En este ensayo Pierre Bruno despliega su capacidad lectora y nos introduce en las diferencias entre la fetichismo estructural y el fetichismo como perversión.
Doy por asumido el legado freudiano en cuanto al fetichismo, sin duda de manera demasiado optimista. No obstante, sólo quiero retener de éste una tesis extremadamente simplificada: la división del sujeto entre reconocimiento y desmentida de la castración materna adquiere, en el sujeto perverso, la forma de primacía de la desmentida por sobre el reconocimiento (lo contrario es válido para el neurótico (6). Partiendo de esto, quisiera proponer ahora una lectura de las posiciones teóricas de Lacan sobre la perversión, sin buscar ser exhaustivo, pero intentando no saltarme ningún escalón. De hecho, tenemos dos grandes referencias en Lacan sobre la perversión: el escrito “Kant con Sade” y una serie de lecciones en el seminario «De un Otro al otro», más algunas notas diseminadas sobre el masoquismo, que se consideran con toda razón como el paradigma de la perversión para Lacan.
En “Kant con Sade”, tal vez Kant sea lo más importante, con esa formidable construcción del objeto que sólo puede tener valor moral si su universalidad no es desportillada, por poco que sea, por un interés patológico cualquiera. “Patológico”, ya se sabe, nada tiene de patológico y sólo designa la presencia de un patema, es decir, de un afecto que revela un interés subjetivo. Citemos a Kant en la Crítica de la razón práctica: “En una palabra, la ley moral exige observancia por deber, no por predilección [Vorliebe], la cual ni se puede ni se debe presuponer” (7). Traduzco tal imperativo: un Bien sin bienestar (Das Gute ohne das Wohl), donde la presencia del Whol puede redhibirse con la de Gute.
Retomemos el asunto en su clínica, la misma que Lacan renueva para repensar la teoría, y que no usa como una ilustración para inmovilizarla. Es relativamente luminosa. Así como el exhibicionista busca hacer gozar al Otro, al cuerpo del Otro (que, como ya vimos, es abandonado por el goce), agregándole la mirada (mirada suscitada por el espectáculo que el sujeto exhibicionista le ofrece al Otro), el masoquista hace gozar al Otro agregándole la voz, completándolo con la voz: regreso de a a casa de A. Dije “robo”, “éxito”, del goce, a condición, agregaría yo, de que el partenaire (¿cierto,Wanda? (13)) a quien se le restituye la voz sea suficientemente complaciente como para aceptar esta adición. Inversamente, el sádico quiere volver a completar al partenaire agregándole la voz, pero a diferencia de lo que sucede en la relación del masoquista con su partenaire, la voz no se le adjudica sino que se le impone a la fuerza, lo cual implica adicionalmente la reducción del partenaire al silencio (gag, como dicen los anglosajones (14). En ese caso, la voz no es la que se le atribuye al partenaire, como en el masoquismo, sino la que, al provenir del agente del suplicio encarnado en el sádico, gobierna al partenaire. Esto es lo que ubica al sádico del mismo lado que el voyeur (respecto a la polaridadactividad-pasividad), a saber, la actividad. Lo importante para el voyeur es que, para él no se trata de hacer que surja la mirada (a) del Otro, sino de posar su propia mirada en el lugar mismo en que la ausencia señala una falta, valga decir, en el espacio blanco del falo. Con su mirada, el voyeur intenta dar consistencia, sin lograrlo, a lo que no se puede ver.
