«ANAL» Y «SEXUAL». POR LOU ANDREAS-SALOME

En el margen publica un texto de Lou Andreas-Salomé, en el cual la autora aborda lo anal – sexual partiendo de la idea de dualidad de todo lo humano. Propone que en tanto la libido anal atenta sobre la unidad del sí mismo lo implica en un trabajo de separación: entre el placer y la pérdida, elaboración simbólica que admite una proscripción psíquica, convirtiendo su propio producto en lo eternamente ajeno. Situando lo anal-sexual como el punto cúlmine de resistencia a la sexualidad, la analista avanza en su indagación y elaboración teórica. Al ser un texto extenso, en esta oportunidad publicamos la primera parte.

Agradecemos a Virginia Vogliotti habernos facilitado el texto.

Cuidado editorial: Helga Fernández, Amanda Nicosia, Ricardo Pereyra


«Anal» y «sexual» [1]

Desde hace un tiempo, se ha convertido en hábito reprocharle a la Escuela de Viena su insistencia en las regresiones a la región anal como si fuera una forma de atraso —como si se prefiriera estancarse en los chismes familiares más desagradables en lugar de continuar discutiendo, objetivamente, los problemas. No obstante, existen motivos para creer que este punto, y pienso que aún más que cualquier otro, espera todavía su solución definitiva —ya por el simple hecho de que en él se concentran todos los restos de la calumnia que se ha levantado y continúa oponiéndose a las observaciones de Freud sobre el factor sexual. Pues, por tenaz que haya sido siempre la resistencia a este factor, y en particular a la «sexualidad infantil» planteada por Freud, el rechazo a este último concepto parece ser considerablemente inferior a la oposición existente contra lo anal-sexual en especial. Pues, si en el primer caso la gente se escandaliza por el atrevimiento de mancillar las caricias infantiles con la palabra «sexual», en el segundo caso lo sexual proscrito está a su vez vergonzosamente contaminado por la referencia a lo anal. Las tiernas manifestaciones infantiles dirigidas al cuerpo de los padres suelen contemplarse siempre con mirada emotiva y sin restringir su efusividad, mientras que en la otra región aparece inscrito con mayúsculas —desde un principio— el primer «¡puaj!» que debemos registrar en nosotros. De esta manera se inicia la historia de la primera prohibición, tan importante y llena de referencias para todos. La obligación de abstenerse de las pulsiones y el imperativo de la limpieza se convierten en el punto de partida del aprendizaje del asco en general, del asco kat exochén*, que jamás deberá desaparecer del trabajo educativo ni del modo personal en que configuramos nuestra propia vida. Este hecho induce a la sospecha de que, con mucha frecuencia, detrás del asco y de la resistencia normales de todos nosotros, se mantiene oculta una serie de intuiciones, ya que no se quiere extraerlas de esta zona —tal como las resistencias patológicas de los neuróticos ocultan intuiciones cuyo descubrimiento condiciona la curación, dado que abre el camino para una visión consciente de lo real. Así, podría ser que algunos frutos tardíos maduren sólo entonces para nuestro conocimiento, y precisamente en este, del que parecemos salir (en el caso normal) con nuestras primeras experiencias y esfuerzos prácticos.

