HISTORIAS CLÍNICAS. ¿DÓNDE ESTABA YO CUANDO YO DECÍA? POR PATRICIA MARTÍNEZ.

En sus Historias Clínicas, Patricia Martínez nos adentra en la lógica del tiempo del inconsciente. Es una escritura audaz ya que da paso, a su surgimiento, a la mixtura de tiempos que van y vienen en el decir analizante en sesión. A la vez que sitúa con precisión la división del sujeto como instante decisivo del acontecer analítico.

Editorial Gabriela Odena.


Historias 2021

Un cambio de dígito en el calendario nos da la ilusión de que algo es distinto, se renueva, recomienza o inaugura una oportunidad, como los cuadernos sin estrenar del primer día de clases. Iniciamos la serie de Historias 2021, procurando conservar un estilo, invitando a otros analistas a relatar su experiencia, trabajando sobre textos siempre orientados a dar cuenta de nuestra función. Es nuestro modo de seguir la enseñanza de Lacan: el analista es al menos dos, el que está ahí en su función y el que puede dar cuenta de eso, y esos dos momentos no coinciden, porque al estar ahí, en atención flotante, dirá Freud, estamos en abstinencia, abstinencia de sentido y de saber. En una sesión pasan cosas de un modo que sólo en ese tiempo acontecen, de ahí su singularidad y la sorpresa del acto. Y lo ahí sucedido es muy difícil de transmitir, hay tonos, silencios, ausencias, modos de titubear, de estar que vuelven espinosa la transmisión, pero es ahí en esa situación cuando la podemos tramitar que uno aprehende y se apropia de la teoría.

Wim Wenders dice sobre una de sus películas:

“Mis personajes no van a ninguna parte, quiero decir que no es importante para ellos llegar a ninguna parte. Lo que es importante es tener el ‘punto de vista’ correcto, el estar en camino. Estar en marcha es su aspiración. A mí también me gusta mucho eso, no ‘llegar’ sino ‘ir’. Eso es lo importante para mí, estar en movimiento”.

La idea entonces es ir, aun sabiendo que no vamos a llegar, como bien lo dice Helga Fernández, en para un psicoanálisis profano. Y cada relato intenta, aunque no lo logre plenamente, captar algo de ese ir, esos momentos donde podemos leer que se está en camino.

Lila Feldman, en La narración como acto político-Lobo Suelto, dice:

“Escribimos para preservar la abstinencia. Para poder dar lugar a aquello que nos marcó fuertemente. O porque nos angustió, o porque nos emocionó, o porque nos modificó. Para que eso sea inolvidable. Para no poner a jugar esa afectación en la transferencia. Porque no somos neutrales, pero nos abstenernos. Por eso escribimos. En última instancia, lo necesitamos”.

Uno de esos encuentros fuertes lo quiero compartir ahora:

Llamaré S a una mujer de cincuenta años. A fines del 2019 me pide entrevistas más por insistencia del marido que por propia decisión. Él se queja de su obsesión por la limpieza, la cual no sería tan mala si ella no se quejara y peleará a toda la familia por perseguir un orden perfecto. S cuenta las peleas que tiene con el marido, el trabajo que le dan sus cuatro hijos, el tiempo que dedica a los negocios familiares y nada parece tocarla.

Falta mucho y no tiene dificultades para pagar sus ausencias, tampoco lamenta perderse las sesiones. Cuando viene sólo se trata de peleas y quejas. Cada tanto aparece un recuerdo infantil. No entraré en detalles biográficos que no vienen al caso, sólo quiero señalar que tuvo una infancia difícil, entre un padre rígido y una madre cruel.

Un día a modo de ejemplo cuenta un hecho: su padre se quejaba del desorden que hacían ella y sus tres hermanos, cansado del desorden el padre amenazó con quemar todos los juguetes si volvía a encontrar algo fuera de lugar. Por supuesto, cuatro niños algo iban a dejar dando vueltas por la casa. El padre llega, ve el juguete tirado en el living. Sin mediar palabras empieza a juntar todos los juguetes que hay en la casa, alentado por su madre que era quien siempre incitaba los castigos del padre. Entra a los cuartos de sus hijos y saca todo. No se salva el caballito de madera del hermano más pequeño ni las muñecas preferidas por ella y sus hermanas, todo se apila en el patio. Todo sirve para la gran pira purificadora del caos. Los juguetes arden ante el llanto desesperado de sus hermanos que hasta el día de hoy recuerdan la escena y se angustian. S no llora, no recuerda haber estado afectada y sí recuerda haber pensado: es lógico, papá lo advirtió. Incluso al contarlo dice que no entiende por qué ella no sintió nada.

