Dos preguntas a Marcelino Viera.

Responsables de la sección y cuidado editorial: Gisela Avolio y Yanina Marcucci

Dirección editorial: Helga Fernández


—¿Cómo y cuándo descubrió el psicoanálisis?

—Para que tenga sentido lo que contaré, es importante tener en cuenta que ni practico el psicoanálisis ni soy psicoanalista. Tampoco practico ninguna religión, ni siquiera el yoga, solo insisto en la práctica de la escritura y lectura porque no me salen bien y hay algo de mí que no me deja desistir en su ejercicio. Esta es como una práctica idiota, payasesca, que no tiene futuro. Entonces ¿qué justifica mi intervención aquí? A cierto nivel de mi quehacer cotidiano, me “gano la vida” hablando y escribiendo de y desde algo a lo que llamo psicoanálisis.

El psicoanálisis se imprimió en mí como imágenes-escenas sin orden, pero que puedo contarlas y numerarlas a modo de suma de lo que hoy en día significa para mí. En este recuento hay una suerte de primera escena que recuerdo con muchísima nitidez. Fue en el pueblo pesquero donde vivía en las cercanías de Montevideo, Uruguay, alrededor de mis ocho-nueve años. La foto de Freud, la de su mirada firme con un puro en la mano, apareció en el pequeño televisor blanco y negro. Le pregunté a mi padre —¿Quién es? —El padre de la psicología”—me contestó. Esta fue una imagen-escena aislada que no tuvo relevancia por sí misma, sino que necesitó de algunas décadas para proyectarse como la primera vez de ese nombre: Sigmund Freud, el nombre del padre del psicoanálisis. Por supuesto, hay muchos recuerdos rondando aquellos años de niñez en que ese nombre aconteció, y algunos de ellos me traen la experiencia del placer intelectual;  los atesoro como defensa ante el atropello de los años. En aquel caserío apilado al este del Río de la Plata había frecuentes cortes de luz, y cuando estos eran de noche, mis padres me dejaban dormir en su cuarto con ellos, en un colchón en el suelo del lado de mi padre. Mientras que la luz de la vela dibujaba sus erráticas imágenes en el techo y la pared, me surgían un sinfín de preguntas sobre la vida, la muerte, el porqué de algunas acciones humanas y hablábamos de ellas en un divague hasta que me dormía. Algunas veces podía escuchar un tono un poco frustrado en la voz de mi padre, como si estuviese cansado de mis preguntas o tal vez de su falta de respuestas (aunque lo más seguro, era que estuviese cansado después de un día largo de trabajo). En definitiva, no podría decir que él disfrutara de esas conversaciones tanto como yo, pero para mí esos divagues eran como una apertura al mundo en el que ese otro padre, el de la psicología, tuvo un devenir que ahora identifico con una marca irremediable. 

Una vez en el colegio, pero ahora al oeste del Río de la Plata en el sur de la Provincia de Buenos Aires, leí por primera vez algún texto de Freud para la clase de filosofía. No recuerdo qué, pero sí recuerdo que tenía que ver con los actos fallidos. Era la época de Menem y sus constantes furcios por lo que las interpretaciones de lo que su inconsciente quería decir habilitaba a curiosas fabulaciones en la prensa y televisión. Pero para mí el descubrimiento de los lapsus fueron personales. Resulta que cuando yo leía y escribía, involuntariamente inventaba palabras o las cambiaba de lugar, sorprendiéndome incluso hasta a mí mismo de los efectos de sentido que producía (y por supuesto, la risa de algunos compañeros cuando leía en voz alta. Hasta algunos propusieron crear “el diccionario de Marcelino”). Ese sentido trastocado siempre generó gran desconfianza en mi propio entender la escritura: algo dentro de mí me hacía leer y escribir cosas más allá de mis intenciones conscientes o incluso de la palabra material misma. Le pregunté al profesor de filosofía si esos lapsus podían pasar en la lectura, y para desgracia de aquel momento, me dijo que sí. No me quedó otra que aprender a lidiar con la desconfianza que me traía el involuntario trastoque de los significantes y sus concomitantes extravagantes sentidos. Al mismo tiempo de estas inseguridades, la toma de decisión sobre qué carrera seguir se aproximaba acentuando la incertidumbre. Por suerte, algunas cosas sí eran claras: las matemáticas se me daban fácil, por lo que algo vinculado a las ingenierías parecía lo más adecuado (¡y no tenía que vérmelas con ese interior lingüístico traicionero!), por otro lado, la cuestión de ayudar al prójimo era algo que uno mamaba de chico en un colegio religioso como el mío, por lo que medicina fue otra opción, y por último estaba la filosofía y sus preguntas existenciales. La filosofía me gustaba, había leído la serie de Lobsang Rampa que, como adolescente, me impresionó. Pero estas eran tan solo curiosidades juveniles del alma que acompañé con el azar de la lectura autodidacta de El príncipe de Maquiavelo y algunas obras de Shakespeare —estas últimas leídas cuando me rateaba de la hora de química y me escondía en la biblioteca del colegio—. Inglés, por lo contrario, fue la materia que me persiguió a la mesa de examen de cada marzo de esos 5 años (por supuesto, no sabía que me esperaba una ironía del destino). Ante mi indecisión de qué estudiar, el servicio de orientación vocacional que ofrecía el Borda fue la oportunidad de consultar a ese interior traicionero y enigmático que no me hacía fácil escuchar el llamado vocacional. Para mi sorpresa, la idea de seguir psicología vino rapidísima. Fue en la Universidad entonces donde el psicoanálisis tomó una dimensión diferente para mí. 

