Editorial, Helga Fernández.
«…hacer del tiempo lugar es hacer existir aquello que el clima de “la pandemia” y “el aislamiento” tornó borroso. Abrir espacio a otras urgencias que no sólo no desaparecen sino que aparecen en carne viva.” Yanina Marcucci. Corresponsales de urgencia .
Cuando nos propusimos armar esta sección, en octubre de 2019, estábamos en otro tiempo: aún no habíamos sufrido la irrupción de una peste que de la mano de la globalización se convirtió rápidamente en pandemia a principios de año. La amenaza de muerte, el confinamiento social y el cierre de fronteras han alterado ineludiblemente la vida cotidiana y sus necesarios ritos.
¿Qué sigue vigente de aquella propuesta? ¿Qué cambió?
En aquel entonces empezamos a reunirnos y a pensar en algunas prácticas institucionales en las que se tapa la angustia, se intenta desestimar el malestar, para poder seguir adelante (adelante?)
Desde hoy, desde aquí, desde estas estadísticas cotidianas de contagios, enfermedad y muerte, pareciera que aquellas preocupaciones y malestares tuvieran un color de ingenuidad apacible.
La misma sensación de ingenua sorpresa que genera, por momentos, una consulta sencilla (¿?), de alguien que dice, por ejemplo, no llevarse bien con su madre, luego de haber pasado una mañana de entrevistas de admisión en las que el maltrato y el desvalimiento ocupan la escena.
La sensación de quien escucha, ¿acaso genere la pregunta de “sólo por eso viene?”
¿Acaso no es sumamente importante que alguien plantee su dolor? ¿No requiere que se escuche, se esté disponible , se esté analista?
Es cierto que los dispositivos sanitarios en estas épocas han establecido protocolos en los que se determina qué puede esperar y qué no. De allí, que un tratamiento ambulatorio se oferte por vía telefónica, o se postergue por un tiempo. Y que la disponibilidad para la internación por salud mental no sea la misma de siempre.
Abrimos un espacio para la guardia en tiempos de pandemia.
Mirta Guzik y Viviana Garaventa.
Pandemia: la urgencia generalizada. Del estar “en guardia” hacia un estar “de guardia”. De lo impredecible a lo imprescindible.
Viviana Garaventa.
Un soplo de muerte atraviesa el planeta. De pronto, súbitamente, una pandemia. No sabemos con precisión cómo, quizás tampoco cuándo ni dónde, una partícula microscópica, que necesariamente cobra vida cuando cuenta con un huésped oportuno, ha cambiado cualitativa y, tal vez irreversiblemente, nuestras vidas.
Parece de otra era el tiempo en que nos besábamos, nos dábamos la mano, tomábamos mate, aún con desconocidos, y viajábamos por un mundo que se había vuelto próximo. Esa proximidad que se ha vuelto ominosa, produce, podríamos decir, un estado de urgencia generalizada que nos pone en guardia.
Barbijo, máscaras faciales, lavandina, cubrebocas, alcohol en gel, distancia social, son algunos de los nombres de aquello que, sin duda, nos protege como también nos mantiene alerta.
¿Cómo estar entonces en la guardia del hospital cuando hay un estar “en guardia” ante esta situación de “urgencia generalizada”?
En la huella de Foucault, situamos que en el término guardia pervive algo del hospital nacido en el siglo XVIII, como instancia de vigilancia en los puertos, tanto de las pestes venidas de ultramar, como del delito de contrabando. De algún modo esos restos de vigilar y castigar, se han revivificado con la peste venida ahora de “ultracielo”.
Recibimos a los pacientes con las protecciones personales, sin duda necesarias, aunque, sin duda también como «memento» de la pandemia.
En este contexto el trabajo en la guardia en un hospital general de niños, extrema la diferencia ética –que planteamos en un texto anterior– entre estar “en guardia” en tanto defensa que no da entrada a la demanda sufriente y estar “de guardia”, que para decirlo en términos de Ulloa, se trata de un “estar analista” que pone el acento en un estado siempre transitorio de disponibilidad para introducir, en la urgencia, el tiempo de la espera, en el que enraíza el deseo del analista.