Tampoco siente nada cuando sus amigas se horrorizan con algún relato que ella hace, sin tener idea de lo que significa eso que dice ni para ella ni para los demás. También da un ejemplo: cuando los hijos se portan mal a la hora de bañarse, ella los amenaza con el submarino, los agarra de las patitas y les sumerge la cabeza en la bañadera advirtiéndoles que deben portarse bien. El horror es de las amigas, una de ellas se enojó diciéndole que eso era una tortura usada en el proceso militar: ¡Cómo podés hacer eso!

A ella esa reacción la deja tan perpleja como el llanto de sus hermanos. A ella la criaron con el submarino, no la sorprende, no la afecta, nada me toca.

Así con esta indiferencia y des-implicación llegamos a la pandemia. El trabajo hasta ahí fue tratar de ubicar a lo traumático como tal, esto que no la toca y cada tanto se actualiza sin entrar en colisión con nada de lo actual.

Por teléfono, videollamada de por medio, ya que nunca hizo diván, S regulariza la frecuencia de sesiones, comienza a llamar semanalmente, algo que no había hecho antes, en su caso la ausencia de los cuerpos la anima a hablar. Van surgiendo más recuerdos de infancia con la constante que ella no tiene registro de haberse angustiado y sus hermanos sí. Cabe señalar que la única que se fue de esa casa es ella. Sus tres hermanos solteros viven con sus padres ancianos.

La regularidad de las sesiones pone de manifiesto una alternancia en sus relatos, en algunas sesiones habla de los conflictos domésticos desatados por su afán de orden y en otras las referencias a su familia de origen y los recuerdos de infancia. Ambos relatos no se cruzan.

Una tarde S fue a tomar el té con una amiga de la adolescencia, una de las pocas amigas que tiene con la que puede hablar sin reservas sobre los castigos de sus padres, ya que la amiga tuvo una crianza similar a la de ella. La conversación va de la pandemia a las clases por Zoom, de ahí a lo que cuesta organizar a los chicos con las tareas y de la hija mayor de S, una chica que ha sido muy buena alumna en la primaria y la secundaria gracias a la rigurosidad de su madre quien la educó con disciplina. Viene al recuerdo entonces una anécdota de años atrás, cuando ella llega a su casa y la niña hacía cuentas, ahora la niña creció y le va muy bien en la facultad, gracias seguramente a la firmeza de ella que le enseñó a hacer bien las cosas. La memoria la lleva entonces a esa tarde en que la niña hacía mal las cuentas, la madre se enojó mucho, primero le borró con furia lo que estaba mal y como se volvió a equivocar le arrancó la hoja y le dijo: Si no haces todo bien te rompo la jeta.

En ese momento escucha la palabra jeta que acaba de decir, se queda petrificada, es como si la palabra le hubiese pegado una piña en el estómago, le falta el aire.  

Luego dirá: Jeta no es una palabra mía, jamás la uso, seguro que no la usé con mi hija, todo lo demás era cierto, la nena fallando en las cuentas, mi enojo, borrarle los resultados, arrancarle la hoja, pero jamás le hubiera hablado así. Te rompo la jeta es una expresión de mi madre, y pensé: Dios mío soy como mi madre. El corazón me iba a estallar hasta que pensé que te lo tenía que decir a vos y me fui calmando, sentí mucha vergüenza. Le puse cualquier excusa a mi amiga y volví a casa y me puse a llorar, hace siglos que no lloro, tuve mucha vergüenza de haberle hecho eso a mi hija, no sé dónde estaba yo, cuando yo decía esas cosas tremendas, quiero ordenar mi cabeza.

Esa sesión extra, la que S pidió esa tarde cuando la conmoción se lo permitió, inaugura un tiempo diferente en sus sesiones, el de ordenar no ya su casa que es el motivo por el cual llegó a la consulta, sino su cabeza. Esa apertura de S, esa sensibilidad que se despierta, es un punto de pasaje que nos da a ver cómo opera un análisis.

Epicrisis.

Voy a centrarme en una cuestión solamente, ¿por qué en esta oportunidad la analizante se siente afectada, por qué su sensibilidad ahora le permite reaccionar con el llanto, la vergüenza y el horror del que antes se sentía afuera?

