Imagen: Fernand Deligny «Pedagogía y nomadismo en la educación»
Cuidado Editorial, Marisa Rosso
El infierno de los vivos no es algo por venir, hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.
Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino
Años de trabajo dentro de instituciones, por lo general de carácter públicas y estatales, me han llevado a hacerme algunas preguntas, entre ellas, por qué sigo permaneciendo allí, donde abundan los padeceres, el malestar, el sufrimiento, el desamparo, la soledad, el cansancio, el desgaste, la desidia. Donde los recursos, materiales y humanos, cada vez escasean más y pareciera no importarle a nadie, a pesar de que los slogans políticos muchas veces digan lo contrario.
Trabajar en una institución implica lidiar con la institución misma, no se trata solo de realizar la tarea para la cual se es convocado, si por otra parte, eso fuera posible, sino de llevarla a cabo dentro de la institución, vérselas con sus mecanismos y sus estructuras. Muchas veces se escucha decir, “la tarea me gusta, pero lo que me cansa es lo institucional, la burocracia”. Sea la institución que sea, escuela, hospital, juzgado, centro de salud, salita, comedor, y más allá del origen innovador que pueda tener en un comienzo, poco a poco se van armando las estructuras que la rigidizan, convirtiéndose en sitios verdaderamente estancados. Toda institución, luego de cierto tiempo, se termina anquilosando. Es parte de su devenir, de su destino (1). Y en ese devenir, va aplastando, aplanando, desvitalizando, a quienes la transitan y la habitan.
Pensando en esto, recordé la novela de Edwin Abot, titulada Planilandia y el artículo donde Helga Fernández habla sobre ello (2). En Planilandia cada habitante percibe el mundo únicamente desde la dimensión que habita. Está el punto, la línea, el plano y el espacio. El personaje principal es un cuadrado, pertenece al plano, a una realidad bidimensional, cuenta con largo y ancho, pero no con altura. El cuadrado en cuestión desconoce esta limitación y no cree que haya una tercera dimensión, no puede imaginarla, ni sentirla. Recién cuando habita el mundo del punto, el de la línea y del espacio, se da cuenta de las limitaciones de su dimensión y de que existen otros modos de existir. Intenta explicarle su descubrimiento al rey, pero este se niega a escucharlo. El rey lo rechaza, desestimándolo y tratándolo de loco.
Helga Fernández dirá que “con la ayuda del arte, los habitantes de Planilandia son liberados de la planicie, logran salir del aplastamiento y de la pesadez de lo cotidiano. Se despliega lo que estaba aplastado. Toma otra forma, se dimensiona”. En la novela el arte sacude la chatura de Planilandia, ¿que podría sacudir entonces la chatura que nuestras instituciones producen?
Tomaré, para responder a esta pregunta, lo desarrollado por Jean Oury sobre lo colectivo y los espacios del decir (3), entendiéndolo como modos de salir del aplanamiento, de darle otra forma, de dimensionarlo, de desplegar lo aplastado.
¿Y por qué hablar de lo colectivo? Porque en las instituciones no sólo se escucha cansancio, desgano, hartazgo. También se escucha decir, tanto a los que se van, como a los que se quedan, y me lo he escuchado decir a mí misma, que lo que se rescata y se extraña luego al irse, o incluso lo que hace que se permanezca, es el trabajo con el otro. El otro, el colega, el compañero, el que está ahí, cuerpo a cuerpo, metido, en el mismo fango, lidiando con las mismas aguas, es el que finalmente hace significativa la permanencia allí. Son esos encuentros con los otros los que vuelven a un lugar más habitable, más vivo, más humano, más deseable.
Lo colectivo no consiste en armar reuniones de equipo, ni de trabajo. No se trata de juntar gente. No es un grupo de personas. Tampoco es un lugar físico, un establecimiento, ni una institución. Y no se resuelve con una consigna, una orden o una indicación.
Lo colectivo no es obvio, no se da siempre. Menos hoy en día, cuando parecieran acrecentarse aún más las dificultades para el encuentro. Pero no se soluciona programándolos, ni agendando reuniones. No basta con reunir gente. Si se da, es solo por azar, sin previo cálculo. Lo que sí es necesario, aunque no suficiente, es que esos otros estén ahí, de no estar no habría encuentro posible. Trabajar con otros, entonces, posibilita que haya cada tanto, ocasiones para el encuentro. Y eso es lo que se añora cuando se va y lo que vitaliza cuando se está.
Pequeños encuentros, no se trata más que de eso. Detalles. Breves momentos donde brota la existencia, donde emerge la vida. Donde algo late, vive, respira. Donde alguna cosa se inscribe, deja una marca. Produce algo, algo pasa, algo cambia. Instantes, donde el sujeto emerge, donde el deseo chispea y algo vuelve a cosquillear.
