Lemoine-Luccione, a través de su estilo único, nos lleva a recorrer otro modo de decir la diferencia sexual. Y es a partir de este modo de hacerlo, que introduce una pequeña diferencia respecto de lo que Lacan dijera del Otro goce, en tanto para él las mujeres nada pueden decir al respecto porque este goce está más allá de las palabras. Sin embargo, la autora casi que grita que la mujer no es muda, porque ella dice acerca de su goce en lo que dice , sólo hay que saber escucharla.
Yanina Juarez, edición.
Introducción.
¿Por qué no escribimos la ecuación: pensamiento=palabra=sexo, como Freud escribió: pene=clinero=heces y Georges Bataille: poesía=erotismo=sacralidad, etc.?
Yo creo que se puede si uno se autoriza una lectura transversal y no separatista de los conceptos. Francis Marmande nos ha dado el ejemplo de un tal análisis en su trabajo sobre Bataille. En cuanto a Freud, su ecuación está, lo sabemos, fundada sobre la clínica y especialmente sobre la clínica de la neurosis obsesiva.
Pensamiento =palabra =sexo. Pandora.
Así, la ecuación aquí propuesta: pensamiento=palabra=sexo, encuentra yo creo, sus bases en mi comentario. El sexo que significa separación, divide a la humanidad en dos géneros: el femenino y el masculino. Esto parece obvio. Pero, también los animales son seres sexuados. ¿Poseen por lo tanto la palabra? no, pues ellos no se saben respectivamente, machos o hembras, y por lo tanto no se pueden declarar de uno o de otro género. En los humanos, la pertenencia a un sexo «se declara». Es más, esta se declara en el estado civil; el sujeto es libre, claro, de revelarse contra esta declaración y esta clasificación. A veces puede ser que la rechace, pero esto implica, en todo caso, hacer un acto de palabra. Acto de palabra, dije, luego entonces acto de pensamiento, ya que la declaración, la clasificación, o el rechazo de uno u otro implican un acto de pensamiento: el pensar es indisociable del lenguaje. Y si el lenguaje es nominación, necesariamente también es declaración y clasificación; el lenguaje como el sexo también separa.
El pensamiento siendo palabra, la diferencia es condición del pensamiento, pues la palabra,es sobretodo invocante; se dirige al otro. Requiere por lo tanto del Otro, pero apenas se lo conoce, este Otro deja de ser el Otro absolutamente. Y la invocación interpela a un nuevo extranjero. «Conocer», en el sentido bíblico, fue conocer una mujer. La palabra es fuerte. Este Otro que deja de ser otro desde el momento que se le conoce, es la extranjera, en femenino, la nueva mujer, al menos para Don Juan.
La diferencia sexual, es por lo tanto, la más común y la mas fundamental de las diferencias.
¿Diríamos que está desde siempre establecida? ¿que está desde los orígenes? Describamos primero el proceso a nivel histórico, lo mas próximo que pueda ser aprehendido. «Cuando uno dice ‘tu’ al otro , el otro puede ser una mujer». Una vez señalado lo anterior, decidí llevar a cabo un atajo drástico, entre el sexo y la palabra, (y que el miedo a tomar la palabra, como manifestación elemental del miedo a la castración, autoriza). De hecho es el hombre el que invoca a una mujer en su deseo del Otro, cuando le dice: «tu». Parece que el tuviera menos miedo. Nada mas seguro por tanto. «Cuando el uno le dice ‘tu’ al otro no es otra cosa que una proposición subordinada. Sin embargo esta asienta un preliminar y es inaugural. Si uno dice «tu» al «otro», lo invoca como siendo el otro de si mismo. Si el la invoca, entonces se separa de aquel otro que el suscita, a pesar de todo, frente a si. «Tu» y «tuer» ( en francés juego de palabras, tuer es matar) constituyen uno de esos pares indisociables y trágicos: se descubre, y se instituye al otro sino para matarlo?
Ciertamente, es verdad que: la diferencia es irreductible y es para todo ser hablante, pero la declaración de la diferencia es sin duda una palabra de compromiso. Puede significar (aquí retomo las proposiciones lacanianas):
TU est ma femme (tu eres mi mujer).