   Es necesario concederle gran importancia a este hecho, el primer «¡puaj!» y la primera prohibición entran en acción, a grandes rasgos, en el período en que apenas sabemos algo de nosotros, en el que, en cierto modo, no existimos todavía para nosotros mismos: es decir, cuando nuestras mociones pulsionales se manifiestan no delimitadas casi respecto del mundo que nos rodea, mociones que comenzamos a sentir como nuestras justamente a raíz de esta coacción de la prohibición que acompaña —podría decirse que como introducción— el despertar a nosotros mismos. Sin duda, algo similar a una orden está también relacionado con otra de las regulaciones más tempranas de la vida: la de la ingestión de alimentos; pero esta regulación contiene únicamente una renuncia pasiva, un no —poder— lograr. En la primera prohibición, la contrario, no sólo se alza una frontera decepcionante desde el mundo exterior contra el recién nacido, contra el ser aún ligado al todo, sino que se le incita a llevar a cabo algo muy particular: una acción contra sí mismo, una limitación dentro de su propio impulso[2] —realizar, en cierta medida, su primera «represión» verdadera al dominar su empuje anal[3]. Si se quisiera emplear, para estos procesos casi netamente biológicos, las imponentes palabras de la psicología, que se consagran a sus posteriores relaciones más espirituales intelectivas, podría decirse: lo interesante de este fenómeno es que el pequeño embrión del yo se manifiesta, desde el comienzo, bajo la presión ascendente del «ascetismo»; que éste diferencia, en la forma más inconfundible, el incipiente crecimiento del embrión de los estímulos pulsionales[4] que proliferan a su alrededor. Pues solamente en este ser retroyectado a sí mismo, en este ejercicio primitivísimo del yo con la excitación pulsional que ha de dominarse, se acerca ligeramente lo vivido —tanto la moderación como el otorgamiento— a lo consciente y personal[5].

    No faltaron las típicas risas cuando Freud, en su momento, llamó la atención sobre el placer anal del lactante ligado a la retención de la defecación. Sin embargo, es mediante este placer cómo se muestra el pequeño yo, en la más temprana edad, dueño de la situación que comenzara con una supresión. Mientras el placer anal aporta el aspecto positivo —el regocijo autoerótico con la propia corporeidad— a esta coacción externa que niega la pulsión, el ser humano vuelve a identificarse con su vida corporal sometida a critica. En el placer anal, el yo vuelve a estar conforme con la pulsión, y la pulsión a estar más conforme con el yo y más conscientizable que en su transcurso involuntario: el placer es el resultado de una tensión. Así, el yo humano se ve inmerso en la oposición, en lucha desde un principio, entre las inhibiciones exteriores y los empujes interiores, como el modo de consumación de un equilibrio, como una manera de actuar que concilia estos dos factores. El yo logra, a través de esta oposición, la primera manifestación de su esencia, expresando de modo fundamental la unidad de ansia y renuncia, de ser y deber, o bien —si se quiere agregar a estas denominaciones precursoras, las más enfática y la que demuestra estar más plena de contradicciones en su evolución posterior— la unidad de «cuerpo» y «espíritu».

    Como mediante la prohibición aprendemos a oponernos a nosotros mismos y como de ese modo nos recuperamos con tanta más fuerza en el placer anal, de esta circunstancia se deduce una doble relación con el mundo que nos rodea. La prohibición y el castigo violan la pertenencia reciproca y total entre el mundo y el individuo. Ya en los primeros tiempos, Freud mismo, y luego especialmente Ferenczi y Jones, señalaron cómo el primer odio irrumpe a partir de esta decepción libidinosa originaria, para envenenar esta herida necesaria y aparentemente inofensiva. Dos de las características atribuidas por Freud al carácter anal[6] —la tenacidad y la avaricia—están dirigidas contra el mundo exterior que se desprende de su inseparabilidad de nosotros y se convirtió en algo extraño y que nos hace frente. Ante él es preciso huir hacia el ego, defender la propia piel, asegurar el goce egoísta. La tercera característica del carácter anal —la pedantería, también bajo la forma de una hipermoralidad (como compulsión moral a lavarse)— no solamente se vuelve contra el mundo exterior, ahora dividido en relación, precisamente, con aquel placer anal que sobrevivió unido, aunque sublimado, en la tenacidad y en la avaricia. Si se hace una comparación con otra manifestación de la libido del lactante orientada distintamente —que tiene como zona erógena a la otra abertura del cuerpo, la  boca—, se verá (en el caso normal) que el niño es recibido por un amor puramente afirmativo, sin ambigüedades ni protestas. Esta orientación que conduce luego al «incesto» aparece acompañada, originariamente, de luminosidad y dicha, y no de las tinieblas debidas a la «educación del esfínter». Sin embargo, el odio también se acumula en el amor incestuoso, aunque más bien en forma secundaria y pese a que sus significados más negativos se intensifiquen sólo en las fantasías de culpa de los neuróticos. Antes de que llegue a brotar el odio, el seno se ha acercado a la boca en una identidad aparente del yo con el mundo exterior, identidad que más tarde flotará como un recuerdo originario, como un reencuentro, sobre cada nueva carga del objeto. Probablemente llegue un resplandor desde la unidad originaria con los padres (la madre) hasta las últimas profundidades de la vida, de suerte que las fuerzas creadoras de religiones y la confianza en una «filiación divina» puedan ser efectivas. Mientras que la libido anal – con la experiencia básica del aislamiento que despierta el odio— satanizada desde su base, por así decirlo, debe partir del dogma contestatario: «Yo y el padre (la madre) no somos uno».

