PREDICACIÓN Y ORDENACIÓN. Por François Récanati. Intervención pronunciada el 12 de Diciembre de 1972 en el Seminario de Lacan. *

En el margen publica la exposición de Récanati en el contexto del Seminario Aún, de la sesión del 12 de diciembre de 1972. En la versión oficial del Seminario, esta sesión fue incluída como un complemento de la primera sesión con el título de «La bêtise» o sea, «La tontería».

Esta traducción fue realizada por Ricardo Rodríguez Ponte, respetando, como en todas sus traducciones, tanto el enunciado como la enunciación.
Facundo Soares, edición.

Doy las gracias al doctor Lacan por darme la palabra una segunda vez, tan­to más cuanto que esto va a introducirme en mi tema, que no deja de tener re­la­ción con la repetición. Recuerdan ustedes que el año pasado[1] yo había intentado mostrar que la repetición no se produce sino en el tercer tiempo, el del In­ter­pre­tan­te: en efecto, pa­ra que haya repetición, es preciso algo que se repita, y algo no se da, no se ins­cri­be, sino al término de un proceso del orden de una repetición; la re­petición reclama la po­sición previa de un objeto, la que es ella misma el efecto de una repetición. Esto se parece a un círculo lógico, pero de hecho se trata más bien de una espiral, pues el tér­­mino de llegada y el término de partida, no se puede de­cir que sea lo mismo. Lo que está dado, es que el término de llegada es el mismo que el término de partida, pe­­ro el término de partida mismo no es ya “el mismo”. El se vuelve “el mismo”, pe­ro sólamente après coup.

Hay pues dos repeticiones a considerar, disimétricas. La primera es el pro­ce­so por el cual un objeto se inscribe: la inscripción de un objeto, es su iden­ti­fi­ca­ción, la declinación de su identidad — expresión que marca bien que, cuando la identidad de un objeto es declinada, ella declina. La tautología inicial “a es a”, de la que Witt­genstein dice que es un golpe de fuerza desprovisto de sentido, es sin embargo lo que instituye el sentido: la pertinencia de un objeto a reposa sobre su repetición bajo una forma muy particular, la del predicado. En el “a es a”, a se presenta ante todo co­­mo el soporte indiferenciado, completamente potencial, de todo lo que pueda lle­gar­le como determinación; pero, desde que una de­ter­mi­na­ción efectiva le es dada, des­de que es de existencia que se trata y no de cualquiera de todas sus determinacio­nes posibles, hay precisamente, entonces, una suerte de transmisión de poderes, en tan­to que lo que debía hacer función de soporte, en es­te caso ese a indeterminado, ese a potencial, se encuentra marcado por el hecho de que, de golpe, está el ser que se intercala entre él y él mismo: es decir que él mis­mo se repite, y se repite bajo la for­ma de un predicado. Entre los dos está el verbo “ser”, que ya registra esa disime­tría esencial que hace la diferencia entre el círculo y la espiral. La tautología no es un viajecito en forma de bucle, un trayecto nulo, cuyos puntos de partida y de llega­da serían semejantes, sin que un obstáculo en el curso del trayecto permita inscribir, in­terpretar la excursión. Si a se repite en la predicación, es que un intermediario es instituido, el que funda su existencia actual, a lo que lo soporta: el ser. So­porte de toda determinación posible, a, desde que se trata de existencia, de una de­terminación efectiva, se vuelve soportado. Esta fun­ción de soporte, que es la del sujeto indeterminado, se transmite, en la determina­ción, al nuevo término de la se­rie, desde que es suministrado por la repetición. La transmisión de esta función de soporte es, para el “sujeto”, una especie de dis­mi­nu­ción, pues, en la relación que realiza aquello de lo que él es el proyecto, él es sobre­pa­sado, englobado, para ya no figurar allí más que a título de lo que predica la predi­ca­ción… Voy a volver so­bre esto.

Que se retenga simplemente que la “primera repetición”, que repite la in­de­ter­minación inicial, determina esta indeterminación, así fuese como tal; e in­clu­so si se plantea que la repetición del vacío no es nada, nada de más, incluso si se dice que en el límite eso es imposible, habrá algo asegurado: esta imposibilidad, porejemplo. Kier­­kegaard dice: “lo único que se repite, es la imposibilidad de la  ejemplo. Kier­­kegaard dice: “lo repetición”. Es de­­cir que entre el objeto y el representamen, hay un agujero que hace al objeto y al re­­­presentamen inenganchables en su relación, pero también ese agujero es algo que in­siste, y que permite fundar una “verdadera” repetición: re­pe­tición de la im­po­si­bi­li­dad o repetición del agujero. El Interpretante es lo que toma a su cargo este des­fa­sa­je, esta recuperación: si el cero, en la declinación de la identidad, se inscribe como Uno, entonces hay algo que falla en la identificación. Y el cociente de la identidad del cero, lo que pasa entre cero y Uno, es todavía cero. El Interpretante dice: después de esta operación de pasaje del cero al Uno, no se sabe más sobre el cero; no es él lo que el Uno ha inscripto, sino solamente el hecho de esta inscripción inadecuada. El ce­ro sigue siendo cero para el In­ter­pre­tante, lo que había allí de indeterminado es siem­pre indeterminado. Pero el In­ter­pretante es lo que encarna esta relación des­fa­sa­da, imposible. Ha habido efec­tua­ción de esta imposibilidad que no era más que po­ten­cial, y la imposibilidad ins­cripta en el Interpretante es el primer término de esta exis­tencia de la que el cero era por­ta­dor. Basta con que la repetición se manifieste como im­posible, para que ella se vuelva posible, como dice Kierkegaard, a título de re­pe­ti­ción de esta im­po­sibilidad. Lo que es importante, es que la nada {le rien}, la im­po­si­bi­lidad que se da como tal para el Interpretante, desde que el Interpretante mismo es­tá dado co­mo lo que la encarna o la inscribe, esta imposibilidad permite a un nuevo In­ter­pre­tante asegurar algo que no es nada; y esto, a partir del Interpretante inicial con­si­derado desde el exterior como la solidificación de esta inexistencia antes flúida, co­mo su inscripción. Lo que escapaba en la relación objeto-representamen, lo que impedía que esa relación fuese algo distinto que nada, está como aprisionado en el In­terpretante. Pero este aprisionamiento es relativo, pues, ¿es lo mismo el des­va­necimiento de la relación objeto-representamen y su domesticación en el In­ter­pre­tante? Cier­tamente no, y lo que escapaba en la primera relación, reaparece en la relación en­tre el primer Interpretante y el segundo: el mismo desajuste, la misma inadecuación. La relación entre la imposibilidad y su significante, es otra vez {en­core} imposible, y un ter­cer Interpretante toma a su cargo, inscribe esta im­po­si­bi­lidad, con, seguramente, el mismo desajuste y la misma inadecuación, que se re­pi­te infinitamente. Es pues la im­posibilidad del punto de partida, la imposibilidad de la repetición, la que funda la se­­­rie de las repeticiones de la imposibilidad.

Esta imposibilidad que instituye el desfasaje de donde se origina la re­pe­ti­ción, es la imposibilidad para algo de ser ese algo y de inscribirlo al mismo tiem­po: la existencia de algo no se inscribe más que por otra cosa, y por consiguiente no se ins­cribe sino cuando es otra cosa la que es dada, es decir en el momento en que ese al­go cuya existencia se inscribe cesa de existir por el hecho de esta ins­cripción. Esta dis­yunción no es otra que la que pasa entre el ser y el ser predicado. Es por esto que mis reflexiones toman su punto de partida en lo que ha dicho la última vez Lacan de la “sección de predicado”, como caracterizando el ser.

“Sección de predicado”, eso hace sentir la recurrencia en que se construye lo que se supone que soporta toda predicación: el ser. Lo que soporta los pre­di­ca­dos, es lo que está después de toda predicación, es decir lo que está ausente en la predi­ca­ción. La ausencia de ser es pues, de una cierta manera, lo que porta los pre­dicados, lo que implica también que los predicados no son predicados sino de esta ausencia.