Lo que implica: Je suis ton homme (yo soy tu hombre).
Palabras fundadoras que instituyen la pareja (le couple) para lo mejor y para lo peor.
Pero bueno, ¿ha habido desde la eternidad dos sexos?, ¿diferentes y opuestos? No precisamente. Cuando uno dice «tu» al otro no hay todavía hombre o mujer. No hay más que humanos. Pero, cuando el lo ha dicho la pareja heterosexual se encuentra de esta manera instituida. Tomo la palabra «heterosexual» en el sentido mínimo, es decir, de cualquier otro sexo sin preguntarme sobre las modalidades. El ejemplo de Philemon y Baucis prueba que la anatomía no es suficiente. «No me llames madre y no habrá incesto», dice mas o menos Yocasta a Edipo -en el drama de Helene Cixous- !Cierto! pero la vocación de los humanos es la de nombrar. ¿Los humanos que aun no han sido nombrados tienen históricamente una existencia?
La lección de la mitología sobre este punto es clara. Antes del comienzo de la historia no hay mas que antropoides, seres míticos, no diferenciados y la primera criatura, Pandora, es un puro objeto artesanal, un ser nacido de la imaginación de Zeus; un mixto fabricado por Hefaistos con el solo fin de castigar a Prometeo y robarle el fuego. Ella no existe, no más que la mujer según Lacan, es una especie de «espantapájaros» -pero un espantapájaros que seduciría, me refiero aquí a la obra de Nicole Loraux Les enfants d’Athena (Los hijos de Atenea) publicado en Maspero en 1981.
Diremos además que la Parthenos, Pandora, joven virgen como Athenea, es autométor (autogeneradora): no engendra mas que una horda; nada aún que indique lazo social. Sin embargo, podemos gracias a Pandora, tener frente a nosotros, en lo sucesivo, eso que llegaran a ser las mujeres: gunai; por oposición a los hombres, nombrados desde siempre: andres. El término de antropoide designa entonces a la humanidad sin distinción de sexo y esta humanidad ante-histórica, queda como una entidad; la distinción de los hombres y de las mujeres inaugura la historia; nuestra historia. Mas allá de la historia esta el mito.
Lacan no dice otra cosa que eso que dice el mito: he aquí dos de sus proposiciones, brutales en su formulación, pero escenciales en su doctrina sobre este punto: «La mujer no existe»; lo que significa que no hay un universal de la mujer y la otra es: «no hay relación sexual». La segunda es un simple corolario de la primera. En efecto si no hay universal de la mujer, la mujer y el hombre no pueden hacer pareja que pueda constatar que hay relación sexual. Para que haya relación, en el sentido matemático del termino faltaría que uno y otro fueran simétricos y complementarios, como las dos mitades del andrógino de Aristófanes, o como las criaturas arquetípicas de Jung. Pero esto no es mas que mito aquí y allá. Por otra parte si hombres y mujeres fueran complementarios y opuestos, no serian sino uno el negativo del otro. Pero lo negativo no es lo diferente, es el mismo pero afectado de un signo contrario. La pareja humana por el contrario une dos seres diferentes, que quedan para siempre en disyunción, y esto a pesar de las relaciones sexuales felices o del logro de los sólidos contratos.
No obstante, parece que Pandora fue inventada precisamente para reducir la distancia. Resuelve la antinomia existente entre los dioses y los hombres, por la introducción que ella misma constituye, de un tercero desequilibrante: ese espantapájaros, es ya el Gran Otro, todavía mítico. El deseo humano se estrella, (choca) sobre ese mixto, sobre ese monstruo con cara humana. Pero ese monstruo es necesario, en tanto que Otro, para fundar la raza de los humanos. El deseo de los humanos es, entonces, el deseo del Otro, y se encarna en el falo y es el órgano del macho el que es portador. Sometido, como está, a la castración, el hombre no sustenta por lo tanto ningún poder real. Ademas el lenguaje que suple a la castración es el privilegio de todo ser hablante. Sin embargo para las mujeres ese falo que no tienen, posee un poder imaginario irresistible: y para los hombres este Otro que ellas encarnan y que ellos desean, debido a la función fálica, resulta fascinante. Es sobre este mal entendido que se establece la relación sexual. La diferencia sexual así estipulada, instaura la simetría, testimonio de toda posibilidad de invención y de creación.