En el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires me encontré de lleno con Jacques Lacan y casi nada de Freud (creo que era la Cátedra Barros). Yo siempre digo que leí a Lacan antes que a Freud. Sumados al hallazgo de Saussure y Lévi-Strauss, ese primer semestre me hechizó. Aunque no me acuerdo de los nombres del dúo profesoral, sí están patentes en mí sus imágenes. Por ejemplo, ella fumaba dejando caer la mano que sostenía el cigarrillo hacia afuera de su antebrazo levantado y apoyado sobre sus piernas cruzadas. Hablaba como mirando a un mágico infinito. En menos de dos semanas la mayoría de las chicas en la clase habían incorporado la pose y el aire mágico de hablar mirando al horizonte, hasta algunas, de repente comenzaron a usar trajes. El representante masculino del dúo no portaba una imagen tan interesante, pero sí recuerdo su actitud canchera: hablaba sentado en el escritorio, hacía algunos comentarios políticos irónicos, y se juntó conmigo para conversar de mi parcial (el cual no había sacado una buena nota, pero al hablar con él me quedé tranquilo que había entendido lo que yo había querido hacer… algo creativo que no vale la pena contarlo ahora). Con él leímos el caso de Elisabeth von R. y me llevó a preguntarme: “¿Cómo que el cuerpo está escrito?”. No sé por qué, nunca volví a leer ese caso, tal vez para resguardar ese sentimiento de descubrimiento, o quizás para no pensar en los actos fallidos que hubiese podido emerger de la lectura de mi cuerpo. 

Al año siguiente volví al oriente del Río de la Plata, donde comencé la Facultad de Psicología de la Universidad de la República, en Montevideo. Pero el psicoanálisis era otra cosa. Era más “freudiano” y tradicional, y en los exámenes de primer año había que repetir exactamente lo que el profesor asignaba en la lectura. Esto llevó a tardes largas de compañerismo con nuevos amigos y estudiar la primera tópica, la segunda, el núcleo de la represión, las censuras, los casos clínicos icónicos, etc. No me fue muy bien, solo lo suficiente como para pasar los cursos. Esto de repetir exactamente lo escrito y ser buen estudiante no me sale bien, ese interior lingüístico caprichoso nunca me dio ni ha dado tregua. Finalmente me reencontré con Jacques Lacan en los últimos dos años de la carrera. Me volvió la pasión por el juego intelectual. La mayoría de los docentes eran parte de la Escuela Freudiana de Montevideo, por lo que comencé a frecuentarla y emprendí así también mi análisis con uno de sus miembros. Definitivamente que a gran velocidad me estaba convirtiendo en un acólito del lacanismo. Estudiaba y leía en toda hora libre y sobre todo los fines de semana. A los dos años de haberme acreditado como psicólogo, emergió la oportunidad de hacer un doctorado en Estados Unidos. Lo que más me sedujo fue la posibilidad de dedicarme por completo a estudiar Lacan, y no solo los fines de semana y horas libres. No lo dudé y me fui a Ann Arbor, Míchigan. Pero no fue tan fácil. No me llevaba bien con el inglés. Si mi propia lengua nativa me hacía pasar tragos amargos, ¿qué sabor tendría otra ajena?   

