Existen amistades que no solo acompañan la vida: la fundan. Suelen materializarse a través de una conversación que pliega y despliega el tiempo. Se convierten en crisoles donde lo compartido exfolia las fronteras del yo y del tú, y donde las ideas van y vienen en estado de potencia. La historia de la literatura argentina orbita en torno a una de estas conversaciones germinales, un diálogo que alcanzó un estatuto legendario y que dio forma a la modernidad literaria del país. Es la historia de Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges.
Encuentro en el puerto
En 1921, el puerto de Buenos Aires era un punto de llegada geográfico pero también un umbral simbólico. La ciudad se despertaba de su sueño decimonónico para entrar en la modernidad de las vanguardias. A ese puerto arribó un joven Jorge Luis Borges, cargado de manifiestos ultraístas y de una erudición europea que buscaba, quizás sin saberlo, un anclaje en su propia tierra. Ahí, esperándolo, estaba Macedonio Fernández, amigo de su padre, Jorge Guillermo Borges, y ya un hombre valorado por los dotes de su conversación en los círculos intelectuales de la ciudad.
El encuentro no fue el de un maestro que recibe a un alumno, ni el de un hijo acogido por un padre, sino el de dos interlocutores que atraviesan las generaciones. Borges encontró en Macedonio a un Sócrates criollo que pensaba, realmente pensaba1, los temas que a él le obsesionaban —el tiempo, la identidad, el doble, el sueño— con una originalidad que no debía nada a Europa. Era, para Borges, “la metafísica y la literatura” en su manifestación más genuina. Macedonio, a su vez, vio en Borges al “atleta” del verso, a la inteligencia afilada que podía llevar las paradojas hasta la contundencia de un teorema.
La zona liminal
Lo que se desplegó en los años siguientes no fue una escuela ni un movimiento, sino una conversación. Y no cualquier tipo de conversación, la suya fue una que se instalaba en el devenir de la “historia de la eternidad”, un diálogo que no se interrumpiría ni con distanciamientos, ni con la muerte. Un espacio soberano, con entidad propia, donde las ideas peloteaban sin autor delimitado. En las tertulias de los sábados, en caminatas que abrían la ciudad en la noche, en cartas y dedicatorias, se fue desplegando una zona liminal cuya regla fundamental, no escrita pero practicada, era la suspensión de la individuación de la autoría.
Esta práctica fue efecto de un deleite compartido, un acto lúdico y una incitación mutua. Parece haberse tratado de un lazo sostenido en la composición más que en el tironeo, donde la superficie especular se disolvía en una turbulencia generativa. Aquí, las intuiciones sobre el obstáculo del yo no eran una tesis a demostrar, sino la atmósfera que los envolvía. Macedonio lo llamó almismo ayoico. Borges más tarde lo teorizaría como el necesario abandono de la personalidad.
La crítica fecunda
Dentro de esta zona liminal, la conversación no era solo un espacio de celebración, sino también de crítica. Macedonio, desde su posición de amigo ejerció una influencia que se basó en elogios pero también en el señalamiento de lo que él consideraba una carencia en la obra del joven Borges. Ana Camblong recorre punto por punto esta crítica de Macedonio a la «poesía intelectual» de su amigo.
Para Macedonio, a la poesía de Borges, a pesar de su inteligencia y su destreza técnica, le faltaba algo esencial: «Afección». Consideraba que su joven amigo era un maestro de la forma, pero que su obra aún no había logrado esa fusión entre el intelecto y la pasión, entre la vigilia y el sueño. Esta crítica no fue un reproche, sino una incitación, un desafío lanzado por el amigo para que el otro fuera más allá de sus propios límites. Macedonio le planteaba a Borges la necesidad de «entretejer gratamente» el pensamiento con la sensibilidad, de no dejar que la inteligencia se convirtiera en un ejercicio frío.
Borges parece haber asimilado esta crítica hasta convertirla en un problema central de su poética, en una tensión que trabajaría a lo largo de toda su vida. De hecho, en el prólogo a La cifra (1981), décadas después, Borges reflexiona sobre su propia obra definiéndola, casi con las mismas palabras de Macedonio, como «poesía intelectual», y reconociendo que su destino había sido, precisamente, el de intentar hacer con esa dicotomía.
