Nuestra verticalidad, nuestros bailes, nuestros sueños. Por Lidia Ferrari

Foto de portada de la obra de Nicolás Mastracchio. Pulso/El Gran Otro

  Cuidado editorial: Patricia Martínez y Gerónimo Daffonchio


“Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?”. 

Edgar Allan Poe(1)

«Estos son nuestros ancestros, y la suya es nuestra historia. Recuerden que tan cierto como que un día bajamos de los árboles y comenzamos a caminar erguidos, con la misma certeza, mucho antes, nos arrastramos desde las orillas del mar para realizar nuestra primera aventura terrestre”. 

Jack London(2)

Gastón Bachelard, en el sugestivo libro El aire y los sueños, se ocupa del surco que labran las imágenes de ascensión en lo inconsciente y, sobre todo, en los sueños. Lo llama psicología de la verticalidad o psicología ascensional, es decir las imágenes que nos elevan, que nos conducen a lo aéreo, a las alturas, que aparecen sobre todo en los sueños de ingravidez o de ligereza. Sueños menos frecuentes que los sueños de caída, nos dice. Le interesa su movilidad y dinámica pues “la imagen estable y acabada corta las alas a la imaginación”. Sigue a Freud cuando va al encuentro de las trazas de los poetas para pensar lo psíquico, con eso que llama función de lo irreal, o sea la ficción, tan fundamental para la función de lo real.  Más que su casi metafísica consideración de la virtud creadora de las imágenes, me atraen del libro los poemas y narraciones ligados a lo aéreo, a lo elevado. 

Para Bachelard el sueño de volar es, en su simplicidad extrema, un sueño de la vida instintiva. ¿Y de qué instinto se trata?: del instinto de ingravidez. No es claro a qué se refiere conceptualmente con ‘instinto’. ¿Pero importa ello? ¿Importa si hace referencia a lo biológico, a lo innato, a lo ancestral? Podemos tomarnos la licencia de no escrutarlo con nuestras categorías sino escuchar lo que tiene para decirnos. Rescato de su análisis dos cuestiones. Por un lado, el placer de la ligereza de poder movernos en el aire, eso de lo cual carecemos. Por otro lado, una vez despiertos, la impresión vívida de lo soñado que se demora en la vigilia. Algunos confiesan hasta haber intentado probarlo, tan convencidos quedaron de que podían volar. El supremo placer del vuelo en el sueño realiza un deseo que se prolonga en el soñante despierto. 

Nos invita a evocar nuestras propias experiencias como soñantes. No he tenido sueños de volar, pero sí recurrentes sueños de deslizarme por las alturas, con mucha ligereza, al modo de Tarzán entre las lianas. Por lo general se iniciaba el sueño con alguien o algo que me amenazaba y debía huir. Y se producía esa magia de deslizarme por muros y casas con una natural liviandad.  Saltaba paredes. Como un resorte me deslizaba en el vacío hacia otro lugar. Sentía ese impulso que me disparaba a columpiarme de un lado a otro. 

Como me encuentro trabajando sobre la fragilidad de la cría humana por la prematuración biológica y sus consecuencias, me debo confrontar con las teorías de la evolución que estudian la transformación fundamental en el pasaje del primate cuadrúpedo trepador a esa locomoción bípeda erguida de nuestra especie. Entonces, me siento como una primate que todavía no alcanzó el bipedismo locomotor: habito la foresta, los árboles y bailo entre ellos. Al indagar sobre cuáles son los primates que se trasladan como yo en mis sueños, he descubierto tantos tipos de primates como diferentes formas de locomoción de acuerdo al ambiente y el alimento que se procuran. Descubrí que mi modo de deslizarme se llama ‘braquiación’ y es un modo que practican los gibones. También los monos arañas y los orangutanes, pero ellos son semibraqueadores. Los gibones se desplazan balanceándose entre las ramas de los árboles usando solamente los brazos. Esa es mi manera. A veces, soy semi braqueadora, cuando uso los pies como impulso, pero en general son mis brazos los que me columpian. ¡Qué hermoso sería que se registraran nuestros sueños! Es tan placentera esa ligereza de saltar, como la de bailar. 

Pero ‘braquiación’ no es una palabra agradable para definir mis desplazamientos aéreos. La palabra podría ser mecerse, pero con el impulso de saltar de un lado a otro. No he soñado que vuelo, pero como los soñantes de Bachelard, reconozco el inmenso placer y la sensación vívida que se prolonga en la vida despierta. Desde niña salté y corrí mucho, y bailaba, siempre bailaba. También caminaba en puntas de pie. Una incógnita sigue vigente. ¿Caminaba en puntas de pie por un problema congénito de acortamiento de los gemelos o por andar siempre de puntas de pie, se acortaron los gemelos, produciendo algunos problemas que me acompañan aún?(3) Desde niña el saltar y el correr eran mi forma de estar en el mundo. Caminar no. Detestaba caminar. A la salida del cine, ya con 5 años pedía que me llevaran en brazos. Caminar me enlentecía. Como esos sueños tan frecuentes en los cuales no se puede avanzar, porque algo retiene el cuerpo y no lo deja avanzar. 