¿Qué de esta disponibilidad cuando cada uno de nosotros no está ajeno al flagelo invisible y omnipresente de la peste que nos afecta de modo acuciante? Si bien la apuesta a estar de ”de guardia” y no “en guardia” atraviesa las circunstancias, ya que, con o sin pandemia, el cansancio, el desaliento, el miedo, el automatismo burocrático, pueden ganar la partida y no permitirnos “estar analista”, en este momento esa apuesta se torna imprescindible ante lo impredecible de esta emergencia globalizada.
“Estar analista” pone en la cuenta que las chances para apostar a la emergencia del sujeto no están del lado del ser, enunciado como “soy analista o psiquiatra o psicólogo” –consistencia engañosa que da cuerpo a un saber previo que se pretende sin falla– sino que están del lado del des-ser, efecto de que el “ser” humano, a diferencia de los otros seres vivientes, nace sin lenguaje instintual, por lo que debe adquirir la lengua transmitida por un Otro encarnado. De ese encuentro primordial queda un resto –pedazo de cuerpo, atrapado por siempre en la máquina formal del lenguaje, que no va a entrar ni en el significante ni en el espejo– que hiere irreversiblemente la plenitud del ser, de este modo irremediablemente perdido. Lacan lo llama objeto a , piedra angular de la experiencia analítica en tanto introduce la función de esa pérdida abridora de sentidos colmados que inundan la falta por la que respira el sujeto.
Este objeto a, en el que Lacan reconoce su deuda con el objeto transicional de Winnicott del que extrae su función, se produce necesariamente en un campo lúdico; mucho antes de que el niño arroje el carretel para jugar su Fort Da, el Otro primordial, si no hace del infans su esclavo, le dona el juego con el que lo ayuda a “madurar” la pérdida originaria, efectuando el desprendimiento de un trocito de sí, el objeto en cuestión, que será el apoyo del sujeto para su deseo.
En esta dirección, Lacan precisa en Problemas cruciales del psicoanálisis que la experiencia analítica la estructura del juego, en el que en apariencia hay dos jugadores, pero el analista introduce el tercer jugador, el objeto a, por lo que la posición del analista es estructuralmente lúdica. Destaca que lo esencial del juego, apoyado en la función de la repetición, es que nadie sabe de antemano qué va a salir de ahí, por lo que es soporte del campo de la espera, necesario para el surgimiento de lo inesperado que trae lo nuevo.
Cuando –ya sea por la estructura de lo que ahí se presenta, ya sea porque sucumbimos a algunas de las amenazas antes mencionadas que atentan contra la posibilidad del ” estar de guardia”– no se produce en la travesía del encuentro algo de lo inesperado con su efecto de sorpresa, esto no es sin efecto en nuestra propia subjetividad. Esos efectos, según la estructura de cada quien, repercuten de modo diverso, en la posibilidad de releerse.
Es notorio el alivio que el relanzamiento de la función de la pérdida produce en aquellos que nos consultan. Cuando esto no sucede nos quedamos con algún pesar que reclama una tramitación que a veces encontramos en lo que seguimos diciendo, o en lo que vamos escribiendo acerca de “lo que hicimos”.
Así sucedió en pleno confinamiento en una una guardia, en la que habíamos quedado con cierto pesar, después de una consulta en la que habíamos decidido finalmente,un tratamiento para Aída, una joven aspirada en una relación estragante con su Otro materno.
Al rato recibimos a Camila, una niña que se caía porque sus piernas súbita inexplicablemente perdían fuerza. El efecto de lo que se produjo en ese encuentro permitió que algo del orden del deseo recuperara fuerza.
¿Que atisbamos a leer ahora de cada uno de esos encuentros?
