LACAN Y LOS SURREALISTAS IV. Prolegómenos a un tercer manifiesto del surrealismo o no (1942)


Después de cuarenta años de la publicación del Primer manifiesto del surrealismo aparece por primera vez en español la serie de manifiestos surrealistas que constituyen la clave de un movimiento artístico y ético, de importancia excepcional. La presente traducción de los tres primeros manifiestos fue realizada hace más de setenta años atrás. Una publicación que fracasó siempre en las distintas tentativas de publicación, por lo que, como se decía, fue publicada cuarenta años después de que fuera escrita. Lo que revela la calidad altamente subversiva de un texto que figura entre las expresiones fundamentales del siglo pasado. 

En el Margen, publica los tres manifiestos surrealistas en cuatro entregas, de las cuales ésta, la presente es la cuarta y última incluyehabiéndolo  hecho ya con los dos primeros en tres entregas. También hará lugar al intercambio epistolar entre Freud y Bretón y, de igual modo, al producto resultante de los intercambios entre Lacan y el surrealismo de su época.

El psicoanálisis, tal y como dice Lacan, en El deseo y su interpretación, toma fenómenos marginales en su tratamiento -como el sueño, el chiste, el lapsus y el síntoma-  a la vez que los cimientos de su discurso se construyeron y continúan haciéndolo, en primer lugar, a partir de la experiencia del análisis, pero también a partir de la lectura, interpretación, importación y transliteración de otros discursos y praxis. Otros discursos y praxis dentro de los que se cuentan la literatura, las vanguardias, la topología, la matemática, la poesía, la antropología, etc.  Otros discursos y praxis que son, cada vez, el otro a partir del cual encuentra su singularidad y especificidad este discurso, siempre en el margen, por tanto, de la ciencia, la religión, la cosmovisión y el arte.

La presente publicación se encuentra causada en la afirmación que antecede esta oración y, en que el Movimiento Surrealista tiene un doble interés para el psicoanálisis: porque fue una influencia decisiva en la génesis y el desarrollo del surrealismo, y porque a su vez este mismo movimiento fue decisivo en la llegada al psicoanálisis de Lacan. Así como Bretón encontró una referencia inspiradora en La interpretación de los sueños, Lacan encontró una referencia inspiradora en el descentramiento del sujeto y la radical puesta en cuestión del estatuto del objeto que impulsó el surrealismo. 

Los invitamos a adentrarnos en la lógica surrealista, a precipitarnos en su alteridad, pasando, porqué no,  por la discordancia y lo extraño, esperando encontrar, ahí, el rasgo que autoriza la identificación que constituye el discurso del psicoanálisis como tal.

También los invitamos a participar de cuatro encuentros presenciales en donde se tratará el tema: Lacan y los surrealistas, a cargo de Helga Fernández, analista, columnista, editora de esta revista e invitada a participar en esta nueva actividad. Los encuentros están dirigidos a escritores, lectores y analistas. El próximo tendrá lugar el 15 de agosto en la ciudad de Buenos Aires.

Facundo Soares, edición.