Soy muy sensible a la gravedad. Mi cuerpo detecta una leve subida. Es casi imperceptible esa pendiente en algunas calles de Buenos Aires, sin embargo, puedo diagnosticar el ángulo de inclinación del terreno. Si es leve subida siento fatiga al caminar, si es leve descenso me siento ligera como una pluma. Mi cuerpo lo siente y también mi alma. La ligereza corporal se traduce en dicha cuando el sendero desciende. Pero cuando hay que subir, aunque sea imperceptible, el cuerpo pesa, se cansa. Porque la liviandad o la pesadez se traducen en humores. Subir o bajar son experimentos corporales de la gravedad. Esta psicología de la verticalidad o de lo ascensional de la que habla Bachelard está hecha de nuestra tragedia de estar sujetados a la tierra. Los grilletes de la gravedad nos amarran. Sólo en los sueños nos soltamos de sus pesadas cadenas y podemos festejar de habernos liberado.

Para Freud el sueño es el guardián del dormir. Bachelard confía en los sueños que curan porque esas imágenes en movimiento atrapan al soñante y lo transforman. Los sueños de ligereza y de ingravidez, contra la pesadez del alma, ayudan al descanso. Cuenta Bachelard que existía una técnica médica para curar los corazones fatigados que proponía la cura de los terrenos. Paseos que recomponían el sistema circulatorio. El inconsciente en su experiencia nocturna realizaría “una especie de cura de los terrenos imaginarios”(4). Si me fuera indicado ese tratamiento exigiría un terreno con ligera pendiente. Si es posible, un sendero que descienda hacia el mar. Debe ser una pendiente suave, porque los descensos abruptos exigen a los pies y piernas un esfuerzo extra a ese cuerpo atraído por la gravedad. Los sueños aéreos son una cura más efectiva para el corazón fatigado. Pero no podemos controlar nuestros sueños. Pronto a asaltar nuestros sueños es el deseo de aligerarnos, saltar, correr, bailar. Un deseo de aligerar la carga de nuestro cuerpo hacia una región dichosa, más libre y liviana. ¿Quizás se encuentre allí la fuente de nuestra invención del espíritu, del alma, algo volátil, gracioso e inmortal?  

Siento que poseo esa destreza de columpiarme entre las ramas de los árboles.  Está en mí el impulso del salto, de mecerme en las alturas. Caminar exige un paso detrás del otro, contra la gravedad que insiste en no dejarnos alzarnos más que un instante, obligándonos a retornar a ella velozmente.  Mis sueños, de tan precisos, forman parte de mi acervo consciente, como si estuviera convencida que soy capaz de traslados simiescos, de esas suspensiones en las alturas. Quizás Bachelard me describa cuando dice: “Para ciertas almas, ebrias de existir onírico, los días están hechos para explicar las noches”. 

Esa ligereza sustancial es la que siente mi cuerpo cuando escucha música y responde bailando. Es una ligereza labrada en un modo de estar con el cuerpo. Sucede a mi pesar. Pero no pesa, es el rechazo de la pesadez. 

¿Será posible que esos sueños provengan de una herencia inconsciente de lo que fuimos hace millones de años? ¿Será una nostalgia de tiempos ancestrales que se refugian en lo inconsciente para no desaparecer? ¿Será un retorno de ese primate que somos, aunque creamos que no? Porque esos sueños los he tenido cuando no podía imaginar que me encontraría relacionando teoría de la evolución y psicoanálisis.  ¿O es porque estaba allí desde entonces, por la primate que soy, y mientras saltaba de rama en rama me dirigía hacia algún recodo para alcanzar la teoría de la evolución? 

Bachelard no parece destacar estas imágenes de elevación con el bipedismo, es decir con lo que parece central para constituirnos en la especie Homo: el acto de despegarse del suelo en la postura erecta que nos separa de las heces, de los olores y conduce a la sublimación. Freud lo llama ‘represión orgánica’ a la repugnancia de ese novato bípedo por lo animal de sus secreciones de las que se separa.  ¿Esta intuición freudiana proviene de ese hombre occidental que ocupa la cima de la civilización o se trata de una perspicacia que atañe a esa condición humana que nos ha catapultado a creer que ya no le debemos nada a la biología? 

