Dos preguntas a Isabel García

Responsables de la sección y cuidado editorial: Gisela Avolio y Yanina Marcucci.

Dirección editorial: Helga Fernández


—¿Cómo y cuándo descubrió el psicoanálisis?

—Agradezco la invitación de En el Margen, por ponerme en la situación y el trabajo inesperado de tener que pensar para responder estas preguntas que nombran sencillas, pero no son nada simples, por lo menos para mí. 

Llegué al Psicoanálisis, tal vez como muchos, por caminos indirectos, por diversos encuentros. 

Si hay algo de lo que tengo convicción, es del inconsciente.  Por la experiencia de mi propio análisis, por la praxis, por la teoría que se mantiene viva con nuevas lecturas y escrituras. 

También tengo convicción de los encuentros, oportunidad de la que participa Kairós, momento que ofrece las posibilidades para que algo se efectivice.

Están las marcas, el tiempo, y lo que cada uno consigue hacer con eso y mucho trabajo, porque de lo que podría ser determinación, se puede hacer invención. 

Lo inexistente, puede inventarse con eso que hay y lo que se encuentra, haciéndole lugar a las ocurrencias. Lo mismo que la cocina, lo mismo que el pensamiento.  Hacerle lugar a un deseo no sucede sin —como decía Freud citando a Claude Bernard— “trabajar como una bestia”, esto es: con igual resistencia e igual despreocupación de los resultados que puedan obtenerse. 

Voy a intentar situar los espacios y momentos de los que se desprendieron los fragmentos que me alojaron en el psicoanálisis como práctica, que entiendo, tienen relación con el lenguaje, la literatura, el arte, los viajes, la antropología cultural, la política. Intereses que fueron confluyendo desde muy temprano en relación a la otredad. Pensando ahora, creo que me faltó un poco más de poesía, no en la vida cotidiana sino en las lecturas, y lo percibo como un obstáculo para la práctica de la escritura. 

Podría decir que mi primer encuentro con la lectura de Freud fue al modo de la época. No tuvo relación con la clínica, tampoco fue en la Universidad de La Plata donde había comenzado a estudiar Psicología. Fue, como era en los ’70, en un grupo de estudios con un psicoanalista de la ciudad de Buenos Aires. 

Éramos un grupo de militantes políticos, tratando de analizar cuestiones de la subjetividad femenina contemporánea en Italia por el incremento del voto conservador de las mujeres. Leíamos y discutíamos la Segunda Tópica freudiana. 

Eso se abortó tempranamente. Como la carrera. Como muchas cosas. No los vi más. Tiempo después nos fuimos a vivir fuera del país. 

Nací en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, fundado como casi todos, a medida que avanzaba la construcción del ferrocarril. Pero mi familia tenía dos particularidades: el feminismo y anticlericalismo de mi padre que fomentaba el estudio y la independencia de las mujeres, sumado a un ancestro materno de pueblo originario, del que se hablaba poco. Ese punto, aunque se le rehusara valor, aparecía —como dice Freud en Lo inconsciente— como una marca que se revelaba en ciertos rasgos. Y tuvo mucho impacto en mi subjetividad.

Frente a la inexistencia de formación inicial en ese tiempo, a los cinco años, cuando ya escribía y estudiaba inglés junto a mi madre, pude comenzar la escuela primaria, pero a treinta kilómetros de distancia de mi pueblo, en el campito de mis abuelos maternos. ¿El costo? Mi primer exilio: de mi casa, de mis padres y hermanas. ¿La ganancia?. La escolaridad y mucho más. También allí, en ese pequeño reino, me conecté con mis tíos, con la naturaleza, la ecología efectiva, el trabajo de construcción diario, la radio y la lectura, que eran la regla. 

Por las noches, después de escuchar radio onda corta y cenar, mi abuelo se prestaba a la lectura y a la conversación, todas cuestiones terrenales, a diferencia de mi abuela que era fantasiosa y le gustaba creer en la vida extraterrestre. La fallida República Española, la guerra civil, las batallas napoleónicas, las luchas armadas por la descolonización en África discurrían bajo la luz del farol que alumbraba la conversación.  Lumumba y Chilanga, dos perros negros que custodiaban el frente de la herrería de mi abuelo, su pequeño reino independiente de molinero, fueron bautizados con palabras africanas. 

