I
En el capítulo LIV, La aparcera de Rodez, de Los desarzonados, Quignard escribe acerca de una relación a la palabra que en el año 1777 quedó registrada en la declaración de una mujer frente al Tribunal.
La mujer había oído un disparo y, un poco más tarde, mientras estaba en la sala con su marido, su hermano menor entró empujando la puerta.
Cito la declaración, escrita en lenguaje indirecto: “Raymond vino y se sentó. Su marido le dijo que había algunos que no comerían bien. Dijo que sí. Su marido le dijo que había quienes habían estado al acecho desde temprano. Raymond no respondió. Su marido dijo que había quienes serían colgados. Entonces Raymond dijo que era mejor ser fusilado. Ella le dijo que sería mejor que los fusiles no existieran. Raymond respondió que si los fusiles no existieran lo que había pasado no habría pasado.
La aparcera pronunció estas palabras después de que su hermano mayor acababa de morir por una bala en la cabeza disparada por su hermanito Raymond.
Quignard dice que le fascina este estilo de narración porque evita tomar partido sobre aquello que dice y porque los que hablan lo hacen de manera huidiza.
Así como el asesino culpa a los fusiles de haber asesinado a su hermano y, en el mismo paso, se sustrae del acto perpetrado, la mujer y su marido sostienen tanto el negacionismo de lo ejecutado como la no responsabilidad del asesino. Los tres hablan alusiva y lacónicamente del asesinato (que se cuidan de no nombrar voluntaria y decididamente, hasta el cenit de hacer caer el peso del asunto en un objeto inanimado).
Quignard reconoce que esta relación a la palabra rodea lo perpetrado con denegaciones pero sostiene que, pese a esta acción, también da a escuchar la existencia de un núcleo incomunicable que considera efecto del resguardo de un interior que habría que preservar de las palabras. Para él, algunas cosas no deberían pasar a la articulación de modo de contar con un secreto que sería el suelo de nuestra verdadera subjetividad. Su entendible desconfianza en el lenguaje –que expresa en más de una oportunidad– lo otorga la facultad de aprehenderlo en su dimensión viral, pero también a no discernir la gramática de la aniquilación de la función operacional de Das Ding –el corazón del ser hablante, que en la presencia de su ausencia permite hablar.
No acuerdo con Quignard cuando dice que lo que lleva a la aparcera a no decir, a no nombrar ni lo perpetrado ni a quien lo perpetró, es la fe en que el lenguaje no es bueno para el alma. Por el contrario, creo que la aparcera y su hermano cuentan con el saber de que un modo del decir coincide con el alma, por lo que, no importa si con fe o sin ella, eluden en sus palabras la realización del asesinato para no confesar la ejecución del mismo y su implicación.
La relación a la palabra de estos tres no es la evidencia de que el ser humano en su naturaleza primera existe verdaderamente por fuera del lenguaje, por lo que pese a todo debería defender su derecho a un mutismo voluntario. Es la práctica que instrumenta el lenguaje de modo de no llamar a las cosas por su nombre. Es el tratamiento propio del exterminio y su impunidad.
II
En un discurso que lleva a perpetrar no se dice lo que se perpetra, por razones muy distintas a la dificultad para decir de las víctimas.
Una cosa es que un sobreviviente que vuelve a un campo de concentración no pueda creer que estuvo ahí, porque, tal vez y hasta ese momento, no ocurrió la inscripción de lo acontecido en el inconsciente, por lo que su sensación no deja de ser cierta si es que no hubo modo de habitar ese sitio, si aún no han habido las condiciones de posibilidad del pasaje de la Erlebnis (vivencia) a la Erfahrung (experiencia).
Cuesta creer el horror en proporción a lo inimaginable e irrepresentable de lo que un ser hablante perpretró a otro. Lo horroroso es lo que jamás debería haber sucedido y nunca más debería suceder. Su inscripción es subsidiaria de la necesidad de inventar las representaciones de lo inconcebible. Nombrar, articular lo que pasó trae un tipo de paz que llega una vez que el lenguaje reconoce lo sufrido y cobija al padeciente en el hábitat de la experiencia.
Otra cosa es que el lenguaje de la aniquilación (y su consiguiente relación a la palabra) se estreche con las mínimas diferencias de un discurso bajo el cual el perpetrador no nombra lo que perpetra, facilitando que la palabra no se junte con el cuerpo y, entonces, tampoco su hacer perpetratorio con él mismo. Si no que, proveyéndose de las herramientas del discurso en el que se enfila, se arranque también a sí de la inscripción del inconsciente, haciendo uso, por ejemplo, de eufemismos que circulan en ese modo del lazo: solución final, proceso de reorganización nacional, reperfilamiento de la deuda.
El eufemismo no cumple la función de la metáfora, no es sustitutivo, no nombra de otro modo lo ejecutado. Evita nombrar el acto perpetrado y el nombre de aquel a quien perpetra. Incluso, también y a veces, evita que el perpetrador se identifique o reconozca en tanto tal, facilitando una maquinaria de automatismos.