Freud 1915, en el artículo Lo Inconsciente nos dice que el sistema inconsciente es atemporal, no hay tiempo en el inconsciente. Las representaciones inconscientes no se modifican por el paso del tiempo, ni se gastan, no pasan.

Lo preconsciente en cambio se ordena según un devenir temporal, los años pasan y nos vamos poniendo viejos, la ofensa que nos hizo sufrir, a la distancia nos parece menor o no nos despierta ya emoción alguna.

Tenemos entonces un encuentro entre un tiempo que pasa según nuestra representación consciente de tiempo y el tiempo que no pasa según la lógica de los procesos inconscientes. Con eso hablamos.

Hablamos en el tiempo y con el tiempo, con la cronología de sus antes y despueses, esa línea del tiempo que no es recta, se altera, se dilata con lo pulsional, a veces llega a callejones sin salida. Y como el inconsciente está estructurado como un lenguaje, al hablar algo que me parecía divertido o con un valor determinado, en el acto mismo de decirlo, adquiere un sentido hasta entonces inaudito, desgarra la trama habitual del tiempo porque opera ese tiempo a posteriori freudiano, que abre un campo nuevo.

Voy a citar un párrafo del libro: La obra del tiempo en psicoanálisis, de Sylvie Le Poulichet, de Amorrortu editores:

“Un analizante toma la palabra. Lo que oímos no es un sentido, tampoco un contrasentido, y ni siquiera sólo un doble sentido, sino una serie de temporalidades que atraviesan esta palabra en todos los sentidos. Entonces nuestra escucha es en efecto flotante porque flota entre varios tiempos, no sólo como una “fantasía” que a juicio de Freud flota entre tres tiempos: presente, pasado y futuro, sino también como una atención prestada al orden de las sucesiones, continuamente abierto y desplegado en simultaneidad, y en todo instante, cada fragmento del habla puede cruzarse con otro fragmento aparentemente heterogéneo y transformarlo”.

Me interesa detenerme en ese …y transformarlo, es decir hay algo que se produce ahí en el decir, algo que se historiza y se resignifica al hablar.

Cuando S habla esa tarde con su amiga viene de un tiempo de entrevistas que llamamos preliminares, donde aún no se implica en lo que dice, pero eso que dice queda dicho y en algunos casos rescatado su valor traumático.

S no se propone recordar, es la memoria quien la encuentra a ella, la que le sale al encuentro, la que la lleva de una jeta a otra jeta y le permite una identificación: es lo mismo que decía mi madre. No se trata del ser como, ni del parecerse, se trata de identificar ahí algo de lo mismo que genera el lugar para acoger vía la identificación significante, el acontecimiento. 

Entiendo que el acontecimiento ahí es ubicar esta pregunta que inaugura otro tiempo de su análisis: ¿Dónde estaba yo cuando yo decía lo que decía?, división que la desconoce en el mismo momento que la ubica. La vergüenza no es más que otro indicador de esa división. Esta pregunta conlleva articular ahí un pedido, esta vez el suyo propio, no ya el de su marido que la manda a análisis para que no sea pesada con el orden y la limpieza.  Ahora ella dice que quiere ordenar su cabeza.

Una última reflexión la quiero referir a la presencia del analista, presencia que nos dio que hablar todo el 2020 sobre los alcances del análisis por vía remota.

Lacan ubica en el seminario 11, en el capítulo Presencia del analista, que esta presencia significa que el analista forma parte del inconsciente, que el analista al ofrecer su escucha, al pedir las asociaciones, al abstenerse de abonar el sentido común, abre ese lugar, esa tercera dimensión, que permite que resuenen juntos el pasado, el presente y el futuro. Freud lo decía con estas palabras en la conferencia que dio sobre La creación literaria y el fantaseo: Vale decir, pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo.

Es el analista con su presencia quien habilita ese lugar del Otro, es desde ese lugar que el sujeto se mira y habla por la existencia de esa presencia, presencia que no es ni presente, ni física, pero en tanto abre ese lugar, esa tercera dimensión, permite engarzar las temporalidades que el decir conlleva.

Es necesario el tiempo que el analista da para hablar, para que alguien diga y algo del decir advenga. Es sostener la presencia del analista en ese lugar donde el saber no recubre la verdad.

¿No es acaso en ese momento, justamente por contar con la presencia del analista, como ese lugar Otro desde el cual se mira ahora, que esta mujer puede ser tocada por la palabra jeta para producir por primera vez un decir que la toca?


Patricia Martinez, Psicoanalista.

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