¿Alguien, aún quien es portador de esas marcas que sucumben al olvido, podría imaginar siquiera los efectos, la deriva en un cuerpo, en un sujeto del hecho de nacer y criarse en un pueblo fundado sobre despojos en territorios ocupados y donados por Julio A. Roca a su supuesto sastre francés después de la Campaña del Desierto?. ¿Luego vivir durante un año de la temprana infancia en un campo cuya estación de ferrocarril tenía como nombre el apellido de los ingleses, dueños mayoritarios de las tierras, adquiridas supongo, del mismo modo?. ¿Y en simultaneidad escuchar a mi abuelo defender a la República Española y nominar a los perros con lenguas africanas bantús?

A mis dieciséis años, el encuentro con algunos profesores en una primera carrera que hice en Junín en los ’70 —en particular con Martina Casullo— que era psicóloga y con quien mantuve amistad hasta su muerte, me permitió desplegar mi interés por los pueblos originarios, lo social y político latinoamericano, trabajar temas de actualidad como el apartheid tanto en Sudáfrica como EEUU, y más tarde las guerras de descolonización en África. Allí encontré un par de compañeros inestimables.

Esa orientación hacia la antropología cultural y la geopolítica, derivaron casi inexplicablemente en estudiar Psicología y algunas materias de abogacía  —que no rendí, en la Universidad de La Plata— mientras trabajaba a diario en una escuela de una villa en Florencio Varela y participaba como oyente del curso de Historia Económica, en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.

Mi primera experiencia de analizante fue en La Plata en 1976 con un analista que nunca dijo una palabra en todo un año, hasta que decidí suspender. En ese momento, este señor, salió del mutismo e intentó que represente de modo escénico ‘eso’ que era mi rehusamiento a formalizar un lazo afectivo. 

Doble pasaje al acto, o decisión efectiva. Me fui de ahí. E hice lo que sin entender por qué, no quería hacer y también lo que sí: viajar sin prisa por Bolivia y Perú. Extraje de esta experiencia lo que no podía, de ningún modo, ser un análisis. 

Un tiempo después, viviendo en Barcelona, se abrió para mí de manera impensada una conexión con el psicoanálisis lacaniano —en esa brecha abierta por Masotta en España— a través de una analista marplatense exiliada, con quien tuve mucha cercanía. Allí aprendí a hablar catalán, me encantaban las palabras, me parecían graciosas, tanto es así que mi hijo, de pequeño, pensaba que él había nacido en Barcelona, por muchas palabras que yo utilizaba como juego. 

Nunca me había imaginado practicando el psicoanálisis, y mucho menos siendo madre.  Estos deseos que marcaron mi vida, solo tuvieron lugar, fueron posibles gracias a intervenciones a las que pienso como analíticas, porque provinieron de analistas, aunque no ocurrieron en el diván. Permitieron que lo que era mi destino desde el discurso de mis padres, pudiera tener otro curso. Supe en acto el peso de una intervención. Supe desde ese instante que ‘no querer’ es otra cosa que ‘no desear’ lo que me permitió leer y habitar los distintos modos de fallar. 

A mi regreso retomé la carrera con dificultades, porque seguían los mismos docentes y el personal de la dictadura, la amenaza constante de golpes de estado.  Fue por la intervención de mi analista de ese momento que algo se destrabó, analista lacaniana a quien llegué por la derivación de una amiga entrañable. Esa intervención se anudó a la de otra amiga, Miriam Alianak, también analista, de Rosario. “Rendí todas esas materias y terminá la carrera, si a vos lo que te interesa es el psicoanálisis”. 

Concluí la carrera en un año. Por mi parte, no lo tenía tan claro. Pero fue anoticiarme por la palabra de un otro de un deseo que habitaba, sin saberlo. También entendí que, si concluía la carrera, podía dedicarme con más libertad a leer lo que me interesaba, también que ‘estudiar’, no necesariamente tenía que acontecer allí, en la universidad. 