Sin duda, la cúspide de este análisis se concreta en la evocación del pasaje en que Sartre, en El ser y la nada, pone en escena la mirada del voyeur sorprendido. En efecto, es al ser sorprendido que la mirada del voyeur es destituida repentinamente de esa posición de ilusionista en la que, con su mirada, da consistencia erótica a lo que no se ve: del ser a la nada. De hecho, esto nos invita a regresar al sujeto exhibicionista, para quien no se trata únicamente de forzar la mirada del partenaire a mirar lo que no se puede ver, sino de someter esa mirada, instituida como voyeur, al hecho de ser sorprendida por el exhibicionista, quien deliberadamente se sitúa así en el mismo lugar de la tercera persona que, por azar, sorprende al voyeur mirando. De todas manera se ve que la perversión es un interrogante sobre el falo, y más precisamente, sobre la posibilidad de una reversión del falo simbólico (el que no se ve) en falo imaginario, en una especie de vals de tres tiempos: tú puedes verlo, te veo mirándolo, te miro no viéndolo, secuencia donde el pronombre personal cambia de valencia en cada ocasión; siendo el último tiempo aquel donde el reconocimiento de que el falo imaginario sí está negativado, es puesto a cuenta del partenaire, y donde el sujeto perverso goza de este chasco del que simultáneamente se cree preservado por efecto de esta delegación. Este paralelismo entre el sádico y el voyeur contiene un último punto en común. El voyeur le impone al partenaire mirar; el sádico le impone al partenaire su voz; es lo que el otro no quiere pero a lo que sin embargo obedece. Desde cierto punto de vista, la perversión constituye una objeción a la función fálica porque no se satisface con lo que esta función pone a su alcance, a saber, una satisfacción sustitutiva (pero en el sentido en que el sustituto es sustituto de una ausencia y no de un original), porque el falo goza en el lugar del cuerpo del Otro que no goza. Veremos al mismo tiempo que esta objeción es más una insurgencia que una resistencia, en la medida en que es una objeción que tiene por consecuencia obstaculizar todo acceso a una relativización de la función fálica, porque vuelve absoluta la castración (por eso la desmiente: no la reconoce porque no sabe cómo sobrepasarla).
Concédaseme este Witz bastante flojo para señalar de entrada que la novela de Sade (18) es inseparable de una introducción del número (cuatro sádicos, cuatro historiadoras,120 días, etc.) y de una programación que definen un espacio-tiempo limitado e insuperable al mismo tiempo, fin en sí de un cosmos presuntamente apto para generar y recoger todo el goce por medio de toda la castración. Ese lugar, al ser por entero impermeable, es infinito sin heterotopía. En efecto, ya señalé que la perversión no rechaza la castración; la desmiente porque no puede hacerla equivalente a la ley. Esa novela a lo Flaubert, de una modernidad que confunde puesto que su coercitiva estructuración organiza claramente el relato, se sitúa bajo el doble auspicio de Sodoma y del libertinaje (el subtítulo es “La escuela del libertinaje”). Por supuesto, “Sodoma” señala pesadamente qué predilección se anuncia para esta forma sexual de la neutralización de la diferencia sexual. También “libertinaje” merece algo de atención, pues de esa manera nos vemos confrontados con la conexión entre una figura cultural más bien positiva y el sujeto perverso. De hecho, la figura del libertino del s. XVIII, tal como fue forjada por Crébillon hijo y Choder los de Laclos se asemeja mucho a la del filósofo y, si bien coincide por una parte con la del actor de una liberación sexual que apuntaba principalmente a disipar lo sagrado de los lazos matrimoniales, corresponde también y sobre todo a la del actor de una emancipación del orden clerical y religioso en tanto cerrojo del orden monárquico. Señalemos entonces la contradicción: Mirabeau y Sade, libertinos tanto en el sentido sexual como filosófico, no fueron artesanos del Terror. Asimismo, para dar un elegante salto, los khmer rojos recurrían a un ideal comunista que, en su vulgata oficial, estaba poco interesado en cultivar una relajación de las costumbres. Más instructivo aún, Pasolini eligió, como ya se dijo, llevar a escena la novela de Sade haciendo encarnar a los cuatro sádicos en una cuadrilla de dignatarios nazis cuyo rasgo común con los cuatro personajes de Sade era provenir de una clase decadente. De hecho, resulta bastante sobrecogedor, en esta vena del “libertinaje” al servicio del servilismo y de la degradación de lo humano, comparar los grabados que a comienzos del siglo XIX ilustran las obras de Sade, con sus imágenes de cuerpos desnudos encabalgados, y las recientes fotografías de la prisión de Abu Grahib de prisioneros iraquíes apilados sobre el suelo y esposados. Situar en perspectiva de esta manera al libertino y al perverso puede terminar acreditando la tendencia moralizante de la solidaridad entre la liberación sexual y la delincuencia criminal, si nos dejamos intimidar por el temor de que la apertura del campo pulsional derogue toda ley, cuando se trata es de elaborar qué relación con la ley es conveniente para que esta apertura cree civilización. A este respecto, no solamente el psicoanálisis puede impedir que la liberación sexual sea pervertida por la perversión. O, como ya lo vimos, reabsorción del síntoma en la transferencia, o identificación con el síntoma, puesto que Sade es un escritor.