Que el predicado pueda ser cortado, implica una cierta partición elemental, co­mo si el predicado estuviera listo para desprenderse, a partir de una frontera da­da en puntillado. No insisto al respecto, salvo que va de suyo que no es por haber cor­­ta­do el corte que se va a encontrar lo inseccionable: el problema queda entero, el de un cor­te del que uno no sabe cómo desembarazarse.

Pero la sección, es también hacer dos de lo que era uno: ése es al menos el sentido que Groddeck da a un concepto de su metafísica, la sexión, que él escribe con una x, para recordar lo que debe a Platón, no al Parménides, sino al Banquete. Ahora bien, hay varios discursos en el Banquete, particularmente el de Aristófanes y el de Diotima tal como lo reproduce Sócrates. En los dos, no es sino cuestión de cor­te y de frontera. El Amor, dice Diotima, es lo que, en todas partes donde hay dos, hace oficio de frontera, de medio, de Interpretante (éste es el término de Pla­tón).[1] Pe­ro, precisa Diotima, es imposible que lo que funciona como Interpretante tenga los mismos atributos que lo que cae bajo el golpe de la relación de in­ter­pre­tación. El A­mor no es bello, añade ella, pues lo que cae, como serie, bajo el golpe del Amor, lo que es objeto del Amor es bello, y el Amor no aprovecha de las atri­buciones que con­fiere. Ese es pues, hablando propiamente, un carácter de esta ins­tancia de se­ria­ción, un carácter del Interpretante que nadie, entre los polemistas presentes en la a­sam­blea del Banquete, vuelve a poner en cuestión. Sobre este punto al menos, que es el que nos interesa, Aristófanes no dice otra cosa: los hom­bres, en el origen, tenían cua­tro brazos y cuatro piernas, dos rostros, dos sexos; eran redondos, podían ir por to­das partes, ver por todas partes. Porque se vol­vie­ron arrogantes, Zeus los ha cor­ta­do/acoplado {coup(l)és}[2] en dos, y para hu­mi­llar­los, ha vuelto sus rostros hacia el la­do del corte, para que al verlo el hombre se vuelva modesto. El resultado, es que el hom­bre ya no puede mirar detrás suyo: no ve sino adelante, lo que lo precede. Es eso pro­­piamente lo que instaura el corte: el fin de todo, o más bien el fin del todo, pues fal­tará siempre a toda serie el término mismo de la seriación.

Esto es también lo que hace el ordinal: un nombre de nombre {nom de nom}. Ca­da ordinal es un nombre de nombre, salvo quizá el primero, que es el nombre del no {nom du non}. Más: es porque el primer ordinal no es un “nombre de nombre” — por el hecho de que no hay nombre que lo precede, puesto que es el primero — que los otros aparecerán como tales. En efecto, desde que se le da un nombre a lo que no lo tiene, se instituye un plus — y este plus que se dice, va a ser necesario, no tan­to reabsorberlo, sino identificarlo, darle un nombre. Ahora bien, este nombre, en­te­ramente focalizado sobre esta misteriosa antecedencia, so­bre ese “sin nombre” {pas de nom} inicial, deberá a su turno ser nombrado, es de­cir fundado en su re­la­ción a la existencia primordial, por un Interpretante que, co­mo nombre de nombre, se­rá a la vez el nombre de la relación y el nombre del pri­mer nombre, que subsume po­tencialmente a la relación. Nombrar, es poner el pun­to de lo que precede en la se­rie, pero este punto, como nombre de nombre, par­ti­ci­pa de la serie, y precede a algo por venir: el otra vez {encore}, innombrable por­que no precede a nada que no sea él mismo. El otra vez es el índice del infinito, pero el infinito está ya ahí en la ho­mo­fo­nía del nombre {nom} y el no {non}: que haya un nombre del no, es decir que el nom­bre no es más que la propagación de un no más radical, por ser, antes de toda no­minación, infinito.

Entre el no inicial y el otra vez, está el nombre: toda ordenación se apoya so­bre estos dos límites. Es la relación entre los dos la que me interesa.

El sistema de la nominación es la envoltura de lo imposible de partida, en­vol­tu­ra que, en su relación a lo imposible, no se sostiene más que del otra vez, que es el índice de la trascendencia de lo imposible por relación a toda envoltura. Si lo imposible es lo que dice no, es preciso entenderlo así: como la denegación radical que por ser ya infinita, se ríe del juego lógico de su manipulación irrisoria: la re­petición pre­di­cativa que objetiva la negación, por ejemplo para negarla, no dice con ello más que lo que se da ya en la denegación: el infinito más uno, eso es irri­sorio, no cuenta con respecto al infinito: ni siquiera le hace, al infinito de la de­ne­gación, una cosquilla.

Esto, entre paréntesis, nos lleva a pensar que, incluso si lo que yo he lla­mado “ma­nipulación lógica sobre fondo de infinito” a su vez se vuelve infinito, eso no va a cambiar nada en el signo, cimentado por lo infinito, de la denegación inicial: una “con­tra-infinitización après-coup” no va a curar el infinito a golpe de infinito, para dar de pronto lo finito o algo como el sí. Por el contrario, eso se va a volver peor {pi­re}, pues lo que en la nominación puede volverse infinito, no es lo mismo que lo que está ya ahí como infinito en lo que yo llamo esta denegación inicial, puesto que lo que, en la manipulación lógica, viene como infinito, es la nominación del infinito, mien­­tras que lo que está ya ahí como denegación infinita, es lo que infinitiza toda no­­minación: es el infinito de la nominación.

Lo que hace que la nominación del infinito será una nominación como las o­tras, puesto que ella estará también sujeta a esta infinitización que está ya ahí, que par­te de una fuente que está en el comienzo. Es decir que esta “nominación del in­fi­­ni­to” no va a cambiar nada, y aunque uno pueda proponer £, el más pequeño ordinal in­­­finito, eso no se detendrá ahí: continúa en el conjunto de las partes de £, en los alephs, etc… Hay que continuar, pasar una infinidad de veces al infinito, y una in­fi­ni­­dad de veces esta infinidad, otra vez, como si lo que quisiera al­can­zar­se fuera el otra vez mismo.

El otra vez es el límite de la expansión del no radical. Es en la relación en­tre los dos que me introdujo aquello sobre lo cual voy a volver, la sección de pre­dicado. Pues la sección de predicado, es a la vez lo que está después de toda pre­di­cación, una vez que todos los predicados han sido dados (cuando se puede decir “no hay más”), y es también lo que, antes de toda predicación, la soporta. Pero también, este “des­pués” y este “antes” — que son el mismo — son lo que cons­ti­tuye, lo que sos­­­tie­ne la predicación como la envoltura de una imposibilidad que insiste en su exsis­­ten­cia. Esta imposibilidad, es propiamente la imposibilidad de la predicación, la im­po­­sibilidad de suministrar todos los predicados, de ponerlos jun­tos sin que al menos uno se separe como representando en la ex-sistencia la im­po­sibilidad.

Consideremos el ordinal: él nombra el nombre del que lo precede. Esto im­pli­ca: 1º que un ordinal no se nombra a sí mismo, sino que es nombrado por su su­ce­sor; 2º que a cada ordinal pertenece la suma mecánica de todos los ordinales que lo pre­ceden en la serie, cada uno nombrando a su precedente. Esto implica tam­bién una dis­cordancia esencial entre el nombre y el nombre de nombre, lo que yo llamo un e­fec­to de aplastamiento. Pues lo que viene a “identificar” al cero (co­mo, por ejemplo, “e­lemento único del conjunto «idéntico a cero»”), en la de­fi­ni­ción del cero, se da co­mo el predicado de cero: : es “lo que es el elemento único del conjunto de sus par­tes”. Se sabe bien que, en este predicado, algo en más está  dado, que cambiamos de ni­vel: la prueba, es que el cero y este uno, que sin em­bar­go no es más que la “i­den­ti­fi­cación” del cero, eso hace dos. Pero no obstante, y es­to es lo que llamo el efecto de a­plastamiento, ese cero y ese uno que no tienen na­da que ver, que no se sitúan para na­da en el mismo nivel, se los reúne, se los pone juntos como elementos del con­jun­to constituido por el ordinal “dos”. El re­pre­sen­tamen no tiene con el objeto ninguna re­lación posible, puesto que, entre los dos, hay un agujero, pero este agujero está co­mo colmado cuando se encarna en el In­terpretante. Si entre dos términos una re­la­ción es imposible, es suficiente inscribir, significar la imposibilidad, para que esta ins­­­­cripción cimente la relación, y re­cha­ce la verdadera imposibilidad por una mues­­ca, pues ella reaparece en la relación imposible entre la imposibilidad y su sig­ni­fi­can­te, el Interpretante, relación im­po­sible que a su vez es subsumida bajo otro Inter­pre­tante. La imposibilidad no es significada, ella se repite, y la significación es el re­siduo de la repetición de la imposibilidad.

