Historias clínicas. 200 palabras o de la niña que pidió hablar. Por Patricia Martínez.

Ser psicoanalista es estar en una posición responsable, la más responsable de todas, en tanto él es aquel, a quien es confiada la operación, de una conversión ética radical, aquélla que introduce al sujeto en el orden del deseo, orden en todo lo que hay en mi enseñanza en retrospección histórica – que trata de exponer la filosofía tradicional, nos muestra ese orden que, de algún modo, está excluido

Jacques Lacan.  “Problemas Cruciales para el psicoanálisis”. Clase del 5/05/1965

 

200 palabras

O de la niña que pidió hablar.

 

Las vi el último jueves.  Ella llegó de la mano de su mamá, asomada detrás del flequillo, casi cinco años, le dicen Cata.

El pediatra evaluó y mandó, la madre acató inmediatamente, aún sin entender bien por qué. En la escuela jamás se quejaron y antes del dictamen médico no pensaron que Cata tuviera dificultad para hablar, es una niña sociable, la maestra la considera una muy buena alumna, una de las primeras en aprender a leer aún estando en preescolar.

Mientras la madre cuenta, la niña comienza a dibujar, me mira de reojo y no pierde el hilo de lo hablado. Cada tanto hace una acotación con la cabeza o agrega algún nombre que a la mamá le falta.

La madre despliega informes, ya que con la premura que impone la ciencia a la niña ya la evaluaron y vienen con los resultados. 

Leo en el informe, bien presentado, con gráficos y conclusiones que la niña tiene un déficit leve en el lenguaje expresivo, tiene pocas palabras, menos de 200 (sic) y se expresa bien con lenguaje estereotipado pero ni bien quiere contar algo se enreda y no separa lo accesorio de lo principal. Al menos eso dice el evaluador. Diagnóstico: trastorno leve de lenguaje expresivo, se sugiere tratamiento neurolingüístico y neuropsicológico.

El dibujo gana colores, un cielo azul intenso con un enorme sol ilumina a la niña que juega en un sube y baja en el patio, con una amiga, Male, para más datos, compañera de jardín. El dibujo tiene también una casa enorme con torres “de castillo” según me cuenta Cata.

Ya que mencionó a Male, le preguntó cómo es su escuela y la niña me cuenta que tiene techos azules, ventanitas, muchas ventanitas y dos patios, uno de piso y el otro de verdad.

¡Ahí está!, dice la mamá, contenta de encontrar el ejemplo justo del déficit de su niña, eso es lo que me explicaron, la nena no va al grano, le preguntan algo tan simple y en vez de decir buena, linda, me gusta, describe el edificio, además el patio de verdad, supongo que es el de pasto, ante lo cual Cata me mira y hace un gesto de “obviamente” y dice: uno de patio donde formamos y otro de verdad con pasto y árboles.

No veo cuál es el problema, ni por qué tendría que hacer un tratamiento” se lo digo a la madre pero es la niña la que recoge el guante y levanta entonces la mano como si pidiera turno para hablar en la escuela. Me detengo en su gesto y le digo, no estás en la escuela, y me rio, me causa gracia y a ella también pues ríe conmigo, baja la mano y me pregunta: ¿puedo hablar?

Y entonces me cuenta; que ella va a la seño (manera como designa a la neuroterapeuta) que le enseña a hablar, y si ella no sabe responder, o responde mal, por ejemplo cuando le preguntan cómo es tu escuela, la seño le enseña “me dice que diga linda, y luego de enseñarle así algunas cosas, juegan un rato.  Se detiene, me mira con atención y pregunta: ¿raro no? Y ambas nos reímos, está vez con más ganas aún.

Para ser sincera, no sé qué es lo raro, si lo raro es que ella deba decir que es linda una escuela de techos azules, con muchas ventanitas y dos patios, uno de piso y otro de verdad; o si es raro que para compensar su déficit expresivo y mejorar su lenguaje estereotipado  deba aprender respuestas estereotipadas. Al igual que Cata yo pienso que hay algo raro.