   En el primer caso, retornamos al objeto unido a nosotros en el amor. Ahora bien, si no existiera la burda acentuación de lo extraño en el segundo caso, el mundo -como algo enfrentado a nosotros— jamás sería lo suficientemente objetivo para nuestros sentimientos. Por otra parte, sólo aquí se abre el tercer camino para el comportamiento en el mundo, a través del cual el niño llega a una de las conjunturas más importantes de su vida: en el erotismo anal, él mismo se convierte en productor, en «poder paternal», al ver que partes de sí mismo se transforman en mundo exterior sin que él disminuya, de manera que el mundo separado se le vuelve a entregar en una unificación mucho más intensa de lo que uno puede imaginar por el camino opuesto: el objeto que sale al encuentro del sujeto. A partir de Freud, la idea de la importancia de las impresiones más tempranas se impone lentamente: sus vinculaciones subterráneas con la esencia de toda producción, de toda actividad creadora y mental, son exploradas cada vez más por la investigación psicoanalítica. Y si, con gran indignación de la gente, Freud ha insistido siempre en que la manía de preguntar que tiene el niño gira, en el fondo, alrededor del problema de la procreación, ahora podemos decir: esto no sólo sucede porque el problema es materialmente dudoso para los niños (a causa, por ejemplo, del nacimiento de un hermano o debido a otras observaciones), sino porque su propio espíritu, su afán de saber[7], su alegría creadora, guardan una relación originaria y muy profunda con este problema. Ya se le ha revelado al niño la eternamente nueva dualidad del mundo y del yo en combates sensibles, y la dualidad se ha vuelto a conciliar para él, renovándose eternamente, en el placer y la terquedad surgidos de él mismo, a pesar de que esto también le sea cuestionado por el aprendizaje del «asco» y el «pudor».  Gracias a Freud, comenzamos a intuir las alturas y profundidades desde las cuales el niño se ve impulsado al mundo consciente de sus años venideros, sin saber aparentemente nada de lo que ha superado, pero tan marcado por ello que, más tarde, en sus vivencias más fuertes, sólo advertirá a menudo el eco violento de estos inconcebibles afectos originarios. Freud supone que las psicosis, a diferencia de las neurosis, tienen su inhibición de la libido en las fases más tempranas del desarrollo; así pues, las enfermedades más graves quizá sean aquéllas en cuyas profundidades y abismos se despiertan recuerdos de este tipo, aunque aparezcan ante nosotros con un rostro muerto, ya que en general están privados de lenguaje para nuestro entendimiento. No obstante, siempre existen influencias provenientes de esa esfera, incluso en la existencia más normal y corriente, esfera de la cual nunca somos conscientes porque se mantiene con displicencia al margen de nuestras otras actividades; no sólo convencionalmente oculta ante los demás, sino también aislada —en nosotros mismos— de todo nuestro conjunto de intereses aceptados por la sociedad y, por lo tanto, dependiente de influencias indirectas.

