Imagen de portada: «Nacimiento de San Juan Bautista» de Artemisia Gentileschi.
Cuidado Editorial: Laura Gobbato y Andrés Hofman.
Mi pesquisa sobre el tema del nacimiento de la cría humana[2] y el lugar protagónico de las mujeres en esa empresa me condujeron a la lectura de su tratamiento en la vasta obra de Pascal Quignard. Hay en sus textos algo raro de encontrar en otros escritores masculinos: que hablen del nacimiento, aún en su aspecto más descarnado, más fisiológico. El nacimiento y lo que lo rodea insiste en muchos libros de Quignard. Trazos autobiográficos interrumpen historias breves sobre ese tópico, ilustrando de tanto en tanto que su interés por la concepción, el acto de nacimiento y la vida intrauterina nacen de su propia vivencia, de la relación con su madre y el entorno de su infancia. Lo podemos encontrar diseminado en Las Paradisíacas, Sobre lo anterior, La imagen que nos falta, Retórica Especulativa, El sexo y el Espanto. También, casi como leit motiv en El sexo y el espanto de 1994, en El niño de Ingolstadt de 2018 y en Compléments a la théorie sexuelle et sur l’amour de 2024 [3]. En El Odio a la música se interesa en lo sonoro de la natalidad. En El origen de la danza hurgará la natalidad en el reino de la danza.
Quignard va del milagro de la vida individual al origen de lo humano; abierto a entenderlo en toda su extensión, desde cada alumbramiento al “nacimiento gimiente de los mamíferos”[4].
En Retórica especulativa, de mayor abstracción filosófica, si bien no encontramos rastros autobiográficos como en otros libros, llega a decir: “Toda obra que no desafía su sueño en la expresión de su sueño es una obra triste. Si no compromete la totalidad de la primera infancia de quien la compone, es inútil”[5]. Una confesión de las razones de encontrarnos con hilos autobiográficos en toda su obra.
Su interés por el nacimiento va más allá de ese acto real de inicio de la vida del niño. A Quignard parece desvelarlo lo anterior, la Urszene, la escena primaria freudiana que nomina como La noche sexual. También estará presente en Sobre lo anterior y de modo absoluto en su libro La imagen que nos falta, otra búsqueda incesante de esa Urszene perdida.
Advierto una pregunta en la que persiste Quignard: ¿cómo aprehender ese punto inasible ubicado en la frontera entre ser y no ser, entre la nada y la existencia? ¿La escena de ‘la noche sexual’, la Urszene freudiana nos podrá decir algo al respecto? ¿Cuál es el instante donde ese pasaje se produce? ¿Será cuando alcanza el espermatozoide al óvulo para fecundarlo? Lo menciona en Las paradisíacas: “Hay un fragmento de útero por encima de la vulva donde se aloja el embrión, donde el embrión se enrosca, un punto que forma una bolsa y va creciendo en volumen hasta volverse espacio”[6]. No, no se trata de ubicarlo en algún lugar físico, ni siquiera mental, ni temporal, ni espacial. Es el punto de un enigma fundamental de la vida: to be or not to be.
Dos escenas que faltan: el nacimiento y la muerte
En 1990, Paul Ricoeur reflexiona sobre esos momentos inabordables para cada individuo, su nacimiento y su muerte.
