«Anómalo archipiélago de islas probables», de Juan Manuel Conforte. Por Helga Fernández.


Sin contratapa, sin subtítulo, despojado de señalética explicativa, a primera vista, «Anómalo archipiélago de islas probables» de Juan Manuel Conforte (Editorial Prebanda) es un libro de género incierto. La prosa, centrada en la hoja y sin justificar, evoca a la poesía. Despista. Lo fragmentario, también. Solo una vez que nos adentramos en su lectura descubrimos que se trata de un ensayo. Pero llamarlo ensayo es insuficiente. No se trata de un texto que exponga ideas ni que acumule afirmaciones. Estamos ante la forma más sagaz que puede tomar un libro: el «cómo» es el conjuro que hace visible al «qué». No son dos cosas, sino un solo gesto.

La etimología de archipiélago nos advierte la paradoja que atraviesa este libro: la palabra no nombraba, en su origen, a las islas, sino al «Mar Principal» (archi-, principal; pelagos-, mar). ¿Pero qué hacía «principal» a un mar? ¿Qué le daba su archi-, su principio? La interrupción. Un mar solo adquiere una «principalidad» por la presencia de la tierra que lo define. Sin las islas, el océano es solo pelagos: extensión indiferenciada, omnipotencia sin forma, inmensidad homogénea.

«Archipiélago anómalo de islas probables» es mar y es isla. O mejor: es olas; es costa.

El texto encarna el «Pensamiento Archipiélago» (Pensée archipélique) que Édouard Glissant contrapuso al pensamiento continental. Mientras este último tiende hacia lo sistemático y jerárquico, el pensamiento archipielágico celebra la discontinuidad y la resonancia. Es una lógica abierta, rizomática. Avanza conectando islas textuales para circundar a Occidente, a América y a nuestra tierra; tal vez también para circundar una infancia.

El horizonte de esta navegación no es la deriva, sino la erosión: socavar «la roca dura de roer de eso que llamamos individuo, sujeto, hombre, civilización, occidente, capitalismo». Por eso, en su probable geografía, Robinson Crusoe no es el héroe de la aventura, es el «personaje odioso»,  el epítome de la ética occidental, un «empresario de sí» que domeña lo Otro. La voz narrativa lee al sujeto moderno como el hommo continentalis , ese que «se aferra a su «ahí» y desecha los mares». La experiencia del mundo, se vuelve segura; la aventura, domesticada. Ya no hay terra incognita. El ensayo combate el aislamiento moderno a través de una homofobia con valor de cifra lacaniana (Les Non-Dupes Errent): nos invita a «perder las referencias, dejar la cautela (…) y errar». Perder incluso las nominaciones, recuperando la raíz latina de experiencia que Agamben y Jay ponen de relieve: ex (afuera) y peri (peligro).

En esta creación de archipiélagos especulativas, resuenan los ecos de «Las ciudades invisibles». Como el Marco Polo de Calvino, el texto hace uso del archipiélago más que como una fuga utópica (sabiendo que «Toda utopía termina recalando en su propia distopía»), como un dispositivo que refracta esquirlas irreversibles. El viaje nos conduce hacia una heterotopía. El libro compone un contra-emplazamiento. Lo que «Anómalo archipiélago de islas probables» produce es una constelación, en el sentido benjaminiano: una configuración de fragmentos que, yuxtapuestos generan un campo magnético de significación pero también de designificación.

La experiencia de este libro es con la lengua. Como proponía Viktor Shklovski, el arte existe para devolver la sensación de vida. En «Anómalo archipiélago…», la palabra recupera un peso. El lenguaje se vuelve denso, palpable. La lectura es fluida y ardua, a veces es necesario remar contra la corriente de nuestros hábitos lingüísticos o sentir la fuerza de lo que va hacia otra dirección cuando todo pulsa hacia lo contrario.

En uno de los fragmentos, «Esto no es una isla», se cuenta una anécdota de infancia. Después de mudarse a la ciudad, un tío dice sobre su progreso: «No hace la O ni con el culo». Esta afirmación enlaza «La O, el culo, la escritura, el lenguaje, el aislamiento». La supuesta dificultad (o esta supuesta exclusividad de la dificultad) se transforma en método: «Y de no poder escribir con el culo, empecé a escribir como el culo». Esta escritura «torpe», esta forma de ponerle una resistencia que la fuerce a tomar la forma de un agujero propio, es un dique a la masa del lenguaje. «Escribir como el culo es más complejo que escribir bien», supone un doble movimiento de escuchar y obviar lo escuchado, poniendo en juego más herramientas que el simple aprendizaje. Este libro es también eso: un trabajo de desaprendizaje, de contraefectuación, de desestructura.

Si el lenguaje fuera el océano y la tierra la carne, podríamos decir que en «Anómalo archipiélago de islas probables» el mar esculpe en la tierra pasadizos de conexión significante; horada bordes y orificios, talla túneles, arcos y cuevas. Surca las islas de nervios y marcas de goce. Y, por último, segrega un resto que, como la luna, influye en las mareas pulsionales y el oleaje libidinal. Sin embargo, la tierra no permanece impertérrita, hace presente su negativa a ahogarse y así temporaliza la avanzada del océano en corrientes, marejadas y olas. La «torpeza» es la fricción de la tierra contra el agua, el único modo de invitar al océano a tener forma. Una forma que se deshace cada vez: efímera, frágil, mutante.

Aquí se invierte la perspectiva habitual —o quizás la más ingenua. La escritura no es un acto de expansión o acumulación, donde quien escribe enriquece la lengua. Es un acto de resistencia. La escritura, es la costa: ese dique de carne, esa relación conflictiva y vital que se opone a la corriente pero que también la deja entrar. El libro es, en sí mismo, ese litoral. Un lugar donde la letra es lindera, rayana. Donde podemos sentir la fricción. Donde la omnipotencia del océano y la austeridad de la isla se encuentran.

En «Archipiélago anómalo de islas probables» la metáfora se vuelve materia. Este es un archipiélago que, literalmente, cambia de forma. Algunas de sus islas —sus páginas— no están enlazadas al «alma» del libro, no están cosidas a un lomo continental. Flotan. El orden deliberado, o el azaroso oleaje que cada lector, puede fundar una cartografía nueva en cada lectura. El ensayo encuentra su cómplice perfecto en la forma. La colaboración con las obras visuales de Mariana Robles no es decorativa sino constitutiva; las imágenes dialogan, contradicen y complican el texto. Sostener este libro es una experiencia háptica que nos recuerda que leer no es solo una actividad intelectual sino corporal. El peso del papel, la textura de las páginas, los colores; todo contribuye a una experiencia que resiste la desmaterialización insistiendo en la presencia física como parte de su significado.

En definitiva, «Anómalo archipiélago de islas probables» es un libro singular. Su rareza no es estrambótica, sino la huella orgánica de una resistencia. Es la escritura entendida como el efecto de esa fricción; una mixtura que se ha vuelto, finalmente, costa.


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También escribiendo al Instagram de Ediciones Prebanda.

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