Me llevó dos años tan solo ingresar al doctorado… En los siguientes seis años el repertorio de lecturas y escrituras se amplió increíblemente. El psicoanálisis ya no estaba solo, sino que se presentaba como efecto de época. Y me costó ceder lugar a otras discursividades ya que ese sentimiento de fidelidad al “padre-hijo” (Freud-Lacan) del psicoanálisis tenía mucho peso afectivo en mí. Pero poco a poco la teoría política, la filosofía continental y, sobre todo lo que se estaba convirtiendo en mi “analizante” (objeto de estudio), la producción cultural rioplatense (como literatura, cine y teatro), me convirtieron en un hereje del psicoanálisis para algunos y en un marrano para otros. Hoy en día, más allá de haber generado a lo largo de todo este tiempo muchas amistades en las diferentes parroquias lacanianas, dada la apertura y la curiosidad intelectual de los miembros de la École lacanienne de psychanalyse, he desarrollado mayor intercambio con ellos. 

Volviendo a la pregunta, “¿cómo y cuándo descubriste el psicoanálisis?” Tal vez que nunca lo descubrí, sino que emergió como un gran acto fallido que, más allá de que me haya perseguido siempre, ahora ya no me importa su sentimiento de herejía o marranismo.

—¿Qué consideras que puede aportar el psicoanálisis a nuestra contemporaneidad?

—Esta es una pregunta tramposa. En ella se dan a entender dos principios que están todavía abiertos a discusión: por un lado, el psicoanálisis entendido como una unidad disciplinaria en su quehacer, y por el otro, nuestra contemporaneidad como si esto indicara algún tipo de experiencia común a la que esa unidad disciplinaria pudiera responder. 

En lo que se refiere al psicoanálisis como unidad de saber. Se me impone un pesimismo: no hay nada que el psicoanálisis puede aportar. La razón es simple, el psicoanálisis no puede presentarse como un saber disciplinario ante otros saberes. En ese lugar de saber es tan solo un efecto biopolítico, una lucha más por la dominación de los cuerpos: un saber de “amigos” contra otro de “enemigos”, una posición fálica contra otra, y así sucesivamente, por lo que su “aporte” ahí sería coyuntural a las relaciones de poder. Ahora, si reducimos el psicoanálisis a una actitud, a un gesto sensible ante la presencia del otro, tal vez el psicoanálisis tenga algo que dejar decir. En otras palabras, la inauguración freudiana, más allá de su técnica (en el sentido heideggeriano y que algunos psicoanalistas están familiarizados), está en la actitud de escucha y habilitación del habla-escritura del otro. Por supuesto, Freud no pudo —como tampoco nosotros podemos, y de ahí la trampa moderna— escapar del logos que demanda un aparataje instrumental teórico con el que ese “más allá” del límite del lenguaje que se habita tome sentido y sentir del discurso contemporáneo. Lo que quiero decir, hay una demanda teórica contemporánea a la que se tiene que responder con lo que se tiene a mano, en las cercanías del cuerpo. Por lo que es importante no confundir ese gesto de escucha y hospitalidad con el efecto teórico colateral. 

Volviendo a la pregunta planteada (pero ahora teniendo en cuenta este matiz diferencial pesimista sobre la “disciplina” del psicoanálisis), el aporte no será del psicoanálisis como entidad, sino como gesto sensible ante la presencia del que ha tomado la palabra. Esta misma invitación extendida a alguien como yo, por ejemplo, es una hospitalidad orientada a esa sensibilidad de lo diferente. 