“Ahora bien, nada en la vida real tiene valor de comienzo narrativo; la memoria se pierde en las brumas de la infancia; mi nacimiento y, con mayor razón, el acto por el que he sido concebido pertenecen más a la historia de los demás, en este caso a la de mis padres, que a mí mismo. Y la muerte, solo será final narrado en el relato de los que me sobrevivan; me dirijo siempre hacia la muerte, lo que excluye que yo la aprehenda como fin narrativo”.[7]
¿Quignard habrá tenido presente esta frase de Ricoeur? Insiste en ambos una idea similar: una imagen nos falta en el origen y también una imagen falta al final. Ricoeur se ocupa de la dimensión del cuerpo con la interrogación acerca de cómo se nace a lo propio, con la particularidad de que en el hecho de nacer nadie ha estado allí porque, como dice Hannah Arendt, el nacimiento no sería “la experiencia de entrar en el mundo sino la de haber nacido ya, y encontrarse ya ahí”.[8]
Estas reflexiones filosóficas y literarias se hilvanan con nuestra interrogación acerca de la dimensión del nacimiento humano. Quizás una clave de la extranjeridad de nuestra propia condición se halle en esa vida del recién nacido toda dependiente de manos ajenas. ¿Cómo lo considerado más propio ha sido labrado desde nuestra mayor ignorancia y ajenidad? No sólo es una escena que nos falta, la del nacimiento. La trama inconsciente por la cual toda nuestra primera infancia quedará envuelta en una nebulosa formada por los relatos de otros que, como bien enseña Freud, las más de las veces tendrán la forma de recuerdos encubridores.
Quignard y Freud. La ficción como verdad.
Quignard se encuentra con Freud en el lugar que le asigna a esas escenas que faltan del nacimiento y de la muerte. “Es posible que estemos más hechizados por el origen que por la muerte. Somos visitados más a menudo por la gruta, el agua oscura del amnion, la voz aguda de la infancia, que por el cuerpo cadavérico y el silencio putrefacto”[9]. El descubrimiento freudiano del inconsciente está indisolublemente ligado al descubrimiento de la infancia como el reino en el que vivimos toda la vida. Lo que allí sucedió, guionado en nuestros fantasmas, sigue reproduciendo escenas una y otra vez como si no pudiéramos salir de ellas. Obedientes, a la luz del día vivimos como si hubiéramos madurado, mientras, en las noches oníricas y en nuestros ensueños diurnos retorna, siempre, nuestra primera infancia para advertirnos de no creer demasiado en nuestra madurez.
Son esas preguntas filosóficas o literarias, el enigma de la venida al mundo de un ser que antes no estaba, las que estarán presentes como fantasmas que nos persiguen y de los cuales se ocupa el psicoanálisis, que les pide a esas escenas fantasmáticas que hablen. El que responde es el neurótico que trama con ellas una novela familiar que no sólo no guarda casi relación con lo vivido -de lo que está excluido- sino que trama fantasías que no se sabe bien a quién pertenecen. Porque no hay acceso a esas escenas que faltan se montan los fantasmas más descabellados. Pero, cuidado, los hilos argumentales no surgen de la libre creatividad imaginaria del niño cuando crece sino de lo que sobre él fue depositado como parte de la densa trama de las novelas familiares que lo anteceden. Así, frente al enigma de la escena que nos falta, se construyen exuberantes guiones que, por ser inconscientes en gran medida, nos dificultan escribir el libro de los fantasmas humanos. Freud avanzó bastante en su indagación y logró reunir algunas Ursphantasies. ¿Pero serán solo esas las fundamentales? ¿No habrá para cada individuo y su linaje una construcción novelesca digna de la pluma de Shakespeare? ¿Habrán agotado Sófocles o Dostoievski los fantasmas o será que cada linaje podría construir una tragedia o, más bien, una tragicomedia con el trenzado de los fantasmas familiares?
Es sobre esas lagunas de la memoria que se labrará una biografía. ¿Todavía no éramos o ya estábamos de alguna manera en estado de construcción? Freud pergeña las fantasías primordiales pues se encuentra en la clínica con la repetición de algunas escenas. Y pensará que sus tres Urszene provienen de un patrimonio filogenético.
Ahora bien, las escenas o fantasmas que insisten tienen, en el relato del neurótico, un valor de anécdota realmente vivida. No hay psicoanálisis posible sin esos relatos iniciales que, para el sujeto, cuentan como una verdad de su historia. Las propias versiones de nuestra biografía tienen el valor de lo realmente acaecido. El valor trágico de los fantasmas y sus consecuencias sintomáticas radican en el valor operante, existente, pregnante y acaecido que tiene para cada sujeto. No se trata de una novela o una obra de teatro que se lee o asiste con la distancia que permite la ficción. Nos emocionamos con ellas, pero sabiendo que son ficciones que convocan nuestro imaginario. Resguardamos nuestras emociones pensando que no pertenecen sino a los personajes. Entramos a esas ficciones y al identificarnos con sus personajes nos convencemos de la distancia entre ellos y nosotros. Salimos del cine y el teatro aliviados de que nada de eso nos pertenece.
