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Cuidado editorial: Helga Fernandez.
¿Pero qué es el erotismo? No es más que un habla, ya que las prácticas sólo pueden ser codificadas si son conocidas, es decir habladas. Nuestra sociedad nunca enuncia ninguna práctica erótica sino sólo deseos, preámbulos, contextos, sugestiones, sublimaciones ambiguas, de modo que para nosotros el erotismo sólo puede ser definido por un habla perpetuamente alusiva.
Roland Barthes (1)
Cada época imprime un ritmo a las relaciones y a sus modos de encuentro y desencuentro, de amor y de goce. Freud en Sobre una degradación general de la vida erótica (2), así como en la mayoría de sus escritos y con el estilo que lo caracteriza, parte de la clínica para luego arribar a conclusiones sobre la vida psíquica.
Los analistas escuchamos en nuestra práctica cotidiana los suplicios de la vida amorosa: inhibiciones, síntomas, angustias, aislamientos, búsquedas compulsivas de relaciones para reemplazar a la anterior, quejas por la falta de amor o por la dificultad de encontrarlo, infidelidades, celos, dificultades sexuales.
¿Pero qué caracteriza esta época?
Como en casi todos los ámbitos del quehacer social encontramos un gran maniqueísmo, dos extremos excluyentes y feroces, donde por un lado se escucha un intento de conservación de lo establecido, que se lee por ejemplo en las críticas al lenguaje inclusivo, a la libertad de la posición sexual y a la elección sexual como antinaturales, acompañado de un destilado de odio y segregación. Y por otro lado una difusa desinhibición y una multiplicación en plena libertad de las experiencias sexuales y amorosas, que se ha vuelto casi un imperativo de goce. Todo parece consumirse rápido, sin obstáculos ni censuras, tan rápido como sea necesario para que no alcance a constituirse en un lazo. La crítica a toda forma de establecimiento de las relaciones entre los sexos se ha convertido en un estereotipo ideológico, elecciones en las que no se distingue rasgo alguno que las determine, quejas por la dificultad de los encuentros cada vez más erráticos. Los cortejos amorosos o la seducción que provocan “las ganas“ parecen haber quedado demodé. La época nos empuja a la fascinación por el objeto y convoca a la subjetividad desde la homogeneidad objetal –el objeto para todos– , que produce la segregación de cualquier diferencia; es decir, elimina la subjetividad soportada en aquella, no acepta las condiciones determinadas del inconsciente para las elecciones de objeto, queriendo imponer modos universales y globalizados para gozar con y sin el otro.
En la película “The Lobster”, del año 2015 y dirigida por Yorgos Lanthimos, todos los personajes tienen miedo de “fallar» en cumplir con el objetivo que les es asignado, por temor a recibir castigos.
La puesta en escena muestra una sociedad dividida en dos micro sociedades o submundos donde una representaría la vida civilizada en pareja y ajustada a los preceptos establecidos, y la otra, el estado salvaje, el individualismo, la soltería obligada y la lucha por sobrevivir. En nombre del “buen funcionamiento de la sociedad”, la población humana fue reducida a niveles mínimos y la reproducción es controlada por las autoridades, obligando a sus ciudadanos a armar parejas para después asignar hijos que no serían producto de una relación sexual ni de una decisión. Aquel que se queda solo, ya sea por separación o viudez, ingresa a una especie de hotel para conseguir pareja, pero como si el forzamiento no fuera suficiente además es preciso “enamorarse” y dar cuenta de ello en una ceremonia pública.
Ahora bien, en realidad, lo que se produce no es un encuentro, sino una pantomima del encuentro amoroso. Hay un plazo breve para lograrlo, de lo contrario se es convertido en animal. El protagonista informa que querría ser una langosta. Elige convertirse en insecto porque ama el mar, porque estos son animales muy fértiles que se reproducen numerosas veces y viven más de 100 años; dando cuenta, en su elección, de una desarticulación entre la sexualidad y la muerte.