Dicen los teóricos de la evolución que la especie humana es una especie aniñada, infantilizada. Quizás lo sea porque seguimos corriendo, saltando, brincando, bailando hasta el fin de nuestros días. Desde este juego interminable el bípedo parlante inventa un universo donde organiza su vida sobre lo que no hay y lo que no puede; inventa un mundo y juega a ser Dios, como creador desde la nada. En el inventario de las metáforas de la caída y las metáforas de la ascensión hay siempre mayor número de las primeras, dice Bachelard. Y considera que cuando ‘imaginamos’ nos dirigimos hacia lo alto. En cambio ‘conocemos’ la caída hacia abajo. Imaginación-elevación y conocimiento-caída. Es la matriz de nuestras metáforas ancestrales. Lo elevado, el espíritu y lo bajo, nuestro cuerpo animal. Desde los griegos sostenemos un rechazo a lo que nos hermana con los primates. Somos seres espirituales, irreales, dotados de imaginación. 

Para Bachelard el temor humano fundamental es el miedo a caer y el vuelo onírico nos enseña a dominar ese miedo. Pero, ¿no es acaso alzarnos sobre los dos pies lo que nos vuelve más inestables? ¿No nos lleva casi un año ponernos de pie y bastante tiempo caminar seguros, si es que alguna vez desaparece el miedo a la caída? Por eso dice que el vuelo onírico procura felicidad pues combate el temor a la caída. Otros dicen que caer era el temor más grande de los primates que vivían en las alturas de la foresta. La novela Antes de Adan de Jack London se centra en ese personaje que en sus pesadillas nocturnas es el primate trepador que teme la caída. ¡Cuán diferente a esos sueños de balancearme como los gibones! El personaje de London vive con pavor estar en las alturas y todo el tiempo lo aterroriza el temor a caer. En mis sueños nada de eso sucede. Por el contrario, hay una convicción y una felicidad de vencer no sólo el temor de caer sino tener la habilidad para que eso no suceda.  El sueño de volar transforma el temor a caer en júbilo, dice Bachelard. ¿No nos recuerda a Wallon y al Lacan del Estadio del espejo; ese júbilo por poseer un cuerpo imaginario entero del que se carece fisiológicamente? De la caída tenemos experiencia, de elevarnos sólo en nuestros sueños, o en el sueño de convertirnos en puro espíritu. Por eso dirá Bachelard que la mayor de las responsabilidades humanas es la verticalidad. Para evitar no sólo la caída material, sino, sobre todo, la caída moral o psíquica.  

A pesar de que ya había leído el libro de Bachelard cuando escribía mi libro Tango. Arte y misterio de un baile, no había podido, en ese momento, enlazar mis sueños con mi pasión por bailar. Ahora, que estoy pensando no en el tango sino en mí misma, advierto que la importancia que le doy al ‘impulso suspendido’ en el baile del tango se enlaza con mis sueños y mis bailes nocturnos por las alturas. El ‘impulso suspendido’ es lo que trato de enseñar a las bailarinas y es lo más difícil de transmitir y de adquirir. Es ese momento en el que desafiamos a la gravedad y no ponemos inmediatamente nuestro pie en el suelo como querría su atracción. 

El baile del tango y el ‘impulso suspendido’

La noción de ‘impulso suspendido’ la he tomado de un poema de Shelley: «… un antílope, en la impulsión suspendida de su rápida carrera»(5), citado por Bachelard para hablar del “instinto de ligereza”, uno de los instintos más profundos de la vida, dice.

“Este antílope con su impulsión suspendida nos acerca una imagen sobre la forma de dar el paso en el tango. Es minúsculo este instante, pero es máxima la ligereza y tensión que produce en el baile. La ligereza del paso está en esa impulsión suspendida en el espacio aéreo. La demora en poner el pie en el suelo obliga a los bailarines a procurarse un equilibrio en ese solo pie que sostiene todo el cuerpo. Hay una suspensión allí, a cada paso, mientras se baila. El impulso de caminar expectante, felino hace al tango una experiencia de levedad en la gravedad.”(6)