Hay, sin duda, demasiado norte en mí para que llegue a ser jamás el hombre de la adhesión incondicional. A mis propios ojos ese norte implica la coexistencia de fortalezas naturales de granito y zonas brumosas. Aunque estoy dispuesto a exigirlo todo de un ser que estimo bello, no puedo extender el mismo crédito a esas construcciones abstractas que se denominan sistemas. Frente a ellas mi fervor declina y se hace evidente que el incentivo del amor deja de funcionar. Sí, un sistema puede cautivarme, pero jamás hasta el extremo de no querer ver el punto vulnerable de lo que un hombre como yo se da a sí mismo como verdad. Ese punto vulnerable, aunque no esté necesariamente situado en la línea que traza durante su vida aquel que enseña, siempre lo veo aparecer más o menos lejos sobre la prolongación de esa línea a través de otros hombres. Cuanto mayor es el poder de aquel hombre, tanto más limitado está por la inercia resultante de la veneración que inspirará a unos y por la infatigable actividad de otros, que recurrirán a los medios más tortuosos para destruirlo. Al margen de estas dos causas de degeneración, toda gran idea está quizás expuesta a graves alteraciones en cuanto se pone en contacto con la masa humana, en la que es inducida a transar con espíritus de dimensión completamente distinta de aquel que le dio nacimiento. Lo atestigua suficientemente, en los tiempos modernos, el descaro con que los más insignes charlatanes y falsarios proclaman, sin más trámites, inspirarse en los principios de Robespierre y Saint-Just; el descuartizamiento de la doctrina hegeliana entre sus fervorosos seguidores de derecha y de izquierda; las gigantescas disensiones en el seno del marxismo; la pasmosa confianza con que católicos y reaccionarios trabajan para ubicar a Rimbaud en su sector. Más próxima a nosotros, la Muerte de Freud basta para volver incierto el porvenir de las ideas psicoanalíticas, con lo que una vez más un ejemplar instrumento de liberación amenaza convertirse en instrumento de opresión. Era previsible que acecharan al surrealismo, después de veinte años de existencia, los males que son el tributo pagado al favor público, a la notoriedad. Las medidas tomados para preservar la integridad dentro de este movimiento —consideradas por lo general como excesivamente severas— no tornaron, sin embargo, imposible el testimonio falso y rencoroso de un Aragon, ni la impostura de género picaresco del neo-falangista-mesa de noche Avida Dollars. El surrealismo está muy lejos, hoy, de poder justificar todo lo que se emprende en su nombre, abierta o solapadamente, de las más lejanas «casas de té» de Tokio a las desbordantes vitrinas de la Quinta Avenida, aunque el Japón y Estados Unidos estén en guerra. Lo que se hace en un determinado sentido se parece muy poco a lo que se deseó hacer. Aun los hombres más destacados deben resignarse a pasar, más que nimbados de luces, arrastrando una larga polvareda. En tanto que los hombres no hayan tomado conciencia de su condición — no me refiero solamente a su condición social, sino a su condición misma de hombres, con todo lo que tiene ésta de precario: lapso irrisorio si se lo considera en relación con el campo de acción de la especie, tal como el espíritu cree abarcarla; sumisión, más o menos a escondidas de sí mismo, a pocos instintos muy elementales; capacidad de pensar, sí, pero de una categoría infinitamente sobrestimada; capacidad, por otra parte, afectada por la rutina, que la sociedad cuida de canalizar en direcciones predeterminadas sobre las cuales pueda ejercer su vigilancia y, además, capacidad que desfallece continuamente en cada hombre, y es equilibrada continuamente por la capacidad, por lo menos igual, de no pensar (por sí mismo) o de pensar mal (solo o de preferencia en compañía de los otros) —; en tanto que los hombres se obstinen en mentirse a sí mismos; en tanto que no distingan la parte sensible de lo efímero y de lo eterno, de lo irrazonable y lo razonable que los dominan, de