Cuidado editorial Gerónimo Daffonchio
Hoy publicamos las palabras de Miguel Balaguer, editor de Bajolaluna quien junto a Claudia Prado fueron los encargados de bienvenir el libro El año reptil de Guadalupe Faraj. La presentación tuvo lugar el día viernes 5 de septiembre en Espacio Emé, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Decidimos publicar los textos de la presentación en la sección La piel del mundo.
Como una especie de deformación profesional o efecto colateral de mi actividad, muchas veces pienso en la situación de la presentación de un libro. Esta especie de ceremonia iniciática en la que alguien expone ante a un grupo de personas, en general conocidas del autor o autora, sobre un contenido que, en la mayoría de los casos no ha sido leído todavía por esas personas que escuchan.
Como editor asistí a infinidad de presentaciones y organicé otras tantas. Como conclusión provisoria podría decir que no encuentro todavía el formato “presentación” ideal. Cuando conversábamos con Guada sobre qué podríamos hacer para la presentación de El año reptil se me ocurrió “postularme” para decir algo sobre el libro. A ella le pareció buena idea que hiciéramos una lectura con la primera lectora del manuscrito (Claudia Prado) y conmigo, el último lector de este texto antes de que llegara a tener su forma actual, multiplicado mecánicamente y distribuido en puntos de venta, es decir, publicado. Es decir, soy el “culpable” de que este texto se haya hecho público. Pienso entonces que, más que contarles intimidades del texto o ponerme a analizarlo con ojo crítico, dos de los modelos de presentación que más suelen fracasar frente a las audiencias iletradas en lo que a la novedad se refiere, voy a contarles qué me interesó del libro y por qué cometí el acto temerario de multiplicarlo por mil con la intención de difundirlo y venderlo.
Voy al punto del libro, directamente. No voy a traicionar a nadie ni voy a anticipar nada si digo que el libro es una no ficción, es decir, lo que se cuenta entre la tapa y la contratapa son hechos que pasaron, que le pasaron a Guadalupe, y que marcaron a fuego un momento de su vida.
En el libro hay, casi en simultáneo un nacimiento y una muerte.
Un golpe de esos tan fuertes en la vida que me acordé inmediatamente de “Los heraldos negros”, el poema de César Vallejo.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
En el medio de El año reptil hay un diario que se va poblando de preguntas, de palabras que buscan empujar el tiempo hacia adelante, un tiempo reptil, que se obstina en deslizarse lento, contra el piso, mientras se trata de encontrar la forma de poner en palabras aquello que pasó, –ese nacimiento/ muerte–, decir aquello que no tiene ningún sentido. Y en algún momento, entre visitas a médicos, análisis bioquímicos, psicoanalistas, algunas salidas con amigos, nos vamos dando cuenta de que el tiempo, queramos o no, avanza, se mueve; que la angustia que como lectores compartimos porque, repito, este libro tiene la perversa y absoluta claridad de declararse abiertamente no ficción, empieza a liberar el pecho y a dar espacio a algún sentido vital.
Hay otra muerte después, pero es una muerte que establece algo así como una paradoja, una muerte discreta, una suerte de intervención psicoanalítica definitiva.
Al leerlo, el libro me dejó dos preguntas en el aire:
¿Por qué alguien podría querer escribir sobre un momento durísimo de su vida?
Y peor aún, una pregunta fundamental para mí: ¿por qué alguien podría querer leer eso?
La primera respuesta, la más a mano, podría ser: porque contar hace bien, libera un peso, funcionaría como el análisis, o algo así, a partir de lo dicho, y lo intervenido, claro, se abriría la posibilidad de encontrar la salida a la angustia.
Bueno, eso podría justificar lo que hizo Guadalupe, que es una escritora.
Pero, en cuanto a mí: ¿por qué lo publicaría o por qué alguien lo leería?
Y ahí me acordé de una conversación que tuve con mi papá. Yo ya era grande, y estábamos conversando sobre las cuestiones de la edad, las cosas que uno habla con la familia cuando se va volviendo viejo. Él había descubierto la diferencia entre recuerdo y experiencia. Me decía que el recuerdo era para él el conjunto de momentos que atesoraba, aquellos en los que había sido feliz, una especie de bellísimo álbum de vacaciones permanente en el que el progreso, la satisfacción personal, los objetivos cumplidos estaban todos juntos como jalones de una vida bien vivida. En cambio, la experiencia eran aquellos momentos de mierda (sí, mi papá siempre fue muy definitivo en sus expresiones) que uno había tenido que superar y de los que en general quedaba algún aprendizaje para no repetir o para poder conjurar y transformarlos en algo, pongámosle, útil. Una especie de camino imprescindible para llegar a esos otros momentos, que alcanzaban la categoría anhelada, recuerdos.
La literatura, sin embargo, no tiene por qué manejarse con estas categorías, y tampoco tiene por qué ser cómoda. O la belleza de la literatura, al menos, no tiene por qué ser cómoda. Y creo que posiblemente ahí haya alguna clave de por qué sentí que valía la pena publicar este libro. O por qué vale la pena leerlo.
La literatura, la buena literatura al menos, no tiene por qué ser cómoda, no tiene por qué ser liviana, aunque sí debe entrañar belleza, una belleza que no tiene por qué estar en su contenido, van a encontrarse aquí con palabras insoportables como miopatía, muerte y gluteraldehido al 0,6%. Pero les aconsejo que como lectores no se dejen llevar sólo por estas superficialidades. Hay en este libro una música pulsional, profunda, una belleza que se abre paso a través de la forma, entre espacios familiares, reconocibles y que es del orden de la poesía, de aquello que hace que las palabras se vuelvan ritmo, o que hagan que el tiempo avance, como el tambor que le marca el ritmo al remero, que, aunque reme en dulce de leche, como dice en alguna parte del libro, avanza.
Miguel Balaguer nació en Rosario. Es arquitecto, dibujante ocasional y editor literario. Trabajó en casi todas las áreas del proceso editorial en proyectos privados, independientes e institucionales. Desde 2001 dirige bajolaluna, una editorial literaria argentina que se presenta como el fracaso comercial más exitoso de los últimos 35 años.
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