Hoy, en este contexto de confinamiento, aislamiento social obligatorio y amenaza de muerte a causa de un virus del que casi nada sabemos, vivimos con la sensación de que mucho de lo que fue dicho “antes de” está perimido o ahora, ya mismo, no es de utilidad. Al desasosiego se le suma, por contraste, el requerimiento de representaciones que den cuenta de lo que pasa y nos pasa. Por estos días lo único que a algunos nos mantiene medianamente en paz es leer a quienes se animan a decir, aunque se equivoquen o sepan que lo que arriesgan es provisorio y hasta erróneo. Ante el espesor de la incertidumbre, se patentiza la necesidad de discurso, de ficción, de metáforas que nos ayuden a habitar un mundo que se parece mucho a un ultimátum.
En el margen inaugura, esta nueva sección. Nueva, no sólo porque es otra distinta a las que ya existen, también porque aquí no se hablará estrictamente de psicoanálisis. Esto último por dos razones:
Afirmamos fuerte que es necesario para la existencia, no sólo de las personas sino también de los discursos, entrar en contacto con lo otro. Más todavía, si lo otro también es lo que estamos atravesando.
De todos modos y pese a todo, continuamos dentro de la ética del decir. Una ética que lanza a la totalidad del Logos (el modo como Lacan mencionó a la comunidad en tanto soporte de la dimensión simbólica) otra cosa que datos, y, a la vez que procura seguir diciendo, continúa tramando lo que urge.
Dadas las circunstancias, llamamos a esta sección Corresponsales de urgencia.
Editorial: Patricia Silvia Martínez y Gerónimo Daffonchio
Florencia Rumi escribe. Cuando tuve el gusto de leer algunos de sus cuentos y relatos me sorprendió esa capacidad de detener la mirada en el detalle inaudible y desde allí hacer crecer la escritura, lo justo para no caer en la desmesura, para dejar al lector el trabajo de seguir escribiendo.
Florencia me manda el texto y me advierte no sin pudor: encontré una frase de María Moreno que pensé podía encabezar mi texto, pero si te parece mucho no la pongas. Entiendo que el pudor de Florencia está en relación a la mención de Auschwitz cuyo uso siempre nos avergüenza, pero también supongo que la cita la eligió por el terrorismo visual de lo numeroso en la historia, y nos lleva directo al número, a la tiranía de lo contable. Es desde ahí que entra en un relato cotidiano en apariencia chiquito, en esos detalles por los que la escritura de Florencia anda, ¿quién dice qué es lo asqueroso?, ¿quién establece cuál es el mundo que está en peligro por la pandemia? ¿El mundo de quién?
La autora nació en Campana en 1981, es licenciada en letras (UBA) y está escribiendo su tesis para la Maestría en Literaturas en Lenguas Extranjeras y Literaturas Comparadas de la misma universidad. Trabaja como docente en el nivel medio, con adolescentes y adultos, y superior, donde enseña español a estudiantes chinos. Trabaja también como editora y correctora de textos literarios y académicos. Dictó talleres de literatura en distintos espacios y desde hace un tiempo asiste a talleres de escritura.
La foto es de Martha Rosler, de sus collages dijo Ranciére que la fotógrafa trata de unir situaciones que parecen heterogéneas, que tendemos a pensar que existen por separado. Tal vez como la misma frecuencia que pensamos que el mundo es uno.
Últimos amaneceres en la tierra*
«Pensé en las pilas de Auschwitz,
en el terrorismo visual de lo numeroso en la Historia
y en su opuesto, la pequeña pila de huesos
fruto del destino biológico de uno solo.»
