La primera vez que vi a Jacques Lacan, llevaba una peluca pelirroja e hirsuta, y me invitó a bailar. Fue en una velada de «fêtes» organizada por Les Temps Modernes. Me había negado a hacerme una peluca pero la del célebre psicoanalista me dio una imagen de él que nunca perdí: era un artista.
Después de aquella noche, lo volví a ver con mucha frecuencia. Yo no iba a sus Seminarios pero formaba parte del grupo de personas que él quería tener a su lado cuando no estaba en sesión.
Me invitaba también, a la noche tarde, a cenar en algún restaurante solos, luego de largas y agotadoras jornadas detrás del diván.
Pero, ¿alguna vez Jacques Lacan estuvo agotado? En todo caso, trabajaba y se las daba de agotado, arrastraba los pies por la vereda y se detenía de tiempo en tiempo para exhalar un inmenso suspiro. Retomaba la marcha y me murmuraba: «¡Querida, estoy muerto! ¡Me matan! ¡Ellos no entienden nada de lo que les digo!» «Ellos» eran sus discípulos entre los cuales, en este caso, felizmente no me hallaba.
Jacques Lacan prefería los lugares donde uno encontraba gente. Varias veces me llevó al Berkeley, en la avenida Matignon, frecuentado en la hora del almuerzo por los grandes hombres de prensa como Lazzaref y Pierre Brisson. Fue en ese lugar donde me hizo probar los «hortelanos». Ese día me recomendó toda la comida y lo único que comimos fue eso, para alegría de los mozos y del maître.
En todos los restaurantes el comportamiento de Jacques Lacan era un ¡»show»! Bajo su abundante cabellera sal y pimienta, siempre perfectamente peinada, prolija como un jardín a la francesa, tenía la frente baja, un poco encajonada, lo que reforzaba la impresión de testarudez casi brutal que se desprendía de él. Vestía sacos de cachemires, moño y camisas de seda, en tonos poco habituales que daban cuenta de sus relaciones pasadas con el surrealismo. Aún apagado llevaba en la boca su cigarro torcido de guerrillero sudamericano. Por momentos lo usaba como si fuera una tiza para dibujar extraordinarias figuras en el espacio: ¡Semejante aspecto le aseguraba la entrada! Eclipsaba a su compañera, a menudo una joven actriz de moda, pues éramos muchas las que lo hacíamos salir. Nos trasformábamos entonces, detrás de él, en uno de los accesorios de su número.
Apenas atravesada la puerta del restaurante, Lacan se inmovilizaba y se despojaba con ostentación de su capa o de su abrigo de tweed que arrojaba al azar a todos los que pasaban, ¡aun cuando fuesen clientes! Luego, esperaba con un aire profundamente contrariado y preocupado que presentaba a partir del momento en que no lo atendían al instante; hasta que el maître o el director del establecimiento se precipitaban sobre él. Entonces, con un gesto cansado y como si ya no pudiese mantenerse en pie Lacan se apoyaba a la buena de Dios, sobre un hombro dejando escapar con tono dolente: «Querida, ¿dónde me trajo?» El personal, sin duda ávido de grandes propinas, se apuraba en conducirlo a su «mesa», en todos los sitios y siempre la mejor.
Una vez sentado, se inclinaba hacia mí, rodeaba con su brazo el respaldo de mi silla y, girando la cabeza hacia el salón me decía con voz estentórea: «¿Está usted a gusto, querida? ¡Si no nos vamos!» ¡Todas las miradas se dirigían hacia nosotros! No hacía falta nada más: ¡éramos las vedettes!
Si bien Jacques Lacan era capaz de elevar el tono de voz increíblemente, podía murmurar en un tono tan imperceptible que, aun estando sentado a su lado, y con el oído atento no se le oía nada. Como tenía pánico de que lo hicieran repetir algo, a veces me pasaba que cuando no entendía nada, le contestaba cualquier cosa al pasar. «Realmente», me decía espiándome por encima de sus anteojos y golpeándome la mano, «¡qué divertido es lo que dijo!» «¡Qué cómico!».
Ahí estaba lo que me agradaba de verlo: ¡le ponía sentido a todo lo que yo decía!
