Editorial, Helga Fernández.
“Trato de vivir sobre las puntitas de los pies, pues en mis delirios imagino que si casi no hago ruido, la enfermedad no se va a percatar de mi presencia y me permita colarme a la vida que es a donde me gusta estar” Germán Dehesa. Escritor mexicano.
—Venga pronto, amenaza con matarse y pide por usted.
Claudio me esperaba en la guardia del Hospital de emergencias psiquiátricas bajo la mirada atenta y desconfiada de un cuidador.
Agradecí el aviso, hablé con el médico de guardia y firmé la autorización para que pueda retirarse de la guardia. Caminamos juntos desde la Guardia hasta el Hospital de día, apenas unos metros entre un edificio y otro, el frío obligaba a cerrarse la campera y apurar el paso.
—Tenía que verla lo antes posible. Conseguí el libro —fue lo primero y único que dijo y continuamos sin hablar hasta entrar.
A Claudio lo conocí en el hospital, él era un muchacho que recién cumplía los veinte, callado, absorto en sus pensamientos, de los cuales parecía salir sólo para mirarse las manos.
El informe que venía con él decía: crisis de excitación psicomotriz, ideación suicida, peligroso para sí y para terceros, se indica internación por tiempo indeterminado.
Cuando lo conocí, lo más peligro que hacía Claudio para sí y para terceros era fumar todo el día, fumar y caminar. Caminar sin propósito aparente hasta que súbitamente se detenía a mirarse las manos.
No fue fácil abrir algún camino, aún hoy no lo es, aunque hayamos envejecido los dos.
Los datos biográficos eran escasos e intermitentes: hijo único de madre muerta. Él cumplía los 16 años, cuando de presunta enfermedad terminal muere su madre, “no se reportan datos”. Padre pianista, trabaja por las noches, músico de cabarets y bares inciertos, apenas entraba y salía por la vida de Claudio.
Al principio, cuando recién nos conocimos, él venía puntual y ausente a nuestros encuentros.
Se sentaba sin importarle en lo más mínimo mi presencia. Se dedicaba a mirar sus manos. Primero una, con dedicación. Por momentos se sobresaltaba y rápidamente volvía a la observación. Cuando estimaba que era suficiente con una mano, pasaba a la otra, repitiendo la operación. De pronto algo parecía decepcionarlo y dejaba caer ambas manos con fastidio, perturbado, dando la impresión que algo malo hubiera sucedido, o no, no lo sé, yo estaba ahí como testigo. Sin saber bien de qué.
Los intentos de hablar con él eran fallidos. Si le preguntaba algo me contestaba cortésmente, con la presteza de sacarme rápido del medio y no lo moleste, sin ningún interés, ni en mi pregunta ni en su respuesta.
En uno de esos encuentros algo pasó, no creó poder determinar bien qué, tal vez conjeturar que el ritmo regular de nuestros encuentros y mi interés sostenido tuvo algún efecto, o quizás hice algo sin darme cuenta, tal vez yo también me abstraje en sus manos y las mire con idéntica preocupación, no lo sé, lo cierto es que Claudio reparó en mi y cual si yo comprendiera la situación me dijo:
—Aún no lo logró, pero lo estoy estudiando, es muy importante para mí.
—Indudablemente —le respondí y él continúo.
—La idea de la maquina desmaterializadora es la solución, como ya se habrá dado cuenta.
—Mucha cuenta no me doy, creo que alcancé a decir, pero me gustaría que me cuentes.
Y me empezó a contar. Estaba decidido, desde hace tiempo, tal vez desde que comenzó la secundaria, que se iba a matar, ese no era el problema, la decisión era buena según su opinión y la única posibilidad que le quedaba, dado el estado de las cosas en el mundo. El problema era el método que debía emplear para matarse, no cualquiera es válido.
Quedaba descartado tirarse debajo de un tren, de un auto, de cualquier cosa que lo atropelle, ya lo habían atropellado lo suficiente en la vida y eso no lo mató, además es espantoso me decía muy serio.
– Tomar pastillas y quedar babeante no es para mí, —afirmó convencido.