lo único, celosamente preservado en ellos, y de su expansión entusiasta en lo gregario; en tanto que esté repartido para unos, en Occidente, el deseo de arriesgar con la esperanza de mejorar, y para otros, en Oriente, el cultivo de la indiferencia; en tanto que los unos exploten a los otros sin siquiera obtener con eso una satisfacción apreciable — el dinero está entre ellos como un tirano en común cuyo cuello fuera la mecha de una bomba — ; en tanto que no se sepa nada y se aparente saberlo todo, con la Biblia en una mano y Lenin en la otra; en tanto que los mirones lleguen a suplantar a los videntes en el transcurso de la negra noche; en tanto que… (no puedo decirlo ya que soy el que menos pretende saberlo todo; pero hay todavía muchos otros en tanto que, enumerables), no vale la pena hablar, menos aún oponerse unos a otros, menos aún amarse sin oponerse a todo lo que no es amor, menos aún morir y — primavera a un lado, pienso siempre en la juventud, en los árboles en flor, en todo esto escandalosamente desacreditado, desacreditado por los viejos — pienso en el magnífico azar de las calles, aún las de Nueva York, y menos todavía vale la pena vivir. Hay, pienso en esta hermosa fórmula optimista de reconocimiento que se repite en los últimos poemas de Apollinaire: hay una maravillosa joven que en este momento gira, toda sombreada por sus pestañas, alrededor de las rutinas de grandes cajas de tiza en América del Sur, y que con una simple mirada suspendería en todos el sentido mismo de la beligerancia; hay los nativos de nueva Guinea ubicados en las primeras butacas de esta guerra (los nativos de Nueva Guinea, cuyo arte siempre nos subyugó a algunos de nosotros mucho más que el arte egipcio o el arte romano), absortos en el espectáculo que les ofrece el cielo (perdonadlos, ellos no cuentan más que con las trescientas especies de aves del paraíso); parece que se satisfacen con eso, pues apenas disponen de flechas de curare suficientes para los blancos y los amarillos; hay nuevas sociedades secretas que tratan de definirse en el transcurso de múltiples conciliábulos a la hora del crepúsculo en los puertos: hay un amigo, Aimé Cesaire, magnético y negro, quien, rompiendo con todas las cantilenas — eluardianas y otras — escribe, en la Martinica, los poemas que necesitamos hoy. Hay también las cabezas de jefes que apenas afloran de la tierra, y al no ver sino sus cabellos, las gentes se preguntan cuál será la hierba que logrará triunfar, la que dará buena cuenta del sempiterno «miedo de cambiar para que todo empiece de nuevo». Esas cabezas están comenzando a brotar en alguna parte del mundo. Buscad con paciencia y sin cesar en todas las direcciones. Nadie sabe con certeza quiénes son esos jefes, de dónde vendrán, qué significan históricamente, y sería demasiado hermoso que ellos mismos lo supieran. Pero no pueden dejar de estar ya: en la tormenta actual, frente a la gravedad sin precedentes de la crisis social, religiosa y económica, constituiría un gran error concebirlos como productos de un sistema que conocemos a fondo. No cabe duda de que provienen de algún horizonte conjeturable; con todo será necesario que hagan suyos diversos programas conexos de reivindicación que los partidos han considerado inaplicables hasta ahora, o se volverá a caer pronto en la barbarie. Es indispensable que cese no sólo la explotación del hombre por el hombre, sino también la explotación del hombre por el pretendido «Dios», de absurdo e irritante recuerdo. Es indispensable que se revise de arriba abajo, sin rastros de hipocresía y sin las habituales dilaciones, el problema de las relaciones entre el hombre y la mujer. Es indispensable que el hombre se pase, con armas y bagajes, del lado del hombre. ¡Basta de debilidades, basta de puerilidad, basta de ideas de indignidad, basta de letargos, basta de simplezas, basta de flores sobre las tumbas, basta de instrucción cívica entre dos clases de gimnasia, basta de tolerancia, basta de culebras!