También lo veía en Mégève donde desesperaba a su instructor de esquí porque esquiaba pensando en otra cosa que ese deporte de fineza y de atención no perdona, y Lacan se caía a menudo. Se rompió una pierna en la base del cerro d’Arbois, en la llegada. Cuando me lo contaba, me confió una idea que le vino a la mente justo en ese momento. No entendí mucho sus explicaciones; de las que surgía una historia de «nudos». ¿Se trataba de sus célebres «nudos borromeos»? Parecía estar encantado con lo que había hecho: haber manifestado, al romperse una pierna, que su pensamiento acababa de operar una «ruptura»…
Me pregunté por qué, en esa época, me interesé tan poco en el pensamiento de Jacques Lacan. ¿Era porque me invadía, sin siquiera darme cuenta, cambiando mi manera de ver, de oír? ¿O era su manera descarada de hablarme de lo que hacía? Descubro algunas de sus notas: «Creo que hoy no di un seminario demasiado malo… Sin embargo, a las nueve y media, todavía no había encontrado lo que me serviría de apoyo. Los cité para el próximo, el 14 de marzo; está usted cordialmente invitada, si se deja atravesar por la idea de ‘aparecer’ en él y esto le sigue pareciendo «justificado».
Ya que él se interesaba tan poco en su enseñanza, ¿por qué iba a hacerlo yo? Comprendí más tarde que ese desinterés fingido disimulaba el inmenso orgullo de una obra que intentaba ser totalitaria, lo englobaba, nos englobaba a todos …
Sin embargo, fui una vez -¿fue el 14 de marzo?- para ver como se las arreglaba… Era como en «L’Ecole normale», donde la dirección había puesto a su disposición en forma gratuita un aula que después le quitaron; lo que provocó una tempestad cuya violencia resulta difícil imaginar. ¡Jesús atrapado en el Templo de los mercaderes!
En esos tiempos, había que ir con una o dos horas de adelanto a los Seminarios de Lacan, no para conseguir un asiento sino para poder entrar a la sala. Lacan, favor distintivo, me hizo reservar un banco, en primera fila y me esperó en los pasillos, si no era imposible atravesar el muro espeso de auditores en masa.
Me senté con circunspección, sintiendo en mi espalda la «presión» de los que esperaban desde hacía horas la distribución del alimento lacaniano. Todavía no existían los Escritos. Lacan prohibía que su palabra fuera impresa. Atrapaba personalmente las notas escritas a mano… Sin embargo, las notas existían y mimeografiadas se vendían carísimo bajo la manga. El las descalificaba: ¡son falsas! Le había pedido a sus discípulos que no revelaran su arsenal de conceptos, los que, como los planos de una bomba atómica, debían permanecer lo más posible en secreto de algunos…
En cuanto a los grabadores, me lo habían prevenido: bastaba que Lacan viera uno para que entrara en trance. ¡Se precipitaba para arrancarlo de las manos de su infeliz propietario y lo pateaba como si fuera una star que se vengaba de los paparazzi, indiscretos en sus cámaras! El argumento: lo que decía era totalmente provisorio, el fruto del instante, y no lo reconocería como suyo al día siguiente.
Creo que tenía un sentido agudo de la publicidad. ¿Lo habría aprendido de Dalí a quien había admirado y quien reconoció en el joven psiquiatra su digno émulo? Lacan sabía hacer de su palabra el objeto de todas las envidias intelectuales trasformándola -era su lado jesuita – en «fruto prohibido».
Finalmente llegó con un leve retraso. Vestido con colores delicados, parecía estar más preocupado que nunca y arrastraba los pies: como si hubiera entrado por casualidad y aún no se daba cuenta de que tenía todo un auditorio ante él… Había estudiantes de muy alto nivel, agregados en Ciencias Humanas, psicoanalistas en ejercicio de la profesión, médicos; todos ellos habían renunciado a sus citas para ir a escucharlo.. Algunos, vestidos con sacos claros y moñitos se le parecían… Lacan nunca llegaba solo. Lo escoltaban alguno de sus allegados, puestos a su guardia o a su servicio. Ante un gesto o un gruñido, le servían algo para tomar, abrían o cerraban una ventana, sacaban o guardaban sus papeles. Uno de ellos estaba encargado de la grabación de sus seminarios. Lacan y sólo Lacan tenía derecho al grabador. De allí surgieron los Escritos.
Ya era tarde en la vida de Lacan, y si quería pasar a la posteridad tenía que «impresionar» y no a cualquiera. Al público intelectual, el más crítico de su tiempo. De ahí su encuentro con Dalí, surgido como él, del surrealismo, fue lo que más le sirvió. Lacan también usó el célebre método crítico – paranoico del amo de Cadaquès. La utilización voluntaria y metódica del delirio, como medio de conocimiento.