   Pues esa primera prohibición que alecciona al niño, continúa tal cual ulteriormente: impone una prohibición a toda referencia al placer, incluso dentro de la actividad anal regulada, y desvaloriza así sumariamente todo este campo, tanto para el sentimiento como para el juicio. El niño es capaz de afrontar este continuo esfuerzo de autorregulación y autonegación porque estuvo obligado, desde temprano, a diferenciarse de los procesos que se desarrollaban en el mismo, de zonas enteras de su cuerpo, hasta aprender a reducir su propiedad privada sin ponerse en duda a sí mismo. El pudor, el asco, actúan sobre él sin perjuicio en la medida en que no se considere solamente el autor de su acción o de su fechoría, sino algo más: en la medida en que, junto a la actualidad de su contenido, del cual aparta elementos, incluya en sí una parte correspondiente de futuro: es decir, un esbozo aún vacío de su ser, trazado por la mano de las autoridades que lo educan, pero también por la línea de su individualidad en desarrollo. De aquí proviene también, esencialmente, la confianza de las identificaciones del ingenuo idealismo juvenil, tan tierno y descarado a la vez, que le permite sentirse identificado con lo más elevado que pueda imaginar. Este tiene su origen, seguramente, en la «omnipotencia de las ideas» del estado anímico infantil, cuya fuerza de deseo no conoce obstáculos, aunque haya perdido (en el caso normal) parte de su seguridad a causa de las decepciones sufridas en el transcurso de los años. Si, a pesar de todo, la autofilia juvenil es capaz de fijarse con entusiasmo en lo más agradable, cabe decir que ese derecho le viene sobre todo de haber realizado extirpaciones de su propio ser, de haber erigido defensas y provocado rupturas, haciendo un gran esfuerzo para obtener ampliaciones por encima de las propias renuncias[8]. Esto sucede al menos cuando no se trata de reacciones patológicas a vacíos y carencias sentidas, de compensaciones delirantes en la formación de un ideal semejante, sino de procesos evolutivos naturalmente espirituales con logrados esfuerzos que aclararon la propia esencia, iluminándola de manera más consciente (aunque la sombra de algunas represiones no resueltas acompañe siempre a esta claridad). Así como el placer anal infantil nace primero de la tensión de una auto-oposición, así también toda vida se eleva siempre hacia sus renovaciones a partir del mismo proceder. Finalmente, la analogía ya nos es dada en lo biológico, donde «vida» significa para nosotros aquello que expresa esta mutación: un devenir a puede separarse-de-si-mismo, convertirse en una eliminación y atraer-lo-extraño, transformándolo en sí mismo.     

