¿Por qué jugamos con los niños aún cuando están enfermos? Por Marta Benenati*

Imagen de portada: Marcus Cedeberg

Cuidado editorial: Amanda Nicosia, Agustina Taruschio y Viviana Garaventa 


Porque sin cesar hay que retraducir nuestras vidas. Sin cesar volver a  descifrar, balbuceando, sueño tras sueño, los fragmentos de nuestras vidas. Ninguna narración rige. Ningún relato se funda allí. Sin cesar desorientar el proceso, el orígen, el trauma

                                                      Complementos a la teoría sexual y sobre el amor. 

Pascal Quignard

¿Por qué jugamos con los niños aún cuando están enfermos? ¿Aún más cuando están enfermos, aún a pesar de que estén enfermos? ¿De qué se trata esa insistencia enunciada como “dale que éramos” o las formas que cada uno de nosotros encuentra dada la ocasión?

Sostener la  ficción aún en las condiciones más extremas está en relación con lo desarrollado por Viviana Garaventa acerca de su valor de amparo. Cuestión que desestima la idea de lo ficcional como espejismo, y le otorga relevancia en tanto protección, refugio, coto a la realidad. Lejos incluso de cualquier idea operatoria, funcional, o de entretenimiento. 

Preguntado sobre qué haría si estuviera al lado de un niño muriente (¿oxímoron?) Jorge Fukelman aclara: “Si pudiera estar allí (colijo si pudiera soportar lo real de la enfermedad, el arrasamiento subjetivo que muchas veces se precipita, si pudiera desoír la realidad) le diría que lo que le pasan por la vía es criptonita”…Pienso en Súper-man, superado el hombre queda un niño. Es decir, el reflejo del sujeto en el espejo en tanto hay juego.

El juego está supuesto, por ende la infancia.

Recordemos algunas cuestiones con Freud. El niño freudiano se aleja del putto, es decir de la imágen del niño alado propio del arte renacentista. El niño freudiano es un pequeño perverso polimorfo. Construye fantasías, desarrolla teorías (por ejemplo, sobre de dónde vienen los niños), parte de la supremacía fálica hasta que tal universalidad queda destituida por la diferencia, es decir, lidia con el complejo de castración, habita su vida pulsional al mismo tiempo que la novela edípica. Rivaliza, padece odios y amores. El niño freudiano habita el juego como el poeta la poesía. Es decir, el juego le es propio: lo que le es ajeno es la realidad. 

Si lo opuesto al juego no es la seriedad sino la realidad efectiva, ¿por qué en el escenario hospitalario, sobre todo en los últimos tiempos, se insiste en que a los niños se les diga la verdad? ¿Qué se dice cuando se designa la verdad como aquello a alcanzar? “Verdad” aquí apunta a la realidad, con cierta esperanza de que sabiendo la realidad de los hechos, el saber de la medicina, el nombre de la enfermedad, algo se produzca. Aparece la ilusión de la comunicación lograda al mismo tiempo que se rechaza la dimensión inconsciente. ¿Pero qué se produce?

Propongo sostener estas preguntas.

Jorge Fukelman hace una lectura de lo que desarrolla Phillip Ariès en el Niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen: lee que hay infancia en tanto se constituye un lugar. En su lectura resalta la importancia de los colegios como lugar para aquellos, los niños, prometidos a ser los ciudadanos del mañana. Esta conceptualización es solidaria con la edad moderna y la constitución del Estado Nación. A su vez, Freud nos enseñó que en la infancia habita la sexualidad perversa y polimorfa. Junto con ello podemos decir que, para que haya juego, sexualidad y muerte deben quedar veladas. Debe haber un amparo ficcional ante la satisfacción del Otro, al goce que postpuberalmente se relaciona con la elección del partenaire y la conformación de los síntomas. 

Infancia, promesa, ficción, lugar, amparo se enlazan, tejen una trama que se sostiene en el velamiento de la sexualidad y la muerte.

Ahora bien, durante el siglo XX, se propusieron otros modelos de infancia. 