Queda el amor para el cual el sexo no cuenta, es hommosexual (de acuerdo a la ortografía lacaniana). Es asunto del alma, de alma: J’dme, tu dmes, il ame, etcetera (yo alma, tu alma, el alma,) conjuga Lacan. «Lo fuera de sexo, he ahí sobre lo cual el alma especula».
El hombre se declara entonces, como teniendo el falo y la mujer como siendo, ya que el la desea como Otro. Pero, bien entendido, no hay mas que engaño en esta suposición reciproca. Ella no es el falo, sino solo y momentáneamente el pequeño a, causa de su deseo. Y el no lo tiene: el falo esta como el bien intangible de un Dios o de un Padre, donde la histérica prudentemente lo coloca. Esta entonces el goce fálico, ese que relanza al pequeño a y el goce ese que lo intangible del Padre garantiza. Digamos para precisar, que ser el falo, no es decir si a la función fálica; decir si, es tenerlo y exponerse a perderlo. No es en tanto que ella puede serlo que la mujer participa de la función fálica, sino en tanto que ella también quiere tenerlo y se expone a perderlo, bajo la forma del hijo, por ejemplo, o de la palabra, o del poder. Pero entonces ella castra al hombre.
Habíamos dicho, en efecto, uno u otro lo tiene, no uno y otro juntos. El hombre desea en la mujer al monstruo con cara de mujer que el ha creado (dado a luz) y sabe, consecuentemente sobre su origen. Deseo de poseer y deseo de saber, aquí se confunden. La mujer quiere robarle el falo, quiere robarle su poder. Ella quiere nombrar y hacer la ley, así cada uno quiere aquello que no tiene y que presta al otro que tampoco lo tiene. Sobre esto se entienden lo suficiente, al menos, para procrear. Ya que el tiene el órgano sexual y ella tiene el que se necesita para parir.
Resta decir que la mujer no elige. Dice si y dice no. Queda dividida, es por esto que ella «no es toda» y resulta a lo mejor un mixto. Sus deseos en una salida falsa se anudan en una relación a través de la cual ella fuerza al hombre a entrar en lo real del tiempo, de la vida y de la muerte, real que ella ocupa con pleno derecho, ya que dispone de un acceso directo a este real y a un goce suplementario. No goza del solo órgano sexual, ese pene que no tiene.
El deseo del Gran Otro tachado le da acceso en efecto a un otro goce, no ese del Gran Otro no tachado que es el objeto absoluto del psicótico, sino del Gran Otro pero tachado. Es la diferencia con el hombre, quien obtura la distancia por medio del pequeño a.
¿Qué quiere una mujer? El amor, que es goce del imposible real. Hay que decir que una mujer es siempre algo mística. Por ella, en ella, se juega el todo por el todo del ser en el amor.
No todas las mujeres van al convento, y no se puede decir que todas sean histéricas o místicas. Hay algunas que saben poner a «un» hombre en el lugar del Padre, y cuando eso no se logra entonces recurre a «un» otro. Y es que el pequeño a funciona también para las mujeres para asegurar el relanzamiento de su deseo; en fin ellas hablan y se tienen de pie, he escrito en Partage de femmes (Partición de las mujeres) y se cuentan una por una. Así, participando de dos registros, están amenazadas de delirio o de estados segundos. Si bien ellos están expuestos a la castración, ellas lo están a la disociación. Y es por la razón misma de su capacidad de engendrar que proceden a la sucesión de las generaciones, con el tiempo que se requiere para ello.
Y ellas hablan, ¿hablan como los hombres? Henos aquí en el corazón del drama sexual. El hombre le pregunta: ¿che vuoi? y el conmina a ese monstruo enigmático a hablar, pues para el ella sigue siendo Pandora. iAh, si ella pudiera explicarse sobre su goce! pero a esta demanda de hombre, una mujer no puede responder. No podría responder más que en hombre a una pregunta de hombre. Dicho de otro modo, una pregunta es siempre una falsa pregunta. La pregunta, como sabemos. contiene la respuesta. No tiene salida: no hay relación hablada, diría yo. Y el hombre se topa con el enigma.