La madre aceptó que a Cata la evalúen, a pesar que no ve el problema, porque cree y confía en el médico y en la ciencia, en el informe y sus números. Es fácil creer que es científico solo porque mide algo, la cantidad de palabras por ejemplo de las que alguien debe disponer. 

Pero no mide la dimensión que la pregunta de Cata abre: ¿puedo hablar? Hablar tejiendo un lazo con el otro, dando lugar a la risa y la complicidad,  dejando trabajar al equívoco sobre el sentido de lo allí dicho.

¿Qué es hablar? ¿Se aprende a hablar? ¿Se enseña a hablar? ¿Hablar supone “emplear” tantas palabras? ¿Cómo entra la dimensión de la mentira en una evaluación? ¿Importa al evaluar el hecho de que algo ha sido dicho, sin obviar el malentendido, el chiste, y quién lo dijo?

Ante la ciencia que mide y calcula, ¿cómo dar lugar a que Cata y las catas puedan hablar sin que las hagan callar detrás de la respuesta esperable. ¿Nos condena al estereotipo y a la ejercitación está sociedad científica y evaluadora?

Y una pregunta trae otra, ¿podemos los analistas sostener el debate, en la comunidad en la cual estamos, cuestionando las siglas que hoy nombran y etiquetan?

Epicrisis: 

Los niños de hoy en día siguen muchas veces un circuito que va del pediatra al neurólogo y del neurólogo al psicólogo, del cual se espera que administre técnicas que funcionen como auxiliares de la medicina al modo de un análisis de laboratorio o una radiografía, para confirmar el diagnóstico que ya se hizo y que en muchos casos se acompaña con el formulario para la obtención del C.U.D. (Certificado único de discapacidad) junto a las órdenes pertinentes para tratamiento anual,  que incluye la más de las veces varias prácticas psi o neuro: neurolingüística, neuropsicología, neurocognitiva.

Otras veces, con igual final, el circuito se inicia en la escuela, desde donde derivan directamente al neurólogo, ya se trate de un problema de conducta o de aprendizaje.

El diagnóstico con el que llegan estos niños, más que presuntivo es conclusivo, funciona como tapón cuando se concibe que se puede saber antes, antes de dar el tiempo necesario para que alguien diga lo que tiene para decir, lo que le preocupa;  y esto es posible porque se hace coincidir al “paciente” con sus síntomas, concibiendo que el ser y el cuerpo son una y la misma cosa, y por tanto el sujeto, que podríamos suponer, es uno e indiviso.

La ciencia tiene la exigencia de que el sujeto sea uno, y sea contabilizable como uno, evaluable y medible, lo cual no cuestionamos por ser lo propio del campo de la ciencia, pero no podemos desconocer que  esos criterios dejan por fuera cualquier singularidad, por ejemplo la manera de hablar de Cata, describiendo su escuela al modo que lo hace, no constituyen su estilo, cuenta solo cómo déficit de algún patrón preestablecido.

Tampoco podemos obviar que este empuje de la ciencia a la unidad y la totalidad, es una resistencia que amenaza a la dimensión de la subjetividad de esta época que nos toca vivir.

Como analistas sabemos que el malestar es inherente a nuestra condición hablante, la cultura no es sin malestar. Siguiendo a Lacan, la posición del analista es estar en una posición responsable, responsable de dar lugar a la palabra, y dar el tiempo de su despliegue, para permitir que cada quién articule aquello que tenga para decir, y hoy como ayer esto sigue siendo subversivo y da las condiciones de posibilidad para que cada uno tenga una vida más amable y menos tonta.

La niña a la que llaman Cata, sabe, y su mamá también lo sabe que si necesitan consultar tienen donde recurrir, ahora que tendrán el tiempo para pensar qué decisión tomar con la “sugerencia” que se desprende de las evaluaciones que le administraron, por el momento se dedicaran a leer libros de cuentos, es lo último que dijo la madre, “nosotros en casa para estimularla a hablar pensamos que lo mejor es leerle cuentos”  siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii fue la respuesta de la niña, con tantas íes, que a ciencia cierta no  si cuenta cómo una o cómo varias palabras,  digo, por sí alguien las está contando.

Patricia Martínez.

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