Después de permanecer un instante de pie, apoyado sobre las segundas falanges, se sentó, suspiró, se bajó los anteojos, y pareció descubrir la sala. Agitó una mano amable y blanda en dirección a algunos rostros entre los que se encontraba el mío. Luego esperamos.
El amo del lugar murmuraba, pedía algo en voz baja a alguien que estaba cerca de él, abría una carpeta, removía papeles, se impacientaba … ¡El suspenso -en un silencio total – era indecible! Finalmente, comenzó.
Con voz tan moribunda que, si no lo hubiera conocido, habría creído que eran sus últimos momentos… Yo contenía mi aliento. La sala también. Lo que desarrollaba, ante nosotros, era una larga, muy larga frase … sin fisuras, sin puntos … ¡de la que no entendí nada!
Lacan procedía haciendo alusión a lo que había sucedido en el Seminario anterior, recordaba un incidente que habría tenido lugar en otra parte, que involucraba a personas ausentes … Evocaba -siempre en su única frase de introducción – una dificultad en cuanto a un libro que le tenían que haber traído, cosa que no había sucedido, o, siempre a último momento de manera tal que se había pasado toda la noche trabajando, ¡de ahí su estado! ¿Iba a poder dar su Seminario? ¿No le convendría irse a dormir y no correr el riesgo de decepcionar a alguien?
¡Ningún gran actor, ninguna gran vedette, actuó tan bien en el arte de frustrar primero a su público para atraparlo mejor después! ¡En ese sentido Lacan recreaba a Marilyn Monroe! De pronto, lanzó tres palabras, una suerte de trabalenguas, inventivo, cómico, que estallaba en todos los sentidos. Era el título del Seminario del día y el anuncio de su tema. Abrí mis grandes «esgòurdes» (orejas) para usar una de las palabras familiares que le gustaba mezclar como una joya de strass en términos tomados de todas las ciencias, el psicoanálisis y también la lingüística, la lógica, las matemáticas… Se destacaba en el juego de los doble sentidos -«est-ce gourde?»- (¿es tonto?), golosina de la cual el inconciente es un gran aficionado.
Pero por más que abrí mi cabecita, no capté sino algunos pedazos de su discurso. Valían la pena, pero el resto, me escapaba por completo.
Los otros ¿estaban más «embebidos» que yo? De golpe, escuché risas. ¿De qué se reían? Lacan parecía saberlo, pues se distendía a primera vista.
Yo no cazaba una, pero estaba alerta.
Me vino a la mente la idea que lo que venía a buscar toda esa hermosa tela universitaria y médica era esa concentración, esa intensidad de escucha. Alguien levantó la mano. Lacan que estaba en todo -¿vigilaba los eventuales grabadores?- la percibió en el momento. Con una fórmula cuya aparente solicitud hacia la opinión de otro disfrazaba mal la real insolencia, le dio la palabra.
¡Imprudente! ¡No terminó de formular su objeción en forma de pregunta cuando el Amo estalló! ¡Enojo! ¡Exclamaciones! ¡Vociferaciones! ¡Lo único que había aquí eran imbéciles!
Se esforzaba …Luego, la cosa se calmó como al comienzo, de golpe.
Resoplando, Lacan abandonó su silla para ir al pizarrón. Y allí, con una vivacidad o una alacridad en contradicción con su pesadez del segundo anterior, trazó una serie de esquemas, ecuaciones, con flechas, círculos de una figura a la otra, que no me aclararon nada en absoluto. En ese momento decidí que ya estaba: había ido al Seminario de Jacques Lacan pero ¡ya no volvería!
¿Los otros, entendían más que yo? Me volví hacia atrás una o dos veces, ¡encontré rostros atravesados por una barra vertical! Bueno. Bien. ¡Tal vez! ¡ Habitués!
Todo terminó con aplausos que Lacan pretendió no percibir. Bajó del estrado rápidamente y me dio el honor de dejar la sala apoyado sobre mi hombro. «Querida, ¡estaba aquí! me dijo fingiendo sorpresa. Creo que no estuve tan mal… ¿Qué le parece?… Y eso qué no dormí, estoy muerto… ya no me doy cuenta de nada…» ¡Era su forma de pedir halagos»! Se los hice.
Decir que no saqué nada de mi única experiencia del Seminario sería falso: Jacques Lacan me había ayudado -como ayudó a muchos – a sacarme una traba que nos paraliza. La del respeto por el saber, venga de donde venga. Con él uno aprendía -eso podía hacerse de una vez – que existe otra instancia a parte de nuestro sentido común: el inconsciente.