En efecto, su pregunta era para supuestamente aportar una respuesta al hombre, un saber sobre el goce. Pero este saber, esta ciencia, es lo que lo separa de las mujeres. Hacer el amor, no es saber lo que es. El hombre confunde saber y conocer en el sentido bíblico del término. Es así que Beatriz es La Mujer y La Ciencia para Dante, pero buscando la ciencia el hombre se aleja de la realidad de La mujer. La Mujer, Beatriz, le hace perder «una» mujer. Sabemos, se ha dicho, que ese saber ha sido construido por el hombre como dispositivo de evitamiento, la ciencia en lugar del contacto directo, deseado sin duda, pero temido también. Si la mujer responde en mujer, ¿todavía podemos decir que habla? por supuesto, ya que no hay más que una lengua. Eva ha sido por lo demás, la primera en desear saber, y es que las mujeres dicen también sí a la función fálica, pudiendo a la vez decir no en aquello que «no es toda».
Ésta es la lógica nuestra ahora y que vuelve caduca aquella de la exclusión de los contrarios. De hecho no hay hombre o mujer más que en el acto que los define, al uno en función del otro. Todo sujeto que habla invoca al otro, que se hace soporte de su demanda. Cada uno es libre de colocarse del lado del uno o del lado del otro. No hay que llegar a conclusiones apresuradas, que no es ni hombre, ni mujer; ni carne ni pescado. Tampoco que es uno y otro, como un retorno al falaz mito del andrógino. Es un hombre o es una mujer, susceptibles de entrar en la transferencia en tanto que hombre o en tanto que mujer. Hay dos sexos en todos los casos. Cada caso es particular en cuanto a ese sexo, precisamente: el del analista y el del analizante, el del amante y el del amado. Es un juego sexual de compañeros variables, a pesar de la permanencia aparente del sexo de cada uno y en función del sexo real de cada uno.
Lo que se juega en una, y otro sexo no es lo mismo. Toda especulación sobre la diferencia de los sexos, desemboca en una diferencia irreductible. Pero no esta ahí en donde la diferencia anatómica parece indicarlo, aunque el sexo biológico tenga su necesidad y entre en el juego de la edificación del género, este solo entra en la medida en que es afirmado o negado, aceptado o denegado. No de otra manera. Lo que está en juego es el falo y no el pene. Yo diría inclusive, que en tanto que órgano real, el pene no se presta para este juego. Únicamente en la medida en la que un sujeto lo supone ausente, es que empieza a entrar en el juego como falo. Juego de significantes desde luego (y por lo tanto de lenguaje), que se resume así: puede que llegue a faltar, permanece en todo caso oculto. La exhibición no es la prueba de la potencia sexual. Los Dioses «Itifálicos» eran una suerte de eunucos. En fin, el falo pertenece a quien lo toma, pero en seguida lo decepciona.
Si la diferencia sexual se mantiene necesariamente, es que es el efecto mismo de la diferenciación; es decir de la asunción subjetiva, en lo que concierne el sexo. Es la diferencia misma, el corte, ese gesto por el cual el hombre al momento de entrar en el juego se define. El hombre, el macho, para definirse, ha debido cortarse de sí mismo; una costilla se ha dicho. Si, una parte en todo caso. Y bien, esta parte llamada mujer, se convierte en su síntoma, es la herida en el costado del hombre. Corte y función significante son aquí sinónimos.
Nada de prerrogativas, ninguna jerarquía. Hay un juego de serlo o de tenerlo, que se juega al menos de a dos y es en lo que consiste la sexuación. La prerrogativa, la rivalidad, los celos son neuróticos; la denegación es perversa; la ausencia de juego, psicótica. Pero la angustia de la falta, fundamento del juego, es el hecho de todos. Hace mucho que los humanos han tratado de encontrar la puerta de este callejón sin salida. Ponen todo su ingenio para impedirse tener lo que ellos saben que no podrán poseer, o en desear lo imposible con el solo fin de darse razones de su fracaso y destruir el objeto de amor que les está de antemano negado: ese objeto que no hay, hubiera dicho posiblemente. Lacan dice, «Te pido de rechazar lo que te ofrezco, porque eso no es».