O O O

Los partidos: lo que está o lo que no está en la línea. ¿Y qué si mi propia línea, muy sinuosa, lo admito, pero al fin la mía, pasa por Heráclito, Abelardo, Eckhardt, Retz, Rousseau, Swift, Sade, Lewis, Arnim, Lautréamont, Engels, Jarry y algunos más? Con ellos me he construido un sistema de coordenadas para mi propio uso, sistema que ha resistido a mi experiencia personal y, por lo tanto, parece contener algunas de las posibilidades del mañana.

PEQUEÑO INTERMEDIO PROFÉTICO.

Están por llegar equilibristas con mallas guarnecidas con lentejuelas de un color desconocido, único que hasta hoy absorbe a la vez los rayos del sol y de la luna. Este color se llamará libertad, y el cielo hará ondear todos sus onflamas azules y negros, pues se levantará un viento por primera vez totalmente propicio, y los que allí estén comprenderán que acaban de hacerse a la vela, y que todos los pretendidos viajes precedentes eran tan sólo un engaño. Y se contemplará el pensamiento enajenado y las atroces justas de nuestro tiempo con la misma mirada de conmiseración y repugnancia del capitán del bergantín Argus cuando recogía a los sobrevivientes de la Balsa del Medusa. Y todos se asombrarán de examinar sin vértigo los abismos superiores guardados por un dragón que, mejor iluminado, aparecía formado sólo por cadenas. Allí están los equilibristas, en , lo más alto. Arrojaron la escala bien lejos, y ya nada los retiene. Avanzan hacia nosotros sobre una alfombra oblicua más imponderable que un rayo de luz aquellas que fueron las sibilas. Del tallo que forman con sus vestiduras de color verde almendra, desgarradas por los guijarros, y de sus cabellos en desorden parte el gran rosetón resplandeciente que se balancea sin peso, la flor al fin abierta de la verdadera vida. Todos los móviles anteriores se toman de golpe ridículos; el lugar está libre, idealmente libre. El pundonor se desplaza con la velocidad de un corneta que describe simultáneamente estas dos líneas: la danza para elegir al ser del sexo opuesto y el desfile frente a la galería misteriosa de los recién llegados, a los que el hombre cree que debe rendir cuentas después de su muerte. Fuera de esto, no veo que tenga otros deberes. De la gavilla de artificio se desprende una espiga que es preciso atrapar al vuelo: es la oportunidad, es la aventura única que, con toda seguridad, no ha estado escrita en lo profundo de ningún libro, ni en las miradas de los viejos marinos que ya sólo consideran el cierzo desde la costa. ¿Qué valor tiene someterse a lo que no ha sido decretado por uno mismo? Es preciso que el hombre se evada de esa ridícula liza construida para él: la pretendida realidad actual con la perspectiva de una realidad futura que no es superior. Cada minuto de plenitud contiene la negación de siglos de historia claudicante y resquebrajada. Aquellos a quienes corresponde hacer remolinear esos ocho flamígeros por encima de nosotros sólo lo lograrán gracias al vigor más puro.