Como un mago que saca el conejo blanco de su galera, Lacan le permitía al inconsciente mostrar la punta de su nariz en el punto más inesperado de una frase, de una actitud, de una palabra… Los que asistieron en Sainte -Anne, a sus presentaciones de enfermos se maravillaban del arte que tenía Lacan en hacer que, en una sola sesión, un gran alienado declinara su patología de manera clara. No por ello estaba curado, pero los aprendices terapeutas habían podido entrever el secreto de cada locura: su lógica.
Durante mucho tiempo, Lacan jugó a ese juego de escondidas con su enseñanza. Después publicó los Escritos. ¿Será porque supo manejar virtuosamente el deseo colectivo? El éxito público fue inmediato y superó ampliamente el que descontaba el editor. Por encima de sus discípulos y de los intelectuales, Lacan, no se sabe cómo, había despertado la curiosidad del gran público.
Con respecto a esto, recuerdo la admiración que el mismo sentía por Daniel Cohn-Bendit, principal agitador de mayo de 1968: Lacan fue a escucharlo. Creo que en este petardista irreverente de lazos racionales y de categorías fijadas, Lacan había reconocido un alter ego. En él, que además llevaba una «cabellera pelirroja» natural!… Ese era el lado que mas me enloquecía de Lacan: su inclinación hacia lo travestido, como para lo mundano, ese disfraz permanente.
Me escribió una nota con fecha 28 de febrero de 1956: «Si pudiera decirme a la brevedad de qué podría disfrazarme para un baile en lo de Marie Laure que parece que va a ser de lo peor, se lo agradecería mucho, pues hasta el momento no tengo ni la menor idea: Si usted tiene alguna mándemela por teléfono y no le diga nada a nadie.» Finalmente fue a lo de los Noailles disfrazado de pájaro de Minerva. ¿Cómo se podía pretender que lo tomaran en serio?
Donde Jacques Lacan era él mismo era en Guitrancourt, cerca de Meulan; allí poseía una encantadora casa de campo en la que pasaba casi todos los fines de semana en compañía de su mujer Sylvia, de su hija Judith y de su perra boxer Justine. Pedía que fuera mucha gente los domingos. Algunos eran invitados después del almuerzo y formábamos un circulo animado alrededor de Sylvia y del té, servido en un rincón del gran salón biblioteca. Lacan, sentado no muy lejos en una mesita; trabajaba, en su Seminario del día siguiente. Al mismo tiempo que escribía o se levantaba para consultar los diccionarios, libros de historia, de mitología, de los que sacaba referencias para ilustrar su tesis, dirigía uno de sus oídos hacia nosotros. Nosotros «chusmeabamos», y había de qué hablar: entre los íntimos de la familia Lacan, contábamos con muchos intelectuales, Merleau -Ponty, Claude Levy -Strauss, Georges Bataille, que había sido el primer marido de Sylvia, Michel Leins, y también muchas chicas hermosas. Todos conocían también a Sartre, a Simone de Beauvoir y su grupo.
A intervalos regulares, un grito de cuervo nos interrumpía: «¡Qué! ¡qué! ¡qué!» Era Lacan que había oído en nuestra charla, algo particularmente sabroso y nos pedía que se lo repitiésemos. Estaba ávido de anécdotas, de intimidades sobre amores y sobre el comportamiento de unos y otros.
Cuando iba a verlo, trataba de recordar alguna historia, sabiendo que ningún otro halago podía gustarle más… Al mismo tiempo, me sorprendía su avidez hacia los gestos y los hechos de todo ese mundillo. ¿El psicoanalista experimentado, no tenía su ración de «chismes» en su consultorio? Sin embargo era más curioso que un portero al acecho… El mismo, en el conjunto, no revelaba nada a nadie. Pero, si bien Jacques Lacan sabía encargar, exigir y hacerse servir, también sabía agradecer. Un envío de flores o de libros raros, acompañados con una nota contorneada, enigmática y encantadora. Una presión de su mano en el brazo o en el hombro. Una mirada afectuosa por encima de los anteojos. No diría que tenía la mirada infantil. Nunca vi a nadie manifestar tan poca infancia como a Jacques Lacan. Tampoco de sabiduría. Tampoco puedo decir que era un seductor, no para mí, en todo caso. Era un ser aparte. Si, lo había juzgado bien el primer día: un artista.
Traducción: ALEJANDRO PABLO PIGNATO.
interesante
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