Aida y su madre venían del “abandono” del tratamiento ambulatorio en un Hospital de Salud Mental. Venían también del “abandono” del tratamiento de internación en nuestro hospital meses atrás. En esta ocasión la joven dice que permanentemente tiene la idea de “arrojarse” bajo un auto. Su madre sin angustia, sin conmoción, con fastidio, replica, como una campana: Ella dice que quiere tirarse. Advertimos que un pegamento infernal las deja adheridas por lo cual no pueden separarse ni estar juntas.
El peso de lo que ahí se mostraba, sólo admitía su alojamiento. Nos preguntábamos qué camino seguir: reanudar el tratamiento ambulatorio no era posible porque allí no querían volver, ni eran bien recibidas por parte de ese equipo. Apostar a un nuevo tratamiento ambulatorio no era factible, ya que no contábamos con la posibilidad de un armado inmediato del mismo. Ofrecimos que se quedaran internadas en el hospital apostando a un nuevo tratamiento. Dijeron que en contraste con el otro hospital, este había sido un buen lugar.
Nos preguntábamos: ¿cuánto tardaría en reproducirse el abandono? ¿O esta vez habría alguna chance de que la letra pudiera ser extraída a la cuenta del sujeto? ¿O se repetiría demoniacamente el “abandono” y el” arrojarse”?
Después de esta consulta quedamos afectadas por un pesar que en principio localizamos en torno a la gravedad de lo que impulsivamente volvía a presentarse. Más tarde pudimos advertir que ese pesar provenía también de la atmósfera pandémica del hospital: ¿Cómo se vería esa internación a lo ojos que privilegian ver la amenaza del covid?
Camila llega a la medianoche de esa guardia. Su madre había llamado por teléfono a la guardia de clínica preguntando si por la cuestión del covid era conveniente que llevara a la niña por quién había consultado el día anterior por episodios de pérdida de fuerza en los miembros inferiores, y pese a que tenía turno para realizar una resonancia al día siguiente, los episodios habían aumentado su frecuencia, por lo que estaba asustada. Se le responde que la guardia está atendiendo y que será recibida. Después de una nueva revisación clínica la pediatra nos pide interconsulta. Nos encontramos con una niña, a quien en primer lugar nos dirigimos haciendo alusión a nuestras “super máscaras astronautas” y de quien, antes que nada, su mamá dice “no le gusta hablar”. Digo “á la cantonade”: ¿Y dibujar?
Camila hace un gesto afirmativo con la cabeza y acepta quedarse a solas conmigo y la residente. Nos ponemos a dibujar y apoyada en el trazo lúdico entra a jugar la palabra. Dibuja un gato, cuenta que tiene uno que se llama Pedro que juega con Pablo, el perro de su papá, quien no vive con ella y al que tampoco ve mucho, aunque si le lleva a Pablo para que juegue. Así conoció en la terraza a una nena del edificio con quién le gusta jugar pero su mamá no la deja mucho. Tiramos de esa hebra y nos dice que le pidió a su mamá que una amiga del colegio vaya a jugar a su casa un rato. En un primer momento, su mamá le había dado permiso, pero después empezó a pensar en que los vecinos la podían denunciar. Pidió permiso al padre y este rechazo enérgicamente la propuesta y se enojó mucho con la madre y con ella. Camila insiste en que sólo quiere jugar por un rato, que no va a pasar nada por eso. La mamá de su amiga la había dejado. En ese punto le decimos que vamos a hablar con la mamá a ver de qué se trata todo ese lío entre grandes.
Escuchamos a la madre. Dice que Camila está con tratamiento psicológico porque es muy tímida, pero que con el psicólogo “sólo juega”, por eso ella, desde ” el aislamiento” suspendió el tratamiento. Refiere que desde hacía dos días Camila había empezado con episodios de pérdida de fuerza en las piernas y se caía.
Vive sólo con Camila. Después de convivir años con el padre de Camila, él la había dejado, después de lo cual le pide quedar embarazada para no quedarse sola. Así había llegado Camila.
