DOS PREGUNTAS A ALEJANDRO DAGFAL

Gisela Avolio, responsable de la sección / Dirección editorial: Helga Fernández


¿Cómo y cuándo descubriste el psicoanálisis? 

Fui descubriendo el psicoanálisis por etapas, en el fin de la adolescencia. Paradójicamente, mi primer encuentro con Freud se dio en EEUU, a los 17 años, cuando terminaba la escuela secundaria con una beca. Había elegido cursar la materia Psicología, que era optativa. Y dentro del amplio menú que nos ofrecía el manual de ese curso, me llamó la atención el capítulo dedicado al psicoanálisis, que incluía fotos y fragmentos de textos fundamentales. El impacto fue grande si se considera que, hasta ese momento (1985), pensaba estudiar derecho para dedicarme a la política. El fervor del retorno a la democracia me había orientado hacia la idea del “cambio social”. Sin embargo, vivir un año en EEUU me hizo comprender muy rápido que, teniendo en cuenta “la relación de fuerzas”, era muy poco lo que se podía hacer desde la política, y empecé a barajar la posibilidad de estudiar psicología. Es decir que mis primeras nociones de psicoanálisis vinieron de la mano de una decepción respecto del modo en que funcionaba el mundo, que implicaba además un “conocimiento existencial”, de primera mano, in situ, de las derivas del capitalismo y de los avatares de la política internacional. Como dijo José Martí poco antes de morir: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”.

Curiosamente, el profesor que dictaba esa materia optativa, Mr. Bayless, era en cierto modo marginal. No contaba con el aprecio de los alumnos ni de sus colegas, ya que tenía una actitud bastante escéptica y cuestionadora del sentido común, lo cual en EEUU no es bienvenido, pero enseguida se granjeó mi simpatía. De modo que también cursé con él otra materia que me iba a marcar profundamente: historia.

Ya de regreso en Argentina, en 1987 empecé a estudiar psicología en la Universidad Nacional de La Plata, en mi ciudad natal. Y ahí se produjo mi segundo encuentro con el psicoanálisis, en un contexto en el que se enseñaba, además, el ABC del estructuralismo y del marxismo (lo cual, por contraste con la chatura intelectual del funcionalismo norteamericano, me resultaba muy atractivo). En esa época, la carrera de psicología era parte de la Facultad de Humanidades, lo cual permitía estudiar antropología, sociología, lógica y lingüística con profesores que eran referentes en cada tema. Así, las primeras nociones de Freud venían mezcladas con Lévi-Strauss, Saussure, Benveniste, Frege. Además, aunque no lo supiéramos, estudiábamos a Freud desde una perspectiva lacaniana, que ya desde el principio nos parecía la más coherente, a la luz de lo que veíamos en las otras materias. Todo eso se daba en el ocaso del alfonsinismo, con los amotinamientos de los carapintadas, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, la toma de La Tablada, el ascenso del menemismo, el indulto a las juntas militares, etc.

En ese marco, la participación política era casi inevitable, así como lo fue el encuentro con el psicoanálisis como paciente. En mi caso, como suele suceder, esa cita se vio precipitada por un desencuentro amoroso. Siguiendo los consejos de una amiga, creí que había comenzado un análisis. Sin embargo, el supuesto analista me daba consejos, se enojaba conmigo cuando no los seguía, me daba nuevos consejos… Rápidamente entendí que una “terapia de orientación analítica” no era lo mismo que un análisis, y fui a buscarme un analista (el primero de varios). Cuando lo encontré, agradecí el tan criticado “silencio de los lacanianos”, que me permitió desplegar lo que tenía para decir…

Al mismo tiempo, la formación en la carrera de psicología hacía que dos cosas fueran evidentes. Primero, que la psicología era una disciplina fragmentada, múltiple, contradictoria. No había una psicología, sino varias. Segundo, tampoco había un único psicoanálisis, sino varios (lacaniano, kleiniano, freudiano, post-freudiano en sus distintas variantes, etc.). A su vez, cada vertiente del psicoanálisis tenía relaciones diversas con las psicologías, lo cual complejizaba mucho todo el panorama. Los lacanianos, por ejemplo, solían decir que el psicoanálisis no tenía nada que ver con la psicología, que implicaba un error de perspectiva. Pero igual se aferraban a sus cargos en la carrera de psicología. Los que seguían corrientes más norteamericanas pretendían usar a Freud, entre otras cosas, para interpretar los tests proyectivos. Es decir que el psicoanálisis era tan amplio que iba desde el rechazo de toda psicología hasta su aplicación en la evaluación de la personalidad.