El duelo especular
La vanguardia, con su culto a lo nuevo, era también un campo de batalla de egos y un mercado de prestigios. La originalidad era el bien más preciado y, por tanto, el más vigilado. En ese clima de sospecha, la composición entre Borges y Macedonio comenzó a ser vista no como una incitación mutua, sino como una ambigüedad intolerable que exigía una clarificación. ¿Quién era el origen de quién? ¿Era Borges un discípulo que repetía las ideas del maestro, o era Macedonio una invención del propio Borges, una excusa para sus ironías?
El conflicto latente estalló en 1928, transformando la conversación íntima en un pleito público. Como documentó Carlos García, un texto de Guillermo de Torre, cuñado de Borges, en el que se refería con cierta displicencia a Macedonio, y una réplica de Leopoldo Marechal, erigido en defensor del «macedonismo», encendieron la mecha. De pronto, la amistad se vio atrapada en las lógicas de la facción. Aparecieron los bandos, los “macedonianos” y los “borgeanos”, cada uno reclamando para su favorito la primacía de las ideas. Y con ellos, surgió la figura del policía intelectual o el cazador de plagios, encarnado por el escritor peruano Alberto Hidalgo, quien buscaba las evidencias del robo.
Borges y Macedonio se vieron arrastrados, quizá también por ellos mismos, a un duelo especular: una rivalidad de reflejos donde cada uno era el foil del otro, una figura de contrapunto que servía para medir la originalidad ajena. Este duelo funcionó como una trampa simétrica: la mirada externa actuó como un espejo que parecía forzarlos a definirse por oposición (Original vs. Copia, Víctima vs. Victimario). Una lógica binaria que capturó la identidad y anuló la terceridad creativa que habían construido.
La interrupción del crisol
El incidente de 1928 fue una polémica literaria pero también una interrupción violenta del crisol. La zona liminal se vio invadida por la lógica externa del prestigio y la propiedad. La correspondencia y el trato asiduo se enfriaron. Macedonio, en una carta a Xul Solar, confiesa sentirse “dolorido por las evoluciones del entredicho” y por el hecho de que Borges no haya podido interceder respecto de su cuñado para que no lo vilipendiara públicamente. La conversación, que había sido el motor de sus vidas intelectuales, se detuvo y en su lugar aparecieron de nuevo dos individuos, dos “autores” confrontados con la exigencia de tener que dar cuenta de los límites de su propio pensamiento.
Para que la conversación se reanudara, la respuesta no podía ser una discusión formal o una réplica en el mismo terreno del pleito; debía advenir desde la propia lógica del crisol. Se necesitaba una nueva jugada que, sin abandonar el pacto creativo, respondiera a la interrupción para transformarla desde adentro.
El don
Ante una encrucijada que podría haber terminado en una ruptura definitiva, Macedonio Fernández no se limitó a reaccionar defensivamente, sino que llevó a cabo un acto de lectura. Si antes la suspensión de la autoría era un juego implícito, ahora fue convertida en una regla explícita, en una complicidad declarada. Casi en un manifiesto estético.
Macedonio no se posicionó a sí mismo como una víctima de plagio ni como un genio incomprendido. Se ubicó como el astrónomo, junto a Borges, de un espacio creativo único. Y como “astrónomo de balcón” parece haber entendido que cuando el interregno de la amistad se ve amenazado es necesaria la composición de un saber/hacer que permita reanudar las condiciones de posibilidad.
La carcajada metafísica
El saber/hacer de Macedonio se desplegó en dos actos públicos, realizados en el terreno donde se libraba la contienda: las páginas de las revistas literarias. Fueron dos gestos de una audacia y una generosidad inauditas. Entrañables. Dos formas de una “inter-cesión” que atravesaron la simetría del duelo especular.
La inter-cesión no es una mediación que busca un equilibrio entre dos polos opuestos, más bien suscita una disrupción. Un punto de fuga. Para desactivar la trampa simétrica, fue necesario sustraerse de la lógica binaria que la sostenía. Macedonio, entonces, introdujo una asimetría que rompió el espejo.