Tomemos la fórmula desarrollada del ordinal 4:

0        0      1       :   0       1             2

{ :, {:}, {:, {:}} : {:, {:}, {:, {:}}}}

0      1              2         :                  3

4

en esta fórmula está repetida la fórmula del 3, con lo que el 3, que repite él mismo la fór­mula del 2, etc., es, en el conjunto constituido por el 4, puesto en relación re­gresiva con aquello cuyo representamen es, con lo que él repite. El 4 es la pues­ta entre paréntesis, la nominación del 3, el que a su vez nombra al 2, que nombra al 1, que nombra al cero… Pero el 4, y esto es lo que es interesante, no es solamente la exposición, incluso repetitiva (con paréntesis además) del 3, es la puesta en un mismo conjunto, del 3 como conjunto que comprende ya el 0, el 1 y el 2, del 3 co­mo a­­plas­tamiento, conjuntización de los términos heterogéneos de la progresión, con esos mis­mos elementos fuera del 3, separados, independientemente de su in­serción en el 3.[1] En el ordinal, en este caso el 4, todo es repetido, el pasaje-aplas­tamiento del 0 al 1 y la serie de esos pasajes sucesivos hasta aquel del 2 al 3, con lo que, es evidente, el aplastamiento no es suficiente, como resultado, para dejar pregnante el pasaje del 0 autónomo a su inclusión en el 1, el cual, solo, ya no expresa este pasaje: es pre­ciso que en el conjunto constituido por el 4, estén pre­sentes a la vez los términos se­parados de los diferentes pasajes, y la serie de los pasajes-aplastamientos, para que el 4, como suma de los pasajes imposibles pero efectivos, tome a su cargo en su pro­­pia fórmula la historia de la progresión; para que deje abierto lo que, en esta his­to­ria, concluyendo en él se plantée como cues­tión, como irresolución, insatisfacción o im­posibilidad, es decir la insistencia en esta carrera coja de lo que, a través de los su­cesivos límites, se plantea como lí­mi­te absoluto: el otra vez. Y si el 4, como a­plas­ta­miento totalitario, como suma de todos los aplastamientos impotentes para con­su­mar­se, deja abierta esta cuestión, es precisamente porque él mismo, en tanto que a­plas­tamiento, respondiendo a esta falla que llama a un cierre imposible, no puede más que aplastarse, es decir re­pro­ducir la falla en la nueva fórmula que lo incluye co­mo elemento, el 5, y que para hacer esto lo confronta a todos los términos cuyo a­plas­tamiento ha operado, de­jan­do aparecer, entre la serie de esos términos (el 0, el 1, el 2 y el 3) y su suma en el 4, la imposible identidad.

La imposible identidad es lo que se repite a cada nuevo aplastamiento: con lo que, en la confrontación, en el interior del 4, del 3 constituido y de cada uno de sus e­lementos separados, estos son ya aplastamientos que se aplastan otra vez un poco y que repiten todos los aplastamientos iniciales. El paradigma del aplas­ta­miento se en­cuen­tra más bien al comienzo, en el pasaje de 0 a 1. El aplastamiento debe com­pren­der­se como el de Icaro: algo emprende su vuelo, y vuelve a caer mi­serablemente. Con­sideremos que hay entre dos ordinales, o más bien entre la nada {le rien} del : y su inscripción en el 1, algo como una frontera, un agujero: se puede contornearla, o más exactamente, como en el caso de Aquiles, que Lacan recordaba la última vez, se puede sobrepasarla, pero no se puede alcanzarla. Si, una vez que un aplastamiento es dado, él se repite, esto es precisamente porque el límite no ha sido alcanzado, por­­que él está siempre ahí, exsistente. No se está ja­más en el entre-dos, el entre-dos or­dinales, sino siempre en uno o en el otro, sien­do uno el conjunto que toma a su cargo pe­ro no es él mismo todavía contado, y siendo el otro lo que cuenta, lo que toma a su car­go al primero siempre sin ser él mismo contado. Este límite del que hablo, y que se re­pite, pues jamás es al­can­za­do, es pues ese todo, ese algo que se sostiene solo, y que es, para la filosofía, la sustancia, o más aún la sustancia de las sustancias, el ser. Es­te límite insiste como siempre en otra parte, y el pasaje que lo manifiesta como agu­jero entre algo y su soporte, este pasaje, ningún instante, no puede ser com­pren­di­do como entre-dos: se lo ve en lo que concierne al pasaje de lo finito a lo infinito, pues se puede plan­tear el más pequeño ordinal infinito — sin embargo no será ar­mo­nio­samente pre­cedido por ningún ordinal finito, puesto que no sería ya, desde en­ton­ces, sino fi­ni­to + 1, es decir, evidentemente, no un infinito. No hay, entre lo finito y lo infinito, sino un salto de frontera del mismo tipo, un efecto de la frontera excluida, un efecto de infinito.

 Pero esta insistencia del límite en tanto que exsiste, no expresa para nada el fo­so radical que hay entre, por ejemplo, el 0 y el 1; el aplastamiento de estos en el dos implica un cierto desconocimiento, un cierto rechazo {refus}, algo como una des­mentida {déni} o una denegación {dénégation}, que participa en todo caso de esos procedimientos inconscientes que poniendo en juego lo infinito se oponen a la ló­gica formal. El hecho de que en una clase (de escuela), cuando uno pregunta un ejem­plo de conjunto infinito, no se le responda nunca con el conjunto de los enteros, muestra suficientemente que hay ahí algo que hace creer que eso puede detenerse: qui­zá, eso pueda detenerse, pero entonces, eso no se detendrá jamás de detenerse.

Se puede concebir el límite como siendo la muerte, el silencio: aquello ha­cia lo cual converge el discurso. La repetición es el representamen de la muerte. En el sue­ño, por ejemplo, si, por una parte, algo se manifiesta como ecuación, “ecuación del deseo = 0”, eso no se detiene ahí. Uno no puede atenerse a eso cuando, el sueño mis­mo, continúa produciendo, cuando ello continúa hablando. Ello querría ser igual a cero, pero para esto sería necesario que ello se calle. Ahora bien, el cero, en la ecua­­ción, es designado, es soportado, está de alguna manera aplastado en el 1 que re­presenta la ecuación en su generalidad. Si se pone entre paréntesis el conjunto “e­cua­ción del deseo = 0”, esto da 1. Aquí está la función de la interpretación, que es vol­ver sensible este 1 del que el cero, en tanto que se ma­nifiesta, en tanto que es de­sig­nado, es portador. El hecho de que sea designado, que sea soportado, ya es pro­pia­mente la transformación de ese 0 en 1. El 0, cuan­do se le ponen corchetes, se vuel­ve 1. Ahora bien, el sueño mismo, en su ma­te­ria­lidad, es el término último de la se­rie: por ejemplo el 1. Pero, en tanto que se está en el 1, lleva enteramente, está fo­ca­lizado, sobre ese 0 que él inscribe; y si él mis­mo se hace 1, es por otra cosa, que de­be llegar en la interpretación, o sea un nuevo término, a su vez último, en la serie. La resistencia a la interpretación del sueño en el análisis (esa especie de fastidio de ha­blar de un sueño, como si tal como estaba fuera suficientemente satisfactorio co­mo para tener que quedar inmodificado) no es otra cosa que esa “barra resistente a la sig­nificación”, de la que se dice que se­para el significante del significado. De de­jar­se guiar, en la medida en que es cues­tión de interpretación, por Peirce más bien que (si entre ellos hay oposición) por Saussure, hay que recordar que el significado del que se habla, no es otra cosa que significante; pero en una serie, en el sentido pre­ci­sa­mente en que hay funciones en esa serie, roles que se intercambian, si es cierto que se puede efectivamente distin­guir un rol de significado por relación a un rol de sig­ni­fi­can­te. El significado, es un significante sumergido en la Interpretación en el sentido de Peirce, y que se en­cuentra de alguna manera aplastado, minimizado, disminuído, singularizado en el surgimiento de otro significante; surgimiento de otro que per­mi­te, por esta con­frontación, la misma que se ve en el ordinal, comprender que estamos fren­te a un desplazamiento, para la constitución de un conjunto más amplio. El sig­ni­ficante antecedente es aplastado en la interpretación, en el surgimiento de un nue­vo sig­ni­ficante — sin que lo que hace agujero entre los dos, ese silencio que ca­rac­te­ri­za al sujeto, sea, hablando propiamente, producido: insiste, pero en su exsistencia, en su rechazo {réjection}. Para Peirce, el significado es el significante sumergido en el proceso de Interpretación, y el límite de la Interpretación o de la “significación”, es la hiancia, es decir el sujeto, al cual se puede quizá dar otro nombre: conjunto de todos los conjuntos.