Puede ser una mirada, de esas que no necesitan de las palabras para decir algo, una sonrisa cálida, de las que reparan y dan cobijo o una carcajada desenfrenada, que libera, contagia, trayendo más risas. Una pregunta, una duda, que nos acerca al compañero (4). Un intercambio, de algo mínimo, como un suspiro, por ejemplo. Decir algo, pero también callar, abstenerse, sabiendo que hay palabras que alojan, pero también están las que hieren. Un café con alguien, esa invitación a relajar, a distender, ese corte tan necesario para poder seguir. Una charla de pasillo o un simple silencio, de esos que acompañan. Pueden ser de mil maneras diferentes, no está dicho cómo deben ser los encuentros, ni donde, ni cuando, solo sabemos que son posibles.
Entiendo lo colectivo allí, en esos encuentros, donde algo pasa, donde algo surge, donde se genera un lugar para que algo pueda manifestarse, o en palabras de Oury, donde puedan emerger espacios del decir. Pero decir no quiere decir hablar, sino que haya posibilidad de expresarse, incluso si no se dice nada. Que haya alguna cosa ahí, una manera de estar a gusto. Estar a gusto, eso mismo, que lindo suena y que difícil resulta a veces.
Entonces, ¿cómo trabajar en el Estado y no morir en el intento? ¿cómo no quedar aplastados por el peso de la burocracia?, ¿cómo no quedar atrapados en la alienación estatal?, ¿cómo no quedar consumidos por la maquinaria institucional? Como en Planilandia, ocurre que muchas veces no se puede pensar más allá, como si las únicas opciones fueran irse o quedarse, acentuando y naturalizando con ello, las estructuras alienantes propias de la institución. No es una crítica, ni un juicio moral, sobre lo que se debería hacer, cada uno elige o hace lo que puede, y eso no está en cuestión aquí. Pero lo que sí es cierto, es que para no ceder ante las instituciones se necesita de lo colectivo.
Oury habla de Necrópolis, de la institución como una ciudad muerta en vida. Y dice que de alguna manera todos somos agentes de la Necrópolis, hay una tendencia que conduce a ello. Y que asimismo toda institución tiende a convertirse en una Necrópolis, a menos que se levanten una y otra vez las frágiles estructuras de lo colectivo, que se haga lugar para que algo pase (5).
Lo colectivo no se ve. Por eso resulta tan difícil describirlo. Pero, por el contrario, sí se ven sus efectos, cuando no existe. Ahí, aparece la monotonía, la estereotipia, la burocracia, la competencia, las estadísticas, el automatismo, el individualismo, entre otras cosas.
Oury propone desbaratar eso que constantemente intenta imponerse, creando, ahí mismo, funciones de sostén, o como él los llama, espacios del decir, o como me resultó más simpático, modos de estar a gusto, diferentes y heterogéneos.
Por eso, por suerte, mientras haya otros, siempre estará la posibilidad del encuentro, y por eso mismo de la diferencia, de la invención, de la creación.
(1) Muchas veces, los espacios de trabajo, así como también ciertas políticas o programas, se agotan. Incluso ese es su porvenir, su futuro, es lo esperable. Cito aquí, a Victoria Larrosa, quien en el libro Escrituras Clínicas, habla sobre la figura del agotado, figura por de más interesante para pensar el devenir de las instituciones. “Beckett decía, no me interesan los personajes cansados sino los agotados, es decir los personajes que no tienen pares, los impares, que están descontinuados y que no se van a reponer, que no tienen la fantasía de un descanso que los vuelvo al mismo lugar. La figura del agotado es como el punto de inflexión, es ahí donde cambia la dirección. Cuando algo está agotado, no hay más. Un libro puede estar agotado, una sensibilidad, un amor…”. Escrituras clínicas. Buenos Aires. Editorial Archivida. 2021. Pág. 39.
(2) Fernández, Helga. https://enelmargen.com/2021/08/27/la-dimension-poetica-de-la-topologia-por-helga-fernandez/
(3) Oury, jean (2018). Lo colectivo. El seminario de Sainte Anne. Barcelona. Xoroi ediciones.
(4) Mucho de lo que ocurre en una institución son a menudo modos de evitación de la castración, consecuencias de no asumir la falta.
(5) Maldonado, Natalia Ortiz (2019). Hoja de contacto. De intemperies y refugios. Número 2. Córdoba, Argentina. Cielo invertido ediciones. Pág. 6.
Leticia Gambina. Psicoanalista. En el año 2004 se recibió de Licenciada en Psicología en la UBA. Del 2005 al 2009 realizó la Residencia de Salud Mental en el Hospital General de Agudos Dr. T. Álvarez. Actualmente trabaja como analista en su consultorio particular y forma parte de un programa de violencia familiar y sexual dentro del Ministerio de Justicia y DDHH desde el año 2009. Participa de grupos de trabajo en la Escuela Freudiana de la Argentina desde el año 2015.
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Un comentario en “No ceder ante las instituciones. Por Leticia Gambina.”