Fotografía de Francesca Woodman
Cuidado editorial: Gabriela Odena y Amanda Nicosia
Si cerramos los ojos y escuchamos, quedamos dentro de su esfera.
De ahí que pronunciar algo sea mágico.
Úrsula K. Le Guin[1]
¿Para qué denunciar?
Hace tiempo vengo escuchando esta pregunta, repetirse en distintas bocas y en diferentes cuerpos. Pregunta que va de la mano de la angustia y de la impotencia que genera que el Estado, por medio de sus instituciones no responda como debiera o como se espera. Escucho esta pregunta tanto en mujeres víctimas de violencia, como también en los profesionales que se dedican a dicha problemática.
Es una pregunta que circula incluso entre el común de la gente, o mejor dicho se ha vuelto sentido común, con el riesgo y el peligro que eso conlleva. Sentido común es aquel que se da como obvio, que no se cuestiona, que pierde su historicidad y circula naturalmente como si no hubiera tenido un momento de construcción, simplemente está ahí, se instala, como si siempre lo hubiera estado y se repite automáticamente, dándose por hecho o naturales a los sucesos, quitándole a los acontecimientos su historia, como si no hubiera nada por hacer.
En este sentido, pareciera que la pregunta, que titula el texto, nos llega o circula de alguna manera con la respuesta incluida, impregnada de apatía e impotencia. Arrastrando también cierto escepticismo. Pierde la potencia que toda pregunta como tal tiene, pierde su eficacia para buscar respuestas y también para abrir a nuevos interrogantes. Corremos el riesgo de que como tal no sea una pregunta, sino todo lo contrario, una encerrona que nos deja en el padecer mismo.
Cuando comencé a escribir estas líneas aún no habían matado a «Úrsula», la joven de 18 años que denunció 18 veces a su ex pareja, miembro de la policía bonaerense. Denuncias todas que cayeron en saco roto, o, mejor dicho, no sirvieron para que Úrsula siga viva. Acá la pregunta, ¿para qué denunciar?, se responde sola. Para nada o para que te terminen matando. Esta pregunta/respuesta, este par, así estructurado, puede llevar nuevamente al silencio, a la inacción, a la resignación, al padecer.
Aún no había ocurrido la muerte de Úrsula, pero sí ya habían asesinado a otras tantas mujeres producto de la violencia de género.
Sayak Valencia dirá que la historia contemporánea ya no se escribe desde los sobrevivientes sino desde el número de muertos[2]. Elsa Dorlin, en su libro Defenderse[3],refiere que el poder de las minorías nunca se toma en cuenta precisamente porque no cuenta.
No queremos contar muertas. No queremos números, ni que nos digan cuantas muertes vamos. Todos estos números arrasan con las condiciones de posibilidad del sujeto.
Se trata de contar, sí, pero no de contar números, sino de que el sujeto cuente, que sea uno entre otros[4]. Se trata de ser alguien, para uno y para el otro.
Actualmente en Argentina hay un femicidio cada 23 horas[5]. ¿Esto antes no ocurría o no nos enterábamos? Pregunta que suele aparecer al oír esos números. Podríamos acordar que es un poco de ambas cosas. El acceso a las redes y a los distintos canales de información ha facilitado que uno se entere o se anoticie de las cosas más que antes. Pero también la pérdida de poder por parte del sistema patriarcal hace que su defensa se recrudezca, es esperable que aquel que siempre detentó el poder ataque con más fuerza cuando sienta que su poder está en riesgo.
Elsa Dorlin refiere que para ciertos cuerpos defenderse equivale a morir. Cuando estos cuerpos se defienden quedan expuestos al riesgo de la muerte, de ese modo se perpetúa su incapacidad de defenderse.
¿Cuántas mujeres han sido asesinadas, o cuántas son llamadas «loca”, “histérica”, “exagerada” y con otras tantas connotaciones peyorativas, ante el intento por defenderse?