El conjunto de todos los conjuntos, quizá no es sino el potencial infini­ta­men­te silencioso. Decir que no existe, es decir que exsiste, como límite de toda inscripción, y también como grano de arena en la maquinaria de toda ecuación que quiera igua­larse a cero. Un psicoanalista, un día, subrayaba que muchos ve­nían a verlo des­de que un grano de arena había refrenado, había vuelto in­so­por­ta­ble una economía has­ta entonces muy bien soportada. A lo cual se le respondió lo que debía ser dicho: que se trata ahí de un grano de arena de estructura. El grano de arena es bastante grue­­so, si se considera que se constituye por la toma en cuen­ta global de esta eco­no­mía o de esta ecuación, en su extrema singularidad, que no es poca cosa. Es su­fi­cien­te un ligero deslizamiento, un cambio de nivel irrisorio, para que de pronto aparezca, en un conjunto nuevo, que esta ecuación satisfecha de sí misma, este conjunto ce­rra­do, puede también funcionar como parte en otro conjunto, como un elemento de un con­junto donde el todo de la ecuación pre­ce­dente figura al lado de cualquier cosa y al mismo título que el conjunto vacío, por ejemplo. De ningún modo es que no pueda ser estallado, ser rebajado al rango de singularidad elemental, singularidad que desde entonces llama al aplastamiento, a la nivelación que, en un nuevo con­jun­to, le garantiza un lugar propio, un alo­ja­miento, si no un empleo.

Esa es una operación capital: el pasaje de un conjunto al conjunto de sus par­tes, es la desbandada de todo Todo, pero esta desbandada adquiere formas sin­gulares cuan­do no tiene lugar más que en la formación de un nuevo todo, en el aplas­ta­mien­to inmediato de lo que acaba de dispersarse, en el interior de un nuevo conjunto. Qui­zá, en definitiva, la victoria va a la dispersión: pues, si la im­po­si­bi­li­dad de la re­pe­tición puede repetirse, la imposibilidad de la totalización no puede totalizarse; en e­­fecto, el conjunto de todos los todos, cuya totalización se rompe por su frac­cio­na­mien­to en el conjunto de sus partes, si verdaderamente se constituye, como todo, de to­dos esos todos como de sus partes, entonces le corresponde el mismo fraccio­na­mien­to; y esas partes dispersas que se vuelven los todos rotos, jamás podrán to­ta­li­zar­se sino en lo que sería otra cosa que el conjunto de esas partes, otra cosa que lo que se conoce de una totalización o de un aplastamiento posible.

Las rupturas de conjuntos preludian el aplastamiento, la constitución de nue­vos conjuntos que tienden también hacia la ruptura. Todo es, en definitiva, una cues­tión de ritmo. A un nivel, así sea un poco general, no se trata de sistema sino de rup­tu­ra, y eso ha sido uno de los errores del lingüicismo contemporáneo, como postular una regulación intrasistemática de conjuntos, sin plantearla función de un límite excluido. Por cierto, el fundamento de la Interpretación desde el punto de vista lin­güís­tico es la sustitución, el pasaje en un sistema de un significante a otro. Pero aque­llo sobre lo cual se funda una tal operación elemental, es un trabajo se­miótico más esencial, observado por los que estudian los mitos, y que consiste, para un mis­mo significante o para un mismo conjunto significante, en pasar de un sistema a o­tro, en saltar una frontera, que ese pasaje pone de relieve. La so­bre­de­terminación de­be entenderse no como semántica sino como semiótica, como po­si­bilidad de un cam­bio de nivel sistemático y aplastamiento del significante. Se en­cuentra la ob­ser­va­ción de un proceso así en Bacon, quien funda sobre la polivoci­dad sistemática del sig­nificante arbitrario un principio de criptografía, cuyo pro­ce­di­miento consiste en sa­ber pasar de una letra exterior a una letra interior, en saltar una frontera en los dos sen­tidos. No voy a insistir sobre aquello en lo cual hay cambio de sistema en Bacon, pe­ro doy rápidamente un ejemplo de esto para ver otra cosa que es propiamente lo que insistía en ese ejemplo de los ordinales, algo que se encuentra en todas las en­cru­­cijadas, y que es particularmente la omisión de los paréntesis: o sea lo que per­mi­te el pasaje de la frontera y que tiene relación con la posibilidad de una sustitución de dos términos.[1] Si uno se permite ignorar los paréntesis, cambiar el lugar de los pa­­réntesis o de los corchetes, en ese mo­mento todo es posible: es por otra parte lo que Frege reprochaba a Leibniz, y es lo que se vuelve a encontrar en Bacon en su pro­cedimiento de criptografía, cuyo ejemplo voy a darles rápidamente.

A cada letra del alfabeto (latino en este caso, o sea de veinticuatro letras) se ha­ce corresponder un grupo de cinco letras, grupo formado únicamente de a y de b, se­gún una de las treinta y dos combinaciones posibles. Este es el primer tiempo, una in­terpretación simple.

En el segundo tiempo, está el mensaje que se va a transformar por el sesgo de es­ta transposición, mensaje que está únicamente en a y en b, y que se va a re­transformar en alfabeto latino, según otra interpretación, otra ley de trans­for­ma­ción.

El fenómeno esencial del cambio de sistema, aunque yo no puntualizo que es­to sea precisamente un cambio de sistema, sino lo que hace que haya interpreta­ción de interpretación, es que una vez que se tiene un mensaje formado úni­ca­men­te en a y en b, por la transcripción de cada una de las letras del primer mensaje, se va a re­transcribirlo en el alfabeto original latino, tomando no cada grupo de cinco a y b (pues esto sería volver a efectuar ese recorte que se trata de enmascarar), si­no cada letra, ca­da a y cada b, separadamente; y a cada a y cada b, como son las únicas dos letras de las que está formado el mensaje medio, el mensaje frontera, podrá corresponder un número enorme de letras del alfabeto latino: si se toma un alfabeto latino com­pli­ca­do con mayúsculas y con itálicas, apareciendo cada letra en mayúscula, mayús­cu­la-itálica, minúscula, y minúscula-itálica, se tendrá cuatro veces veinticuatro letras, y la a y la b tendrán cada una la mitad de esas letras co­mo traducción posible, es decir que la única cosa que va a contar será el orden de las letras del mensaje, en la me­di­da en que el interlocutor, el decodificador, sabe que hay que cortar el mensaje en por­ciones de cinco.

Por ejemplo, uno se da una serie ordenada de manera muy simple de a y de b, en el orden de alternancia binaria, y en seguida se hace corresponder, ya lo dije, el al­fabeto común a cada a y a cada b. Lo que hace que, cada vez que se tenga una a, se podrá poner lo que se quiera que le corresponda y, a cada vez que se tenga una b, se­rá lo mismo. Lo esencial será la posición de las itálicas y el orden general de las le­­tras.[1]

Ahora bien, lo que ha pasado entre los dos, es justamente que se ha hecho ca­er los paréntesis, esos paréntesis que reagrupaban los grupos de cinco.

