Publicada en la revista Gai Pied en abril de 1981. Gai Pied o Gai Pied Hebdo literalmente “pié gay” homófono de “guepier”: nido de avispas o figurativamente: una trampa, fue el nombre sugerido por Foucault para la revista en referencia a la determinación de la misma de incomodar al statu quo de la época. De tirada primero mensual y luego semanal, fundada en 1979 por homosexuales franceses, entre otros por Jean Le Bitoux, periodista y activista por los derechos LGBT y una de las figuras más relevantes del movimiento de liberación homosexual francés. El primer número se vendió en dos mil kioscos a lo largo de toda Francia y fue impreso por la Liga Comunista Revolucionaria. Entre sus colaboradores se encontraban además de Foucault, Copi y el mismo Sartre aceptó en 1980 mantener una entrevista.
En ruptura con lo que podríamos llamar cierto gayness – en el sentido de hacer de lo gay un bussiness – la posición de Foucault propone entre otras cosas no dar a lo homo un tratamiento o “imagen mutilada”, como “un placer perentorio” ya que “suprime cualquier elemento turbador”, “ser «gay» consiste menos en reconocerse en las trazas psicológicas y en las señas de identidad del homosexual, que en tratar de delinear y desarrollar una forma de vida”. Deseo, identificación, contingencia, ética, posición “de través”. Líneas diagonales a trazar en el tejido social. Su posición en relación a la publicación como «acción», que sirva para estimular “un conjunto de instrumentos para desarrollar relaciones multiformes” son algunas de las claves que este pensador nos lega para pensar y repensar la actualidad. Esperamos la disfruten tanto como lo hemos hecho nosotros.
Gerónimo Daffonchio edición.
– Desde hace dos años publicamos nuestra revista, de la que Usted, que pasa de los cincuenta años, es lector. ¿Qué juicio le merece esta trayectoria?
– Su misma existencia es algo positivo e importante. Lo que yo podía pedirle es que leyéndola no se me planteara la cuestión de mi edad. Ahora bien, su lectura me obliga a planteármela y no me agrada la manera en que me veo llevado a hacerlo. Dicho lisa y llanamente, mi sitio no está ahí.
– Quizás porque trata de los problemas propios de la edad de colaboradores y lectores: la mayoría tiene entre los veinticinco y treinta y cinco años.
– Desde luego. Está escrita por jóvenes, interesa a jóvenes. Pero la cuestión no es conciliar edades distintas, sino saber qué podemos hacer respecto de la identificación casi total de homosexualidad y amor entre jóvenes.
De igual modo, hay que recelar de la inclinación a llevar el asunto de la homosexualidad al problema de «¿Quién soy yo?, ¿qué secreto esconde mi deseo?». Convendría preguntarse más bien: «¿Qué tipo de relaciones pueden, a través de la homosexualidad, trabarse, inventarse multiplicarse, delinearse?».
El problema no radica en descubrir en uno mismo la verdad de su sexo, sino, antes bien, en hacer uno uso de su sexualidad para conseguir en el futuro una multiplicidad de relaciones. Y, claro está, esa es la razón por la que la homosexualidad es menos una forma del deseo que un deseo por hacer. No debemos, pues, obstinarnos en ser homosexuales ni empeñarnos tampoco en reconocernos como tales. La tendencia del problema de la homosexualidad se dirige al problema de la amistad.
– ¿Pensaba lo mismo a los veinte o lo ha descubierto al cabo de los años?
– Hasta donde recuerdo, desear a muchachos era desear tener trato con ellos, lo que para mí ha sido un factor enormemente importante. Y no forzosamente a modo de pareja, sino como una cuestión vital: ¿cómo pueden dos varones estar y vivir juntos, compartir su tiempo, su comida, su dormitorio, su ocio, sus desgracias, sus experiencias, sus confidencias? ¿En qué consistiría eso de estar entre hombres a pelo, ajenos a las relaciones institucionales, familiares y de compañerismo impuesto? Es un deseo –mitad deseo, mitad inquietud– que acucia a muchas personas.
– ¿Podría decirse que el deseo, el placer y las relaciones posibles dependen de la edad?
– Sí, en gran medida. Entre un señor y una mujer más joven, la institución mitiga las diferencias de edad, las admite y las hace operar. Dos varones de edad notoriamente distinta, ¿qué código tienen para comunicarse? Helos el uno frente al otro, sin las palabras oportunas, sin nada que les tranquilice acerca de la atracción que sienten. Tienen que inventar de punta a cabo una relación indefinida, la amistad, la suma de todos los elementos por medio de los cuales mutuamente se hacen querer.