La muerte de Úrsula forma parte de la violencia legitimada del Estado. La autora refiere que hay miembros de la sociedad a los que se le deniega el derecho a la defensa garantizada por el Estado, la cual solo protege a un grupo minoritario de ciudadanos (generalmente hombres, blancos, de clase social alta). Fuera de la protección estatal, de esa “violencia legítima” ejercida por el poder político, judicial y policial quedan muchas otras minorías, entre ellas, homosexuales, transexuales y mujeres.
Denunciar tiene que ver con tomar la palabra. Que cada uno pueda hacer uso de la misma y que no le sea arrebatada. Que cada uno hable a su modo, con lo que tenga, con lo que pueda, para que en ese ir diciendo se vaya construyendo otra verdad. Algo existe en la medida en que haya un ser hablante que lo diga, si eso no se dice, como se pueda, no hay lugar para que algo cambie. Una denuncia puede tener ese estatuto, dar lugar a una verdad, pero no es el único medio posible. Hay muchos modos de decir. No importa tanto el material con el que se dice algo, sino que algo se diga y que ese algo encuentre un lugar donde poder ser alojado.
Se promueve la realización de la denuncia, sostenida en el derecho que toda mujer tiene de vivir libre de violencia y en el delito que tal violencia significa. Pero es necesario tener en cuenta que la fuerza de una denuncia radica en tanto acto singular, de cada quien. Para que pueda ser sostenida y tenga valor de denuncia hace falta un sujeto que pueda dar cuenta de ese acto. Acto que implica un antes y un después.
Es cierto también que una mujer denuncia por ella y además por todas las mujeres. En otras palabras, lo colectivo y lo singular se cruzan. Ambas dimensiones son necesarias, lo importante es el entre[6], es decir esa frontera que se genera entre lo colectivo y lo singular, no como línea divisoria, de separación, sino como la construcción de un lugar, de un espacio no definido que pueda habitarse de diferentes modos.
Natalia Ortiz Maldonado[7] refiere que lo colectivo es algo a construir, implica un trabajo, no se trata de encuentros automatizados, ni de algo espontáneo, no va de la mano del dejarse fluir. Habla de la fragilidad de lo colectivo. No está siempre, ni todo el tiempo. Es por momentos. Necesita de ciertas condiciones para su emergencia. No se da de hecho. Lo colectivo a su vez posibilita un espacio del decir, pero dirá que el decir no es hablar, es un balbuceo. Compara al decir con un brote, por eso la fragilidad también está en lo que emerge de lo colectivo.
Entiendo a partir de esto lo colectivo más del lado del gesto. De esos gestos que alojan, donde el otro es tomado en cuenta. No ir a ciegas, con el piloto automático. Sino, poder detenerse y tomarse el tiempo. Que eso nos toque y toque a otros. De afectar y ser afectado. Que un grito o un simple hola, se pueda convertir en un llamado para alguien.
El discurso dominante ha producido efectos sobre el cuerpo y el habla de las mujeres. La inferioridad social de las mujeres se refuerza y se complica debido a que la mujer no tiene acceso al lenguaje sino mediante sistemas de representaciones “masculinos” que la desapropian de su relación consigo mismo y con las otras mujeres[8]. (Elsa Dorlin.2009. pág. 16)
El psicoanálisis, desde sus orígenes, nos ha enseñado sobre la palabra y sus avatares, al plantear y sostener como único médium la palabra del paciente, dando lugar por esa vía al advenimiento del sujeto. Pero el psicoanálisis no es una técnica, ni un método, no consiste en aplicar reglas. Tampoco es una pedagogía, ni una didáctica. No tiene que ver con convencer, ni encarrilar a nadie. No es adoctrinamiento, no es dominación, ni implica adaptación. No se trata de enseñar, ni educar, ni disciplinar.