Al rendir una de las últimas materias, Psicopedagogía Clínica, la titular, Silvia Schlemenson me invitó generosamente a participar de la cátedra, de un grupo de estudios con Luis Hornstein, así como de un programa de extensión abierto a la comunidad, para la atención de pacientes niños con dificultades de aprendizaje, que comenzaba en la Facultad de Psicología de la UBA. No sin sorpresa, acepté. Pero un tiempo después me propusieron que fuera investigadora, —¿qué implicaba?— tener que estudiar una cantidad de materias, nuevamente en la universidad, para cumplimentar los requisitos de Conicet.  Volver a la universidad nuevamente como estudiante, fue un límite. 

En simultaneidad, apenas concluida la carrera, había comenzado lo que considero mi verdadera formación analítica en grupos de estudio con Jorge Kahanoff y Juan Carlos Cosentino. También a formarme en clínica con niños en Casa Cuna por invitación de un colega amigo, Gabriel Donzino. 

Allí, en Casa Cuna, por la relación con colegas, me interesé en el espacio de Interconsulta, los padecimientos físicos y subjetivos de niños que pasaban largas temporadas en el hospital con enfermedades complejas, también por sus familias que permanecían desplazadas de sus lugares de origen. Muchas habitaban otras lenguas. El padecimiento que experimentaban, la dificultad con las intervenciones en ese contexto, y sus fundamentos teóricos, fueron objeto de mi interés, lo que me llevó a investigar y pensar cambios en su lógica. 

No era una investigación académica. Tal vez justamente por eso, el Jefe del Servicio se interesó especialmente, y lo tomó para hacer cambios en la estructura de funcionamiento. A partir de allí, colaboré en muchos espacios de Interconsulta en distintos hospitales generales. Nunca me convertí en una ‘especialista’: solo podía cooperar para pensar una lógica de intervención con fundamentos en el psicoanálisis lacaniano. Salvo esa investigación que no publiqué, nunca escribí nada sobre el tema. Pero tuvo un valor de uso. 

Fue decisiva —en mi relación al campo freudiano y lacaniano— mi inclusión en el Seminario Lacaniano por su “orientación por lo real” en tanto me permitió acercarme a una lógica de lectura. Más aún, el momento en que decidí participar como miembro, en la dirección, en la organización de espacios y en la revista: funcionó como un punto de capitón en mi relación al psicoanálisis.  Después de su disolución —para nombrarlo de algún modo— me fue muy difícil encontrar otro espacio institucional equivalente. 

Para destejer esta trama y volver a tejer una habitable de otro modo, sigue siendo clave mi trabajo como analizante, que me permitió pensar, pensar distinto, inventar los espacios que quiero habitar sin censura.  

Dar clases en la universidad durante treinta y dos años implicó otro orden de encuentro con el psicoanálisis: llevar adelante una lectura sistemática, orientada a encontrar una lógica transmisible no críptica tanto en Freud como Lacan. Cuanto más leía, más lograba encontrar agujeros en el saber: un viaje con punto de partida, nudos a desentrañar, una aventura que no cesa. 

Lo más importante de esa experiencia fueron dos cuestiones: la primera, la dificultad a atravesar para encontrar un estilo propio en la transmisión, para decir sin repetir, sin sostener una impostura que no me concernía. 

La segunda cuestión, es esa experiencia irrepetible que se producía cada vez entre los estudiantes y un decir en relación al psicoanálisis. Ese ‘entre’ en el que pudieron alojarse en simultaneidad, la seriedad y el humor. Un hecho en relación a las listas de asistencia, es un momento inolvidable para mí en ese lazo con ellos. 

Como las leía para conocer sus nombres que eran muchísimos, con un chiste que hice, el de la doble inscripción, los que lo captaron comenzaron un juego:  anotarse con nombres de ficción  como ‘Un tranvía llamado deseo’, ‘La hormiga atómica’ y muchos otros. Había mensajes y acertijos superdivertidos destinados a que los leyera y descifrara. Como citaba a estos personajes de ficción, la clase comenzaba de modo jocoso. 

Tratar de devolver algo de lo que la universidad pública me aportó, fue para mí desde siempre algo necesario. 