Pero sobre la propia novela neurótica no podemos tener esta distancia. Ella nos constituye y será una verdad intratable como ficción. A veces esa tragicomedia nos duele tanto que nos conduce al análisis de esos fantasmas que nos tienen como protagonistas cautivos. Aunque en cada relato se escuche la recurrencia de una fantasía primordial será preciso encontrar los rasgos absolutamente particulares e inéditos de ese guión, es decir, el fantasma que toca al sujeto en su verdad. Si no hay sujeción a ese fantasma que sostiene sus síntomas, es decir, una ‘creencia’ en la versión que se ha ido moldeando a lo largo de la vida no hay posibilidad de análisis. Es el ingreso imprescindible para recorrer la verdad del sujeto en sus relatos. Tampoco se puede alegar que esas escenas no hayan ocurrido. Se sostienen en su verdad, han acaecido porque están presentes en lo que sigue padeciendo o alegrando la vida. Cuando Freud pergeña la ‘realidad psíquica’ lo hace para convencer a un público que todavía -casi como nosotros- no puede aceptar que la fantasía, el terreno de lo ‘inventado’ o ‘imaginado’ sea tan potente como para dirigir nuestros destinos. Será su contribución metapsicológica que atravesará la filosofía, la crítica literaria, lo jurídico, los estudios históricos durante el siglo XX. ¿Real o ficticio? ¿Hecho ocurrido o inventado? ¿Cómo medir la verdad de una narración? Porque Freud produce un vuelco dentro de una tradición positivista que distingue sin dudas los hechos de las fantasías. Pero no será Freud quien diga que no hay hechos sino sólo interpretaciones. Será una de las posibles derivaciones de su cimbronazo, aquel que plantea que el mundo de las fantasías para el neurótico tiene un efecto de verdad incontestable y decisivo en cada biografía.
Importará a los jueces o a los historiadores poder contrastar lo verdadero y lo falso de los relatos. El psicoanalista los escuchará de otro modo, precisamente a partir de 1897 cuando Freud le dice a Fliess “ya no creo en mi neurótica” abandonando la teoría del trauma. Con el tiempo, más allá de las distinciones que el analizante construya, siempre se tratará de versiones. De esas diferentes versiones emergerá un sujeto diverso. Lo que importa no son las escenas y sus sentidos sino el sujeto que se transforma con ellas. No se olvidan las interpretaciones que conmovieron una monolítica escena ancestral con una drástica versión que la desmiente. Las versiones sobre la propia vida, si un análisis funciona, se modifican. No se trata de un efecto narrativo, pues en cada una de esas versiones se dice cierto modo de nuestra verdad.
“¿Qué es Dios? Que hayamos nacido. Que hayamos nacido de otros que nosotros mismos. Que hayamos nacido de un acto donde no figurábamos. Que hayamos nacido durante un abrazo en el que dos cuerpos distintos al nuestro estaban desnudos: los queremos ver. (…) Somos el fruto de una sacudida entre dos pelvis desnudas, incompletas, avergonzadas una frente a la otra, cuya unión fue ruidosa, ritmada, gimiente”[10].
Ahí, en ese ‘los queremos ver’ está la escena primaria freudiana a la que Quignard coloca como fundamento de la vida por venir. Lo que llamará ‘la noche sexual’ lo intriga, lo llama, lo turba, al tiempo que la coloca en el lugar de la imagen que nos falta. Para Freud esa escena es fuente de excitación en los niños que la evocan. ¿Falta la escena o está presente como fantasma, con la ambivalencia entre la excitación y el rechazo de esa escena sado-masoquista como se la fantasea en la infancia?