En nuestro país, a través de revistas como Billiken, orquestada eficazmente durante la dictadura cívico militar, se propusieron una infancia y una familia sin raíces, carentes de historia nacional. Me interesa poner en relación este anonimato desarraigado con la idea de perversión que Fukelman propone en la entrevista que conduce Jorge Blidner en Cuadernos del Niño/s, publicación de la Unidad de Salud Mental del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez (1992). Allí se plantea la posibilidad de un cambio solidario de la economía de mercado con el cambio científico tecnológico que queda representado en el desplazamiento de algunos síntomas, ubicables éstos como modos de aparición del malestar en la cultura. Síntomas que representan ciertas marcas. Marcas del mercado y la ciencia. En esa entrevista, Fukelman plantea que el “sujeto pasa a ser -y por eso lo de la perversión- el instrumento propagador de ciertas marcas”. El sujeto puede significar las marcas del mercado dominante. Es decir, la forclusión del sujeto al servicio, en ese entonces ya, del control de los cuerpos instrumentado por la dictadura cívico militar y el sostén del poder ilimitado del mercado. El sometimiento se concretó bajo la forma del adoctrinamiento a las familias al idealizar un modelo sin orígenes, en el que las marcas del mismo mercado proporcionaban los signos a representar. 
Daniel Link propone una interesante lectura del Principito, el gran libro taquillero del siglo pasado. La lectura de Link tiene sus complejidades, pero, sin ahondar en ellas, tomaré algunas ideas. Lo cito: “el pesimismo de entreguerras es una pandemia que arrastra casi todas las conciencias”, este ángel malvado —así nombra Link al pesimismo—, llama a la pesadumbre. Según este autor, la obra de Saint Exupéry representa este arrebatamiento (entiendo de las conciencias) bajo la forma de una “melancolía absoluta”. Dice que El Principito es un libro absoluto, de los que sólo han leído un único libro, y que además “singulariza y fija los procesos de interpelación de la infancia para constituirla en mercado”. Aparece el merchandising.

Jaboncitos, lápices, mochilas que permiten ir a otros planetas. El protagonista es un niño que vive en un asteroide, sin pares, sin padres, habla con un piloto extraviado en el desierto y enuncia  una serie de preceptos morales, ideas para vivir.

Este libro se convirtió en un dispositivo de adoctrinamiento. En su lectura del Petit Prince, Link propone la generación de un imaginario de la infancia (niño-hombre, contradictio in adjectio) y a su vez un imaginario pedagógico-cultural-familiar. Una estética. Leemos en el capítulo XXII la inquietante frase: “Sólo los niños saben lo que buscan”. Me pregunto, si sólo los niños saben…, ¿qué lugar queda para los adultos, aquellos que deberían amparar la ficción? ¿De qué se trata “decir la verdad»? ¿Esta verdad a ser toda dicha garantiza el saber en la infancia? ¿Quién enuncia este saber? ¿Un niño? ¿Niño huérfano sabelotodo?

Estética apenada la del Principito gracias a que los responsables de tal pandemia de entreguerras no pudieron afrontar la autoría de dicha peste (1). Cuestión que creo se reedita en nuestra época. 

¿Qué podemos decir de la enfermedad? Al recorrer el hospital escuchamos cuestiones tales como “se le dió el diagnóstico ayer”, “hay que acompañar”, o “no tenemos diagnóstico, pensamos que es psiquiátrico”, “no sabe lo que tiene, hay que decirle la verdad”, “le explicamos y no entiende”, etc. Me pregunto si la idea de enfermedad per se es solidaria de cuestiones tales como diagnóstico, patología, nosología. Sabemos, con Canguilhem, que los paradigmas que sostienen la idea de enfermedad para la medicina cambiaron a través de la historia. En los últimos tiempos, se produjo la transición del paradigma bernardiano que surge con el descubrimiento de la fisiopatología de la diabetes y el mecanismo de acción de la insulina a la idea de error producto del descubrimiento del código genético. (El descubrimiento data de 1965). Aparecen las letras. Marcas del código. Así creo se dibuja un camino idealmente posible desde la clínica de la mirada tan bien descrita por Foucault hasta el seno mismo del ADN y sus letras. Errores posibles, letras parlantes, reemplazables, etc., etc.

Vuelvo a Daniel Link en su ensayo “Monstruos”. Allí se pregunta: ¿qué clase de cosa es la Enfermedad? Responde que es una sola cosa : la enfermedad es una cosa de la Imaginación, a la  vez que  desarrolla diferencias en cada siglo: XIX, XX y XXI . Busca en los textos literarios  la respuesta acerca de la cualidad y las vicisitudes de tal cosa. Arqueólogo, indaga en la ficción, en la escritura el sentido, las vicisitudes, las particularidades de las cosas imaginarias. Entiende que estas formas designan una estética particular, rastrea la forma en que el sujeto “vive” la enfermedad en cada época, época que recorta de manera secular. Para Link la ontología de la enfermedad claramente le compete a la Imaginación. Este autor afirma  que esta cosa imaginaria le sirve para pensar la literatura. A su vez la literatura propone imaginar la enfermedad. 

Sobre esta arqueología…

Los monstruos literarios del siglo XIX metaforizan la enfermedad, así Stevenson crea a Dr. Jekyl y Mr Hyde y Bram Stoker a Drácula, ambos personajes que vehiculizan el “principio de inteligibilidad” de todas las anomalías, por ejemplo, la transformación nocturna propia de la tuberculosis, la posibilidad de contagio por la sangre propia de la sífilis.

El siglo XX toma la metáfora de los monstruos pero bajo la alusión a una forma, una forma que aniquila los órganos: la autofagocitosis y el cáncer se convierten en el emblema de la enfermedad del siglo pasado. La forma se desprende de la lectura de La montaña mágica de Thomas Mann.