Presentar la homosexualidad como un placer perentorio es una transacción indebida. Dos muchachos se tropiezan en la calle, quedan prendados con solo mirarse, se echan mano a las nalgas, se aplican a la faena y todo sin pasar de quince minutos contados. He ahí una imagen mutilada de la homosexualidad, inefectiva para crear inquietud, por dos motivos: porque es vicaria de un ideal que debilita la belleza y porque suprime cualquier elemento turbador presente en el afecto, la ternura, la amistad, la fidelidad, el compañerismo, la camaradería que una sociedad remisa no puede acoger sin temor a que se armen alianzas, a que se anuden líneas de fuerza imprevisibles. Lo inquietante de la homosexualidad es el modo de vida homosexual más que el acto sexual mismo.
Imaginarse un acto sexual en desacuerdo con la ley o con la naturaleza no perturba a la gente, lo desconcertante es que unas personas comiencen a quererse, eso es lo problemático.
La institución se ve comprometida por una maraña de intensos lazos afectivos que al mismo tiempo la sostienen y la conmueven. Basta fijarse en el ejército, donde el amor masculino continuamente es invocado y denigrado. Las normas institucionales no pueden revalidar esas relaciones de intensidades múltiples, de tonos cambiantes, de movimientos imperceptibles, de formas mudables, relaciones que, además de causar trastornos, introducen el amor donde solo debería imperar la ley, la regla o la costumbre.
– Usted ha sostenido siempre esto: «Más que lamentarse por los placeres perdidos, me preocupa lo que podemos hacer con nosotros mismos». ¿Puede ser más preciso?
– A mi juicio, debemos no tanto liberar nuestros deseos como convertirnos en individuos infinitamente más capaces de placeres. Antes que nada, conviene zafarse de dos lugares comunes: el del simple encuentro sexual y el de la fusión amorosa de las identidades.
– ¿Pueden advertirse en los Estados Unidos de América los prolegómenos de sistemas sólidos de relaciones y, si así fuera, en las mismas ciudades donde el problema de la miseria sexual se nos antoja reglamentado?
– Lo cierto es que en los Estados Unidos, aun subsistiendo todavía ese pozo de miseria sexual de que habla, el afán por la amistad ha cobrado un interés enorme. No se suscita solo con miras a consumar el acto, que se produce con suma facilidad, sino que se tiende a polarizar la amistad. ¿Cómo alcanzar, por medio de la homosexualidad, un sistema de relaciones? ¿Es posible desarrollar una forma de vida homosexual?
La noción de forma de vida me parece sumamente relevante. ¿Por qué razón no podrían introducirse criterios diferenciadores distintos a los que determinan las clases sociales, la profesión, los niveles culturales, unos criterios diferenciadores que consistirían en la «forma de vida»? Una forma de vida puede ser compartida por personas de edad, de condición y de actividad social distintas; puede determinar relaciones intensas que no guarden ninguna analogía con las institucionalizadas y puede ser también el origen de una cultura y una ética. A mi juicio, ser «gay» consiste menos en reconocerse en las trazas psicológicas y en las señas de identidad del homosexual, que en tratar de delinear y desarrollar una forma de vida.
– ¿No resulta quimérico afirmar: «Asistimos a los prolegómenos de una socialización de los seres humanos que transciende las clases, las generaciones y los países»?
– Tan quimérico como decir que llegarán a desaparecer las diferencias entre la homosexualidad y la heterosexualidad. Creo además que esa es una de las razones por los que la homosexualidad se ha convertido hoy en día en un problema.
Ahora bien, afirmar que ser homosexual es ser un hombre y reivindicar esa condición supone una impugnación de la ideología de los movimientos de liberación sexual de los años sesenta, lo que explica la aparición de los bigotudos «clónicos».
Es una manera de replicar: «No temamos, cuanto más se libere uno, menos nos gustarán las mujeres, desaparecerá el peligro de confundirnos en esa suerte de polisexualidad en la que no existen diferencias entre unos y otros», hecho que contradice la idea de una gran fusión comunitaria.