Lo que permite la ruptura y el estallido del que he hablado, es entonces la es­truc­tura abierta de la ordenación, el hecho de que el término, el agente de la se­rie, el pa­réntesis que limita la ecuación, está ausente de la serie que él ordena, para no estar allí presente sino en el tiempo posterior.

De eso nace la posibilidad del desajuste que es la nueva objetivación de la se­rie entera. Es muy sensible, en un relato de caso, que el grano de arena del que hemos hablado, si manifiesta un cambio de nivel, es porque lo que era pro­pia­men­te el a­gente totalizante de la formación previa a la irrupción del grano de arena, se

vuelve e­lemento, objeto de la nueva formación: es claro que el punto de fuga o el punto de ca­ída de una formación inconsciente está ausente de la formación a nivel de lo que ella designa, manifiesta o pone en escena. Se trata de hacerlo aparecer. ¿El mejor ejem­plo no es aquel de ese sueño comentado por Freud, en el que todo deseo, toda re­a­lización de Deseo parecía estar desterrada, en tanto que el deseo de la paciente era precisamente que su sueño no expresara ningún deseo, y que Freud quedara en fal­ta? Se ve que el “nada a nivel del Deseo” que caracteriza a este sue­ño no es más que el término de una demostración más general, donde el todo de la ecuación par­ti­cu­lar de ese sueño no es más que un término en la ecuación del De­seo. Lo que en el sue­ño está presente, es el cero, el no hay deseo, el no hay ecua­ción, etc. Pero este cero, está cercado dentro de los paréntesis, está inserto como una parte del conjunto más vasto que representa el deseo en su generalidad. Es de­cir, que está soportado por un deseo, y el deseo, en tanto que tiene ahí función de soporte, está ausente de lo designado, y co­rresponde a la interpretación hacer sur­gir ese Uno que estaba en estado potencial en el Cero.

Hay algo, en la ruptura, que no quiere acabarse, y que conduce a los aplas­tamien­tos sucesivos; y el aplastamiento no puede acabarse, ser completo: pero eso ha­­cia lo cual tiende el proceso, como hacia un límite excluido, es el aplastamiento, el cer­camiento de todo lo que puede pasar, es decir de todas las rupturas: un aplas­ta­mien­to completo que delimitaría y acabaría la totalidad de las rupturas. El con­junto de todos los conjuntos es el conjunto de todo lo que puede producir por rup­tura un nue­vo conjunto, y si está dicho que todo conjunto por ruptura da na­ci­miento a un nue­vo conjunto, entonces el conjunto de todos los conjuntos se define como im­po­si­ble: ahora bien, justamente, lo que es imposible es cercar una ruptura, ponerla en ca­ja: pues desde que, de una ruptura, se produce un nuevo conjunto, es­to es para re­cha­zar, desfasar y reproducir la ruptura que del nuevo conjunto hace otro; la ruptura no es­tá jamás en el conjunto, y el conjunto de todos los conjuntos, el que englobaría la rup­tura, es imposible.

II

Después de estos preliminares, se puede decir que lo que pasa — puesto que vuel­vo a mi punto de partida, que era la cuestión del “a es a” — entre un su­je­to y la o­pe­ración que lo objetiva, lo define o lo limita en la predicación, se re­la­cio­na con la ca­tegoría de lo que se sostiene a sí mismo. Ahora bien, puesto que lo que sostiene al­­go no está sostenido sino por otra cosa, como se acaba de verlo, la ca­te­goría de lo que se sostiene a sí mismo parece ser imposible. Y si es imposible, esta imposibilidad mis­­ma puede tener efectos sobre la predicación, la que no es otra cosa que un cer­ca­mien­to soportado por lo que quiere ser circundado.

Lo que hay de real en estos efectos podría aparecer un poco en cualquier par­te. Indudablemente, habría sido más atractivo decir lo que aparece de esto, por ejemplo, en la obra de Proust; pero, en fin, he tomado la Lógica de Port-Royal porque, pre­cisamente, es una teoría de la sustancia, es decir, de lo que se sustenta a sí mis­mo,[1] y porque una teoría así no puede funcionar más que, pienso, sobre lo que se a­ca­ba de ver, incluso si es con el fin de reproducir sin cesar un desconoci­miento.

Lo que me ha llevado a la Lógica de Port-Royal, donde se encuentra un enredo de términos interesantes, como el signo, la predicación, la sustancia y el ser, es lo que se ha dicho de una sección de predicado como caracterizando al ser; pues en la Ló­gica de Port-Royal, la predicación elemental “el hombre es” es allí considerada co­­mo la forma vacía de toda predicación, como si el predicado fuera en este caso “no hay predicado”, “impredicable”.

Un predicado es algo que está soportado por una cosa, es decir una sus­tan­cia, por lo que se sustenta a sí mismo.

La sustancia es “lo que se concibe como subsistente por sí mismo, y como el su­jeto de todo lo que se le concibe”.

El predicado es: “lo que estando concebido en la cosa, y como no pu­dien­do subsistir sin ella, la determina a ser de una cierta manera, y la hace nombrar tal”.

Un nombre de sustancia es llamado “sustantivo o absoluto”, un nombre de pre­dicado: “adjetivo o connotativo”.

Primer problema: hay dos tipos de “sustantivos”, de los que uno parece participar más bien del predicado: a) los nombres que representan cosas: Tierra, Sol, Es­­píritu, Dios; y b) los nombres que expresan cualidades connotativas son, también, sus­tantivos.

Por una parte, “la idea que tengo de la redondez no me representa sino una ma­nera de ser, o un modo que no concibo que pueda subsistir naturalmente sin el cuer­po del que es redondez”. Pero, por otra parte: “los nombres que significan pri­me­ramente y directamente los modos, porque en eso tienen alguna relación con las sus­tancias, son también llamados sustantivos y absolutos, como dureza, calor, jus­ti­cia, prudencia”.

Dicho de otra manera, lo que es ante todo modo, o, en el discurso, pre­di­ca­do, es­to, después de haber sido primeramente y directamente predicado, basta un cierto des­fasaje para que esto se vuelva a su vez sustancia, lo que se sustenta a sí mismo.

¿Cuál es este desfasaje? Es el pasaje, en el discurso, del adjetivo redondo al sus­tantivo redondez. Ahora bien, participan de la redondez todos los objetos que pue­den ser predicados redondos. Es decir que la redondez es, para emplear otra expre­sión, la extensión del predicado: redondo, el conjunto de todos los ob­je­tos que pueden ser así predicados.

Lo que es esencial en este deslizamiento del adjetivo al sustantivo, es que la extensión de un predicado no es un predicado, es una sustancia, una Idea en el sentido de Platón. Aparte de las primeras sustancias, Tierra, Sol, Espíritu, hay qui­zá una se­gunda categoría de sustancias, la extensión de predicado: dureza, calor, justicia, pru­dencia.

Lo que hace que a partir de una extensión de predicado se obtenga una sus­­tancia, tiene algo que ver con el conjunto de las partes de un conjunto. Está dicho, en la Lógica de Port-Royal, que la abstracción es lo que consiste en considerar las par­tes independientemente del Todo del que son partes. Es así que se puede con­cebir el atributo, es decir el predicado, independientemente de la sustancia sin­gu­lar que lo so­porta: se parte de un conjunto, de una cosa, a la que pertenecen unos predicados, se separa las partes — los predicados — de la sustancia, y, a partir de ahí, se puede con­siderar una nueva sustancia, que es aquello por lo cual unos pre­dicados sin­gu­la­res separados pueden tener relación con la Unidad, independien­te­mente de toda re­la­ción actual con una sustancia singular. Hay pues un proceso que hace que una fragmenta­ción a partir de una “unidad” conduce a otra unidad.