Aunque, en un sentido real, la tarea educativa termine pronto dentro de la esfera anal, en un sentido metafórico lo anal continúa siendo muy importante. Aparecer prematuramente subrayado por lo psíquico —ya en su fundamento casi netamente fisiológico— no es la única característica de lo anal; también lo es la peculiar situación en que nuestra valoración posterior lo coloca. Por una parte, se ha llevado cada vez más a los procesos vitales no incluidos en la moral, no impugnables por reprimendas ni alabanzas; pero, por otra parte, permanece sujeto a reacciones de pudor y asco que adquieren su verdadero rigor en el proceso psíquico de otros tiempos al que ya no se hace referencia —es decir, el del placer anal prohibido y desaparecido. Aunque sólo sea valorado corporalmente, continúa bajo esta proscripción psíquica. Pues, en este caso —y exclusivamente aquí, en el mundo de las relaciones—, lo repulsivo, lo vergonzoso es desplazado más allá de la acción del autor, a la materia, al objeto en sí; de manera que, aunque nosotros ya no seamos culpables de ninguna impureza, debemos ocuparnos de ello como si no nos encargáramos de cosas semejantes. En esta singular situación, en este entrecruzamiento de dos tipos de juicio, en esta traslación a la cosa del acento puesto en el hombre, tiene su origen este interesante bastardo, esa extraña porción de desprecio -en cierto modo desplazada sobre sí misma- que se aplica a todo el campo de lo anal: un desprecio que se ha perdido en el camino -por así decirlo- su prenda moral, pero que continúa envuelto en algo más que en un desagrado orientado objetivamente o que una negación[9] asumida en forma meramente convencional. Es debido a que su objeto se ha convertido, en su totalidad y de una vez para siempre, en el representante de lo repudiable sin más; precisamente de la excreción de aquello que debe eliminarse de la vida, por ser contrario a ella, dadora de valores por antonomasia y que es nosotros mismos. Esta característica, en cierto modo simbolizante, donde el ámbito de lo anal se ve totalmente reflejado, tanto más cuanto más acabado está prácticamente para nuestra educación – sin considerar su negrura representativa – hace necesariamente inofensivo lo anal en cuanto ámbito de las pulsiones; incluso más radicalmente inofensivo de lo que hubiera sido posible mediante una valoración más elevada o una rehabilitación en sentido metafórico. Pues hasta el asco más extremo, por ejemplo en el caso de un contacto directo con los excrementos, permanece incluido, a partir de entonces, en lo netamente físico – estético: se enfrenta a algo tan extraño a nosotros, a algo tan alejado de nosotros mismos – aunque el contacto haya sido absolutamente directo – que este algo no sería capaz de ensuciar nada de nuestro propio ser. Frente a esta imagen clásica de lo «sucio», frente a esta equivalencia objetual[10], la inocencia subjetiva del hombre viviente es tan profunda como frente a la muerte: es decir como frente al suceso que, siendo común a todos, es también inevitable para todos, que no es «vivido» por nadie, que desintegra a cada uno para convertirlo en lo que «él» no es, en lo eternamente ajeno, en la no-vida, en lo inorgánico, en la materia de lo anal. Es decir, nuestro juicio respecto a lo anal tiene un doble aspecto: se trata de una realidad y de un símbolo, por un lado de formas de vida originarias del placer corporal temprano que, en el desarrollo normal, son sacadas de esta esfera y trasladadas a formas de sexualidad más madura; por otra parte, se trata de una elaboración simbólica de lo vaciado, de lo despojado de todo contenido de realidad, como manifestación de repudio[11]. De estas dos relaciones es posible que surja un tercer caso, algo nefasto, debido a una confusión, a la imprecisa diferenciación entre ambas. Puede producirse porque la prohibición originaria resultó para el niño demasiado acentuada, demasiado amenazante, de modo que algo de temor y miedo quedó adherido a estas actividades pulsionales que se habían desprendido ya, hacía tiempo, de forma de placer anal. Otra causa puede ser que, de hecho, una  parte de este placer infantil pasó a integrarse de forma inhibidora en modalidades sexuales posteriores o, en último lugar, porque la fantasía patológica recurre a vivencias tempranas para descargarse en ellas. En todo caso, la vida sexual depende en gran medida del grado de separación entre las relaciones vitales anales de la infancia, que siguen una evolución posterior, y de lo anal como la imagen característica y permanente de lo sucio, de lo repudiable. Si esta labor de separación fracasa en un solo punto, si una mínima parte de la prohibición simbolizante penetra, en forma de inhibición ante el asco, en lo que debe evolucionar de manera viva, todo aquello cuyo efecto debiera ser alegre, placentero, encantador, se convierte en lo contrario. Lo «seductor» y lo «sucio» se unen indisolublemente, lo bello de la vida se hace sospechoso por ser bello: lo eternamente muerto tiñe lo eternamente vivo con manchas de putrefacción, de manera imborrable. Si, a pesar de todo, se imponen las pulsiones ya no legitimadas, éstas no serán elaboradas para lograr una armonía con las demás pulsiones y equivaldrán a hostilidades nefastas; si, por el contrario, sucumben a la presión adversa, el ser entero se empobrecerá. Por lo general, se producirá una mezcla de estas dos tendencias; las pulsiones se impondrán aquí o allá, pero enmascaradas, ocultas ante la prohibición —con un gesto falso, en un lugar falso, comenzando por un simple sigilo, un disimulo ante los demás, ante el mundo exterior, hasta llegar finalmente al ocultamiento y la renegación frente a la propia conciencia— en todos los tipos y grados de compromiso entre pulsión y defensa, tal como lo ha descubierto Freud. En la intensificación patológica, nos encontramos con esto como síntoma neurótico, pero ya en las formas atribuidas a lo normal, como sentimiento de culpa. Mientras que, en el síntoma patológico, la represión de la pulsión ha llegado tan lejos que no se encuentra en el campo de la conciencia, nada de lo que ha sido reprimido (sino que sus máscaras son tomadas -de buena fe- por verdaderas), en el simple sentimiento de culpa somos aún conocedores de nuestros deseos y manejos, pero los descubrimos con una repugnancia que los coloca, en cierto modo, fuera de nosotros mismos; los miramos con «arrepentimiento» y buscamos una «penitencia» para «purificarnos» de ellos, para alejarlos de nosotros [12].