La homosexualidad es una ocasión histórica para hacer surgir nuevas posibilidades afectivas y de relación, y no por las cualidades intrínsecas del homosexual sino por la posición, en cierto modo, «de través» que ocupa y porque las líneas diagonales que puede trazar en el tejido social permiten la aparición de esas posibilidades.
– Puede que las mujeres formulen la siguiente objeción: «¿Qué sacan los varones de las relaciones intermasculinas que no se obtenga de las relaciones entre hombre y mujer o entre dos mujeres?»
– Acaba de aparecer un libro en los Estados Unidos de América sobre los vínculos amistosos entre mujeres compuesto con base en testimonios de amores y de pasiones entre mujeres.
Ya en el prólogo, la autora afirma que partió guiada por el propósito de registrar relaciones homosexuales y que pronto advirtió que no solo muchas veces esas relaciones no existían, sino que otras tantas carecería de interés saber siquiera si podían ser calificadas como homosexualidad o no. Y que si dejamos desplegarse la relación tal y como se muestra a través de las palabras y los gestos, se manifiestan otras cosas que cuentan muchísimo más: amores, cariños plenos, pasmosos, deslumbrantes o, al contrario, rematadamente tristes, oscuros.
El libro expone también el destacado papel del cuerpo de la mujer y de los contactos corporales entre mujeres: una mujer peina a otra, la ayuda a maquillarse, a vestirse. Las mujeres tienen conferido derecho sobre los cuerpos de las demás mujeres: se agarran por la cintura, se besan. El cuerpo del varón está vedado al hombre de modo mucho más terminante.
Mientras que la vida entre mujeres ha sido tolerada, la vida entre hombres, desde el siglo XIX y en determinados períodos no solamente fue tolerada sino de todo punto forzosa: por ejemplo, durante las guerras.
Otro tanto ocurrió en los campos de prisioneros, en los que convivieron meses y hasta años, soldados, jóvenes oficiales.
En la primera guerra mundial, multitud de hombres hubieron de compartir sus vidas, sin que esa convivencia representase nada de particular en la medida en que la muerte los rondaba, en que, en fin, el fervor mutuo, el servicio prestado corrían el albur de la vida o la muerte. Fuera de algunas protestas de camaradería, de hermandad, de testimonios de parte, ¿qué sabemos de los afectos encendidos, de las revoluciones amorosas que pudieron desencadenarse en esos momentos?
Después de todo, es lícito preguntarse qué ha sostenido, en esas guerras sin sentido, ridículas a más no poder, en esas matanzas tremendas, a esos hombres. Nada más que una tupida red de afectos. No quiero decir que continuaban combatiendo porque se amaban, no; pero sí digo que el honor, la gallardía, mantener alta la cabeza, el sacrificio, salir de la trinchera con el compañero, delante del compañero, todo eso comportaba un tupido tejido afectivo. Y no para concluir: «He ahí la homosexualidad». Me repugna ese tipo de razonamientos.
Sin duda alguna, esa es una de las circunstancias, no la única, que hacen soportable el infierno de vida que durante semanas se ven obligados a llevar unos individuos enfangados en lodo, cadáveres, mierda, hambrientos y dispuestos, con todo, al asalto a la mañana siguiente.
Desearía agregar, por último, que toda publicación, cuyo fin es inducir a la reflexión y a la acción, debería estimular una cultura homosexual, es decir, un conjunto de instrumentos para desarrollar relaciones multiformes, distintas entre sí, a la medida de cada cual. Pero pensar en un programa y en propuestas entraña peligros. Basta proponer un programa para reglamentar, para atenazar la invención. En nuestra situación actual, necesitamos una inventiva propia que haga patente o comming out, como dicen los norteamericanos. El programa ha de estar en blanco. Hay que ahondar para ver cómo las cosas han sido históricamente contingentes, por tal o cual razón inteligible, nunca necesaria. Hay que mostrar lo inteligible sobre el fondo del vacío y negar la necesidad, y convencerse de que la realidad no abarca todos los espacios posibles. Dar respuesta a los desafíos de esta pregunta: ¿cómo conducirse y cómo inventar una forma de conducta?
Entrevista incluida en el libro «¿Qué hacen los hombres juntos?», publicado en el 2015 por Cermi y Ediciones Cinca, con traducción de Luis Cayo Pérez Bueno. El artículo original se titula «De l´amitié comme mode de vie» (entrevista con R. de Ceccaty, J. Danet y J. Le Bitoux), publicado en Gai Pied, nº 25, abril 1981.