imagen de portada: Olga de Amaral
Cuidado editorial: Yanina Marcucci y Leticia Gambina
Esta semana —recién es martes— el internado estuvo lleno de gente triste. Esa de quien se dice, en la historia clínica, que tiene ideas de muerte, depresión, hipotimia, hipobulia. Esa que, en la entrevista, solo puede decir —y con suerte— “estoy triste”.
Resulta indudable que los tiempos de una internación no son los tiempos en los que se construye la asociación libre —fabricación que, hay que recordarlo, no es de una vez y para siempre—. Pero la alternativa a esto no debería ser repetir un cuestionario prefabricado. Y sin embargo, a veces me sorprendo de estar haciendo más o menos las mismas preguntas una y otra vez, o de que se me confundan relatos que suenan demasiado parecidos.
Ante la confusión, ante los cuestionarios, ante la dificultad de asociación, hay que inventar. Uno va pasando por diferentes lugares, charlando aquí y allá, y se va haciendo de algunos movimientos para abrir el juego, esto es, invitar a alguien a que hable o, más bien, quiera hablar de lo que le pasa o de lo que sea.
Pero cuando alguien no tiene nada mas para decir, piensa en nada o contesta a la pregunta por lo que dijo con un “eso”, cuando ya no se sabe como causar un decir, cuando solo se escucha el grito mudo que escribio Oe; en fin, cuando se ha escuchado lo suficiente -y a veces ni eso- como para contestar, ¿qué decirle a alguien que está triste?
Busqué en Freud pero no encontré referencias sobre la tristeza; el breve y monumental Duelo y melancolía no la menciona. Me dijeron que Spinoza se ocupa del asunto, pero con la enorme cantidad de trabajo que hay en el internado, hay que ser muy selectivo con los libros a los que uno decide dedicarse, pues la energía no es ilimitada. Además, si se va a aprovechar algún momento libre en la guardia para ponerse a estudiar, la brevedad de los textos conviene.
Fue en esas idas y vueltas entre lecturas que me crucé con Something is killing the children, título que traduciremos como Algo está matando a los niños. Se trata de una serie de cómics creada en 2009 por James Tynion IV y Werther Dell´Edera. Originalmente estaba prevista para que fuera una serie de cinco números, pero fue tan celebrada que el equipo continuó la historia, y recientemente anunciaron que llegarán al número 100 -lo cual, en los parámetros del cómic occidental, es una hazaña digna de celebrarse-.
¿Tienen lugar los cómics entre los pequeños textos para la valija del clínico?
Si.
No solo por la forma de su brevedad, sino por haber sido considerados históricamente un género menor de artes, efecto de la censura, el control psiquiátrico —para saber más sobre esto, amig@ lector/a, busque La seducción del inocente, de Wertham— y la circulación orientada al público infantil. Y si uno puede ir más allá de la dupla DC-Marvel, que tan presente ha estado en el cine de masas desde la segunda mitad de la década de los 2000, uno encuentra verdaderas joyas.
“Algo está…” inicia en una localidad donde los niños están muriendo, sin que nadie pueda explicar por qué. La sensación de desasosiego es brutal, sostenida tanto por el texto como por la imagen. Los adultos se entregan a la bebida y a la desesperación, cuando no a la resignación, mientras los niños se preguntan quién será el próximo. Al comienzo de la historia, un niño pierde a sus amigos. Es interrogado por la policía, acosado por el hermano mayor de uno de ellos y persuadido por el director de su escuela a que diga la verdad. A la salida de la escuela, se encuentra con Erica.
Esta muchacha de cabello rubio, pañuelo negro y ojos verdes y ojerosos (todos los que hemos hecho la guardia de 24 conocemos esas ojeras) a diferencia de todos los otros que están allí, se le acerca y le dice tres cosas:
Uno, los monstruos son reales y comen niños.
Dos, los niños pueden verlos, pero los adultos no.
Tres, ella está allí para matar al monstruo que mata a sus amigos, pero necesita que le diga como es.
Así empieza una historia digna de ser leída, escandida en arcos argumentales de cinco números de duración. En el número 39, arco dedicado a pequeñas historias de un solo número —lo que se llama one shot story—, Erica va a terapia. Me encanta como, desde que entra, no deja de faltarle el respeto al que la atiende. Le dice que tiene curiosidad por la terapia, pero que siempre le pareció boba. Desliza al pasar que le pregunte por las heridas de su cuerpo, pero cuando este lo hace, le contesta que no le puede decir. ¡Maravilloso! Todos hemos tenido entrevistas así.
En un momento, ella se impresiona cuando se entera que el terapeuta trabaja con niños y le pregunta qué decirle a un niño que perdió un amigo.
El terapeuta le pregunta por qué está allí.
Ambos hablan del llanto.
Erica dice que no quiere llorar, a lo que él le contesta que así no es como funciona.
Ella le responde que hay cosas que no son para que él lo sepa —recuerdo, el otro día en un pase de guardia, conversábamos con unos compañeros sobre lo peligroso de preguntar a los consumidores de cocaína sobre sus andanzas nocturnas y de cómo hay cosas que es mejor no saberlas, para que nadie pueda venir a preguntarnos—.
Y entonces, después de un silencio, él le dice que todos entienden a los niños al revés. Que todos creen que los niños son puras emociones descontroladas, seres irracionales, pero que para él lo que más quieren los niños es entender cómo funciona el mundo. Entonces, cuando los niños le hablan de la tristeza, él les pregunta para qué les parece que sirve estar triste.
Y responde: para que nos ayude a recordar. Para que nos marque lo importante. Para que —agrego yo— lo valioso que se perdió no se pierda por la pendiente del olvido.
Ella le dice que le gustó oír eso, y a mi me gustó leerlo.
No por la vertiente utilitarista o evolutiva que, por otra parte, no se aleja demasiado de lo que el psicoanálisis ha sido en los Estados Unidos a lo largo de la historia, sino por lo de hacer de la tristeza la brújula que oriente en el bosque de las pérdidas.
Creo que voy a incorporar esta hipótesis en mi repertorio, para el trabajo clínico en las internaciones; si no anda, la descarto.
¿Quién sabe?
Tal vez eso ayude a que algunas subjetividades empiecen a caminar.
Joaquín M. Lozano
Licenciado en psicología, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba. Realizó la residencia interdisciplinaria en salud mental en San Francisco, ciudad en la que reside. Ha trabajado en el Hospital J. B. Iturraspe, el espacio sociolaboral “Vínculos”, la Residencia Infantojuvenil y la comunidad terapéutica “Intendente Mariano Planells». Ha trabajado en el dispensario de la localidad de Porteña. Actualmente trabaja en el internado de salud mental del Hospital J. B. Iturraspe y dando clases de Semiología, Escuela inglesa y Clínica de adultos en la carrera de psicología de Uces.
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