   Es sabido que, también en el fondo del síntoma neurótico, el psicoanálisis encuentra siempre el sentimiento de culpa; en apariencia, éste puede manifestarse espontáneamente en las ocasiones más extrañas e inofensivas, pero es posible remontarlo hasta llegar a la violencia de las prohibiciones tempranas, desplazadas cada vez más hacia ocasiones sustitutorias. Prohibiciones con las que el pequeño individuo se vio arrancado de su omnipotente inseguridad, para pasar a un «sentimiento que perfora su nada». Sin embargo, el sentimiento de culpa todavía no es comprensible de este modo. Sólo se comprende lo inevitable de aquel dualismo de nuestra existencia humana, que debe vivir bajo la forma del yo y de la conciencia, y sólo puede imponerse, no obstante, en el contexto del todo, ya que está aislada en sí misma y, simultáneamente, es una con el todo. Este doble aspecto de nuestra actitud —vivido ya fundamentalmente frente a nuestros padres, quienes, al procrearnos, nos separaron de sí—, esta mezcla de autoprevalencia e identificación, de tendencias yoicas y pulsiones sexuales, o como se las quiera llamar, no se convierte por sí sola en esta disyuntiva culpabilizante. Se cree espontáneamente que el sentimiento de culpa tiene su origen en acciones que nos confesamos; y de un modo peculiar interviene de entrada la explicación que sostiene que sus raíces están en lo no confesado: es decir, que una parte de la disyuntiva debe ser expulsada de la conciencia para ser encomendada a lo absolutamente negado, desvalorizado, cuyo símbolo clásico es lo anal y en lo que no nos atrevemos a reconocernos. En el hombre existe suficiente antagonismo y lucha entre las pulsiones, sin necesidad de «sentimiento de culpa» específico; y, cuanto más rica y amplia sea su disposición, tanto más grandes y dolorosas serán, posiblemente, sus luchas. Pero estos dolores, lejos de destruir la totalidad de su ser, pueden incluso fomentarlo a menudo, ya que —además de las pulsiones victoriosas— también se hacen sentir dolorosamente las derrotadas y, en consecuencia, todo el sí-mismo se vuelve en cierto modo más consciente de su amplitud, más de lo que hubiera sido posible en la paz. Entre el placer y la pérdida[13] aumenta su intensidad vital —cada vez vuelve a tomar conocimiento de sí y siempre con mayor alcance (de acuerdo al mismo método empleado en la evolución descrita al comienzo). Naturalmente, en este caso, la pulsión derrotada permanece un tiempo fuera de la conciencia, acumula durante esta inhibición su necesidad de reacción hasta que se produce la explosión en el lugar inadecuado, etc. Pero no es incapaz —por principio— de ser consciente, sino que se mantiene oprimida a causa del debilitamiento sufrido (en el «preconsciente»). Pero lo que acosa y culpabiliza al hombre, lo que patológicamente lo parte en dos, no está en el combate real con sus victorias y derrotas, sino que, por el contrario, tolera la trampa, el asesinato alevoso, la deserción; no quiere reconocer al enemigo como a un igual, a quien no se le quita la espada aunque haya sido vencido, sino que se denigra confesando hostilidades de éste que han de ser rechazadas. Por lo tanto, en lugar del pathos del dolor, al que cada uno de nosotros tiene un derecho inalienable como ser humano, se introduce el asco del pecado, la enfermedad que intoxica, en vez de la sincera medición de fuerzas[14].