¿Qué nos enseña entonces esta ficción de Sade, sorprendente ficción por presentarse como una defensa y una ilustración de la ley, no fingiendo hipocresía sino con una autenticidad que apunta a suprimir lo real de la división entre reconocimiento y desmentida haciendo que el partenaire sea quien soporte esta división (haciendo recaer en el Otro el «dolor de existir»), pero de una forma que implica que la castración simbólica (falta simbólica de un objeto imaginario por un agente real) sea universalizable en intensión, es decir, que nada del goce pueda escapar de allí? Se trata de construir un mundo no desbrozable, lo que por supuesto culmina en lo inmundo. Un mundo donde nada sea imposible y donde todo sea necesario: definición sadiana de la naturaleza. Cuatro «libertinos» son los agentes sádicos: el duque de Blangis, el obispo hermano del primero, el presidente de Curval, Durcet (la nobleza, el alto clero, la justicia, la burguesía). El duque anuncia de entrada el principio que reúne esta confraternidad: el mal debe cometerse por fuera de toda pasión, es decir, no solamente debe cometerse al amparo de ésta, y a este precio el hombre puede alcanzar la más deliciosa de las voluptuosidades. Ante ellos, sus cuatro esposas, más ocho muchachas jovencitas, ocho muchachos jóvenes, los bardaches (19), más ocho folladores, por último cuatro cocineras, elegidas por su vejez y su fealdad. El escenario general es el siguiente y se ejecuta por medio de cuatro historiadoras cuyo papel es esencial. Las historiadoras, elegidas entre prostitutas de alto vuelo, deben ir relatando a los cuatro libertinos las historias más licenciosas posibles y (en una degradación hacia el horror) cada vez más criminales, para excitar su deseo y preparar, a través de un condicionamiento fantasmático, las sevicias sexuales reales que se inspiran en las narraciones escuchadas. Dado esto, si el objetivo de los cuatro libertinos consiste en obtener la voluptuosidad más intensa posible, el de los partenaires-víctimas (que son los demás ocupantes del lugar fuera de las historiadoras), consiste en cambio en lograr que ninguna voluptuosidad llegue a deslucir... ¿qué? Un goce sin libido y hasta una melancolía artificial. Los partenaires-víctimas deben llegar a una abnegación total de sí mismos para sólo consagrarse al deseo del Otro. Ya están muertos en el mundo, y es en ese lugar de paso de esta primera muerte para el mundo a una muerte a secas que puede ejercerse y realizarse la perversión. Esto es lo que me permite definir la respuesta de la perversión a esta nulubicuidad del goce. No debe permitirse que el partenaire sea presa de la libido ,para que tenga lugar, para el agente, una ubicuidad del goce. Entonces, el sujeto está claramente definido como el sujeto moral kantiano por excelencia, quien en nombre del goce del Otro, se anula como sujeto patológico, o sujeto de placer. Respecto a ese principio, la división entre reconocimiento y desmentida de la castración se convierte, podría decirse, en una división de clase: por una parte, la desmentida para los agentes sádicos; por la otra, el reconocimiento impuesto a los partenaires-víctimas. Entonces la castración es el índice de una repartición dentro del agrupamiento humano y no lo que divide a un sujeto; por lo menos así es como se presenta el primer tiempo del fantasma perverso. Aquí se notará que, a fin de respetar estrictamente ese principio según el cual la libido abolida a las víctimas permite aumentar la libido de los libertinos (tal vez hasta permitirle igualar el goce perdido), debe excluirse de la perversión propiamente dicha todo lo que sea resultado de una identificación narcisista con el goce femenino (se hablará entonces únicamente de rasgos perversos), es decir, lo que sea muestra de un interés por la libido del partenaire y su goce en el sentido común del término. Pero, en adelante ¿por qué hablar de goce sin libido y no, simplemente, de sin libido? Aquí toma importancia el comentario sobre el carácter insostenible de las imágenes que ofrece la película de Pasolini ¿Por qué «insostenible» si no porque en este afecto está claramente en juego un goce sobre el cual no puede trasplantarse voluntad alguna, por muy leve que sea? Hay una razón más esencial: el segundo tiempo del fantasma perverso es aquel con el cual el