Su primer movimiento fue un chiste publicado en la prestigiosa revista Sur. En una nota autobiográfica, Macedonio, con su humor paradójico, no reclamó la autoría de las ideas de Borges, sino que llevó la situación al absurdo:
Nací porteño y en un año muy 1874. No entonces enseguida, pero sí apenas después, ya empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido. Fui un talento de facto, por arrollamiento por usurpación de la obra de él. Qué injusticia, querido Jorge Luis, poeta del “Truco”, de “El general Quiroga va al muere en coche”, verdadero maestro de aquella hora. (OC 4: 90)
Con esta inversión, con este trastocamiento semiótico, ridiculizó a los cazadores de plagios y explicitó la complicidad. Fue una declaración pública de que su identidad estaba tan conectada con la de Borges que la pregunta por la autoría era irrelevante. No se sumó a la acusación, la disolvió en una carcajada metafísica y validó el juego que él y su amigo siempre habían jugado. Al hacerlo, Macedonio le devolvió a Borges la libertad para seguir citándolo, imitándolo y dialogando con él sin temor a la acusación. Estaba diciendo: “El juego continúa, pero ahora todos conocen las reglas. No hay robo. No hay plagio. Hay almismo ayoico».
La gambeta de Macedonio
El segundo gesto de Macedonio fue todavía más extremo. Fue el que transformó la complicidad en un legado. En su Poema de poesía del pensar, dedicado a Borges, le cede públicamente su proyecto vital. Si antes las ideas peloteaban entre uno y otro, ahora Macedonio realizaba un último pase magistral. Le dejaba a su amigo la “luna pelota poética” de su lado.
El poema es un texto/cifra entregado con la solemnidad de un testamento, dedicado:
A Jorge Luis Borges,
para que la Pasión Intelectual que en ambos se enfría
y se apura, se entreteja gratamente
y se cumpla en Poesía del Pensar
Aquí está, explícita, la misión: la resolución de esa crítica sobre la «Afección» que le había hecho años atrás. No es solo un poema, es un programa. Y luego, enuncia la tesis que se convertirá en el núcleo del don:
Es más Cielo la Luna que el Cielo, si una Cordialidad de la Altura es lo que buscamos.
Fue una cesión radical. La Luna, esa entidad cotidiana y cargada de afecto, se convertía en el símbolo de su literatura y filosofía. Fue la sugerencia de buscar lo universal en lo particular, de preferir la “astronomía casera” a las grandes cosmologías. Finalmente, en un acto de despojo de los oropeles del prestigio, selló el fin de la rivalidad al declararse «Escudero» de Borges.
Al declararse su «Escudero», Macedonio introduce una asimetría radical que desactiva por completo la competencia. Es una posición de subordinación lúdica que vuelve imposible la rivalidad, porque ¿cómo competir con quien se nombra tu servidor? Ese movimiento transforma la conversación en la ejecución de un testamento, donde Macedonio se retira de la escena especular para convertirse en la voz que resonaría en la obra futura de su amigo.
Borges y La luna
La constatación de que Borges no solo aceptó, sino que cumplió devotamente este testamento lunático, se encuentra en su propia obra, de manera explícita, en el poema La luna. Este texto es la crónica de una revelación, el momento en que comprende y realiza la fórmula que Macedonio le había legado, resolviendo al mismo tiempo la vieja crítica sobre su «poesía intelectual».
El poema comienza con una confesión de sus intentos juveniles y eruditos por capturar la luna, un recuento de sus fracasos por buscarla en la mitología y en la literatura, temeroso de que “toda palabra” sobre ella ya hubiera sido dicha por Lugones. Borges narra cómo la buscó en “modestas variaciones”, en la biblioteca, en los libros de otros, en un ejercicio puramente intelectual. Pero entonces, ocurre el hallazgo, la epifanía macedoniana, la irrupción de la «Afección»:
Con una suerte de estudiosa pena
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el vivo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena.
(…)
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día.
Sé que entre todas las palabras, una
Hay para recordarla o figurarla.
El secreto, a mi ver, está en usarla
Con humildad. Es la palabra luna.
En ese instante, Borges descubre que la luna poética no está en los libros, sino «a la vuelta de la esquina», y comprende que esa idea es el eco exacto de la tesis de su amigo: el entrelazado de intelecto y emoción. Quizá el secreto del “uso humilde” consistió precisamente en esto: en que Borges tomó la falta de Macedonio —su intercesión— para componer con ella su propia obra. Pero, ¿qué significa tomar la «falta» del otro? Significa renunciar a la fantasía de una lengua totalizadora, capaz de capturar la realidad sin restos. Borges abandona así su ambición intelectual juvenil y acepta la brecha insalvable entre la palabra («luna de la palabra») y la cosa («luna de nuestros cielos»).
Es precisamente en esta aceptación de la incompletitud donde se resuelve la tensión legada por Macedonio. El “uso humilde” es el reconocimiento de que “Es más Cielo la Luna que el Cielo”; es decir, que la verdad poética no reside en la complejidad, sino en la aceptación humilde y afectiva de lo cotidiano.