    Sin embargo, tanto la posibilidad de enfermar debido a ello, como (…) el combate entre las fuerzas, están basadas en la ya mencionada dualidad de todo lo humano, en aquella que distingue la vivencia pulsional humana de la que sólo es propio de las criaturas, y donde el ser humano no descansa (al menos para nuestra mirada) menos recortado dentro de la totalidad. También la miseria espiritual y la disyuntiva de la culpa subrayan, oscura y fatalmente, sólo el hecho sumamente vital de que lo humano no se desarrolla en línea recta, sino en la alternancia de una ruptura, de un repliegue sobre sí mismo, de una toma de posesión de sí mismo. Aunque un motivo externo de castigo haga brotar ante todo el sentimiento de culpa, aunque una enfermedad posterior sea el fruto de este último, culpa y enfermedad tienen su origen, en última instancia, en esta doble raíz de la esencia humana, de la que ningún desarrollo puede surgir. En los múltiples deberes y normas que se contradicen cientos de veces, a consecuencia de lo cual han sido impuestos, desde luego, sobre nosotros los hombres – no sólo en el llamado mundo civilizado, sino también (y posiblemente con mayor dureza, hasta llegar a lo antinatural) entre los “salvajes” más naturales – se expresa tan sólo el modo en que se sitúan los diversos tipos espirituales, cómo se conforman con todo ello y con la pregunta fundamental, es decir: ¿hasta qué punto el “ser” humano es aquél que tiene que elaborar su deber? ¿Hasta qué punto se desorganiza y descompone si no es capaz de manifestarse en el marco de una ley que se haya dictado a sí mismo? Las respuestas a estos interrogantes podrán buscarse desde perspectivas diferentes. Una de ellas surge al tratar el simbolismo que queda como residuo de la educación anal y se convierte en símbolo en un sentido figurado. El “asco” como vigilante ante lo “sucio”, ante aquello que se encuentra en un lugar falso, ante lo segregado, ante lo que debe suprimirse, se transforma en el signo característico de una vida que —por ser humana— debe separar dentro de sí, una vez más, la vida de la muerte.


[1] Apareció bajo el título de «Anal» und «sexual» en «Imago», IV, 5, en 1916. Los vocablos del título no poseen un valor atributivo, sino que se emplean en sentido sustantivado: se expresa más bien de «lo anal» y «lo sexual». Como se aprecia en la Correspondencia (véase carta de Lou a Freud del 15-7-15). Salomé había comentado a Freud sobre este trabajo en el verano de 1914. Al parecer, el artículo está inspirado en la ponencia que Freud leyera en el Congreso Internacional de Psicoanálisis, realizado en Munich en 1913, y publicada en «Internationale Zeitschrift fűr Psichoanalyse» con el título de La disposición a la neurosis obsesiva. Freud había anticipado allí que la vagina —en tanto zona erógena— era un derivado de la cloaca, y Salomé la retoma, eligiendo el término «arrendamiento» para designar la relación entre ambas regiones corporales. De hecho, es ésta la única obra de Salomé que Freud menciona en dos ocasiones en sus escritos, y según su propia confesión (carta a Salomé del 18-11-15), la que más le interesara. (N. de E.)

* Por excelencia (N. del T.)

[2] Antrieb en el original (N. de E.)

[3] Analdrang en el original (N. de E.)               

[4] Triebreizen, en el original (N. de E.)

[5] La autora alude aquí a la afirmación que Freud establece en La disposición a la neurosis obsesiva, respecto a la constitución anticipada del yo en relación con las pulsiones sexuales (N. de E.)

[6] Cf. Freud, El carácter y el erotismo anal, O.C., Biblioteca Nueva, Madrid (N. de E.)

[7] Wissensdrang en el original (N. de E.)