También colaborar durante muchos años con las residencias y concurrencias de los hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires a las que fui convocada para supervisar y dar charlas, fue una experiencia sumamente rica, no solo en la transmisión y el armado de espacios, sino porque siempre aprendí mucho de ellos. La primera experiencia en ese sentido, fue con Colegios de Psicólogos de la Provincia de Buenos Aires, en Trenque Lauquen y Nueve de Julio. 

A treinta años de distancia con mi infancia en el campito, tuve un reencuentro con esas ‘otras lenguas’ que formaban parte de mi propia historia y por añadidura con las políticas del lenguaje: el nombre de mi perro de infancia en kimbundo pasó a escribirse Txilanga. 

Parafraseando a Silvia Molloy, me introduje en un ‘vivir entre lenguas’, y soñar, porque fue por la vía de un sueño en particular, mucho después, que descubrí cómo una lengua extranjera, su sonoridad, su ritmo, pueden erogeneizar un cuerpo. “Oír es ser tocado a distancia”, como dice Pascal Quignard. 

A mi regreso de un viaje a Angola en 2008, el último —que pude hacer con mi hijo— tomé una decisión. Algo absolutamente vivo en relación con la muerte me pasó allí, algo que me hizo percibir ciertos lugares como una ficción consensuada. 

Ese algo que ya me venía pasando, allí se presentificó. Me movió de cierta inercia y tomé la decisión de renunciar a un concurso como adjunta en una de las cátedras en la que di clases en la UBA durante muchos años, y solo continuar en un ‘espacio otro’ que había armado en la Universidad de Palermo.

Allí tuve libertad para pensar, crear, también inventar espacios en extensión con muchos analistas y no analistas que se avinieron a eso que les ofrecía, que era nada. Una nada a trabajar. 

Fueron muchos. A todos ellos, mi gratitud por la apuesta y por continuar, no la tradición, sino retomar e inventar lo por venir, de modo singular y colectivo.  También allí hubo un cierre de ciclo, un corte indispensable para rearmar los lazos. Tengo la convicción de que perpetuarse en los lugares solidifica, estanca, atrasa.  

Ese viaje no turístico en relación al psicoanálisis, no cesa. La conversación con otros analistas, continúa fuera de la universidad, mapeando trayectos consensuados, que admiten desvíos y tiempos laxos en la lectura y discusión de textos.

—¿Qué considera que el Psicoanálisis puede aportar a la contemporaneidad?

—Desde su surgimiento hace más de un siglo, el Psicoanálisis se alojó en el malestar que implicó la caída de la religión por el surgimiento de la ciencia moderna. Fue enorme su aporte a la cultura: introdujo marcas de época, que siguen activas, con incidencia real en otros campos del saber. Ciencia y religión fueron situados desde Freud como las ‘concepciones del mundo’, cosmovisiones con las cuales mantenía interlocución estableciendo diferencias, y una ética específica a la singularidad del campo del deseo en Psicoanálisis. 

Tanto la ciencia como la religión tienen puntos de anclaje históricos que persisten, pero movimientos que marcan cada época. Lacan vuelve una y otra vez sobre la cuestión, abriendo nuevas lecturas a lo por venir, que ya estaba allí.

En su ‘Discurso a los católicos’ se pregunta si el Psicoanálisis es constitutivo de una ética a la medida de la época. No debe ser mera coincidencia que la que él nombra como religión verdadera, entre 1962 y 1965 se reuniría en un Concilio. 

Unos años después de este Concilio, da una conferencia en Roma. A una pregunta que le formulan, responde que «el Psicoanálisis es un síntoma que forma parte del malestar en la cultura en tanto surgió de cierta avanzada del discurso de la ciencia», al par que afirma el triunfo de la religión. 

Letosas, gadgets parecen surgir como nuevos monstruos de su boca.

El Psicoanálisis es algo vivo. Aunque muchos ‘psi’, en determinados espacios, lo traten de situar como algo del pasado para justificar sus procedimientos de ‘adaptación’. 

De hecho aportó y puede aportar mucho aún:  tal vez lo más importante en una época de enorme transformación de la subjetividad por efecto de la ciencia y la tecnología, la fragmentación-globalización y una modificación estructural en la economía que deja a los sujetos por venir desarropados. 

¿Estamos a la altura de la época, hoy? ¿Estaremos mañana?