Ahora bien, ¿qué cosa de la imaginación aparece en la literatura del siglo XXI? Aquí Link es categórico, dice que si bien aparecen en este siglo formas monstruosas del siglo XIX tales como el fantasma de la asfixia y la transformación nocturna alusivas a la tuberculosis, la aparición del HIV (más que el SIDA del siglo anterior) conecta masiva y definitivamente al ser humano con la maquinaria técnico-farmacológica. Es decir, une íntimamente al hombre con lo que lo gobierna: el capitalismo tardío. Recordemos que actualmente la industria farmacológica es la tercera en orden de jerarquía mundial, luego de las armas y el petróleo. Pablo Pérez, autor de Un año sin amor. Diario del Sida, se convierte en el Stevenson del siglo XXI.

Entiendo que lo propuesto por Fukelman en 1992 sobre los modos en que el sujeto podría significar ciertas marcas del mercado se solidariza con la alienación a la maquinaria técnico-farmacológica representada aquí, aunque no solamente, por la gran enfermedad del Siglo XXI, el HVI. Nueva forma de aparición del malestar en la cultura.

La lectura de Link contrapone la “verdad de los hechos», el diagnóstico de la enfermedad, la nosología médica en su estatuto de objeto comunicable a la ficción. Ficción que se pone en juego al situar la enfermedad en el campo literario. Entiendo que esta posibilidad de lectura ampara, hace caer lo comunicable como un hecho acabado y sin fisuras. Conmueve el saber de la comunicación. Saber mercantil que se pretende absoluto y que, según el mismo Principito, deja a los niños en absoluta soledad.

Nuevamente: ¿Por qué los analistas jugamos con niños enfermos?

Si la  infancia puede ser una idea estética y la enfermedad es una cosa de la imaginación, propongo que cuando se desencadena una enfermedad en la infancia es el juego aquello que posibilita la aparición del sujeto. Sujeto que podrá ser visto como niño. Sujeto que en tanto efecto del lenguaje aloja el deseo y se aloja en el deseo del Otro, sujeto como obra, como pintura a escuchar, sujeto supuesto a un saber (el del juego) que lejos de ser la verdad de la realidad atañe a la verdad inconsciente, como tal, siempre dicha a medias. Obra como lugar que escapa a la razón, obra desobrada. 

Ahora bien, el niño freudiano no escribe a la manera del poeta, el estatuto de la escritura en la infancia es complejo y excede el desarrollo de este texto. El niño freudiano construye la fantasía en el seno del juego, gracias al juego. La escritura (2) es solidaria de la lectura que hace el Otro de la obra que el niño muestra. Lectura que ampara del anonimato al que la época incansable, inagotable, siniestra empuja. 

Leo en Quignard: el deseo es inmarcesible, entonces, el deseo del analista y el deseo en la infancia son inmarchitables.


* El siguiente fragmento es la versión escrita de las palabras que dieron Apertura a las Jornadas de Interconsulta de la Unidad de Salud Mental del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Estas Jornadas son el escenario en el que los profesionales que practicamos el psicoanálisis en el hospital intentamos pensar, cuestionar, compartir la clínica. 


(1) La primera edición del Principito data de 1943.   

(2) Esta idea evoca lo desarrollado en el escrito publicado en la revista En el Margen bajo el título de “Niño” como acto de lectura en el que se toma la idea de Pascal Quignard sobre la estructura de la novela. Recordemos Quignard plantea “escuchar es escribir”. 

Textos visitados:

Viviana Garaventa. Al amparo de la ficción. Respuesta po/ética de la praxis del psicoanálisis. En el margen, revista de psicoanálisis.

Ariès, Philippe. El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen. Editorial Cuenco del Plata.

Entrevista a Jorge Fukelman. Cuadernos del Niño/s . Nro. 4 (1992).

Freud, Sigmund. “El creador literario y el fantaseo”. Obras completas vol. IX. Ed. Amorrortu 

Paula Guitelman. La infancia en dictadura: modernidad y conservadurismo en el mundo de Billiken. Colección Comunicación y crítica cultural.

Georges Canguilhem. Escritos sobre medicina. Amorrortu editores. 

Daniel Link.  Infancia. Fantasmas. Imaginación y sociedad. Eterna Cadencia.

Daniel Link.  Monstruos. Clases. Literatura y disidencia. Eterna Cadencia.

Pascal Quignard. Complementos a la teoría sexual y sobre el amor. Ed. El cuenco del Plata.


Marta Benenati. Médica, psicoanalista. Coordinadora del área de interconsulta en la Unidad de Salud Mental del HNRG. Interesada en la clínica con niños y la intersección entre ciencia y psicoanálisis.


Agradecimientos: Al cuidado editorial de la Revista En el margen, en su sección El hospital revisitado: Viviana Garaventa, Amanda Nicosia y Agostina Taruschio.

A Martina La Cava, por la corrección ortográfica, sintáctica y de estilo.


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