Este proceso es el siguiente: la “sustancia”, para Port-Royal, es la misma co­sa que el primer a del “a es a”: el primer a se da como sujeto, soporte de todo lo que pue­de llegar como predicación: soporte potencial, es decir que funciona a ni­vel del to­do, del cualquiera. Pero, desde que un “existe” es dado, el soporte po­ten­cial se es­fu­ma: desde que una palabra, una predicación actual se produce, el sujeto cesa de ser su­jeto, es remitido a su predicado como “objeto pertinente para el pre­dicado”, y es el pre­dicado el que se vuelve soporte, sustancia, en la extensión.

La extensión de predicado es un conjunto de objetos relacionados con un pre­di­cado: los objetos predican el predicado, mientras que en la sustancia po­ten­cial son to­dos los predicados posibles los que estaban relacionados con un objeto. Lo que pa­sa entre las dos sustancias — colección de predicados como sustancia potencial, y extensión de predicado como nueva sustancia — es del orden de lo que hemos visto a propósito de los ordinales. La sustancia potencial es un con­jun­to de predicados, y la extensión de predicado es un conjunto de objetos. Se hace salir de la sustancia po­ten­cial un predicado que ella contiene, que es supuesta con­tener, y se pone la sus­tan­cia y este predicado actual en un nuevo conjunto, que da la nueva sustancia: exten­sión de predicado — de la misma manera que se efec­tua­ba en la ordenación lo que he­mos llamado: designación de la designación, o sea la puesta-en-conjunto forzada de un conjunto ya constituido y sus partes dispersas, por ejemplo el 3 y sus ele­men­tos, cuya cohabitación explosiva se ha visto que era suficiente para producir el con­jun­to superior, aquí el 4.

Si los predicados abstractos de la sustancia primera llegan a pesar de todo a ha­cer Uno, esto es gracias a la singularidad de esta nueva sustancia que cons­ti­tu­ye una extensión de predicado. Ahora, uno puede aumentar todavía un poco la di­fe­ren­cia que funda el Uno e interrogarse: si se consideran las extensiones in­de­pen­dien­te­men­te de los predicados, ¿qué es lo que sostiene la extensión? Es decir que, si la exten­sión es el interpretante que sostiene los predicados en su relación actual con las sus­tancias potenciales, ¿qué es lo que sustenta las extensiones, cuál es su inter­pre­tan­te en su relación con esa relación misma? Aquí, es necesario precisar las pro­pie­da­des de las sustancias.

La colección de predicados es aquello a lo cual pertenecen series de pre­di­cados distintos que en esta sustancia se reúnen y se unifican. La cosa, como sus­tancia, es un conjunto de predicados. Se ha visto, por el contrario, lo que es la extensión de pre­dicado: lo contrario, es decir no un conjunto de predicados re­la­cionados a la uni­dad de una cosa, sino un conjunto de objetos relacionados a un predicado. En cierta ma­nera, un conjunto de predicados es una cosa, y un conjunto de cosas es un pre­di­ca­do. Sin embargo, si hay una estricta equivalencia entre cosa y sustancia, y entre predicado y modo, entonces hay que considerar que, en la extensión de predicado, son los objetos los que están en la posición de predicar el predicado, y es el pre­di­ca­do el que es propiamente la sustancia. A ese nivel, ya no hay diferencia formal entre co­lección de predicados y extensión de predicado. Pe­ro si se añade a esto la di­men­sión histórica u ordinal, se obtiene que, en la cons­ti­tución de un conjunto, hay algo co­mo la sustantificación de un predicado, co­rre­la­tiva de la predicación de una sus­tan­cia. Y eso, es lo que hemos reconocido como ruptura-aplastamiento en la In­ter­pre­tación. Quizá el juego de la colección (o com­prensión) y de la extensión recubre la dialéctica de la ruptura y del aplastamiento, en la Lógica de Port-Royal. Si éste es el caso, es en un sentido muy particular que hay que entender esta propiedad de la sus­tancia, de sustentarse a sí misma. Esta autonomía de la sustancia es muy relativa, se sostiene en la relación diádica que une la sustancia y el modo, el sujeto y el pre­di­ca­do: uno soporta, el otro es so­por­tado. Pero si la sustancia se predica y el predicado se sustantifica, eso significa que hay que considerar una relación triádica, donde se es­tablece una suerte de re­ciprocidad desajustada, discordante.

Si el predicado se vuelve sustancia para soportar, en la extensión, objetos que en el tiempo anterior soportaban, en la colección, predicados, ¿no puede con­tinuar es­ta calesita para que la extensión sea a su vez soportada por algo de lo que ella no sea sino el predicado? La relación sustancia-predicado se presenta como la de lo múl­­tiple a lo singular: multiplicidad de los predicados para un objeto, y lue­go mul­ti­pli­cidad de los objetos para un solo predicado. El primer término corres­ponde a la co­lección, el segundo a la extensión. Tras la colección y la extensión, debe haber una colección de extensiones: es decir un conjunto cuyos elementos sean esos con­jun­tos que hemos llamado extensiones, pero desustantificados, to­mados como pre­di­ca­dos, de este conjunto general que soporta toda extensión.

Tocamos la categoría de los conjuntos supremos; en la Lógica de Port-Ro­yal, las mejores cosas tienen un fin. La extensión de predicado, como sustancia, es lo que ha­ce mantener juntos un sujeto y un predicado, es decir que si, en la re­la­ción diá­di­ca, el sujeto soporta el predicado, en la relación triádica, es la extensión de predicado la que soporta la relación diádica: la extensión como sustancia tiene entonces la fun­ción del Interpretante. Ahora, ¿cuál es el nuevo Interpretante que soporta la relación diá­dica entre la primera relación diádica y la extensión como Interpretante? Si el tér­mi­no último de una relación serial la representa enteramente menos a sí mismo (y no ce­samos de trabajar sobre esta hipótesis), entonces, del mismo modo que el conjunto de las relaciones objeto-predicado (la extensión) ha­ce las veces de, e interpreta, esas re­laciones, es el conjunto de todas las exten­sio­nes el que será el Interpretante de la extensión.

Si se repite el proceso, la extensión sustancializada del predicado va a ser rela­cionada como predicado a lo que soporta toda extensión: el ser. El ser es la única co­sa que se soporta a sí misma, es decir que no es el predicado de nada. Una vez pro­ducido el ser como término de la serie, puede hacerse una regresión que funda sus­­tancias tales como la extensión y el pensamiento. Es también regre­si­va­mente, a par­tir del ser, que va a comprenderse lo que representa la predicación, ya que hemos vis­to que, cada vez más cerca, es sobre el ser que se apoya la relación predicativa.

El ser forma parte de esas cosas que no pueden predicarse, pues si fuera pre­di­­cable, la sustantificación de ese predicado en la extensión quebraría la uni­versalidad del ser. Del ser y del pensamiento se dice en la Lógica: “No hay que pedirnos que expliquemos estos términos, porque son del número de aquellos que son tan bien entendidos por todo el mundo que se los oscurecería queriéndolos explicar”. Ha­­blar del ser, es reducirlo a un ser menor, del mismo modo que hablar del pen­sa­mien­to, puesto que si el pensamiento es el conjunto de todo lo que se puede decir, él es algo más que todo lo que se pueda decir de él.

Por este hecho de que el ser no podría ser predicado, y por ese otro de que el ser es el soporte de todo, hay una disyunción radical entre este ser que no so­por­ta na­da porque no es separable de nada, y este Todo que no puede concebirse más que so­portado por el ser (“aunque todo lo que está en Dios sea Dios mismo, uno no deja de concebirlo como un ser infinito, y de considerar la infinitud como un atributo de Dios y el ser como sujeto de este atributo”). Pero esto no es disyunción más que al con­siderar que de una parte está el ser, y de la otra los predicados. Ahora bien, si el ser es propiamente esa “nada en el discurso”, es el conjunto de todo el discurso, es de­­cir lo que escapa al discurso: lo que escapa al discurso, es el discurso mismo, pues­to que no hay discurso (puesta en conjunto, aplastamiento) más que a fin de al­can­zar lo que precisamente le escapa. Así, el ser, es tanto al co­mienzo del discurso que hay que situarlo, en el No inicial, como al final, en el otra vez.