Asesinar y destruir sólo se llevan a cabo bajo un modo de relación a la palabra de desafiliación del inconsciente por el hecho de que tales acciones, en sí mismas, no dan lugar a la función de la diferencia que complejiza la estructura. Este estado (de excepción) de la estructura conlleva una corriente regrediente, cuya transgresión no sólo es solidaria de estos actos, también lo es de que los actos destruyan todavía más la complejidad de la cadena, arrasando con las representaciones. Allí no sólo no se propicia la Erfahrung (experiencia); allí la palabra atenta contra la vocación significante y simiente de la misma.
La palabra contra la palabra: un modo de ejecución de la pulsión de destrucción.
Los discursos tramados desde una relación a la palabra de aniquilación, a pesar de arrasar con la dimensión simbólica, al ejecutar su proceder con la palabra misma, no caen por fuera de aquello de lo es que capaz el lenguaje. Al menos existen dos ejemplos paradigmáticos de esta forma de procedimiento:
– Uno tuvo lugar en enero de 1942, en la Conferencia de Wansse, cuando, a través de un decreto, se dictaminó la Endlössung der Juder frage (solución final para la cuestión judía). Vale decir, la expulsión o excreción de los significantes, a través de un artilugio simbólico, que daría cuenta de lo que se buscaba profusamente no nombrar el exterminio de toda persona judía –quienes además, y por iguales razones, tampoco eran nombrados ni considerados como seres humano–.
– Otro tuvo lugar en la Argentina en el año 1979, cuando el periodista José Ignacio López, apelando a una ética del decir, le pregunta al dictador Videla por los detenidos sin proceso y por los desaparecidos. En su respuesta, el genocida, después de ampararse en los Derechos Humanos, dijo: “(…) Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Así, Jorge Rafael Videla, a través de tal lógica, desafilia de la existencia a las víctimas, deja impune a los asesinos y nadifica los hechos perpetrados. Se rehusa a llamar las cosas por su nombre.
El humano, por el hecho de hablar, puede ser inhumano, como el animal no podría llegar a ser un inanimal. Pero no hay ser hablante que perpetre si los términos de su acción estuvieran inscriptos en el inconsciente o si, por consecuencia de tal inscripción, tuviera que enfrentarse al efecto de que se junten el decir y el hacer cierta dimensión de su cuerpo.
Si los hablantes decimos lo que hacemos, la enunciación es necesaria para el reconocimiento o el repudio de cualquier acto. Todo proyecto del mal es incompatible con la relación a la palabra, propia de la experiencia del inconsciente. Si se dijese, ya no se perpetraría, decirlo daría lugar a un cambio de posición ética o a no soportar enfrentarse con el haberlo hecho o con el hacerlo. Lógicamente, no es posible decir ––en el sentido cabal de la palabra– lo que se perpetra. No se trata de un romanticismo, se trata de condiciones de estructura.
La palabra perpetrar, que acabó por significar un delito grave, viene del latín perpetrare (consumar, realizar del todo), compuesta de per (hasta el final) y el verbo patrare, utilizado en el ritual y las ceremonias política/religiosas, que se deriva de pater y patris. Si el padre como función es el nombre del nombre del nombre, la acción de perpetrar es una ejecución abusiva de quien sea que sea, que haciendo uso de tal facultad, instrumenta la palabra para desnominar y así destruir. Para ir hasta el final (lo más posible).
El negacionismo expropia de la experiencia, y con ella de la complejidad del inconsciente. Bajo su ética no se nombra porque lógicamente no se pueda nombrar, no se trata de una incapacidad para hacerlo al modo del fracaso de la negación. No es lo mismo no poder decir no, no poder mantener a Das Ding a distancia, que la voluntad de violar y consumar La Cosa, ir hacia ella y producir goce. En todo caso, si a causa de esta última lógica algunos hablantes llegan a un punto de la estructura en el que lo perpetrado coincide con Das Ding, la consecuente imposibilidad de decir es producto de una posición, de una voluntad, de un anhelo de haber querido sobrepasar el límite hasta incurrir en una afasia ocasionada, no padecida.
III
El Estado argentino perpetrante de la dictadura cívica, eclesiástica y militar, nunca dio a conocer la identidad de las personas torturadas y asesinadas, tampoco el sitio donde yacerían sus cuerpos, sosteniendo hasta hoy su estatuto de desaparecidas.
Ante la necesidad de articular lo ejecutado y afirmar lo denegado, nada mejor, para construir el cobijo de la experiencia, que nombrar y así contar: 30 mil personas detenidas, torturadas, asesinadas y desaparecidas, presentes en nuestra memoria. ¡Ahora y siempre!
me parecen notas excepcionales; Quignard es de una precisión imperdonable. Gracias.
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Pensaba en el «Pacto de Olvido» de España como otro de los discursos «tramados desde una relación a la palabra de aniquilación» y en el documental «El silencio de otros» que trabaja de manera conmovedora la cuestión.
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