Cualquier otro método del cual salga sangre no lo podría tolerar. En general los efluvios y emanaciones del cuerpo le repelen. No sólo para matarse obviamente.
La máquina desmaterializadora es la solución, es sencilla y elegante, simplemente cada partícula del cuerpo se evapora y se disuelve en el aire, donde había materia queda la nada misma, sin restos obscenos y asquerosos.
A esta altura quedaba claro que la ideación de Claudio no era suicida sino desmaterialicida.
Pasar del ser a la nada sin sufrimiento alguno, convengamos que es una idea bastante ingeniosa y el probaba distintos métodos que estaba estudiando.
Es obvio, me dijo un día, que la única energía capaz de producir semejante cosa es la energía psiquicacuántica, cuyos alcances son insospechados. Ensayaba distintos modos de concentrar y movilizar esa energía y luego se quedaba observando las manos, para ver si había señales de desmaterialización y que, de ese modo, su desintegración hubiera comenzado.
Claudio tuvo momentos de mucha turbulencia, no acertaba a encontrar ni el modo ni las ganas de soportar la existencia, sabiendo que en cualquier momento ellas iban a darle vuelta los genitales y así el quedaría más que castrado, sin siquiera una cicatriz, simplemente le daban vuelta y le metían para adentro los genitales, dejando la piel sin rastros de su sexo, y esa idea lo aterraba al tiempo que le repugnaba. En esos momentos les costaba tener claridad de pensamientos, los pensamientos se volvían “turbios”, y no podía parar de caminar de un lado para otro tratando de encontrar alguna «pared» que le haga de límite.
Con el tiempo decidió que la vida para un zapallito eléctrico carecía de sentido y que la desmaterialización era su salvación. Encontrar esa respuesta le ordenaba la vida.
Llegados a este punto, él sabía que si iba a la guardia y decía que se quería suicidar, sin especificar nada más, me iban a llamar, era un modo muy suyo de pedirme una sesión extra.
Pero el día al que me estoy refiriendo en esta oportunidad, la máquina no era el móvil de su prisa por verme, quedaba en segundo plano ante el hallazgo del libro. Del libro me habló por primera vez poco tiempo después de contarme de su proyecto psiquicocuántico isotermicocombustiante, como científicamente llamaba al proceso.
El libro estuvo perdido por años, lo escribió y lo editó su madre. Su mamá fue una mujer muy importante, artista, escritora, cantante, psíquica, médium, compositora, bailarina, pintora, en síntesis una creadora como ella misma se presentaba en el libro, titulado “La verdad de la vida” y en el cual explicaba su visión del mundo. Un mundo de mujeres, verdaderas amazonas, legítimas dueñas del planeta aunque a veces parecería lo contrario, lo cual eran sólo apariencias. Los hombres eran útiles sólo a fines reproductivos tanto de las cosas como de las materias, entre las cuales y no menor por cierto, estaba la reproducción material de los humanos. Él no sabía, y por ende yo tampoco, pero estaba escrito en el libro, puesto que el libro hablaba de las teorías que tenía la madre sobre el mundo y del nacimiento de su hijo; que nació como un zapallito eléctrico, alias Claudio, injustamente niño en un mundo donde las mujeres mandan y esperan de los hombres la materialización de las cosas, incluso de los humanos, y un mundo donde Claudio persigue su desmaterialización.
La lectura del libro, la situación de tomar notas, yo las mías, él las de él, así decía, fue parte importante de un tiempo de consolidación, no ya del sistema del mundo y de la verdad de la vida de su madre, sino del sistema del mundo y la verdad de la vida que él fue armando mientras intentaba encontrar la clave de la maquina desmaterializadora.
Claudio se fue un día del hospital, con el tiempo yo también, y comenzamos a vernos con diferentes ritmos, según las épocas, en el consultorio.
Hace años que viene cada tanto, cuando se le complica la relación con alguna amazona que pretende dominarlo y se vuelve a quedar sin argumentos, así lo expresa él.