María Moreno, Black Out
Hará cosa de año y medio, mi hermano se despertó temprano con la luz grisácea del amanecer y fue al baño sin ponerse los anteojos, a tientas. Levantó la tapa del inodoro y percibió que algo chiquito y oscuro se movía contra uno de los bordes blancos. Instintivamente apretó el botón para hacer correr el agua y bajó la tapa de un golpe, volvió al cuarto, se puso los anteojos y de nuevo en el baño levantó otra vez la tapa y vio bien: un murciélago bebé, agarrado con sus garritas del borde del inodoro, se sacudía el agua de la misma manera que lo haría un perro al que lo acaba de sorprender un chaparrón, haciendo un ruido como de estornudo suave. Sin pensarlo, apretó el botón de nuevo y el maremoto se llevó al bicho a las profundidades de las cloacas. Ese mediodía, comiendo un asado en la casa de mi hermana, nos contó angustiado la escena. Se sentía culpable. La imagen del murciélago sacudiendo la cabeza se le había prendido de la retina y no lograba deshacerse del malestar. Mi cuñada le dijo que tenía que hacer algún ritual para pedirle perdón a la tierra por lo que había hecho. Sí… respondió él, no muy convencido. ¿Sos vegetariana? pregunté yo, sorprendida de que sugiriera eso cuando nos preparábamos para comer un pedazo de vaca muerta; no, me contestó ella, pero es distinto. Vivimos pensando que es distinto, que comer animales no es lo mismo que, por ejemplo, ahogar a una camada de gatitos recién nacidos en un balde, sumergirlos cuando todavía son una pelusa suave y tibia y sacarlos fríos, la gata parida dando vueltas desesperada alrededor. Vivimos descubriendo y olvidando (cito mal a Borges) esa amarga costumbre de la muerte. El otro día (¿ayer?) leí en twitter que Paul McCartney había dicho que la costumbre china de comer murciélagos era medieval. Me acordé de los escabeches de nutria, vizcacha y liebre que se venden (vendían) en los costados de las rutas de las provincias de Buenos Aires o Entre Ríos, en el corderito que asó una vez mi ex suegro y que parecía un perro recién desollado, en un chivo atado de pies y manos en la casa de los vecinos de mi mamá, esperando ser sacrificado con una actitud de miedo y resignación y en el gesto desolado del chico que manejaba un carro que una proteccionista detuvo cruzándole su auto, mientras llamaba a la policía para denunciar el maltrato de la yegua preñada. ¿Cuántos tiempos, cuántas eras, caben en un mismo tiempo? Mientras yo miro netflix desde mi cama, con mi pareja, mi gata y mi perro (¡todos unidos triunfaremos!), ¿cuántos animales sufren en silencio? ¿Y personas? ¿Cuántos mundos caben en un solo mundo? Por momentos, un puño me aprieta el estómago y tengo miedo de que todo se vaya a la mierda, de no tener para comer de acá a un par de meses, de que el mundo colapse y volvamos a ser animales salvajes que luchan por sobrevivir. O peor, ni siquiera animales salvajes, animales semidomésticos que husmean en la basura y bajan las orejas cuando perciben la amenaza, los ojos bien abiertos por el miedo. Me acuesto en mi cama calentita abrazada por mi compañero, la gata ovillada entre mis piernas, el perro en su manta al lado nuestro (acá los perros tienen más suerte que los chicos, me dijo la empleada del negocio donde la compré), y el sueño se me puebla de catástrofes: primero la típica: se me caen uno o varios dientes. Después las hollywoodenses: un tsunami fluvial amenaza con derrumbar la casa de una pareja amiga que se acaba de mudar al campo con su hijito de un año; un huracán hace volar puertas y ventanas de la casa de mi madre y tengo miedo de que la estructura no resista. Ni hace falta analizarlos, son prácticamente literales. Estamos desnudos ante la muerte, dijo Norman Mailer. Habíamos dado por sentado que teníamos todo (o algo) bajo control. El nosotros me incluye a mí y a ustedes, si es que hay alguien detrás de la pantalla. No sé al chico del carro. No creo que él haya dado algo por sentado. Los agoreros dicen que este es el fin del mundo como lo conocíamos, pero solo algunos podemos sentir que estos son los últimos amaneceres en la tierra. Para las mayorías humanas y animales, cada día, de los de antes o de los de ahora, es apenas un día más en la fila del matadero.
*El título está casi plagiado del de un cuento de Bolaño, “Últimos atardeceres en la tierra”