O O O

Todos los sistemas en vigencia sólo pueden ser considerados, razonablemente, como herramientas sobre el banco de un carpintero. Ese carpintero eres tú. A no ser que padezcas una locura furiosa no intentarás prescindir de ninguna de esas herramientas en provecho de otra; no preferirás, por ejemplo, la garlopa hasta el extremo de declarar erróneo y criminal el uso del martillo. Sin embargo, eso es lo que acontece exactamente toda vez que un sectario de tal o cual filiación se jacta de explicar satisfactoriamente la revolución francesa o la revolución rusa por el «odio al padre» (en el sentido del soberano derrocado) y la obra de Mallarmé por las «relaciones de clase» de su época. Sin ningún eclecticismo ha de poder recurrirse, en cada circunstancia, al instrumento de conocimiento que se muestre el más adecuado. Basta, por otra parte, que este planeta sufra una brusca convulsión, como la que estamos presenciando, para que se vuelva a plantear inevitablemente, si no la necesidad, al menos la eficacia de los modos electivos de conocimiento y de acción que atrajeron al hombre durante el precedente período histórico. Para comprobarlo me basta destacar la preocupación que se ha adueñado separadamente de espíritus muy distintos entre sí, pero que figuran entre los más lúcidos y audaces de hoy — Bataille, Caillois, Duthuit, Masson, Mabille, Leonora Carrington, Ernst, Etiemble, Péret, Calas, Sé- ligmann, Hénein—, la preocupación, repito, por suministrar una inmediata respuesta a la pregunta: ¿Qué pensar del postulado «no hay sociedad sin un mito social», y hasta qué punto podemos escoger o adoptar y también imponer un mito en relación con la sociedad que estimamos deseable? Pero también podría señalar que se ha ido manifestando en el curso de esta guerra cierto retorno al estudio de la filosofía medieval, como asimismo al de las ciencias «malditas» (con las cuales siempre ha existido un contacto tácito mediante la poesía «maldita»). Y debería mencionar finalmente la especie de ultimátum — aunque sólo sea en su fuero interno — dirigido a su propio sistema racionalista por muchos de aquellos que continúan militando en pro de una transformación del mundo, haciendo depender esta transformación únicamente del cambio radical de las condiciones económicas: de acuerdo, tú me posees, sistema, yo me he entregado a ti de cuerpo entero, pero todavía no ha sucedido nada de lo que me habías prometido. ¡Ten cuidado! Lo que me has hecho creer inevitable, está tardando demasiado en ocurrir, y hasta podría afirmarse, con un poco de insistencia, que está ocurriendo lo contrario. Si esta guerra, con las múltiples ocasiones de realizarte que te ofrece, llega a ser inútil, me veré obligado a admitir que hay en ti algo muy presuntuoso, y quizá también algo dañado en tu misma base que yo no podría seguir ignorando por más tiempo. Lo mismo hacían — según dicen— los pobres mortales de antaño, cuando se dedicaban a amonestar al diablo, para que éste se resolviera finalmente a manifestarse. Es evidente, por otra parte, que al cabo de veinte arios me veo en la obligación, como en la hora de mi juventud, de pronunciarme en contra de todo conformismo, y de aludir especialmente, al decir esto, a determinado conformismo surrealista. Se exhiben hoy demasiados cuadros en el mundo que les han costado muy poco esfuerzo a los innumerables imitadores de Chirico, Picasso, Ernst, Masson, Miró, Tanguy — mañana le tocará también el turno a Matta —. Esta observación está dedicada a quienes ignoran que sólo puede existir una gran expedición en el dominio del arte cuando se emprende con riesgo de la propia vida; que el camino a seguir no está precisamente protegido por parapetos, y que cada artista debe partir solo en busca del Vellocino de oro.

Más que nunca, en 1942, los principios de oposición deben ser fortalecidos. Todas las ideas que triunfan se precipitan hacia su perdición. Es absolutamente necesario convencer al hombre de que una vez logrado el consenso sobre un asunto, la resistencia individual se convierte en la única llave de la prisión; pero esta resistencia tiene que ser informada y sutil. Yo me opondré por instinto al voto unánime de cualquier asamblea que no se proponga a sí misma oponerse al voto de una asamblea más numerosa; pero impulsado por el mismo instinto, daré mi voto a los que surjan con cualquier programa nuevo que tienda a una mayor emancipación del hombre y que no haya sufrido aún la prueba de los hechos. Considerando el proceso histórico en el que la verdad, que no es atrapada nunca, sólo aparece para reírse a hurtadillas, yo prefiero pronunciarme por esa minoría incesantemente renovada y que actúa como palanca; mi mayor ambición sería dejar asegurada después de mí la transmisión ininterrumpida del sentido teórico de esta minoría.

REGRESO IÑESPERADO DEL PADRE DUCHESNE.