Demás está decir que jamás me opuse a su proyecto desmaterializador ni traté nunca de impedir su desmaterialicidio. Hace mucho tiempo acordamos que no era necesario contarle a todos sobre la máquina, la gente puede no entender y confundirse, o asustarse cuando él dice que piensa en matarse, algo a lo que jamás renunció, como tampoco renunció jamás al modo de llevarlo a cabo.
Respecto de mí, entiende que no soy una amazona. «Un caso raro el suyo, usted es mujer pero no intenta ni dominarme ni reproducirme, con usted se puede hablar y eso ha sido crucial todos estos años.» Hablar dijo una vez, es una forma única de materializar las cosas al tiempo que se las desmaterializa. Hasta el día de hoy yo no he encontrado una mejor descripción de lo que hago en el consultorio.
Eso sí, hicimos un acuerdo, si alguna vez descubre la clave, y logra por fin dar con el secreto de la psiquicocuánticareacción isotermicacombustiante desmaterializadora, antes de esfumarse en el universo me va a llamar para que yo no lo espere en vano. Y por su puesto creo en su palabra.
Aún no tiene éxito, la máquina es muy difícil de hacer funcionar, aún para un zapallito eléctrico y también es cierto que anduvo ocupado con otras cosas. Pasaron años, el proyecto desmaterializador quedó como nuestro gran tema, pero también empezamos a hablar de “las cosas de la vida y la materia”.
Epicrisis
En 1932 Lacan escribe su tesis, y cita un aforismo que toma de Chesterton: «El loco no es el hombre que ha perdido la razón; el loco es el que lo ha perdido todo, excepto su razón”
Y el desafío es acompañar entonces la lógica que guía a la razón cuando no hay ese anclaje en el Otro desde el cual responder a la coyuntura del sentido abierto en la existencia.
Hay dos preguntas que entiendo son orientadoras:
Freud sembró una hipótesis que al día de hoy sigue siendo fructífera y a la vez desbarata cualquier intento de identificar el delirio con la enfermedad.
Freud dice claramente, el deliro no es la enfermedad, es el intento de curación.
El delirio responde con su andamiaje al vacío del sinsentido que se ha tragado una existencia.
Mucho antes del “ultimísimo Lacan”, el propio Lacan situaba cuestiones que son brújula. Así en el año 1948 escribía en “La agresividad en psicoanálisis”: Solo la mentalidad antidialéctica de una cultura que, dominada por fines objetivantes, tiende a reducir al ser del yo toda la actividad subjetiva, puede justificar el asombro producido en un Van den Steinen por el boroboro que profiere: «Yo soy una guacamaya». Y todos los sociólogos de la «mentalidad primitiva» se ponen a atarearse alrededor de esta profesión de identidad, que sin embargo no tiene nada más sorprendente para la reflexión que afirmar: «Soy médico» o «Soy ciudadano de la República francesa», y presenta sin duda menos dificultades lógicas que promulgar: «Soy un hombre»
Yo soy una guacamaya, por extravagante que nos parezca, lo es tanto como decir yo soy psicoanalista.
Hay una pregunta que realiza Lacan y en su respuesta trabajamos hasta el día de hoy, ¿qué distingue al sujeto psicótico del sujeto que suponemos normal?
Poder reconocerse en yo soy una guacamaya, permite a quién habla pensarse como uno con algún atributo que lo representa.
El delirio es el intento de curación del sujeto como respuesta a lo real del lenguaje y a lo que no puede articular como su yo anclado en un lazo.
El delirio teje ahí la malla que falta en la red para contener una existencia y no caer al vacío, pero es necesario que alguien esté ahí para escucharlo y hacer de secretario del alienado, que valida lo que el delirio arma, sin querer rectificar lo que intenta dar el sostén de quién busca construir su propia metáfora, aquella que le permita hacer lo suyo en la vida.
Pienso que en el caso de mi paciente ese estar ahí, y ser un lugar al cual recurrir han funcionado para él como un punto de referencia a partir del cual moverse y en eso estamos, lo cual no es poco, llevando la vida como se pueda, igual que cualquiera.
…Y el ser del hombre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevase en él la locura como límite de la libertad. Lacan.
Patricia Martínez, psicoanalista.