Nuestra contemporaneidad: ¿Qué nos hace co-habitar un tiempo y un espacio hoy en día? Me pregunto esto mientras estoy en mi oficina en el pueblo más al norte del estado de Míchigan, en Estados Unidos. ¿Qué puede aportar el psicoanálisis a la inteligencia artificial que nos rodea y nos da forma? ¿Humanidad? Si la contribución del psicoanálisis, según lo que acabo de proponer, es el gesto sensible ante la presencia del que ha tomado la palabra, ¿deberíamos entender que la escucha de esa toma de la palabra por parte de los supremacistas blancos, de los machistas, de los homófobos —y etc.— hace al psicoanálisis cómplice de esos discursos y lo pone a su servicio? Mientras que, por el otro lado opuesto, ¿es esa escucha sensible y afectada una relativización absurda como genialmente lo muestra con humor Peter Capusotto en el sketch el padre progresista —en este caso, el psicoanalista progresista? Para muchos analistas el psicoanálisis no tiene nada que hacer con la política, por lo que estas preguntas no tienen sentido. Y en un principio, estoy de acuerdo con ello. Sin embargo, me gustaría hacer una distinción entre la política y lo político, ya que creo que el psicoanálisis tiene muchísimo de político. En tiempos en los que el homo oeconomicus gana terreno sobre el deseo de los individuos para transformarlos en una ecuación mercantil, la escucha sensible del psicoanalista—habilitadora de la toma y reapropiación de la palabra—pareciera ser una pequeña dosis de anticuerpos ante el neoliberalismo. Y de ahí que para mí el psicoanálisis sea altamente político. ¿Cómo lo político opera en la toma y reapropiación de la palabra con ese gesto habilitador propio y apropiado del psicoanálisis? Sin querer abusar de la retórica y de la paciencia del lector, recurriré a mi experiencia de outsider del psicoanálisis para trazar, ojalá, dos espacios fantaseados: a) lo que creo que hace la práctica del psicoanálisis, los analistas, y b) lo que me gustaría creer que hago yo en mi práctica de escritura-lectura. Sospecho que no diré nada de lo que ya estén advertidos, pero tal vez la imagen desde afuera pueda reafirmar este sentido de lo político que interviene, desde un segundo plano, sobre las discursividades de nuestra época (la política). Para mí, más allá de los imposibles que se dibujan para cada analista en su práctica, esta es como si fuera una defensa-ataque desde las trincheras. Combatiendo la avasallante desterritorialización del deseo en el día a día (como podría ser el cuestionamiento de un posteo de Instagram, o de una foto de la familia feliz en Facebook, o los memes, o esos cuerpos generados por AIs), el analista habilita la escucha sensible de una re-escritura del deseo sobre los productos-objetos teledirigidos a un estándar pre-figurado de consumidor. El otro espacio de lo político, sospecho que es controversial para el psicoanalista de buena cepa y estudio. Este es el espacio de un contorno imposible (de ahí que sea una práctica de escritura inútil también) del análisis cultural-político-literario (etc.). Aquí es donde mi práctica de la escritura hace malabares torpes invitando a la risa. Pero también, como toda payasada, es la apuesta por una ilusión —o un juego de manos, o un conejo sacado de la galera— que invite a renovar la creatividad de la lectura-escritura. Por ejemplo, y debo primero confesar mi irritación con el tema, me cuesta escuchar los “argumentos” de los supremacistas blancos en Estados Unidos (hace tiempo que me quedó claro que no hay argumento racional en ellos ni argumento que se les pueda ofrecer. Esto demuestra así el fracaso evidente del proyecto iluminista del siglo XVIII… pero esto es otra conversación), y de todas formas, desde una práctica analítica de la escritura: ¿qué otra sensibilidad se juega ahí en esa toma de la palabra, y que mi oído no puede escuchar dado su hastío, pero que de todas maneras insisto en querer darle sentido a lo que dice? Entonces, ¿qué puede aportar el psicoanálisis en el contexto de una práctica académica como la mía? Una escucha sensible no solo para identificar lo que se oculta en lo que se dice en este tipo de discursos (con una razón que, por su simple interrogación, es ya fallida), sino que también para reescribir y viabilizar un sentido y sentir del deseo de época. En otras palabras, en mi práctica de escritura-lectura el psicoanálisis no aporta, sino que viabiliza, con suerte, a alguna sonrisa ilusionada.


Marcelino Viera enseña Teoría, Cultura y Literatura Latinoamericana en el Departamento de Humanidades de la Universidad Tecnológica de Michigan, Estados Unidos. Su investigación aborda la historia cultural rioplatense a través de los movimientos artísticos y políticos enmarcados por la modernidad. Es autor de El retorno del individuo en el Río de la Plata: el discurso del Único (2023); Modernidad sublimada. Escritura y política en el Río de la Plata (2019); Editor de Excesos: entre literatura y psicoanálisis (2024), coeditor de Authoritarianism, Culture History, and Political Resistance in Latin America: Exposing Paraguay (2018); y coautor de Comprendre l’anarchisme (2013).


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