[8] Esto corresponde a la concepción de Freud, en su «Introducción al narcisismo», cuando dice en las páginas 17/18: «A este yo ideal se consagra ahora la autofilia del que gozó el yo real en la infancia. El narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal que, como el infantil, se halla en posesión de todas las perfecciones. El hombre ha demostrado aquí ser incapaz, como siempre lo fue en el campo de la libido, de renunciar a una satisfacción ya gozada», etc. Creo que no debemos olvidar que todo aquello de lo cual seremos conscientes más tarde, en tanto que autofilia, y aquello que la presunción y la vanidad centradas conscientemente en nosotros incluyen, deben distinguirse del narcisismo originario para el cual sujeto y objeto se unían sin diferenciación. Pienso que, por este motivo, al hombre le resulta fácil y posible idealizar a posteriori, aunar a su persona valores objetivos reconocidos como existentes, aunque el interesado no sea aún un partícipe de ellos; así como dirigir la realidad hacia una idealidad; no sólo en la obediencia a las órdenes, no sólo por resignación, sino además de una «excitación libidinosa». La «conciencia moral», descrita aquí por Freud como un control de auto-observación, se basa en diversos elementos: ya sea que la «influencia crítica de los padres» -además de los educadores, del prójimo, de la opinión pública- que «ha impulsado a la formación del ideal del yo» se mantenga como orden imperiosa, ya sea que la influencia haya sino tan «introyectada», identificada con el yo, de tal modo que aumente directamente la libido narcisista. En el primer caso, tendrá un carácter más moralista, más legalista, que la acercará hasta el imperativo de Kant; en el segundo, será más religiosa, más ferviente llegando hasta el éxtasis piadoso. En los casos patológicos, una característica del primer punto será la parafrenia referida por Freud, en la cual hasta el contenido más propio del yo es desplazado hacia afuera, como una llamada ajena, de modo «que se repite regresivamente la historia evolutiva de la conciencia moral». Para el segundo punto, la histeria puede dar una imagen, con sus vastas cargas de objeto y sus identificaciones con lo más extraño (N. de A.)

[9] Verleugnung en el original (N. de E.)

[10] Objecktgleichnis en el original (N. de E.)

[11] Verwerfunf en el original (N. de E.)

[12] Sólo a primera vista parece faltarle al sentimiento de culpa lo esencial y constitutivo del síntoma neurótico: el elemento de compromiso. No en vano son precisamente los neuróticos, esos maestros en el arte de sentirse culpables, esos seres tan sumamente arrepentidos, quienes tienen, a la vez, una elevada opinión de sí mismos e incluso están siempre muy cerca del «complejo del hombre-dios». Me parece que no sólo participa de esto una sobre-compensación, sino también el hecho de que el «poder-ser-culpable» corresponde a una considerable soberbia humana, dado que la autoestimación desgarrada en contradicciones está ligada, al menos, a la satisfacción de crear un destino y que éste haya sido un destino malo. La inocencia sana piensa de manera mas modesta sobre lo que ocurre a causa de ella. (Recordemos la frase, por lo demás hermosa, de Hegel: «Ser culpable es el honor de los grandes caracteres»). (N. de A.)    

[13] La autora juega aquí con los términos alemanes: Lust («placer») y Verlust («pérdida», pero también «perjuicio»). (N. de E.)

[14] En los pueblos semi-civilizados o sometidos a una cultura extraña, podemos observar claramente a menudo esta transición de una actitud a otra. Por una parte, se siente la culpa como tal, sin poner en duda la legitimidad del castigo -incluso se acepta el castigo como si fuera más inevitable de lo que en realidad es, como una consecuencia catastrófica de la naturaleza que ni siquiera fue imaginada por el hombre. Por otra parte, el sentimiento de culpa no impide vanagloriarse del crimen correspondiente como si se tratara de una proeza: precisamente porque provoca, con osadía, la venganza del cielo y de la tierra. A la persona cuidadosamente segregada a causa del castigo que la amenaza, se la evita, en muchos casos, con sumo respeto. Esta concepción se invierte sólo a partir de cristianismo: dado que la naturaleza humana permanece aquí igual, a pesar de la salvación garantizada, su culpa es equiparada a lo sucio, a lo absolutamente repudiable. Pero si miramos hacia atrás, desde la «muerte redentora del hijo por el padre», descubrimos los procesos relacionados con el parricidio y tan convincentemente descritos por Freud en su libro Totem y tabú; las grandes ceremonias en honor del padre y, luego, del dios padre, sirven tanto para una expresión de duelo como de alegría -así como aún en la actualidad el «héroe trágico» es a la vez culpable y admirado, sublime y digno de ser amado (N. de A.)

Referencia bibliográfica: Andreas-Salomé Lou «Lo anal y lo sexual», en: El narcisismo como doble dirección: obras psicoanalíticas; traducción Juan del Solar, Adán Kovacsics y Cristina Grisolia ; edición a cargo de Gustavo Dessal y Guillermo L. Koop. Tusquets, Barcelona, 1982.

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