La imagen que nos falta
“Un profundo deseo de no ver lo real permite ver la imagen”. Pascal Quignard [11]
En La imagen que nos falta Quignard recuerda que ya le había dedicado dos libros. Analizará en la pintura la presencia o la ausencia de esa imagen que falta en el coito, en la sangre ausente de la gravidez, el nacimiento, los nueve meses y el niño que nace. Dirá que, a diferencia de la pintura moderna, en la pintura antigua jamás se muestra la anécdota, no se muestra el gesto cruel. En los frescos grecorromanos habrá siempre una imagen que falta. Al intentar corroborar si hay algún texto antiguo que pruebe esa tesis encuentra una frase de Plutarco: “Los pintores muestran las acciones como a punto de acaecer, los relatos los narran como ya acaecidos”[12]. Pintar no es narrar. Pintar es el presagio de lo que va a ocurrir. Narrar es el elogio fúnebre de lo ya acaecido. Hay dos imágenes faltantes: la del feto y la del cadáver. Hay dos imágenes para representar la diferencia entre la pintura antigua y la pintura moderna. Un fresco de Pompeya muestra una Medea a punto de cometer el asesinato de sus hijos, pero la escena la muestra absorta, meditativa. No mira a los niños que detrás de ella juegan a las tabas ignorando lo que les va a ocurrir. Es la escena antes del asesinato de sus hijos. Falta el gesto cruel. En cambio, la Medea furiosa de Delacroix exhibe el acto de apuñalar a sus hijos, acto horrendo pero posible. Toda madre porta consigo ese poder, el de dar vida tanto como dar la muerte.
¿Un niño suicida? La dramática de la diferenciación
En Las paradisíacas de 2005, encontramos una coincidencia con lo que venimos planteando desde el inicio: La trama dificultosa de donar a un neonato la forma humana. Ese ser sin forma aún compromete al entorno familiar a encontrarle alguna semejanza con sus parientes directos. Se produce así una conversación ansiosa, dice Quignard, respecto de semejanzas o falta de semejanzas. Dona al asemejado una aureola honrosa que está al servicio de reconocerlo como formando parte del propio linaje.
“Pero la discusión de fondo que se desarrolla alrededor de la cuna no tiene que ver con la semejanza. Lo que importa es la homomorfia del recién nacido (tu concepción fue impecable. Serás nuestro semejante)[13].”
Esta particular individuación, esos rasgos diferenciales se constituirán lentamente del modo paradojal en el que nacemos a lo humano: semejantes pero diferenciados. Cuando se dice ‘son dos gotas de agua’ se enfatiza la semejanza, exagerando el rasgo similar, para separar lo diferenciado. Esto se sostiene desde diversos discursos. Desde la teoría de la evolución y el estudio del ADN la correspondencia en la secuencia genética no deja de mostrar algunas pequeñas diferenciaciones que hacen de cada individuo de la especie un caso único. También el psicoanálisis nos muestra que los rasgos neuróticos o psicóticos están en relación a un linaje psíquico que conserva las proveniencias de lo que, de todos modos, se constituirá en rasgos absolutamente singulares para cada individuo.
La identificación.
La identificación en psicoanálisis distingue esa operación tan esencial como opacada donde lo que somos proviene de otros y la pretensión de alcanzar alguna supuesta identidad es forzar la creencia de que no hay nada ajeno en lo que somos. ¿Por el procedimiento de la identificación alcanzamos una identidad? No, alcanzamos una diferencia en la singularidad que ha sido tramada sobre otros diversos pero similares. Es porque no hay identidad, que hay identificaciones. La rivalidad estructural en la constitución del sujeto proviene de ese sordo rencor por tener que agradecer una imagen que será tanto propia como ajena, pero nunca idéntica a nosotros mismos. La dramática del espejo deriva de creer alcanzar esa imagen que, sin embargo, no es otra cosa que una ilusión. La deuda a la mirada de los otros que nos humanizaron nunca será saldada sino creando vida (no necesariamente biológica) a la cual donar una mirada que humaniza.