Siguiendo las preguntas que le fueron formuladas a Lacan hace cincuenta años atrás, creo que el Psicoanálisis se mantiene vivo en Argentina, y en Latinoamérica. Parafraseando sus dichos “no tengo ninguna razón para tener esperanza, pero eso no me produce angustia”.

Si tiene posibilidades de estar a la altura de la época y sobrevivir, es porque hay una generación joven en psicoanálisis, filosofía, arte, ciencias —que sigo con mucho interés— que mantiene interlocución con otros discursos, le hace cosas al lenguaje y con la sedimentación del saber producido no repite como un mantra lo ya pensado: piensa, lee, escribe, crea, produce un entramado de lazos que se desmarcan de la impostura y la erudición que caracterizó a una época, trabaja en términos colectivos no meramente individualistas. 

En esos espacios encuentro a analistas trabajando para responder al hecho de leer en lo que se escucha, preguntas que me formulo en relación al cuerpo y el desvalimiento, que cobran otras dimensiones por la época y el uso de la tecnología. 

Comparto mis preguntas: ¿En qué agujero del Otro puede alojarse un sujeto, hoy? ¿En cuál, si muchos niños —no todos— actualmente lloran por no disponer de una tablet, no de una caricia, una palabra, y en esas estructuras los agujeros son pre formateados, no permiten situar nada de lo singular del deseo del Otro?. ¿Qué de algunos cuerpos infantiles y jóvenes, que implosionan porque tienen que responder a la inversión que se hace, a pura exigencia de mercado?. ¿Qué del verdadero juego de los cuerpos, del humor y las risas?. ¿Y qué de los que ni siquiera pueden ser alojados porque no hay qué ni dónde, los ‘caídos del sistema’? 

Tomo prestadas palabras de Luis Rigal —sociólogo, al que aprecio mucho— extraídas de otro contexto, para decir que estos analistas no practican ‘el pesimismo de la voluntad’ que lleva a la parálisis. Tampoco el optimismo bobo. Producen actos transformadores, en sentido amplio. Mucho que aprender de ellos. 

Cuando Lacan, también en 1974, habla de “verdades indómitas” con las que nos encontramos en la experiencia analítica —de las que debemos dar testimonio— plantea cierta ‘homología’ entre lo que tenemos como obras de arte, y lo que recogemos en la experiencia analítica. En ese registro —el del arte y en conexión con la producción de estos analistas— me gustaría nombrar a dos artistas contemporáneos jóvenes, que sigo desde hace muchos años. 

La obra de Tomás Saraceno desde 2009, y desde hace un tiempo la de Luciana Lamothe, ambos argentinos, que expusieron en la Bienal de Venecia y producen una obra extraordinaria. 

De Tomás Saraceno me fascinó la construcción de su tela de araña gigante  que se conectó en mí con una frase de Lacan en relación a la escritura. Me sorprendieron los saberes que tuvo que poner a jugar para construirla, el concepto. Traté de generar un encuentro entre su obra y los estudios de un investigador argentino, especialista en aracnología, Martín Ramírez, para pensar la cuestión de esa escritura que se produce ‘cada vez’. Pero tuvimos varios desencuentros que no lo hicieron posible. 

De Lamothe —y su obra presentada en Venecia este año “Ojalá se derrumben las puertas”— la transmaterialidad. Su composición expresa de modo extraordinario de qué estamos hechos —flexibilidad, dureza, resistencia, quiebres— que implican el cuerpo, los lazos, la invención y la cooperación como modo de subsistencia.

 «Ojalá», retomando su palabra, se haga posible un encuentro para conversar. 


Isabel García. Psicoanalista practicante. En la actualidad coordina con otros analistas el espacio de lectura e investigación en psicoanálisis “Conversaciones clínicas”, en Conversaciones a la Lettre. 


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Un comentario en “Dos preguntas a Isabel García

  1. um texto extraordinario de alguem com uma capacidade de conhecimentos de estudos k revelam a inteligência do k a psicanalista esconde k a religião inibe a politica e o homem na sua essencia socialista

    Ana Paula de Castro

    trabalhou no cafe da manhã estúdios norte de Sebastiao Coelho.

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