La diferencia que hemos aislado entre la sustancia potencial, como “posi­bi­lidad de una predicación”, y toda predicación actual, que rebaja la sustancia al rango de predicado de un predicado vuelto sustancia, esta diferencia va a per­mi­tir­nos com­prender mejor lo que son la sustancia y el ser.

[[1] Una nueva precisión se impone: cuando, en la extensión de predicado, la sus­tancia se vuelve predicado (“predicación de la sustancia”), hay que entenderlo en dos sentidos: por una parte, las diferentes sustancias que son susceptibles de ser “modificadas”, esencial o inesencialmente, por el predicado que comanda la extensión, estas sustancias “predican” el predicado en la extensión, le confieren la mul­ti­pli­cidad de determinaciones posibles que le permiten volverse soporte, sus­tancia, uni­­dad. Pero no hay ahí más que una cara de la “predicación de la sus­tan­cia” (ge­ni­ti­vo objetivo / genitivo subjetivo). Se debe considerar también que estas sustancias, no solamente predican el predicado, sino que igualmente son pre­di­ca­das, es decir, se con­vierten en objeto de una predicación. Aquí, nueva distinción, entre las dos mane­ras, para una sustancia, de ser predicada: si la sustancia, inde­pendientemente de toda rup­tura que la transforma en predicado, es potencialmente “predicada” por la serie de los predicados que le pertenecen, eso no quiere decir que ella “sea predicada” en el sentido en que, como elemento, figure en una re­la­ción que la englobe (relación de pre­dicación). Hay dos maneras para una sustancia de ser predicada: en extensión o en comprensión. En comprensión, eso significa que la sustancia se da como sus­tan­cia, conjunto de predicados inherentes a ella. En extensión, eso quiere decir que la sus­tancia se especifica en una relación sin­gu­lar con un predicado actual que la de­fi­ne, que la toma por objeto: es decir que el predicado está ya dado, y se relaciona a la sus­tancia con él. Aquí hay ruptura: pues si uno se acuerda de que la sustancia no es otra cosa que una colección de pre­di­ca­dos, lo que está en juego en una predicación sin­gular de tipo extensivo es un des­membramiento de la sustancia, la expulsión fue­ra de la sustancia de uno de sus elementos (el predicado), y la consideración, desde el exterior, de la relación entre la sustancia y el predicado. Tal predicación singular es el momento de fluctuación, momento límite, en que se pasa de una sustancia a otra. Pues, lo hemos visto, esta predicación se acaba sobre la inclusión de la sus­tan­cia primera como elemento en el conjunto de objetos constituido por la extensión de pre­dicado.

Dicho de otro modo, hay que distinguir cuidadosamente la sustancia, como pre­dicación general (potencial), y toda predicación singular.] No es poco que un con­­junto, como totalidad cerrada, sea diferente del conjunto de lo que se puede censar como partes de ese conjunto. La sustancia como soporte, colección de pre­di­ca­dos, comprende la serie de los predicados que le pertenecen, de una manera abso­lu­ta­mente potencial, independientemente de toda actualización de un pre­di­ca­do. La ac­­tua­lización de un predicado, al contrario, es la expulsión fuera de la sus­tancia de un pre­dicado, es la ruptura que por desmembramiento pone en relación la sustancia con to­do lo que ella soporta.

Es aquí que está el nudo del asunto: si hay una diferencia entre la puesta en re­lación, sobre el modo predicativo-actual, de la sustancia con los predicados que la de­­finen, y la sustancia misma, en tanto que ella no es otra cosa que su relación con los predicados (el hecho de soportarlos), entonces hay que concluir que la sus­tancia  es otra cosa que un soporte de predicados, otra cosa que “aquello con lo que se re­la­cio­nan los predicados”. En una sustancia, sin embargo, no hay otra cosa que pre­di­ca­dos juntos. Y sin embargo, si se pone en relación la sustancia como conjunto de pre­dicados, y estos predicados, uno se encuentra frente, no a una sim­ple redun­dan­cia, sino propiamente a una diferencia. Lo que hay de más en la sus­tancia, el hecho de que los predicados estén “juntos”, ¿es simplemente una de­ter­minación su­ple­men­ta­ria de los predicados? Es mucho más, pues está dicho en la Lógica de Port-Ro­yal, que la sustancia reposa enteramente en esta “diferencia” entre el hecho para los pre­di­cados de estar juntos o de no estarlo. Si se suprime la posibilidad de esta diferen­cia, no puede haber más sustancia, es decir, que queda un universo indiferenciado de pre­dicados, lo que Peirce llama “Universo del qui­zá” o también “nada absoluta”, si es cierto que, sin la sustancia, los predicados no son nada. La sustancia, lo que hace sos­tener algo, lo que permite relaciones, no es sino lo que está de más, cuando los pre­dicados están “juntos”.

Ahora bien, hemos constatado que este “más” reposa en que un conjunto de pre­dicados se convierte en un término singular, hace uno, y que este término sin­gu­lar no forma parte de aquello de lo que es “el conjunto” en el momento en que de­sig­na aquello de lo que es el conjunto. Así, la sustancia, es lo que, cuando un conjunto es­tá dado, al mismo tiempo, lo constituye y le falta. Dicho de otro modo, lo que falta en un conjunto, es lo que lo constituye: la sustancia.

[Lo que sobreviene constitutivamente de la sustancia, o sea el “conjunto” de los predicados, no es sino por ser subsumido bajo la instancia sustancial de esta con­jun­tización — instancia que, precipitada como término de la serie, no funciona sino por faltar en ella, por exsistir a ella. Esta es incluso más precisamente la fun­ción de la ausencia que comanda retroactivamente la conjuntización sustancial de los pre­di­ca­dos y la precipitación del trazo del “conjunto” como término exsistente a la serie ac­tual.]

La función de la ausencia aparece aquí previa a la ordenación de los tér­mi­nos; ahora bien, esta función parece desprendida en la Lógica de Port-Royal, don­de es reservado un lugar a lo que está supuesto faltar. Pero “lo que falta” no es allí, explí­­­citamente al menos, la sustancia. Lo que falta, es lo que, cuando no hay otra cosa que eso, es equivalente a nada. Ahora bien, está dicho en la Lógica que, si de este to­do formado por la sustancia y los predicados, se quita la sustancia, entonces no que­da más nada, porque los predicados o atributos no existen sino porque hay sustancia.

A partir de este punto, la “función de la ausencia” parece insuficiente para su­­ministrar el criterio distintivo que permitiría ordenar la relación sustancia-pre­di­ca­do. Ella estigmatiza más bien que todo puede llegar a faltar, que todo deja que de­sear. Más bien que un rasgo distintivo, parece que ella sea aquello en el interior de lo cual debe venir a alojarse un rasgo distintivo, rasgo que puede ser sim­ple­mente la par­cialización (necesariamente ordinal) de lo que hasta ahí hace figura de universal, o sea lo que “falta para ser fijado” que caracteriza tanto a la sus­tan­cia como al pre­di­ca­do, en su deriva complementaria.]

Precisemos pues ante todo globalmente el impase lógico en que nos encon­tra­mos: la sustancia no es otra cosa que los predicados más algo. Este más se de­fi­ne co­mo faltante y los predicados son lo que solo no es nada, pero que se produce cuan­do la sustancia es dada. Es decir: los predicados no son nada sin algo, la sus­tancia, que no es otra cosa que la adición, a esos predicados supuestos con­tra­dic­toriamente ya dados, de lo que de todos modos en la suma estará en falta. La sus­tancia soporta los predicados, pero también, de una cierta manera, los predicados soportan la sus­tan­cia como ese nada-otra-vez del cual, por sustantificación, va a nacer la sin­gu­la­ri­dad de una diferencia. Los predicados no son más que 0, la sus­tancia es lo que se aña­de para hacer 1. Pero en este 1 constituido, no hay más que los predicados, es de­cir el 0 que aparece. Pues lo que hace 1, justamente, en la ins­cripción del 0, está au­sen­te de lo que inscribe el 1, es decir de lo contenido, de lo designado por el 1, es de­cir el 0.