perverso sólo puede reconquistarse como sujeto tomando el lugar del partenaire-víctima. De esta manera, podrá en su momento acceder a este goce que sólo le permite reconocer de nuevo su castración a costa de desaparecer totalmente en la muerte, hasta exiliado de lo simbólico mortífero. No obstante, podrá seguir siendo el objeto de amor de ciertos happy few , y tal vez sea el amor lo que insólitamente suelte esa guillotina, que va de lo no castrado a lo castrado (el Terror pasó por esta experiencia, a escala natural, al guillotinar a los guillotinadores). Entonces existe la idea de que la reciprocidad (aceptar estar, en su momento, del lado del partenaire-víctima), preservaría la perversión de la criminalidad común. Ahora bien, es en este punto donde reside lo que Lacan llama chiqué del masoquismo, al mismo tiempo que reconoce que es por vía del masoquismo que un sujeto puede recoger el mayor del goce. En efecto, al ocupar en un segundo tiempo el lugar del partenaire-víctima, el sádico, ahora masoquista, sólo acepta este lugar a condición de convenir un deal con el sádico que lo reemplaza, que fije los límites más allá de los cuales el contrato de sumisión caducará. Solamente en los casos de psicosis puede transgredirse ese contrato hasta la muerte20. El masoquista quiere en efecto sufrir, pero no sin libido. Al mismo tiempo, al hacer de su partenaire (el agente de la voluntad de goce del Otro) un sádico atenuado, se descarga en él de asumir su deseo, excluyendo la posibilidad de volverse a hallar en la misma posición que el partenaire que quería cuando era sádico. Insisto en esta disimetría porque significa (20) una detención en el complejo de castración: en tanto sádico, quiere que el partenaire goce sin libido; en tanto masoquista, no se resuelve a gozar sin libido (21). Tomando los esquemas de la sexuación de Lacan como referencia, puedo decir, muy sencillamente,que el perverso apunta a levantar una barrera estanca entre la parte izquierda del cuadro de la sexuación, donde se mueve sin prejuicios, y la parte derecha, donde aparece un goce que resulta no-todo de la castración. Es en nombre de una concepción absolutista o integrista (manteniendo la connotación política de esos términos) de la castración, según la cual todo del goce le obedece, que persiste en hacer primar para él la desmentida por sobre el reconocimiento. De esta manera el perverso queda prendido a la necesidad del falo; de ahí el fetiche, o falo postizo: intento de acceder,por un sesgo de ficción, a su contingencia.
En el último párrafo de su novela, Sade se dirige al lector y lo invita a tomar asiento para «que detalle a su gusto», le dice, los «suplicios de los últimos 20 sujetos». Este llamado al lector es significativo por lo menos en dos sentidos. Por una parte, tiende a indicar que la novela ha terminado y que la escritura casi telegráfica de la segunda mitad del libro ya no debe considerarse un esbozo si Sade piensa hacer del lector un cofrade o hasta un cómplice en perversión, encargándolo de continuar su obra a su manera. Es cierto que las indicaciones que salpican la novela a partir de la segunda parte, como el «plan» y «verifiquen», hacen pensar que Sade tiene la intención de retomar su obra, pero no hay que descartar que se haya cansado poco a poco de su sadismo aplicado,como si esta descripción entomológica de las atrocidades sexuales hubiese acabado por quitarle toda libido y como si sólo hubiese perpetuado su tarea de escritor para no decaer en su ambición de sujeto moral kantiano, que ejecuta su tarea aún (y sobretodo) cuando nada tiene que esperar en términos de gratificación erótica. Dicho esto, en última instancia se entrega en efecto al deseo del lector, gracias a la ficción. Deseo, es decir, elección de goce: esto y no aquello; en cambio el perverso queda prisionero,para ser kantiano, en esto y aquello, cueste lo que cueste, aun cuando el examen del masoquismo nos ha demostrado que esta ambición nunca se sostenía. Cierto es que el deseo nace de una despatologización incondicional (es el paso revolucionario de Kant), pero a costa de excluir lo femenino. De hecho, este comentario no deja de poner en cuestión el estatuto del deseo en Lacan de antes de su dilucidación de lo concerniente al goce femenino, en Aún. Esta alternativa que concierne al sentido que hay que darle a esta introducción del lector debe ser examinada ante todo bajo la óptica de su primer término: la cofradía perversa. Este término de cofradía, muy freudiano perfectamente ajustado al pacto convenido entre los cuatro agentes perversos de la novela, en oposición al road-movie del perverso solitario, presenta la perversión como condición del lazo social y fundamento de una república cuyos tres mandamientos (libertad, igualdad, fraternidad), sólo podrían ser plenamente factibles a condición de que su revés (no libertad, no igualdad, no