Dentro del lacanismo, entendí que estaban los millerianos, los lacanoamericanos, los no afiliados a ninguna institución… En todo caso, recuerdo una clase teórica de psicopatología en la que la profesora titular habló de “la coalescencia del ideal del yo con el objeto a”. Era sólo una muestra del nivel de abstracción y de teoricismo que obligaba al alumnado (sin una sólida formación previa) a repetir fórmulas inentendibles. Claramente, no era ése el psicoanálisis que me interesaba. Durante años, viajé de La Plata a Buenos Aires para formarme en distintos grupos de estudio semanales, en los que se hablaba en castellano y se dedicaba mucho tiempo a cada problema de la clínica y a cada tema de la teoría, sin dar nada por supuesto. Fue un placer encontrarme con otros psicoanálisis, menos autocomplacientes y más problematizadores. De esa época, rescato particularmente la claridad y la inteligencia de Juan Carlos Indart, siempre abierto a la discusión, tratando de pensar en voz alta.

Cuando obtuve el título de psicólogo, ya tenía un recorrido analítico considerable y una buena formación teórica. Sin embargo, sentía que aún me faltaba conocer algo más de otras disciplinas. No quería ser otro “técnico en psicoanálisis”, de esos que saben mucho de Freud y Lacan pero desconocen casi todo sobre otros autores y otras disciplinas. Así, me embarqué en la aventura de investigar sobre la historia de las relaciones entre psicoanálisis, psicología y psiquiatría (un problema que me sigue pareciendo actual) en la ciudad de La Plata. Una beca llevo a otra, y de La Plata pasé a la Argentina, y de la Argentina a Francia, donde terminé haciendo un doctorado en historia, bajo la dirección de Élisabeth Roudinesco, entre 1999 y 2005. Sin embargo, la formación de base ya la había hecho en la UBA, en la cátedra de Hugo Vezzetti, con quién aprendí a discutir sobre textos, desde una perspectiva crítica, y no sobre personas.

Cuando el CONICET me “repatrió”, en 2005, sin querer queriendo, ya me había convertido en investigador, en un historiador de “las disciplinas psi” a tiempo completo, con una práctica clínica ocasional. Desde entonces, me he dedicado activamente a dialogar con los psicoanalistas, a pensar con ellos desde la historia, cuestionando idealizaciones y certezas. Desde esa perspectiva, finalmente, el oficio del historiador tiene muchos puntos en común con el del psicoanalista.

¿Que considera que el psicoanálisis puede aportarle a la contemporaneidad?

Creo que el aporte que puede hacer hoy, en el siglo XXI, es similar al que ya hizo a principios del siglo XX, proporcionando las bases para pensar al ser hablante a partir de la dimensión del sentido, en primera persona, en un momento en que las ciencias sólo podían pensarlo en tercera persona, como una suma de procesos químicos y fisiológicos. Hoy, la tendencia es similar: mientras las ciencias tratan de explicar casi todo a partir de la genética y el funcionamiento del sistema nervioso, las psicoterapias pretenden restaurar el equilibrio perdido, prometiendo un bienestar que se adapte al gusto de cada consumidor. Mientras tanto, el psicoanálisis insiste en resguardar una dimensión subjetiva no reductible ni cuantificable y una dimensión pulsional que nunca se acomoda fácilmente. Se ocupa de una dimensión trágica de la vida que no puede concebirse sin pasar por la palabra y por lo que gracias a ella se recorta como indecible. En el plano de la clínica, creo que el psicoanálisis sigue siendo una herramienta irreemplazable.