Se queja de que a la niña no le gusta hacer la tarea escolar con ella, que tarda mucho para hacer todo, por eso este año la había cambiado a un colegio más cercano para no llegar tarde, a pesar de que Camila no quería ese cambio.
Refiere que el padre la ve poco, qué es muy infantil y que se enoja mucho. La última pelea violenta había sido por teléfono pocos días atrás a partir de que Camila había pedido que viniera a jugar a la casa una compañera del anterior colegio. Ella primero la había autorizado, pero después se retractó porque “los vecinos son muy de hacer juicios y denuncias”.
Dice que ve a Camila más tranquila cuando está jugando con una amiga. No sin sorpresa hacemos eco de ese decir. Arriesgamos una pequeña construcción: sin la escuela conocida, con una escuela nueva sin la presencia de niños y otros adultos, sin su espacio con el psicólogo, sin el juego con amigas,”la niña se caía”. Se sorprende. Se le ocurre que quizá podría encontrar otro lugar para que Camila pudiera jugar con su amiga.
Después de esa consulta, algo del orden del deseo recuperó fuerza.
En este punto traemos la pregunta de Lacan “¿qué debe ser ese deseo del analista para sostenerse en ese punto de suprema complicidad abierta?, ¿a qué? a la sorpresa.” Lo opuesto a este espera, en que se constituye el juego, en tanto no se sabe de antemano qué va a salir de él, es lo inesperado.
Lo inesperado que atraviesa el campo de la espera, no es el riesgo, es lo que se revela como siendo ya esperado pero sólo cuando sucede.
Con esta diferencia sostenemos que la pandemia no es del orden de lo inesperado sino de lo impredecible.
Aunque el diccionario de nuestra lengua, y en el empleo coloquial podemos dar como sinónimo de lo inesperado lo impredecible, desde la función analista recuperamos su irreductible diferencia. Esta es, parafraseando a Brecht, una apuesta imprescindible.

Mirta Ajzensztat de Guzik. Licenciada en Psicología, UBA. Psicoanalista. Miembro de la Escuela Freudiana de la Argentina. Desarrolla su práctica clínica en su consultorio privado. Integra el equipo coordinador docente del Seminario de Clínica con niños y adolescentes organizado por el Servicio de Salud mental del Hospital Ramos Mejía. Fue Coordinadora del equipo de atención de niños y adolescentes en el Servicio de Salud Mental del Hospital Ramos Mejía hasta junio de 2019. Es supervisora en equipos de Salud Mental de varios hospitales y Centros de salud.

Viviana Garaventa. Psicoanalista. Egresada de la Facultad de Medicina, UBA. Concluyó la Residencia en Salud mental infanto-juvenil en el Hospital de Niños Ricardo Gutierrez, donde fue Jefa de Residentes. Integrante del equipo de Salud mental del Servicio de Urgencias de dicho Hospital desde 1992. Fue instructora de residentes en la Residencia de Psicología infanto-juvenil en el Hospital Gandulfo. Actualmente es Supervisora clínica del Equipo Infanto Juvenil y del Equipo de interconsulta del Hospital Ramos Mejía. Colaboradora docente de la Práctica profesional Clínica de la urgencia y de la Práctica profesional Hospital de Niños Ricardo Gutierrez de la Facultad de Psicología UBA. Participó ininterrumpidamente con presentación de trabajos en las Reuniones Lacanoamericanas desde 1999 hasta 2015. Publicó numerosos trabajos en la revista Psicoanálisis y el hospital.
Valioso texto. En tanto transmite un hacer en donde se advierte la orientación que tiene como soporte el deseo del analista y la lógica que implica. Incluso en el contexto actual de “Pandemia”.
Ubicando lo Imprescindible en tanto Función del analista” en el marco hospitalario.
Marcando la diferencia entre “Estar de guardia” y estar en guardia.
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