¡Siempre está de muy buen talante el padre Duchesne! ¡Hacia cualquier lado que se vuelva, sea en lo físico como en lo menta¿ las mofetas son las verdaderas reinas de la calle! Esos señores uniformados con viejas mondaduras, en las veredas de los cafés de París; el regreso triunfal de los cisterciences y trapistas, a quienes había obligado a tomar el tren con patadas en el trasero; las «colas» alfabéticas al amanecer en los arrabales, con la esperanza de obtener cincuenta gramos de bofe de caballo y aprontándose para volver al mediodía por dos batatas —mientras que si tienes dinero puedes llenarte la panza todos los días hasta reventar, sin menú fijo, en lo de Lapérouse—; la República llevada para ser fundida de modo que tus mejores intenciones vuelvan simbólicamente a escupiste en la facha; todo esto ante los ojos que se creen providenciales de un bigote congelado que, además, está a punto de pasar la mano, en la oscuridad, sobre una corbata vomitada. Hay que convenir que todo esto no está del todo mal. Pero ¡caray!, marchará, marchará, marchará siempre. No sé si ustedes conocen ese hermoso paño listado a tres centavos el metro y que hasta se obtiene gratis los días lluviosos, en el cual los sans-culottes envolvían sus órganos genitales con el estruendo del mar. Esto ya no se usaba últimamente, pero ¡caray!, ahora vuelve a ponerse de moda: y hasta llegará a usarse bárbaramente; Dios está fabricando ahora hermanos menores para nosotros; esto va a volver junto con el estruendo del mar. Y voy a barrer para ti esta escoria desde la Puerta de Saint-Ouen hasta la Puerta de Vanves y te aseguro que esta vez no van a cortarme el pescuezo en nombre del Ser Supremo, y que todo esto no se hará de acuerdo con códigos estrictos, ya que han llegado los tiempos en que hay que rehusar tragarse todos esos libros de los carajos que te aconsejan quedarte en casa y no hacer caso de tu hambre. Pero ¡caray!, qué haces que no miras la calle: es bastante extraña y equívoca, y está bastante bien vigilada, ¡y, sin embargo, será tuya, la estupenda calle!

O O O

Considerando que sin duda nunca le fue concedida al hombre la universalidad de la inteligencia, y que ahora ya no puede reclamar la universalidad del conocimiento, conviene ser extremadamente cautos frente a la pretensión que pueda tener el hombre de genio de decidir sobre cuestiones que rebasan su campo de investigación y escapan, por lo tanto, a su competencia. Un gran matemático no manifiesta ninguna grandeza especial en el acto de ponerse las pantuflas o enfrascarse en la lectura de su periódico. Le exigimos únicamente que nos hable de matemáticas en el momento que corresponde. No hay hombros humanos capaces de soportar la omnisciencia, de la que se quiso hacer un atributo de «Dios». En la medida en que el hombre se concebía  «su imagen», no se ha hecho más que inculcarle la pretensión a esa omnisciencia. Es indispensable terminar de una sola vez con estas dos chácharas. Nada de lo establecido y decretado por el hombre puede considerarse definitivo e intangible, y menos aún llegar a convertirse en objeto de un culto si éste impone el renunciamiento en favor de una preexistente voluntad divinizada. Estas reservas no deben, por supuesto, causar perjuicios a las formas lúcidas de dependencia y de estima voluntarias.

A este respecto, no habiendo nada ya que me impida dejar vagabundear a mi espíritu sin temor a las acusaciones de misticismo que no dejarán de prodigarme, creo que no sería mala idea comenzar por convencer al hombre de que no es, como presume, el rey de la creación. Esta idea me abre, al menos, algunas valiosas perspectivas en el plano poético, lo que le confiere, quiérase o no, cierta eficacia futura.