Todo esto no impide de realmente amar. Hay error solamente sobre el objeto. Y para este asunto la mujer no se las arregla mejor que el hombre, al contrario. Ella no dice no al objeto: no dice no al goce fálico. Ella dice sí y dice no. Pero dice: porque, en fin, o bien uno o el otro hablan, o bien ninguno habla. La mujer no es muda, piensa y hasta tiene un alma, ya que ama o alma siguiendo el juego de palabras de Lacan.
El retraimiento sobre si mismos (Ctemence y Sidonie).
Si el deseo del otro hace hablar a uno y otro, el retirarse (retrait) hacia lo mismo, deniega la diferencia y mata a toda palabra. La relación narcisística de dos, se encuentra así a lo opuesto exacto de la relación llamada heterosexual. Conocemos ese rasgo frecuente en los gemelos, estos no hablan, o al menos no se dirigen a los otros sino a sí mismos, utilizan un idioma incomprensible para cualquiera, como una especie de parloteo destinado a evitar toda posibilidad de comprensión. Así se quedan solos y unidos.
Para reponernos de las reflexiones un poco abstractas de la primera parte de este trabajo, voy a contar la historia de Clemencia y Sidonia, es una historia verdadera; un recuerdo de infancia.
Todos los domingos en la mañana, yo veía, en aquella lejana época, descender, danzando, por la colina a dos hermanas que se decía eran gemelas (y que no lo eran). Venían al pueblo para asistir a misa. Ya viejas, bonitas con su piel rosada bajo su vasta capellina, semejaban dos santones. Nunca se habían casado, porque, ellas mismas decían que: iya sabían que para eso, habría que perforarse las orejas! Yo no sé, qué habría sido de los padres, de los tíos o de los hermanos, de estas dos hermanas. Pero desde mi infancia, ya habían desaparecido.
El hecho de que fueran hermanas y estuvieran como pegadas, había hecho que la búsqueda de un macho, resultara inútil. Ellas dos se eran suficientes. Pero su célula se encontraba, evidentemente excluida de la malla social. Era una célula independiente, fuera del engranaje social. Se decía que eran «un mundo aparte».
A propósito de esto, precisare que las dos hermanas no estaban absolutamente cortadas del mundo, ya que venían a misa. Y que por otro lado, su imagen -encantadora- lejos de molestar, regocijaba el corazón de más de un aldeano, así como a mi. Pero aún así y con el tiempo, resultaba más verdadero, esto de que ellas no pertenecían a este mundo, no estaban en el mundo. Y así un dia desaparecieron, sin que nadie se diera cuenta o lo percibiera. Y es que ningún intercambio sancionaba su presencia. Lo que te hace entrar en el mundo humano, es entonces el intercambio. Pero es esto, contra lo que la pareja, así sea heterosexual, se enfrenta rápidamente: ¿qué es lo que los integrantes de la pareja intercambian? y ¿qué es lo que intercambian en tanto que pareja? Los hijos, por supuesto, pero estos vienen por añadidura, y no son, en los seres humanos, la razón de la pareja. Es más, no hay pareja más que en los humanos. Decir que no hay relación sexual, es decir esto y solamente esto: que no hay intercambio perfectamente equilibrado entre las dos partes de una pareja, al punto de que sean complementarios, pero no solo eso sino que cuando la pareja se constituye abusivamente, patológicamente como complementaria, se cierra sobre sí misma, y no entra más en la cadena de intercambios con el mundo. En efecto, los enamorados se creen solos en el mundo.
La pareja «agemelada» (gemellaire) tampoco realizan intercambio entre ellos; porque son paradójicamente semejantes y complementarios. Fuera del engranaje social, que no tiene intercambios con su medio, no da ni recibe. En efecto, lo que caracteriza el vinculo de socialidad, es que no hay «rueda libre» sino una malla tejida al infinito, por las demandas que se dirigen de uno a otro. Esta pareja puede designarse como homosexual, sin consideración del sexo real de los miembros que la componen.