El nacimiento que no se quiere ver
El acto de nacimiento es una imagen que falta, pero no solo por la imposibilidad de tener acceso a nuestro nacimiento, sino también, porque ese acto no se quiere ver. La forma de ese ‘no se quiere ver’ se puede pensar como un lugar de rechazo a la castración. También, porque en la cultura patriarcal sobre la que se fundan nuestros hábitos, esa escena quedó recluida a un espacio femenino en el cual los hombres no tomaban parte. Pero ese rechazo no es la única manera en la que podemos pensar ese ‘no querer ver’. Podría tratarse también de algo más radical y constitutivo: el rechazo a los lugares donde la castración se presenta. Las diferentes estrategias para eludirla darán lugar a modos fantasmáticos organizados en su entorno. De allí que esa imagen faltante sea deseada, esperada, echada de menos, rechazada, acechada, soñada, buscada, ahuyentada, meditada, ignorada.
De distintas maneras esa imagen que nos falta estará presente porque no es sólo la escena primitiva, la Urszene freudiana o la ‘noche sexual’ donde cada uno de nosotros fue concebido, sino que será la imagen que nos falta del origen de lo humano.
En El origen de la danza, la prosa poética de Quignard no ahorra ideas y ficciones acerca del momento de nacer con un añadido especial pues las concibe como danzas fundamentales. La danza prenatal del nadar y la de la caída del vientre materno, cuando el aire desplaza el agua y el cuerpo se infla exhalando un grito. En la primera hay una danza perdida en el mar del vientre materno. La segunda es la que danza para recuperar la danza perdida en la indigencia natal. Pero habría otra danza antes de la del vientre materno, la de los cuerpos que en el abrazo concebirá al por nacer.
Quignard describe dos momentos inaugurales, el del empuje apremiante donde el gran cuerpo continente expulsa al suelo un pequeño cuerpo que estaba contenido en él y el momento de la irrupción violenta del aire, que desencadena la respiración pulmonar. Cuando el pequeño cuerpo cae al suelo se produce ese ‘tsunami originario donde el aire expulsa al agua’. Aquí entendemos por qué admira Quignard a Ferenczi. Parece tomar del psicoanalista húngaro que lo terrenal del nacimiento es posterior a lo acuático. Hay dos tipos de aguas fundamentales para este viviente. La primera, la del origen evolutivo cuando sus primitivos ancestros salieron de las aguas y se convirtieron, primero en anfibios, luego en terrestres. La segunda, la del embrión nadador en las aguas maternas. Entonces, esa tierra sobre la que el neonato cae, cuya dureza hiere, no es primaria. Primaria es el agua. Tercero será el aire que penetra al neonato exigiéndole respirar para no morir y que lo coacciona a expresar su primer grito en la vida atmosférica.
La caída en el nacimiento
En varios momentos Quignard me recuerda al ritual de nacimiento en la antigua Roma: La partera colocaba al niño apenas nacido en el suelo esperando el gesto del Pater Familias que se convertiría en su padre sólo si lo alzaba del suelo en sus brazos. Si no lo hacía significaba el rechazo; la declaración de no adoptarlo como su hijo. Quignard no menciona este gesto romano de adopción, pero coincide con su idea de que el nacimiento está ligado a la fuerza de gravedad, a la caída, a la atracción de la tierra de ese pequeño cuerpo que ‘cae’ del cuerpo de la madre. En la inspiración del primer aire concluye la aventura del nacer expulsado de ese medio acuoso hacia la tierra y la atmósfera, su ‘caída natal’.
Quignard también tiene presente que, si no hay nadie que socorra a ese ‘caído’, si se lo deja solo, abandonado, moriría. En la escena romana cuando Pater Familias no alza el niño se anuncia que ese niño tendrá un difícil destino. La imagen es clara. Para el orden de la ciudad lo que interesa es el gesto del Pater Familias.