O O O

El pensamiento racionalista más agudo, más dueño de sí mismo, más apto para superar todos los obstáculos en el campo de su aplicación, me ha parecido siempre que se acomodaba, fuera de este campo, a las más extrañas complacencias. En este terreno mi sorpresa se condensa siempre alrededor de una conversación en que tuve por interlocutor a un espíritu de una envergadura y de un vigor excepcionales. Fue en Pátzcuaro, México. Siempre me veré yendo y viniendo con él a lo largo de una galería que daba a un patio con flores, de donde subían desde veinte jaulas los gritos del pájaro burlón. La mano nerviosa y fina que había dirigido algunos de los más grandes acontecimientos de este tiempo se abandonaba acariciando un perro que daba vueltas a nuestro alrededor. Habló de los perros, y observé cómo su lenguaje se hacía menos preciso, su pensamiento menos estricto que de costumbre. Se dejó ir hasta confesar su amor por el animal, adjudicándole una bondad natural; habló de la abnegación de las bestias, como hace todo el mundo. Intenté, entonces, representarle lo que hay de evidentemente arbitrario en atribuir a las bestias sentimientos que no tienen sentido apreciable sino cuando se refieren al hombre, ya que nos conduciría a considerar al mosquito como dotado de una crueldad consciente, y al cangrejo como deliberadamente retrógrado. Era visible que se fastidiaba en tener que seguirme por ese camino: se aferraba a la idea — y esta debilidad es conmovedora vista a la distancia, en razón de la suerte trágica con que los hombres recompensaron su entrega total a la causa del hombre — de que el perro sentía por él verdadera amistad, en el más amplio sentido del término.

Todavía hoy persisto en sostener que esta visión antropomórfica del mundo animal revela modos de pensar de lamentable facilidad. No veo ningún inconveniente en que, para ponerlo en evidencia, se abran las ventanas que dan a los más grandiosos paisajes utópicos. Una época como la que vivimos puede soportar todas las partidas para viajes del tipo de los de Bergerac o Gulliver, siempre que tengan por finalidad sembrar la desconfianza hacia todos los modos convencionales de pensar, cuya insuficiencia es por demás evidente. Toda probabilidad de llegar a alguna parte, después de ciertos rodeos hasta por tierras más razonables que esta que dejamos, no queda excluida en el viaje al cual invito hoy.

LOS GRANDES TRANSPARENTES.

El hombre quizás no sea el centro, el punto de mira del universo. Se puede llegar a pensar que existen por encima de él, en la escala animal, seres cuya conducta resulta tan extraña para el hombre como la suya puede serlo para la efímera o la ballena. Nada se opone forzosamente a que estos seres escapen por completo a su sistema de referencia sensorial, gracias a un camouflage del tipo que se quiera, pero que la teoría de la forma y el estudio de los animales miméticos hacen perfectamente plausible. No hay duda de que esta idea ofrece el más amplio campo especulativo, aunque tienda a colocar al hombre, como intérprete de su propio universo, en las mismas modestas condiciones en que un niño concibe que está la hormiga bajo tierra, cuando abre de un puntapié un hormiguero. Considerando las perturbaciones que produce un ciclón, frente a las cuales el hombre resulta impotente para comportarse de otro modo que como testigo o víctima, o las de la guerra, a propósito de las cuales se han adelantado puntos de vista notoriamente insuficientes, no sería imposible —en el curso de una vasta obra que debería estar presidida permanentemente por la inducción más osada— aproximar hasta hacerlas verosímiles la estructura y la constitución de tales seres hipotéticos, que se nos manifiestan oscuramente cuando sentimos miedo o nos domina el sentimiento del azar.

Me parece necesario hacer notar que no me alejo en esto sensiblemente del enunciado de Novalis: «En realidad vivimos en un animal del que somos los parásitos. La constitución de este animal determina la nuestra y viceversa». También estoy de acuerdo con el pensamiento de William James: «¿Quién puede afirmar que en la naturaleza no ocupamos, junto a seres cuya existencia no sospechamos, un lugar tan pequeño como los perros y gatos que viven al lado nuestro?» No todos los sabios refutan esta opinión: «Es probable que alrededor nuestro circulen seres construidos según el mismo plan que nosotros, pero diferentes de los hombres; por ejemplo, seres cuyas albúminas serían derechas». Así habla Emile Duclaux, antiguo director del Instituto Pasteur (1840-1904).

O O O

¿Se trata de un mito nuevo? ¿Habrá que convencer a esos seres que provienen de un espejismo, o habrá que darles la oportunidad de manifestarse?

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