Dos preguntas a Cynthia Eva Szewach.

Responsables de la sección y cuidado editorial: Gisela Avolio y Yanina Marcucci

Dirección editorial: Helga Fernández


– ¿Cómo y cuándo descubrió el psicoanálisis?  

– Acontecimientos de vida personal alojan para mí eso que podría llamar, quizá, los primeros bosquejos del descubrimiento del psicoanálisis. En otra dimensión, se encuentra el descubrimiento de la experiencia del inconsciente que se adquiere, como dice Freud, principalmente en un análisis. Siguiendo a Octave Manonni «descubrimientos que no terminan». 

De niña escuchaba que mi padre concurría varias veces a la semana a hablar con un analista. Era “para poder estar menos triste, para no sufrir por las mañanas». La palabra psicoanálisis no fue entonces ajena al núcleo familiar, porteño, burgués, de un judaísmo que valoraba  mucho el estudio disciplinado y temía con horror el derrumbe económico, con los rastros de los resabios de la guerra en las generaciones anteriores. Recuerdo, sin duda como versión novelada y retroactiva, la sensación de enigma  frente a la presencia  constante de ese nombre propio, el de un doctor, en diálogos y cenas. Un nombre que se pronunciaba con importancia referencial y que además  parecía que conocía asuntos de nuestra vida privada. Para mí un absoluto desconocido que yo imaginaba de distintas maneras. Entre esa intimidad desconocida, un nombre propio y la curiosidad por un interés que ocupaba a la palabra paterna, puedo figurar una ficción de origen.

A los doce años escribí para la escuela primaria la redacción de una biografía para un concurso literario. Lo gané. Describía allí a un compañero que notaba herido, ensimismado, silencioso y me producía una compasión dolorosa. Acercarme como amiga no bastaba. La directora de la escuela, me sugirió, junto con el premio, que cuando fuese grande, podría estudiar para ser psicoanalista, usó esa palabra. Jamás hasta ese momento se me había ocurrido algo parecido, además otros eran los horizontes que creía desear desde pequeña. Fue en realidad una palabra de alguien que se interesó, se posó de veras en mi porvenir y marcó con un tajo amoroso un derrotero. 

La Universidad (UBA) casi en los años finales de la dictadura, desde ya, no nos brindaba un espacio demasiado confiable para el acercamiento a una enseñanza, que en su mayor parte como se sabe, había sido desmantelada, violentada, salvo algunas pocas cátedras como Psicoanalítica dirigida por Ostrov. 

Desde los inicios la amistad fue el faro. Una amiga, con la que cursaba en primer año, me invitó en ese tiempo a realizar un grupo de estudio de Freud  sobre «Tres Ensayos…», con quien considero mi primer maestro, Jorge Rodriguez. La primera experiencia de lectura de psicoanálisis fue a partir de esa transmisión, con lo cual tuve la suerte de acceder a otros autores que en mi generación  no circulaban: Bion, Masud Khan, Pontalis y por sobre todo Winnicott, A Freud lo leíamos con una minuciosidad de lupa, a la letra, como yo nunca había experienciado de ese modo en las entrañas. Cada párrafo era una fiesta de preguntas, equívocos, ambigüedades e interrogaciones acerca de la traducción. Además se hablaba abiertamente de sexualidad. La lectura y el cuerpo se interesan entre sí, al leer, pero con una afectación distinta que en la literatura. A Freud lo quise de entrada. Leía mucho el epistolario a Marta cuando estaban de novios, la dulzura freudiana en esa historia de amor de inicios, el relato de un trabajar incansable, las elucubraciones acerca de las determinaciones de la vida psíquica, una precisión estudiosa,  sobrevivir en el mundo contando moneda a moneda, impresión tras impresión, ambición garabateada por las noches compartidas por cartas.

Una de las primeras cuestiones que el  descubrimiento del psicoanálisis ofreció: la lectura nos afecta en tanto es en transferencia, con los temas que se buscan encontrar, y mediada por una voz que hace pasar una donación pasional, deseante, de un modo de agarrar los libros. Eso nos concierne indeleble. 

