Madre. Por Santiago Candia

Cuidado editorial: delegación editorial.


Siguiendo la invención freudiana, este texto pretende recorrer de manera sucinta la posición que el personaje de En la tierra somos fugazmente grandiosos mantiene con su madre. No solo con ella en tanto quien le dio la vida, sino en tanto función y en tanto lengua; para delimitar una posición desde la cual ese personaje se relaciona con los otros.

Es conocida por todos la idea de Freud que el arte se nos adelante en el pensamiento; sin embargo, ¿puede continuar siendo cierta esta afirmación, después de que ha pasado más de un siglo desde que el psicoanálisis se ha anclado en occidente, y cuyas consecuencias son más o menos visibles, más o menos directas, pero indiscutibles? La invención freudiana ha contaminado el cine, la pintura, la literatura, la sociología, la filosofía, más no sea que para ser discutida, trastocando los modos de comprender la subjetividad de nuestra época. Cualquier obra que, adentrado el siglo XX, pretenda narrar la historia de una vida, se ve forzada a considerar el territorio alumbrado por Freud, pues, por tomar un caso, resulta imposible escribir sobre los sueños sin sentir el espectro de la Traumdeutung sobrevolando las páginas en blanco.

En este contexto la afirmación freudiana no parece tener la misma potencia que a finales del siglo XIX, sin embargo, aún encontramos en los textos de nuestros antecesores o contemporáneos, las ideas, las representaciones y los fenómenos que permiten entender el presente de nuestra civilización. Esta comprensión no parece estar dada por la voluntad del escritor, sino por los fragmentos de verdad que transporta el inconsciente de la novela, de los cuales debemos intentar apropiarnos.

Apropiación caprichosa que podemos hacer de En la tierra somos fugazmente grandiosos, donde Ocean Vuong -dialogando con un Barthes en pleno duelo por la muerte de su madre- escribe una extensísima carta dirigida a su madre analfabeta. Así es como Vuong construye una suerte de artefacto literario, en el que un joven vietnamita llamado Perro pequeño, quien parece ser el alter ego del autor, narra en detalles la relación con su madre durante sus apenas veintipico años de vida.

Ocean Vuong o Perro pequeño, relata la relación siniestra que mantiene con su madre; con esto no quiero decir ni terrorífica, ni espeluznante, sino con todo el peso que le da Freud en Das Unheimlich, donde lo familiar nos muestra, en un filo casi imperceptible, su cara extranjera e inquietante. Aquí, Perro pequeño, en una relación de enorme cercanía con su madre, queda ofrecido a ser un objeto que vendría a conformar una suerte de Uno con ella. Se instala en el lugar de la falta. Habla por ella en una tierra de la que ella desconoce su lengua, pues es una vietnamita que se niega a aprender el inglés viviendo en Estados Unidos. La desprotección a la que se ve sometida por desconocer la lengua que la hospeda, obliga a su pequeño hijo a asumir las responsabilidades de todo aquello que, para ella, parece estar negado.

En un juego en el que se desconoce quien comienza la partida, Perro pequeño se hace una parte de su madre. El límite de los cuerpos se pierden en ese amor exacerbado y violento, donde él ofrece su ser para suturar las impotencias e imposibilidades de su madre, instituyéndola en el pedestal de la adoración plena, por amor. Un amor que lo hace sentir un monstruo en tanto que no puede apartarse de ella. La dificultad de no poder separarse llega a tal punto que, cuando su madre sale para ir a trabajar, él toma el vestido anaranjado que tanto le gusta verle puesto, y se pasea por el jardín de su casa a la mirada de otros niños quienes, más tarde, le darán una paliza por ser un “monstruoso”, como se las daba su madre. Ese acto de apropiarse de sus vestidos será una práctica que Perro pequeño continuara realizando en la intimidad de los encuentros sexuales que tendrá con su noviecito Trev, con quien, no solo llevará los vestidos de su madre, sino que reproducirá cierta sumisión activa, como un calco deformado de un lazo de dependencia invertida en el que él quedará ofrecido al lugar del maltrato, petrificando al otro en un lugar de dominio.