Bachelard usa la noción de impulso suspendido como un ejemplo poético del vuelo onírico. Una imagen de ascensión o de elevación que se corresponde con la operación de elevarse, traducida en búsqueda de vida espiritual. Esa imagen expone una metáfora no fácil de entender, la del impulsarse y a la vez suspenderse en ese impulso. Admiramos a los bailarines de ballet por eso. El más aplaudido es el que se mantiene por más tiempo en el aire. Admiramos a los acróbatas del circo por este desafío a la gravedad. Ese impulso suspendido en el baile del tango es brevísimo, pero ostensible cuando se produce. Los bailarines que ‘bailan como los dioses’ son aquellos en los cuales su paso no cae inmediatamente, sino que logran en ese infinitesimal momento aéreo, mostrar que han vencido a la sujeción terrestre. En los bailarines de tango se condensa el drama de ese cuerpo que debe unir dos opuestos: el carácter aéreo, pero, sobre todo, terrenal del tango. Lo aéreo sólo se logra con esa suspensión en el impulso del paso. Nada de vencer la gravedad como en el ballet, donde se trata de saltos hacia la altura. Ese baile terrenal en cómo se clavan los pies en el piso, sin embargo, produce una caminata voluptuosa que enlentece el momento de poner el pie en la tierra, aunque lo haga velozmente. Cuando pisa, lo hace como diciendo: ¡aquí estoy yo! Una ligera suspensión antes del ímpetu con que se apoya el pie. 

Decía en Tango. Arte y misterio de un baile:

“En estos días los científicos han descubierto que ya hace tres millones de años, el Australopitecus, mucho antes del Homo Erectus, podía caminar sobre sus pies, mutación clave en la evolución humana. Han confirmado que este Australopithecus afarensis poseía un pie que podía cumplir dos funciones claves para poder caminar: la impulsión del cuerpo hacia adelante y la posibilidad de amortiguación cuando el pie llegaba al suelo. No creo que los científicos descubran que nuestro lejano ancestro bailaba ya tango, pero sí que poseía los pies que le permitirían hacerlo.  El poder caminar liberó al Australopitecus de tener que andar siempre trepado por los árboles. Pero conservaba, dicen los científicos, aún los brazos y manos que le permitían hacerlo. Los humanos modernos sólo podemos caminar.”(7)

No había podido relacionar hasta ahora mis reflexiones sobre el baile del tango con mis sueños. Puedo ligar ahora ese placer nocturno de columpiarme con el placer de bailar el tango. ¿Quizás a partir de procurarme ese placer bailando dejé de soñar con esos escapes ligeros y volátiles para dejarme mecer por la música? Eso que me mancomuna con los otros bípedos parlantes: no podemos volar. Por eso inventamos el baile. 

Nota: Después de haber escrito este texto donde tomo, de manera tangencial, ciertas consecuencias del bipedismo en nuestro deseo de elevación, me encuentro con artículos que se ocupan de los sufrimientos corporales que nos ha causado la evolución hacia el bipedismo. Muchos problemas musculoesqueléticos se remontan a un pasado de siete millones de años, en ese cambio especial que nos hace caminar erguidos.  «Hemos tomado un cuerpo que estaba adaptado a estar horizontal al suelo y lo hemos hecho erguido», dice Elizabeth Pennise en su artículo de biología evolucionista: “The burdens of Being a Biped”(8), que podemos traducir como el agobiante fardo de ser un bípedo. Y ciertos males que padecemos con nuestro frágil cuerpo nos -me- confirma que caminar erguidos sobre nuestras dos piernas puede ser una experiencia dolorosa. Estas elaboraciones científicas le otorgan otro sostén a lo que he escrito, pero no lo modifican.


Bibliografía:

1-. Poe, Edgar Allan. Cuentos completos. “El poder de las palabras”. Madrid, Edhasa, 2010. p. 857

2-. “These are our ancestors, and their history is our history. Remember that as surely as we one day swung down out of the trees and walked upright, just as surely, on a far earlier day, did we crawl up out of the sea and achieve our first adventure on land”. London, Jack. Before Adam. London, MacMillan&Co., 1907. Epigraph.

3-. Es la incógnita que ya Darwin intentó delimitar entre evolución biológica y evolución cultural. Mucho de lo heredado genéticamente, alguna vez, en tiempos muy remotos, fueron hábitos culturales.

4-. Bachelard, Gaston. El aire y los sueños. Ensayo sobre la imaginación del movimiento. México, FCE, 1993. p. 47.

5-. «… une antilope, dans l’impulsion suspendue de sa course rapide». Bachelard, Gaston. L’Air et les Songes. Essai sur l’imagination du mouvement. Paris, José Corti, 2009. p.52

6-. Ferrari, Lidia. Tango. Arte y misterio de un baile. Buenos Aires, Corregidor, 2011. P.28

7-. Ibidem. p. 29

8-. Pennisi, Elizabeth. “Evolutionary biology. The burdens of being a biped”. Science. 25 May 2012.Vol 336, Issue 6084.


Lidia Ferrari: Psicoanalista argentina radicada en Italia. Autora entre otros: La diversión en la crueldad. Psicoanálisis de una pasión argentina; Decir de mujeres. Escritos entre psicoanálisis, política y feminismo, Tango. Arte y misterio de un baile. Tango. Les secrets d’une danse.


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