Este poema, entonces, no es solo un poema sobre la luna; es la firma de Borges en el testamento de Macedonio, pero también el nombre de Macedonio en la obra de Borges. La prueba de que la “pelota poética” fue recibida y continuada.
La función del amigo
La historia de Borges y Macedonio es el ejemplo de lo que puede designarse la función del amigo como inter-cesor. Un inter-cesor es un monstruo del limen, alguien que hace visible que se hace de a varios, incluso cuando eso no se ve. Bajo cierta dimensión el inter-cesor revela la ficción del Ego autoral; demuestra que el autor nunca es Uno, sino múltiple. Macedonio, al hacer públicas las reglas de su juego con Borges, no se presentó como la fuente original de la que Borges bebía, sino como un cómplice.
Macedonio no se sacrificó; se transformó. Dejó de ser el rival especular para convertirse otra vez en el incitador, en el que cede el objeto hecho de falta en el campo de lo común, no en la inminencia de la muerte, sino en la labor compartida de la vida. Su cesión no fue un fin, sino un comienzo: el inicio de una nueva etapa de la conversación, propulsada por ese vacío bordeado por la escritura.
La nueva complicidad permitió que la tensión deseante entre ambos no se resolviera en una ruptura, sino que se proyectara hacia el futuro. El legado de Macedonio no fue una doctrina cerrada, sino un conjunto de problemas abiertos, una serie de preguntas que Borges se dedicaría a explorar por el resto de su vida.
Para Borges, su amigo no se convirtió en un recuerdo nostálgico, sino en un interlocutor interno, en una presencia que lo interpelaba desde sus propios textos. La obra de Borges puede ser leída como un largo y sostenido diálogo con ese amigo ausente.
Tras la muerte de su amigo, Borges asumió plenamente el “peso ético” de su legado, dedicándose a perpetuar “la voz de Macedonio Fernández”, a la que llamó “el bien más preciado”. Lo hizo en ensayos, en prólogos y, sobre todo, en su propia ficción. En su poema El hacedor, se pregunta con angustia qué se perderá con su propia muerte, y dice:
¿Qué morirá cuando yo muera? ¿La voz de Macedonio Fernández, la
imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas,
una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?
Quizá para Borges, la voz de su amigo no era solo un recuerdo sino una parte constitutiva de sí mismo. La marca de Macedonio, su letra, parece estar inscrita en el nombre propio de Borges. Nombrarlo, como lo hace en innumerables textos, es un acto de homenaje pero también, una necesidad para «poder escribir su verdadero nombre». Es reconocer que su propia identidad literaria está compuesta también por el testamento del amigo.
Esto nos lleva a una concluir que el “Borges” que conocemos —la función-autor «Borges»— es producto de una zona liminal. No podemos pensar a Borges sin Macedonio, no solo como precursor, sino como condición de posibilidad de su obra. En este sentido, la firma ‘Borges’ está siempre, implícitamente, contrafirmada por Macedonio. La escritura de Borges es, en este sentido, el acto final de la composición que iniciaron juntos: la letra que da cuerpo y legado a una voz que, sin él, se habría perdido. La función del amigo se expresa aquí como la de un co-artesano que ayuda a labrar esa marca única que nos sobrevive.
La conversación en Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges continuó más allá de la muerte, convirtiéndose en una obra que trasciende a sus autores y disuelve sus supuestas identidades individuales. Es un mito vivo, una colaboración que sigue generando lecturas y que nos recuerda que, en el fondo, todos somos un poco Borges y Macedonio: una voz que necesita de otra para encontrar su letra.
- «… yo no soy un pensador. He pasado toda la vida tratando de pensar, pero no sé si he llegado. Macedonio comentaba que él no había pensado. ‘Lo que yo pienso -me dijo una vez-, William James y Schopenhauer lo han pensado por mí’. Era un hombre naturalmente generoso, que todo lo que él pensaba se lo atribuía a su interlocutor. Él nunca decía ‘yo pienso tal o cual cosa’, sino ‘vos, che, habrás observado, sin duda…’ ¿Y uno no había observado absolutamente nada! Pero a Macedonio le parecía más cortés. En fin él seguía su línea de pensamiento y la realidad no le importaba». (Dotti 34-35)
Felicidades Helga ¡ gran texto!
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Muchísimas gracias, Carmen. Me alegra que lo hayas leído.
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