fraternidad) sea lo que organiza la conducta de los partenaires-víctimas. Aquí, el «a modo de revancha» no puede contemplarse concretamente, dada la suerte mortal reservada a esos partenaires, lo cual, en sí, denuncia y rechaza «la impostura perversa». En suma, Sade no miente cuando dice que sus ficciones tienen por objetivo estimular la virtud, puesto que la mecánica del «castillo» contradice la complacencia fantasmática que constituye el fondo de la pareja perversa. Por lo demás, este tema de la cofradía tiene raíces más profundas; basta con subrayar en el libro consagrado por el antropólogo Maurice Godelier a los Baruya los pasajes relativos a la iniciación de los jóvenes baruya. Esos ritos eran secretos y debían ser ignorados particularmente por las mujeres. Los hombres solteros (los chuwaniés, los kalavés) se encargan de esta tarea, que consiste en que los jóvenes iniciados ingieran su esperma por medio de una fellatio. Esos jóvenes «tenía la obligación de aceptar el pene que se les tendía. Quienes se rehusaban, aterrados por el sentido secreto de ese gesto, por su importancia tanto para ellos como para todos los baruya, y por los castigos que les esperaban si los revelaban a las mujeres o a los muchachos no iniciados, eran forzados a ello. Cuenta la tradición que un cierto número de niños acabaron con el cuello roto ante el esfuerzo que hacían para resistirse. Eran entonces enterrados y sus madres nunca conocían la verdadera causa de su desaparición. […] Por supuesto, luego de esta violencia inicial venían relaciones más fáciles y más placenteras. Se formaban parejas en casa de los hombres y el mayor de cada pareja cuidaba del más joven. Debía ir a cazar y ofrecerle la presa, cuando había hecho uso de su boca» (23). Maurice Godelier subraya de manera pertinente que esta práctica tiene lugar para descontaminar a los jóvenes de sus madres, para extraerlos de lo femenino tanto más amenazante cuanto que fueron alimentados con leche de las madres que, para los baruya, es un producto derivado del esperma. Pero no subraya que esta práctica tiene también una dimensión sexual y, precisamente, homosexual, es decir, que pone en juego un goce masculino correlacionado con una posición de deseo, orientado hacia el padre, que tiende a esterilizar, a aislar y si es posible a destruir todo lo que haga parte de un goce en donde lo femenino estaría en juego por vía de las madres. Estamos en el centro de la aporía de lo mitológico, y que lo mitológico no pudo superar: ¿cómo impedir la tempestad devastadora de las madres sin sacrificar al mismo tiempo el precioso náufrago del gozar femenino? Parodiando a Clausewicz, puede concluirse entonces que la pedofilia es la continuación de la pedagogía por otros medios, (o lo contrario, me soplaron (24)), y que, fundamentalmente, se trata de excluir lo femenino del campo del goce para preservar el cascarón de una castración binaria: cara, el hombre goza; sello, la mujer no goza, que es únicamente la desmentida de la castración tal como el psicoanálisis descubre, por primera vez con Freud y su escisión, su «verdadera naturaleza».
Las 120 jornadas, hasta el punto de trivializarse en el aburrimiento ,hay un islote de amor: el obispo se enamora de Julia, que por tal razón encuentra «gracia» ante sus ojos, lo cual contradice (comienzo de la cuarta parte) el axioma de goce. Así, este idilio discreto, que rompe casi imperceptiblemente el encierro del Castillo (no hay que confundirlo con los idilios entre víctimas), es acaso, en la ficción, la pareja del amor que Sade manifiesta, en la vida, por quienes lo han amado (sus sirviente, su cuñada, su mujer). El asunto que queda por resolver es entonces el de saber si, en el contexto de la perversión (aunque la pregunta tiene un alcance más general), el amor está ahí para enmascarar la perversión o para mermar su compacidad. En cuanto al goce femenino, subrayaré únicamente, en el libro de Krafft-Ebing,que el sadismo femenino (aparentemente mucho más frecuente que el masoquismo femenino) conlleva siempre una condición que lo desemeja del código kantiano. Así,de una mujer sádica se dice claramente: «La satisfacción nunca le llegaría si el hombre25 aceptara sus malos tratos sin experimentar excitación sexual alguna». Hacer gozar al partenaire privándolo del deseo queda pues vedado para ellas; por lo contrario,todo indica, como lo muestra este otro rasgo sádico que consiste, para una mujer, en prorrogar la tumescencia impidiendo el orgasmo en el hombre, que se trataría más bien no de hacer pasar das Wohl antes de das Gut, sino de eternizar la libido en una suspensión indefinida del desenlace, de vincular el goce con su incumplimiento, de conducir al hombre tal vez, por este efecto de retardo, a medir en un cierto dolor qué es la frigidez para una mujer, “priapizando” al hombre hasta que pase tendencialmente de un tener fálico a su ser (26).