No obstante, y pienso particularmente en nuestro país, creo que el éxito inusitado que ha tenido el psicoanálisis (tanto en la cultura como en la formación del psicólogo y en el sistema de salud), paradójicamente, ha contribuido a hacerle perder su carácter revulsivo o contracultural. Es que al haberse “normalizado”, se transformó en discurso hegemónico, sobre todo a nivel institucional, lo cual, a mi juicio, ha llevado a cierto aburguesamiento. Por momentos, resulta extraño escuchar a gente muy acomodada, de muy buen pasar, que se identifica como “subversiva” o “portadora de la peste”. Por más que esa remanida subversión sólo pase por la dimensión subjetiva, no deja de ser extraño que los psicoanalistas hayan ido resignando su lugar en la polis como intelectuales capaces de pensar la sociedad contemporánea, habiendo tanto para decir sobre tantos problemas actuales. Al mismo tiempo, del otro lado de la balanza, justo es reconocer que hay psicoanalistas que no han perdido el aplomo por salir del consultorio o por trabajar en marcos incómodos, no tradicionales, desde temas vinculados con los derechos humanos, hasta la salud mental, los consumos problemáticos, las diversidades sexuales…

En general, siendo esquemático, tengo la impresión de que a mayor grado de institucionalización hay un menor margen para tomar la palabra y decir o hacer algo nuevo. Los que se apartan del canon, en las grandes instituciones psicoanalíticas, suelen pagar un precio muy alto, del mismo modo que la fidelidad y el seguimiento de las pautas establecidas se ven recompensados, como en cualquier otro entorno institucional. Lo singular del caso de las instituciones psicoanalíticas es que las mismas idealizaciones y transferencias que las curas pretenden cuestionar sobre el diván, en el plano colectivo tienden a reforzarse, ya que son aquello que sostiene el funcionamiento institucional, como explicaba Freud en “Psicología de las masas”. En general, todo el mundo es consciente de que hay cosas que no pueden decirse ni escribirse en determinados ámbitos, del mismo modo en que hay nombres que no pueden dejar de citarse. Creo que esto –una vez más, estoy generalizando– les suele quitar frescura a las instituciones, por no decir que genera un cierto “malestar en las instituciones psicoanalíticas”. Al mismo tiempo, acuerdo con Derrida en que, si el psicoanálisis ha ido perdiendo su filo, es porque ha dejado de aceptar el cuestionamiento de otras disciplinas, como la historia y la filosofía, pero también la sociología o la literatura. También comparto su pronóstico: el psicoanálisis va a recuperar su poder cuestionador el día en que acepte que puede ser cuestionado. Como historiador, creo en ese diálogo fecundo, no exento de tensiones. Así como Freud decía que ante cada caso clínico había que reinventar la teoría, creo que en cada época es necesario reinventar el psicoanálisis a la medida de su tiempo. Para que no se “achanche”. Y para que pueda seguir pensando lo impensado, lo que aún “hace síntoma” en esta contemporaneidad tan esquiva a la toma de la palabra.


Alejandro Dagfal es Lic. en Psicología (UNLP), magíster y doctor en historia (París VII) e investigador independiente (CONICET). Es profesor de Historia de la Psicología en la UBA. Ha escrito numerosos trabajos en diversos idiomas sobre la “historia psi” en el siglo XX y ha dado conferencias en Francia, España, Inglaterra, Estados Unidos, Brasil, Colombia y México. En 2009 publicó el libro Entre París y Buenos Aires: la invención del psicólogo (1942-1966), por la editorial Paidós, que obtuvo en 2011 el “Primer Premio Nacional” de la Secretaría de Cultura. También en 2009 publicó en Francia su segundo libro: Psychanalyse et Psychologie. Paris-Londres-Buenos Aires (Campagne Première). Desde 2017 es director honorario del Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría (Biblioteca Nacional), del cual ha sido fundador. Trabaja actualmente en un libro de entrevistas con psicoanalistas franceses: L’Univers Lacan. Expériences et héritages.


Texto al cuidado de Ricardo Pereyra


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