Se trata ahora, para ver claro allí, de reintroducir la consideración ordinal que ha presidido este panorama de la Lógica de Port-Royal, es decir la oposición en­tre la colección y la extensión, con el fin de tomar una por una esas pro­po­si­cio­nes con­tradictorias.

La sustancia soporta el predicado que define, que porta sobre la sustancia. Sien­do la sustancia lo que falta, el predicado es un efecto de falta, lo que lleva so­bre una falta, la envoltura de la falta. Pero, por otra parte, el predicado no es nada sin la sustancia, y es imposible diferenciar la sustancia del predicado actual como mani­fes­­tación de la sustancia faltante. Sin embargo, puesto que está dicho que el pre­di­ca­do no es nada sin la sustancia, y que no hay sustancia que no falte, en­ton­ces, como hay predicado, hemos tenido que deducir que el predicado actual es la sustancia, pues­to que sin el uno de la sustancia el predicado no es más nada: ahora bien, hay uno, hay predicado: lo que implica que el uno del predicado no es el pre­dicado sino, ha­blando propiamente, la sustancia.

¿Cómo comprender esta proposición? El predicado, que está considerado co­mo que no es nada sin la sustancia, si se manifiesta como algo, este algo como distinto que la nada del predicado es necesariamente la sustancia. A partir de lo que hemos llamado “sustantificación del predicado”: siendo sustantificado el pre­dicado en la extensión, va a hacer las veces de sustancia de manera puntual, para algo que va a hacer las veces de predicado, es decir los objetos de la extensión. He aquí que está arreglado, pero también, ahora, hay sustancia.

Ahora bien, ella está supuesta faltar. Al mismo tiempo, desde que se pro­duce la segunda clase de predicados, la operación se repite, y lo que, en el primer tiempo, hizo las veces de sustancia, va a faltar como sustancia, puesto que, por la operación que he puntualizado, eso va a aplicarse como predicado al nuevo térmi­no que apa­re­ce como una sustancia provisoria. Esto, quizá no al infinito, pero al menos hasta lo “im­predicable” (del que hemos visto, en la Lógica, que es el pre­di­cado del ser). Por una parte, un predicado va a apoyarse sobre el primer “pre­di­ca­do” que hace las ve­ces de sustancia, para definirlo, identificarlo, predicarlo, y, por otra parte, el primer pre­dicado-sustancia, remitido en esta relación al segundo que adquiere una exten­sión, va a desaparecer en tanto que sustancia, soporte, para no devenir más que un ele­mento en la extensión del predicado segundo, y conferirle desde entonces el re­le­vo en la función de sustancia (la sustancia es una función), que éste transmitirá a un ter­cer predicado, etc. La primera sustancia, la que com­prende potencialmente los pre­­­dicados, es mítica: lo que cuenta es la relación ac­tual de predicación que, vuelta po­sible por la “sustancia potencial”, la inscribe y la transforma en término de una re­la­ción, estando entendido que el término último de esa relación desempeña a su tur­no el papel de la sustancia, es decir falta en la re­la­ción, y no se inscribe más que al vol­verse otra cosa que sustancia: predicado.

Las sustancias sucesivas son pues la serie de las encarnaciones transitorias de lo que falta y que sostiene toda seudo-sustancia como envoltura de la falta: el ser. El ser es precisamente lo que soporta todo discurso, en tanto que el discurso es lo que se produce sobre los bordes del agujero que constituye.

El ser es, pues, a la vez, lo que está antes del discurso, lo que produce el discurso, y lo que está después, el fin de todo discurso, su punto de convergencia, su lí­mi­te. A falta de toda teoría semejante del discurso, que en la Lógica de Port-Royal no podemos más que reconstituir a partir de los traspiés de la doctrina, po­demos en­con­trar allí la ilustración de tal posición del ser. El ser es allí explí­ci­ta­mente pre­sen­ta­do como lo que no se puede predicar, pues, como conjunto de todo lo que puede ser atribuído, es más que la suma de esos atributos; pero la fórmula misma donde es­tá proferida esta prohibición es elocuente: está dicho que el ser es lo que es im­pre­di­ca­ble. “Impredicable”, tal es, idealmente sin duda, el “primer” predicado que em­pie­za el infinito de su serie coja, que, en su intento de significar lo imposible, lo repite cons­titutivamente por el hecho de exponer su propia va­cui­dad, trazando de un solo gol­pe el límite de lo que es posible y de lo que no lo es: lo posible, lo potencial, es des­terrado de toda efectividad que no sea con­tra­dic­to­ria; por el contrario, la rea­li­za­ción en que se efectúa lo imposible no puede hacer de otro modo que dejar abierto lo que como tal lo funda, puesto que lo imposible es aquello cuya expresión no es an­ti­nó­mica con su significación.

Termino sobre algo que nos conduciría un poco más lejos, pues no tengo ga­nas de concluir, es decir de abrochar este discurso que sólo es un preliminar: el len­gua­je es lo que representa el ser para la palabra, es decir que la palabra está en la po­sición del interpretante, entre el árbol y la corteza, del mismo modo que lo finito, es lo que se teje entre dos infinitos.



Notas:

[1] Luego de su in­ter­vención en la segunda clase del Seminario 20, Encore, F. Récanati redactó la mis­ma, corrigiéndola en algunos lugares y añadiéndole algunos pá­rra­fos, que se indicarán oportu­na­men­te, para su publicación en el número 5 de la revista Scilicet. Co­mo estaba establecido en esa revista, los artículos, salvo los de Lacan, no llevaban firma. Nosotros la res­tituimos.

[2] Para acceder a la intervención de Récanati sin correcciones ni añadidos, pero con las in­ter­ven­cio­nes de Lacan que ocasionalmente la escandieron, véase: Jacques LACAN, Seminario 20, Otra vez / Encore, 1972-1973, Versión Crítica de Ricardo E. Rodríguez Ponte para circulación interna de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, clase 2, del martes 12 de Diciembre de 1972.

[3] Récanati se refiere a su intervención en el Seminario de Lacan del año anterior, …ou pire, clase del 14 de Junio de 1972.

[4] Nota de F. Récanati: “El Amor es un μεταξύ {metaxu} (intermediario, elemento tercero) por quien, en la instantaneidad (εξαίφνης {ecsaiphnes}) de un corte (τόμη {tomé}), brota la in­ter­pre­ta­ción (έρμηνευτιχή {hermeneutiqué}, o incluso: μαντιχή {mantiqué}, la interpretación adivinatoria — término que Platón, en otro diálogo, dice que está derivado del griego antiguo μανιχή {ma­ni­qué}, el delirio).

[5] Condensación entre coupé, “cortado”, y couplé, “acoplado”, “emparejado”.

[6] Nota de F. Récanati: “Si el 3 es la designación de los términos (0, 1, 2) cuyo aplastamiento ope­ra, el 4 es la designación de esta designación: o sea la puesta de relieve del aplastamiento como ruptu­ra”.

[7] Nota de F. Récanati: “Sobre las relaciones de la ordenación y de la sustitución, cf. el artículo de E. Bo­rel, «Antinomia del Transfinito»”.

[8] Nota de F. Récanati:Primera transformación: (transcripción del alfabeto latino en alfabeto bili­te­ral).

A           B           C           D           E             F        …

aaaaa     aaaab     aaaba     aaabb     aabaa     aabab

Segunda transformación: (transcripción del alfabeto biliteral atomizado en alfabeto latino com­pli­ca­do).

a   b   a   b   a   b   a   b   a   b   a   b   …

A  a   a   B  B   b   b   C  C   c   c   …

Cf. Bacon, Dignidad y crecimiento de las ciencias, libro VI”.

[9] El verbo soutenir puede traducirse tanto por “sostener” como por “sustentar”. Hasta ahora he ve­ni­do traduciéndolo como “sostener”, pero a partir de aquí, introducida la “sustancia”, pasaré a tra­du­cir­lo co­­mo “sustentar”.

[10] Nota de F. Récanati: “Los pasajes entre corchetes no han sido pronunciados”.


  • Traducción y notas: RICARDO E. RODRÍGUEZ PONTE

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