Imagen, The Intruder. Lilian Porter
Cuidado editorial, Helga Fernández.
Cada vez que se plantea en la actualidad la cuestión de cancelar a un autor por su posicionamiento político, ideológico o sexual, surge el viejo problema de si conviene o no separar la obra del autor. A mí me parece que no está bien planteada la cuestión, más acá de que me guste o no tal autor, y de si las acusaciones son o no fundadas. Primero porque no es tan fácil realizar esa separación (¿dónde termina una y empieza el otro?); segundo porque tenemos que precisar mejor qué entendemos por obra, saber o legado, y también por sujeto, nombre propio o autor, para poder realizar el corte justo. Estos puntos se encuentran entrelazados y me gustaría aportar a su despeje para que no quedemos dando vueltas en el vacío de la destructividad absoluta. Una exposición más del pensamiento materialista en ejercicio.
1. La producción de un nombre propio nada tiene que ver con ser reconocido, hacerse fama en un instante, o acumular experiencia y antecedentes en una extensa trayectoria de vida. El nombre propio responde más bien a un vacío o a una falta circunscrita en el Otro, en un tiempo lógico (con precipitaciones, escansiones, comprensiones y conclusiones repetidas), llámese a este Otro “cultura”, “simbólico” o “formación social”, y nada tiene que ver con atributos o predicados característicos. El nombre propio traza un lazo que se enlaza a sí mismo y se descuenta por esa operación de la red de significantesdisponibles; encuentra así conexiones por otras partes, imprevistas, ligadas más bien a la letra irreductible. Lacan formalizó esa operación, pero tampoco es necesario atribuirle una invención original absoluta y eternizarlo así en la infatuación yoica por la cual se disculpó en su momento (él decía que no era original sino lógico), porque es lo que acontece cada vez que alguien se hace cargo de un decir que no se olvida tan rápido tras lo que se dice de lo que se oye, sin esperar retribuciones o capitalizaciones de ningún tipo. Más que la “función-autor”, de la que habló Foucault en su momento, es la constitución de un sí mismo que prescinde de la hiperinflación narcisista porque ha encontrado la economía libidinal justa a su deseo. En ello se juega una vida. Es el decir verdadero del parresiasta del que también habló Foucault: el anudamiento entre lo ético, lo político y lo epistémico en un solo gesto de amor por la verdad. Esta operación solo se puede dar caso por caso, situación por situación, aunque la verdad sea genérica.
2. Si bien hemos deconstruido y criticado muchas figuras del Uno trascendente (todavía lo seguimos haciendo): Dios, hombre, sujeto, verdad, yo, etc., lo que más nos cuesta es deshacer la figura del autor: tanto si se lo idealiza como si se lo desprecia. Nos cuesta entender que el autor es una función compleja y contradictoria de los discursos, o un nudo de problemas irresueltos entre prácticas irreductibles, de ninguna manera una unidad de sentido último a descifrar o establecer. El problema mayor es que, concebir la función-autor en su materialidad concreta, nos confronta al vacío en el cual debemos apostar por nuestra propia selección, lectura, formación y, acaso, precipitación autoral; igualmente contradictoria, parcial y compleja. Entre las figuras del técnico-especialista (homo academicus) y la del divulgador-influencer (homo virtualis), tenemos que sostener la función del autor-intelectual que da espesor a estos problemas. Más exigente que las anteriores figuras, sí, pero abierta a interpelar y hacer pensar a cualquiera. La unidad en todo caso es efecto de un proceso complejo y nunca está garantizada de antemano por fines o principios; la unidad solo la puede dar la acción o la práctica. El problema no es tanto definir el concepto de práctica o las distintas prácticas, como practicar el concepto en cada caso y a cada paso, definiendo condiciones concretas y tomando posición al respecto: inventar conceptos prácticos que nos orienten en la vida, que sigan el decurso del deseo y delimiten el goce singular que nos caracteriza. Practicar el concepto implica escuchar el cuerpo, entender el afecto -si aumenta o disminuye nuestra potencia de obrar- y componer relaciones con conocimiento de causa. Poder responder en nombre propio por usos y apropiaciones de saberes, sin idealizaciones ni desprecios. No hay lugar para la hipocresía o el cálculo en la práctica del concepto que singulariza una vida. Tampoco se trata de cancelaciones masivas o unidades totalizantes, sino de destituciones singulares y encuentros puntuales.