El neonato que elige morir
En Las paradisíacas discuto con el Quignard que concibe una particular ontología del recién nacido como capaz de morir por su propia decisión, como un privilegio absolutamente suyo. ¿No desconoce esta concepción lo que estamos tratando desde el inicio, que la vida humana se otorga o se quita, pero que ella no emana por sí misma en ningún modo posible? Es difícil concebir algún tipo de inmanencia o de autonomía como para admitir que un neonato decida quitarse la vida que, en su caso, sería dejar de sobrevivir. La vida del neonato depende de otros debido a su grado extremo de inermidad. Resulta difícil determinar, a pesar de estudios al respecto, los influjos no sólo fisiológicos sino psicológicos que le llegan al feto a través del cuerpo materno y los diversos estímulos que recibe durante su tránsito intrauterino. Es posible concebir que esos deseos de los otros -inconscientes en muchos casos- se inscriban de alguna manera en ese ser por nacer. Quizás sean esas influencias desde antes de nacer las que orienten a un neonato a no ‘querer’ sobrevivir. No sería más que una variante de los casos trabajados por Spitz de institucionalización infantil, esos niños que, a pesar de ser alimentados y cuidados fisiológicamente, mueren por marasmo por la falta de afectos y deseos de vida de otros.
Es claro para Quignard que sin socorro el bebé moriría. Sin embargo, llega a proponer al autismo no como una enfermedad sino como una posibilidad ontológica. En el acto de nacimiento, se abriría una encrucijada radical y extraña por la cual el infans se enfrenta a una ‘verdadera elección’ en el límite de la propia vida. Una primera bifurcación que es natal pero también mortal. Porque, dice, ese bebé indigente puede elegir el autismo, el no deseo, la anorexia, es decir, la opción de la muerte. Mientras desliza la metáfora de la muerte esculpiendo la vida como el océano excava el acantilado se va a referir al recién nacido como eligiendo vivir o morir.
Nos sorprende que, a pesar de mencionar al Hilflosigkeit freudiano, llegue a proponer que allí hay una posibilidad de elegir entre la vida y la muerte, una elección exclusiva del neonato. Lo hace cambiando abruptamente de registro narrativo. De hablar en tercera persona sobre estos asuntos inicia un párrafo en primera persona:
“Mi madre sembró el miedo en un corazón de niño pequeño (…) La presión de la tensión nerviosa de mi madre agotó mi infancia”[14].
Y sigue:
“Un textum de tensión detenía el aire y me paralizaba.
Yo no respiraba más.
No hablaba más.
No comía más.
No me movía más.”
Es en esta encrucijada entre la vida y la muerte, entre su madre y su no comer ni moverse, donde Quignard piensa que el autismo no es una enfermedad sino una posibilidad ontológica y una elección del infans. Habla de una extraña encrucijada que se le ofrece al recién nacido:
“O habla o mutismo.
O humanidad o animalidad.
O sociedad o soledad.
O cultura u origen.”[15]
Sigue matizando con fragmentos autobiográficos.
“¿Por qué a los dos años de edad yo no quería comer en familia? ¿Por qué giraba la cabeza sin parar? ¿Por qué les impuse a los míos alimentarme solo, silencioso, sin que vieran lo que yo comía, en la oscuridad? ¿Por qué logré mis fines?”[16]
No sabemos si Quignard habla de sí mismo cuando narra en primera persona, a pesar de haberse reconocido como autista en tantas ocasiones. Ahora bien, si fuera posible concebir que habría una elección en el recién nacido de vivir o morir, nos enfrentaríamos con cierto problema epistemológico crucial, una paradoja. ¿Apenas nacido ya puede estar en condiciones de elegir vivir o morir como individuo? ¿No nos enseña el psicoanálisis que se nace en el campo del Otro y que, sin ese Otro del sostén, del deseo, del cuidado no se puede sobrevivir? ¿Un puro organismo tan desvalido puede decidir sobre su vida o su muerte?
¿O se trata de algo ligado quizás a la Urszene, a la escena que falta, la que se refiere a una concepción que porta consigo el germen de la posibilidad de morir por abandono, un abandono ‘anterior’ a la inscripción deseante que le daría vida?