¿Para qué denunciar? ¿Qué decir ante esta pregunta? Una, como analista, no está ahí para responder, y mucho menos responder por las carencias e injusticias del Estado, sino para dar lugar a esa pregunta y que el sujeto pueda buscar las respuestas. No es fácil sostener ese silencio. Pero no se trata de convencer a nadie. Sino de encauzar. De transformar esa pregunta en otra, o en otras, que lo dicho no quede ahí, estancado, sino que se abra a un decir, que permita un cambio de posición subjetiva, que el ser hablante pueda contar con otras formas de estar en el mundo y poder así construir lugares más habitables.
No sé sabe de los efectos de un decir, al igual que tampoco se sabe de los efectos de una intervención. No se puede calcular, ni saber de antemano el resultado, ni saber aquello que se logre con ese decir. Importa lo que posibilita, y entre otras cosas, posibilita el encuentro con otros, no estar solo. Porque de la violencia, al igual que del coronavirus, no se sale solo.
Justamente porque nadie puede solo, hoy escribo. Posiblemente en otro momento encuentre palabras más adecuadas, más acertadas, otros modos de decir, que me resulten más acordes, más bellos, pero estas fueron las palabras que encontré hoy[9] y con las que pude armar este escrito, y que me sirven además para tramitar lo imposible de la tarea, como ya lo dijo Freud cuando enunció las tres profesiones imposibles (educar, gobernar y psicoanalizar). Palabras, todas, que me sirven para tomar aire, respirar y volver al lugar, el cual a veces y por momentos elijo ocupar. Generar esa distancia necesaria desde donde poder sostener la función de analista, aquella que posibilita el lugar de la escucha y, por ende, la posibilidad de un decir. Porque no somos neutrales, y mucho menos frente a la muerte. Pero la abstinencia sigue siendo la vía posible para un análisis. Y la vía posible para la emergencia del sujeto.
[1] Le Guin, Úrsula K. Contar es escuchar. Madrid. Círculo de Tiza, 2010. Pág. 146.
[2] Valencia, Sayak. Capitalismo gore. España. Editorial Melusina, 2010. Pág. 20.
[3] Dorlin, Elsa. Defenderse. Hacia una filosofía de la violencia. Buenos Aires. Hekht, 2018.
[4] Que el sujeto cuente en el sentido de la identificación de sujeto, siguiendo la noción elaborada por Lacan. Me sirvió para pensar sobre ello el capítulo 9: Contar hasta uno, del libro “para un psicoanálisis profano” de Helga Fernández.
[5] Dato obtenido del Observatorio de Femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano”.
[6] La idea o concepto de “entre” fue extraída del artículo “Francesc Tosquelles, pensando desde la frontera” escrito por el Grupo Esquizo Barcelona. Hoja de contacto. De intemperies y refugios. Córdoba. Cieloinvertido, 2019.
[7] Ortiz Maldonado, Natalia. Elogio del balbuceo y la reparación o del en que puede decirse. Hoja de contacto. De intemperies y refugios. Córdoba. Cieloinvertido, 2019.
[8]Dorlin, Elsa. Sexo, género y sexualidades. Introducción a la teoría feminista. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión, 2009.
[9]Si bien tengo presente el lenguaje inclusivo, reconozco que el mismo no aparece en el escrito. Puede que sea una resistencia o que necesite tiempo, para que no sea mero automatismo u obediencia, para que pueda hacer uso de él, apropiármelo, construirlo a mi modo. Cito aquí a Natalia Ortiz Maldonado: “No se trata de poner o de sacar una letra, sino de destrozar la estructura misma del lenguaje para seguirlo hablando, para que sea soportable hablar” (pág. 56).

Leticia Gambina. Psicoanalista. En el año 2004 se recibió de Licenciada en Psicología en la UBA. Del 2005 al 2009 realizó la Residencia de Salud Mental en el Hospital General de Agudos Dr. T. Álvarez. Actualmente trabaja como analista en su consultorio particular y forma parte de un programa de violencia familiar y sexual dentro del Ministerio de Justicia y DDHH desde el año 2009. Participa de grupos de trabajo en la Escuela Freudiana de la Argentina desde el año 2015.