La pareja de Migranikres (por el nombre de su tierra, es decir, el lugar de grenades), se creía complementario e indisoluble, pero era patológico. Constituía una suerte de repliegue estratégico, demostrando, al contrario, la imposibilidad de la pareja heterosexual: sobrevivió solamente debido a la mentalidad de entonces. Se le toleraba a título de la inocencia poética de esos dos seres asexuados. Eran unas inocentes, se decía, lo que significa, incapaces de perjudicar a nadie y a salvo de todo mal para ellas mismas. La historia -que es contemporánea de la anterior- de las hermanas Papin, muestra bien que el delirio a dos puede ser todo lo contrario de la inocencia, puede ser, ifatal y horripilante! -si esta se embrolla a la relación incestuosa, aunque ingenua y poética o mítica, un forzamiento de lo real puede desencadenar efectos mortales.
Las Mimanieres «controlaban sus dominios» y escaparon así a la necesidad. Las hermanas Papin, sin duda proletarias, privadas de la libertad de convertirse en vida, en personajes poéticos, o míticos, giran rápidamente a ser casi esclavas, ya que se fueron de sirvientas con una familia rica. He dicho esclavas, independientemente de los buenos sentimientos de sus patronas, -la madre y la hija-, pues los buenos sentimientos no cambian en nada este asunto, estos tienden solamente a anular el odio y por lo tanto una forma de goce. Les hubiera sido necesario buscar un goce en otro lado que contrabalanceaban su horrible frustración. Esto fue el incesto, lo que las dos ciertamente vivían pero que escondían. Desemboca en la masacre. Por fin pudieron incluirse de lleno en la sociedad. Jean Genet y Jacques Lacan han profundizado en la historia de las hermanas Papin.
Yo me quedo por mi lado, con las amables Migranikres. Su historia nos ilustra sobre el imposible de la relación a dos. El delirio a dos; aun sin masacre, es la muerte en vida. Se caracteriza por el rechazo de todo lazo social, pues los dos de la pareja tienden a formar una célula al punto de pretender reengendrar una nueva humanidad en el lugar de la otra, de la que ya existe. Este rasgo, (el deseo de dar a luz, de engendrar) es constante en el delirio a dos. Sabemos, por otro lado, que es un rasgo psicótico en el hombre.
Podemos concluir a partir de esta incursión en la relación dual -y excluyo deliberadamente de mi exploración a la pareja homosexual, porque el amor del Otro puede perfectamente preservar la palabra-, podemos concluir que la cadena de intercambios no se desarrolla sino gracias a la formación de parejas que asumen su diferencia y se abren de esta manera al resto de la humanidad. Parejas abiertas al interior mismo de la relación ya que preservan la distancia de sus diferencias y por esta razón la posibilidad de intercambios hacia afuera. En efecto, no se son suficientes.
Podría decir desde ya, que el narcisismo es mortal -algo que todo mundo sabe- y que es mudo, pues la contemplación es muda. Pero faltaba el viaje por el pueblo de las Migranikres para que su historia vacía -precisamente porque fue vaciada- tuviera valor de apología. A decir verdad estuvieron, en vida, tan fuera de la historia que no se les nombraba de otra forma mas que como las migranieres. Nadie conocía ya sus apellidos, solo usaban sus nombres; era sin duda lo único que las distinguía. Desaparecieron como desaparece una carta postal. El estado civil, no tenia entonces el peso que tiene ahora. Difícil hoy en día de escapar. Hay, aún así algunos que escapan y entre ellos muchas parejas patológicamente anudadas. Pero estas se hacen rápidamente notar. El matrimonio y su contrato ( o su equivalente en la sociedad actual) constituyen el signo visible de la ó. Pero esto no es sino intercambio, y no solo de anillos, sino y sobre todo de palabras.
Se trata de palabras, que he designado, después de Lacan, como fundadoras: Tu est ma femme (eres mi mujer) etcétera. El lenguaje en cuanto instituido en el otro, funda al mismo tiempo el lazo social. Por esta declaración, la mujer así elegida es ciertamente primero rechazada del mundo de los hombres; y también así reconocida como la extranjera en ese mundo viril, aunque luego es acreditada por la función de causa del deseo del hombre, a saber, el pequeño a. Ese pequeño a que está en el lugar de la mujer es también el del analista en el análisis. Es una posición femenina.