En la experiencia grupal, lectura como espacio del pensar, íntima, semanal, esperada, se forjaron amigas del alma que lo serán para siempre como Adriana, como Moira.

La convicción del psicoanálisis como experiencia y como práctica es transmitida en cada análisis incluidas sus interrupciones y en lo conmovedor de comenzar a atender los primeros pacientes. ¿Cómo saludar, cómo vestirse para no parecer tan joven, cómo jugar, cómo no imitar a mi analista? 

Mi segundo análisis luego de un primero de adolescencia, de corte kleiniano, fue con Jorge Pantolini, se impregnó por momentos con situaciones disparatadas y a veces plenas de llanto imparable en el colectivo de vuelta. Entendí el surgimiento de recuerdos insospechados y el cimbronazo del inconsciente ligado a un lenguaje en escenas infantiles entramadas en una transferencia,  ligada al amor (¡verdadero!). Estoy agradecida con su habilitación e impulso a comenzar a emprender el camino como analista. Sentí que confiaba en mi escucha de novicia un poco rebelde. 

Lacan llegó un poco más tarde con diversos maestros. E. Millán, J. Palant, S. Glasman,  M. Ainsztein, más tarde J. Fukelman. Escuchar  charlas y ponencias, en una juventud ansiosa y desesperada de temas y clases de Lacan, sentía que me curaba, me sacaba de estados de angustia o melancolía. En esa lengua lacaniana, en su genialidad oral, había para mí una clave, sensación de salida de algún encierro.

El descubrimiento del psicoanálisis y la experiencia del inconsciente nunca vinieron de la mano, para mí, de la participación en instituciones psicoanalíticas. No quería pertenecer. El pasaje por ellas en extranjeridad me habilitaba a entrar y salir de espacios de trabajo, sin otros entrecruzamientos que bordeaban asuntos de  jerarquías, que no me atraían.

La elección de una tercera analista: Marta Erramuspe. Con su incondicional presencia transformó mi vida. Una apuesta paciente y una ética impecable en momentos muy sufrientes, difíciles para mí, ella estaba. Hubo muchos años después un final, un «ya está».   Dejó la huella de haber transitado una deuda simbólica inaugural, analítica, luminosa y  también la experiencia de una caída, de una finalización.

Anteriormente al terminar la carrera, a los 22 años, me fui con una amiga a viajar casi un año y a probar suerte en otros lugares del mundo. Hubo diversiones y desamparos. Pero recuerdo muy nítidamente el día que en soledad me encontré pensando que psicoanalizar era inventar la manera personal de hacerlo. Fue jubiloso. Quería comenzar. Volví. Era 1986.

La institución Hospitalaria y Pública fue un lugar donde quería estar apenas pisé  Argentina. Corrí, literalmente, un día a presentarme para iniciar la práctica en ese sitio, elegido, en un barrio cercano, familiar, histórico, La Boca, Barracas. El azar jugó a mi favor, justo L. Schapiro estaba creando el equipo de Adolescencias. Escuchar juventudes e infancias vulnerables, vulneradas, en un territorio ligado a la medicina, era estar inmersa en el grano de arena, el precipicio del ombligo del mismo descubrimiento  de la subversión freudiana. Tras el deseo inconsciente, la escucha desesperada de un lapsus, sueños, la atención en un pasillo, en un aula, en una primera admisión, en la sala de espera, quería desde los comienzos de ambiciones juveniles,  suponerme parte de un eslabón donde el psicoanálisis podía contribuir a cada paso, estemos donde estemos y aún en contextos económicos, políticos, adversos. Ideas que se mantienen vigentes a pesar de los tropezones. Las voces latinoamericanas me enseñaron la fuerza del decir desarraigado, sometido o en el grito insumiso de emancipación, buscando una recepción. El psicoanálisis entramado en el Hospital  me enseñó a estar en lo nunca vivido o en la sorpresa de lo común. Allí también, se forjaron algunas amistades del alma, como Elisa, o supervisiones inolvidables.