3. Se empieza retrocediendo en las palabras y se termina retrocediendo en las cosas, decía Freud. Por eso tenemos que saber cuándo un término es conveniente a los problemas que nos toca pensar y cuándo no. El término “cancelación” no es adecuado para un pensamiento crítico, sostengo, porque se invierte demasiado fácilmente su atribución: se ha vuelto muy difuso y de índole moralizante. Sobre todo, no sirve que señale tanto a sujetos con poder o sin poder, subjetividades hegemónicas o no hegemónicas, autores o impostores, etc. Para mí, habría que reemplazarlo por el término “destitución”, porque este último indica una operación que implica transversalmente a cualquier subjetividad, para constituirse en tanto sujeto dividido: ceder una posición de privilegio e infatuación yoica y asumir el resto o desecho que nos constituye. La destitución subjetiva no exige la cancelación o anulación del sujeto, sino que lo reenvía a su verdad material: el desecho que también es y en torno al cual ha de trabajar. Así como Badiou reemplaza en su obra el término “destrucción” por el de “sustracción” para indicar lo que producen las verdades genéricas en cada situación y su estado, propongo que el término “destitución” es más adecuado que “cancelación” para indicar que, a nivel subjetivo, no se trata de destrucción o prohibición, sino de situar al sujeto respecto a su división y bajarlo de la posición de amo privilegiado respecto a determinado goce. La operación de destitución subjetiva nos concierne a todos y a todas por igual, tengamos mayor o menor poder (simbólico o real), pues es el punto clave para constituirnos como sujetos. Que caiga lo que tenga que caer de las idealizaciones e infatuaciones yoicas para que trabajemos con la materia de la que estamos hechos en verdad. Así, un filósofo materialista hace de su vida una obra y de cada gesto, enunciado o pensamiento, un ejercicio en procura de su transformación, siempre de cara a lo real: tejiendo cuerpo, alma y afecto. Su vida personal no es el asunto principal, sino la materia contingente en que se cruzan y transforman los gestos, obras, pensamientos. Los enunciados teóricos, saberes y axiomas hacen cuerpo al exponer esa vida singular a la captación de cualquiera que desee encontrar su singularidad. No hay oposición entre teoría y práctica, como no la hay entre singular y genérico, cuando la teoría misma hace cuerpo el pensamiento encuentra la causa de su afecto y se expone en el acto de vivir el presente.
4. En Materialismo oscuro, Silvia Schwarzböck sigue la caracterización del materialismo de Carlos Correas, que resulta una historia bastante acotada al modo porteño: el materialista requiere de tiempo, desprecio de sí y coraje para decirlo todo. Me sorprendió encontrar esta última expresión, que viene de Sade (“la filosofía debe decirlo todo”), al igual que en el Prólogo a mi último libro, escrito por Alberto Constante en México. Por eso quisiera trazar una demarcación. Para mí, el pensamiento materialista no sigue la secuencia lineal de la historia, de ninguna historia (política, literaria, científica, subjetiva): comienzo, desarrollo, final; sino que recomienza por cualquier parte: trabaja la materia (ideas, palabras, cuerpos, números) y, al mismo tiempo, se trabaja a sí mismo, se implica allí a su modo. Y lo hace en un proceso sin fin. Su tiempo es lógico: anticipa, suspende, concluye; y retroactivo: recomienza y resignifica, cada vez. Su coraje es el de la verdad que asume como procedimiento inmanente para trabajar lo real. Su afecto no es solo el desprecio por las valoraciones e identificaciones sociales instituidas (incluido el desprecio a su yo especular), sino el amor de sí y de cada cosa singular: la alegría que emerge de encontrar lo real a cada paso. El pensamiento materialista no busca, encuentra. No hay trascendencia, ni épica, ni mística; pero la inmanencia tampoco es un simple método normativo: requiere cultivo e invención. El decirlo todo no es exhaustivo ni sigue un procedimiento totalizante; se trata, más bien, de decir todo aquello que nos afecta: un modo de tratamiento y cuidado de sí, en relación a los otros, el mundo y la naturaleza.
Roque Farrán: escritor, investigador, filósofo, su último libro es La razón de los afecto: populismo, feminismo, psicoanálisis. Editorial Prometeo.
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