Como vemos, un hombre puede colocarse en posición femenina, es decir, en el lugar mismo de la metonimia, en donde el lenguaje desfallece, ya que ningún sujeto habla en tanto que pequeño a cuando ocupa el lugar de agente en los cuatro discursos, es decir, el lugar del analista. Sin embargo las mujeres ocupan esta posición espontáneamente, se encuentran, así entre dos lenguas, listas para ocupar el hiato o la nada, el agujero o la obertura (dicen Holderlin y Rilke) hacen tambalear al sujeto dividido que vive la experiencia entonces del des-ser.
Las mujeres, como he dicho, en La partición de las mujeres y siguiendo a Lacan, no tienen soltura en el manejo del objeto a. Precisamente porque ellas lo son para los hombres, les es difícil tomar al otro como objeto. Oscilan entonces entre ser el pequeño a que cae y el pequeño a ilusorio, y engañoso.
Si los hombres optan por el sistema del engaño (ilusorio), ellas, ellas resisten. Prefieren el amor. Esto se traduce por el rechazo de la convención, pues la pequeña a a regula la ley de los intercambios en tanto que el amor no reconoce las leyes del mercado. Pero ese mismo rechazo es la afirmación obstinada de la diferencia. Es otra vez una palabra ¡y cuan fuerte es! El otro existe para las mujeres, pero resulta que existe demasiado, ellas pierden la voz. Paradojicamente se preservan así, la sola palabra que vele y sobre la cual luego regresare.
El corte significante, un caso de Hanne Segal.
A lo opuesto de la pareja pegada y que se declara no diferenciada, (Clemente y Sidonie, Philemon y Baucis o hasta los mismos gemelos de Michel Tournier) esta la pareja heterosexual que se ha instituido por una larga lucha, después de la invención de Pandora.
He señalado que la pareja heterosexual, es decir diferenciada, queda separada, disyunta. No conoce el equilibrio de la complementariedad ni el de la simetría. Y es que no hay mas que un falo y este es masculino, dice la doctrina, yo preferiría decir: que es viril. Lacan impelía por su silencio a los analizantes de los dos sexos a dar el paso de la virilidad, que no es otra cosa que el acto ético por excelencia.
La palabra de las mujeres tal como acabo de definirla, como surgida de la castración, ¿tiene alguna relación con el significante?
Tomo de Hanne Segal, la descripción de un caso que, me parece, dice mas que cualquier teoría: esta tomado del Delirio de creatividad. La analizante cuenta que se recuerda de su antigua y real repugnancia de servirse de las palabras, porque las palabras le hacían romper «una unidad infinita en pedazos», podríamos decir que efectivamente el lenguaje está estructurado por una cadena discontinua de significantes y que recorta al mundo en pedazos. Agrega que servirse de las palabras es «cortar las cosas», «rebanar», hacer las cosas finitas, separadas». En efecto, lo que esconde el flujo de la eyaculación hablada o escrita, son los significantes. Cuando faltan los significantes, todos los términos de la lengua son equivalentes. Es el caso de la lengua de los esquizofrenicos. No contiene ni puntuación, ni principio de diferenciación. Es continua e infinita. Ahora bien, el significante ha sido definido, anteriormente, como el corte mismo. Hanne Skgal da una interpretación kleniana del caso. La analizante, dice Segal, expresa con los verbos cortar, cercenar, una pérdida; la pérdida de un objeto de amor.
Propongo que tomemos las palabras de la analizante a la letra. Rechaza, dice ella, romper una unidad infinita en pedazos. Ella rechaza, pues, de cortar en pedazos el continuo materno. Esto sería en efecto entrar en el registro del significante masculino, ese del necesario corte. Pero la autora dice, ella no es esquizofrénica. El rechazo que opone a la metáfora masculina es activo, supone la presencia. Significa una fuerte resistencia a la invasión. Antonin Artaud, aunque haya sido hombre, no hizo otra cosa. Para evitar la invasión lenguajera, o el idioma materno, en donde ellas desaparecerían, las mujeres.