Quignard narra su síntoma de comer en la oscuridad de niño donde ya hubo un Otro que lo socorrió, lo alimentó, le dio la vida y cuyas ambivalencias y conflictos no comprometieron sino la manera singular en la que sobrevivió en su primera infancia. Sus rechazos, su sintomatología infantil se produce sobre un fondo de alguien que no lo condujo a ‘quitarse la vida’. A pesar de no compartir esa puntual concepción de una elección ontológica de vivir o morir de un recién nacido, su prolífica y exquisita producción literaria en este asunto no demasiado transitado por autores masculinos del nacimiento humano, es muy valiosa para los psicoanalistas. Su vasta obra literaria confirma al Freud que buscaba en poetas y literatos lo que tenían para enseñarnos sobre nuestros enigmas fundamentales.
[1] Este texto forma parte de un libro en estado de construcción.
[2] Este trabajo aborda, desde otro lugar, la cuestión de la inermidad en la cual nace la cría humana. No puedo ocuparme ahora de la conjetura paleoantropológica acerca de la prematuración biológica como rasgo crucial en el proceso de hominización a partir del tránsito a la bipedestación. Se puede leer al respecto: Ferrari, Lidia: El pensamiento de la inermidad (plaqueta), Buenos Aires, En el margen, 2025. También mi ensayo El desamparo desmentido. Teoría de la evolución y psicoanálisis, en la revista online Lacan Emancipa: https://lacaneman.hypotheses.org/3440
[3] En uno de sus últimos libros, claramente ligado a textos psicoanalíticos, dice: “Dans la pensée antique l’accouchement est toujours présenté comme un naufrage qui rencontre un rivage. Au tout début, cette perte des eaux, ce déluge. Soudain un tout petit être trempé, éclaboussant, dégoulinant, agrippe une « rive de lumière » en poussant un cri terrible (deinos) – terrible si on le compare au volume de son corps. Le cri du nouveau-né est une « flèche stridente terrible » (deinè) qui transperce la psychè de la mère. Alors, à cet instant – à cet instant où le fœtus devient enfant, dans ce minuscule moment où l’aphonie devient cri –, cette petite bête devenue visible sort de la grotte charnelle, pénètre in luminis oras : celui qui est devenu un « enfant » aborde l’« orée » de la lumière “. “En el pensamiento antiguo el parto siempre se presenta como un naufragio que alcanza la ribera. Al principio, esta pérdida de las aguas, este diluvio. De repente, un diminuto ser, empapado, chapoteando, goteando, se aferra a una «orilla de luz» mientras emite un grito terrible (deinos), terrible si lo comparamos con el volumen de su cuerpo. El grito del recién nacido es una «terrible flecha estridente» (deinè) que atraviesa la psique de la madre. Entonces, en ese instante —en ese instante en que el feto se convierte en niño, en ese pequeño instante en que la afonía se convierte en grito—, esta pequeña criatura, ahora visible, abandona la caverna carnal, penetra in luminis oras: aquel que se ha convertido en «niño» se acerca al «borde» de la luz”. Traducción de la autora. Quignard, P. Compléments a la théorie sexuelle et sur l’amour. Paris, du Seuil, 2024. Kindle edition.
[4] Quignard, P. Retórica Especulativa. Buenos Aires, El cuenco de Plata, 2006. p. 55
[5] idem. P. 105.
[6] Quignard, P. Las paradisíacas. Buenos Aires, El cuenco de planta, 2016. P. 15
[7] Ricoeur, Paul. Sí mismo como otro. Madrid, Siglo XXI, 1996. P. 162
[8] Ibídem. P. 363.
[9] Quignard, Pascal. El odio a la música. Buenos Aires, El cuenco de Plata. 2012. P. 173.
[10] Quignard. El odio a… Ob. Cit. P. 131.
[11] Quignard, Pascal. La imagen que nos falta. México, Puerto de Luz, 2015. P. 14
[12] Ibídem P. 45
[13] Quignard, P. Las paradisíacas. Ob. Cit. P. 93.
[14] Quignard. La imagen que… Ob. Cit. P. 49.
[15] Ibídem P.51.
[16] Ibídem P.51
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