A lo largo de la novela se produce una zona litoral a la palabra a la que intentará acceder, pero que lo lleva una y otra vez a actuar la posición de perro. Modo en que es nombrado por el Otro y que va a determinar su posición respecto a su madre, amante, compañeritos de colegio. Un nombre cuya marca se potencia al cuadrado, pues está atravesado por las connotaciones amorosas que resuenan en Perro pequeño… cachorro. Sin embargo, carga sobre sí el ser degradado, como solo puede ser alguien que es tratado como un perro cualunque. Ahora, si no nos dejamos llevar por los prejuicios que podríamos dirigir a los padres por haber nombrado a su hijo de esa forma y nos orientamos por ese saber que se encuentra en la lengua materna, nos encontramos con los distintos bordes que tiene el nombre propio. Así lo dice:

«Como sabes en el pueblo donde creció Lan (la abuela), al niño más pequeño o débil de la prole, se le pone el nombre de las cosas más desagradables. Perro pequeño es el nombre más tierno que encontraron. Porque los malos espíritus, errantes por el mundo en busca de niños sanos, al oír que llamaban a cenar a niños con nombres de cosas horribles y repulsivas, pasaban de largo y el niño se salvaba. Amar algo, por tanto, es darle el nombre de algo tan falto de valor que se puede ignorar y dejar intocado y vivo.«

Pero volvamos a la cuestión con su madre y a ese halo de fragilidad y agotamiento a través del cual Perro Pequeño la observa. Y que de pronto se trastoca, dejando ver la escena que hasta entonces se había mantenido oculta en un juego de espejos. Con ese efecto similar al que utilizan las artes plásticas, en el que la figura se transforma en la medida que el espectador recorre el espacio que rodea la obra, lo que sucede es que en un momento, lo que se había mantenido latente se hace presente ante nuestros ojos: el componente sexual. Si bien sabíamos que él se encargaba de comprarle la ropa interior -eso que podía pasar como una mera anécdota de color- queda completamente resignificado a partir de la siguiente escena:

«Aquella noche, tumbada boca arriba en el suelo de madera, con la cara apoyada en una almohada, me pediste que te rascara la espalda. Me arrodillé a tu lado, te subí la camiseta negra por encima de los hombros, te solté el corpiño… como lo había hecho cientos de veces, mis manos se movían solas. Cuando los tirantes caen a ambos costados, te agarras el corpiño, te lo sacas de debajo y lo tiras hacia un lado.«

La escena continúa una líneas más y se cierra para no volver a abrirse en las más de doscientas páginas que restan para terminar el libro. Sin entrar en una moralidad que nos espante frente a la erotización del lazo entre madre e hijo, para eso está la novela Mi madre de Georges Bataille, aquí la meta está parcialmente inhibida. En esa inhibición se glorifica el cuerpo de su madre, aunque de una manera no tan alta a como lo hace Barthes en Diario de duelo

…el cuerpo de esta actriz –dice Barthes el 29 de julio de 1978– me conmueve, viene a tocar en mí algo que me recuerda a mamá: su tez, el color y la apariencia de su carne, sus manos tan bellas y simples, una impresión de frescura, una femineidad no-narcisista.

De cierta manera el territorio en el que se mueve Perro pequeño es una suerte de orilla entre dos corrientes de agua, entre Barthes y Bataille, entre el amor y el goce. En ese territorio que no queda absorbido ni por una corriente ni por la otra. Una bipartición que se repetirá a nivel de las lenguas, entre la materna-vietnamita y la adoptiva-norteamericana. Volviéndose necesaria una búsqueda por aquellas palabras que permitan nombrar sentimientos y afectos incomprensibles, para lo que resultan insuficientes las lenguas que Perro pequeño hereda. Una tercera lengua que no es ninguna en particular, se vuelve un territorio, que permite decir -como el terreno que resulta intocado por el río de lava que baja por una ladera tras una erupción, que los hawaianos llaman kipuka- aquello que de la madre no puede ser articulado: lo femenino.

Una relación a la lengua que lo anuda a su madre extranjera, determinada a rechazar la lengua del país que ha arrasado con su tierra, indefensa frente a los carniceros norteamericanos, y ante la imposibilidad de nombrar lo que desea: la multitud de objetos que hacen a ese nuevo universo. Ese estado de desamparo que sólo puede experimentar el extranjero más radical, es lo que lleva a que Perro Pequeño se prometa a sí mismo que nunca se quedará sin palabras, cuando necesite hablar por su madre. Inclusive cuando esa misión resulte imposible de alcanzar.


Santiago Candia, analista, miembro de FARP y de la EPFCL.


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