Cuando no se ven reducidas al silencio o a lo secreto, escogen, si lo pueden, escribir. Expresan de esta manera su queja. Ellas apelan, se ha dicho. Pero para apelar eficazmente delante de un tribunal de hombres, se ven forzadas a usar las mismas palabras que los hombres. Están forzadas a traducir su idioma. Esta claro que esta apelación significa el amor mismo. Si la mujer se revela contra la alienación en el Otro que la niega, ella no aclama menos el amor que le profesa y que le demanda.
Ciertamente hay un mal entendido, mal-repartido, (mal-donne), hay ausencia de relación en ese pasaje de un lenguaje al otro. Arriesgar su propia palabra en el campo enemigo o en terreno extranjero, no va sin consecuencias. Todo sujeto, hombre o mujer, depende de la fortuna de su palabra. Si la demanda fracasa, esto puede ir hasta la vacilación subjetiva, éste es también uno de los avatares de la cura. Aun traducida, la palabra femenina guarda algo de encantador y tan enigmático. Es suficiente para esto que la traducción preserve lo no-dicho, lo secreto imposible de decir, y ese real que escapa a la aprehensión del lenguaje.
Los propósitos femeninos, que reservan el lugar del agujero, hacen, diría, a la manera de Lacan, «litoral» (Littorai), mas bien que literal o literatura. Ahora bien, el texto poético no debe obturar ni reparar el agujero en el lenguaje. Las mujeres tienen naturalmente el don poético de decir lo imposible de lo real. Lo que no significa callarse, insisto en ello. Pueden lamentarse, apelar, son capaces de decir su miseria porque son también este hombre que habla y al que convocan, o simplemente a quien ellas se dirigen.
La disimétrica permanece entre uno, el hombre, y el otro, la mujer; entre uno y otro lenguaje; entre los sexos, teniendo en cuenta los atributos sexuales, tal como han sido definidos y que Lacan llama «secundarios», la diferencia debe ser mantenida por la diferencia ella misma. Sino el discurso se reduce a la repetición de lo mismo y no dice más nada. Es la autolalía o la tautología.
Hay, entonces, hombres y mujeres. Es la razón misma de la palabra. Y hay de uno y de otro en una mujer como en todo ser humano. La conjunción «y», cuando se introduce la metáfora,hace emerger la Palabra, la del poeta, como la de las mujeres.
La metáfora del Nombre-del-Padre no destruye el deseo de la madre, lo revela. La niña conserva entonces , una y otra pertenencia, cuando el deseo de la madre le ha sido significado. Hay que cuidarse de creer que la metáfora paterna inaugura una otra lengua que se convertiría en primera, como se dice en el liceo; pero hay que cuidarse igualmente de creer en un texto maternal princeps, ese que habría que reencontrar y en el que todo aquello que tuviera su origen no serian mas que erratas. No, no hay mas que traducción, no hay un texto princeps, no hay mas que metáfora, a tal punto que se ha contemplado la posibilidad de hacer de la metáfora la unidad sistemática de Freud -!ya desde Freud! La historia de Moisés y de Aarón lo dice. Moisés tartamudeaba de suerte que no podía transmitir un mensaje. Su hermano debía hablar a su pueblo en su lugar, es la función del sacerdote y del poeta. Esto significa que no hay texto fundamental original que no sea discurso del Otro. Esta ley otorga un lugar decisivo a las mujeres, el mismo que ocupan en el campo religioso y poético el sacerdote y el poeta. Siendo el Otro para ellas mismas, se encuentran de lleno en el orden simbólico. Por su posición de intermediaria, es decir, por su pertenencia al uno y al otro, se constituyen el lugar de la metáfora ella misma.
Conclusión.
En tanto que traductora, la mujer pasa directamente de la madre a Dios y su palabra es la «palabra de amor». Hablar el amor es el goce de la mujer. Ella suprime así toda jerarquía, que es un orden también. Sin embargo no esta dicho, que lo sagrado se arregle en función de una jerarquía, independientemente de la etimología de la palabra jerarquía. George Bataille encontraba lo sagrado en lo mas sórdido.
* Traducción de la Dra. Humbelina Loyden Sosa.