Para concluir por esta vez, el descubrimiento continúa en cada sueño soñado, al escribir un texto, en los olvidos enigmáticos, en el misterio de lo que ocurre en las experiencias de  los análisis, en éste análisis, en los traspiés, en  lo que no se quiere saber, en las conversaciones con deseos, amistades y amores, frente a subrayados en libros recuperados, en las pérdidas, en la experiencia vivificante aún en la opacidad de un mundo complejo, en esa pausa, en esa espera, donde a veces hay risas, fracasos, límites, miradas. Donde se habla de sexualidad y de muerte. Se descubre el psicoanálisis cuando al abrir la puerta para la salida, se siente una diferencia, aunque sea mínima, una diferencia sensible de la manera en la que se entró…

– ¿Qué considera que el psicoanálisis puede aportar a nuestra contemporaneidad?

– El habla analítica radica en la escucha y en ese sentido es lo incontemporáneo o lo contemporáneo incesante. Me resulta difícil  ubicar al psicoanálisis como aporte, porque siempre pienso en términos de lo que los otros lenguajes, la vida, la historia, el arte, la literatura, le aporta al psicoanálisis. Pero sin duda el psicoanálisis como discurso y como práctica trae una lectura. Una política de lectura que deshabita lo convencional, lo dado, en el mejor de los casos, si no interfiere con sentidos aplastantes, psicologizados, estigmas. 

Se trata de la palabra a advenir. A pesar de la estructura de las “resistencias en su contra”, las variedades que trae cada época, hasta las resistencias de las resistencias que a veces se vislumbran, el psicoanálisis mantiene viva la importancia de la potencia de la palabra, la palabra que sugiere, fabricada en el encuentro de los cuerpos que hablan. Lo íntimo como resquicio que respira entre algunos escombros.

En el texto sobre la responsabilidad moral o ética por el contenido de los sueños, Freud  dice que quienes no se hacen responsables de sus propias miserias, oscuridades, deseos maliciosos que nos habitan, en especial sueños y pesadillas, están condenados a una vida hipócrita o inhibida. Entre hipocresía e inhibición hay variedades. El psicoanálisis no inmuniza de acciones crueles, violentas, ni sufrientes, pero propone leernos bajo la figura de la responsabilidad subjetiva (salvo en infancias o pubertades). Inventa una forma de lazo social, que asume en su práctica.

Soñar es preciso. La fantasía engarzada pulsionalmente en un tiempo detenido, implicado, tantas veces se ausenta en la arrogancia, la prepotencia o el pasaje al acto.

El psicoanálisis no es una cosmovisión ya sabemos, pero la presencia de un analista, donde oficie, si puede, incide, en lo que llamé alguna vez «El Molestar en la cultura«. Imprime preguntas, hace hablar lo que sufre y en el mejor de los casos no da rápidas respuestas en el mercado del saber. La respuesta, como dice Blanchot tantas veces, es la desgracia de la pregunta. Aún sigo agradecida de lo que la existencia que el psicoanálisis nos ofrenda como oportunidad.

Agradezco las preguntas que propiciaron  En el Margen. Otra ocasión para la asociación libre, con sus raspas, sus olvidos, sus erratas históricas.  


Cynthia Eva Szewach. Es Lic. en Psicología (UBA) y Psicoanalista. Actualmente docente y supervisora en diversos Hospitales, Residencias y Concurrencias Infanto Juveniles.  Docente en la Maestría Maedi, diseño interactivo. Co-directora de Improntas, colección de psicoanálisis. Coordina grupos de trabajo, conversación y escritura clínico-teórica. Fue coordinadora, trabajadora de Planta,  de consultas por adolescentes en Salas del Hospital Argerich y co-directora del posgrado sobre adolescencias. Ex Docente(JTP) de Práctica Profesional UBA en el Hospital Ricardo Gutierrez. Participa con escritos en diversas publicaciones. Libros: “Hojas encontradas, práctica psicoanalítica con púberes y jóvenes”, “ Presencias…” Compilación e Investigación sobre Das Unheimlich, Co-autora “De Infancias en Duelo”. 


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