La administradora del lugar dice que en ese hotel del “amor” a cada uno le correspondería su cada cual, su armónico par: «un lobo y un pingüino nunca podrían vivir juntos». Disintiendo con la administradora, desde la experiencia del psicoanálisis podemos decir que entre rotos y descosidos lo que en realidad se produciría, aunque no se lo busque, es un encuentro. Y que a pesar de las apariencias eso anda.
El encuentro ocurre precisamente por lo que no encaja, por no poder acceder de manera absoluta al otro, quien de alguna forma resulta siempre ajeno ya que devela la propia ajenidad.
El amor en su dimensión real siempre tiene ese costado siniestro: pone en evidencia la propia soledad que aún no se ha hecho propia.
En este mundo los que se rehúsan a ser devorados por el sistema, entre los cuales se encuentra en determinado momento el protagonista, deciden escapar y vivir salvajemente. Pero son sometidos una vez más a la no posibilidad de elegir ya que están condenados a no poder armar lazo con otro, a vivir en soledad y a la supervivencia del más apto. Incluso son obligados a cavar su propia fosa concretamente, con toda la resonancia metafórica que esta expresión revela.
El film, entonces, plantea un sin salida, un desdoblamiento que rechaza la división subjetiva.
Sólo quedaría como solución un acto de amor: de decir, de poesía, de creación. Pero el hablar está vedado entre los excluidos; entonces, ante el encuentro que se produce entre el protagonista y la mujer sin nombre, ellos sortean esa dificultad a partir de un modo de comunicarse a través de las miradas. Cuando la lideresa de “los solteros” se da cuenta de que allí algo pasa y que se aman, ciega a la mujer como forma de imposibilitar el lazo; frente a lo cual él se arranca los ojos para realizar lo que cree es “volver a coincidir”, rechazando la diferencia y suponiendo que la condición erótica está soportada en la semejanza del rasgo –como nos cuenta Lanthimos desde el comienzo de la película. Queriendo hacer posible la existencia de la proporción sexual resulta imposibilitado que una relación se constituya.
Son las condiciones inconscientes, que hacen al rasgo, y por ende desconocidas para el sujeto las que determinan las elecciones, esas que encajan en la estofa del “rasgo orientador”. Asistimos a una época en la cual encontramos cada vez más sujetos que llegan a la hora de la elección sexual sin contar con ese rasgo en su función orientadora, es decir desorientados. O así también, en nombre de un estereotipo ideológico –del que hacíamos referencia anteriormente–, y de una falsa libertad de elección, se empuja a que cada quien abandone su “rasgo orientador” para “adquirir” uno nuevo; esto tiene como consecuencia el rechazo del amor en tanto forma de dejarse tomar como objeto causa del deseo.
Con la segregación de la diferencia, queda por fuera de todo lazo discursivo lo que hace a la marca, lo singular y el modo particular de goce.
Hacer lugar a la condición erótica implica hacer lugar a la imposibilidad de normativizar el erotismo de cada quien sustentado en alguna ideología.
La condición erótica es ese “algo” que provoca la atracción o el deseo sexual, un “algo” que se constituye en un brillo deseable, un color preferencial que hace que el objeto se torne estimulante en el plano de la excitación sexual. Se ubica en el linde, en ese espacio liminar entre el goce, el amor y el deseo. Ese “algo” es conformado por las marcas constitutivas de goce; marcas que retornan siempre al sujeto en forma invertida y le hacen signo desde el otro; marcas que en principio son azarosas, contingentes, que devienen en la necesariedad de la condición erótica; marcas que hacen a su vez a la raíz del amor. (3)
Cuando algo de ese rasgo del otro deja de hacerle signo al sujeto por algún cambio en la posición subjetiva, pueden escucharse cosas tales como: «no me pasa lo mismo, lo veo deslucido», «algo de él/ella me pareció oscuro esta vez, no me gustó».
A pesar de ese modo de relacionarse que señalamos, que se reivindica y se viraliza a más no poder, en una época en la que todo parece perseguir a las perversas sirenas de lo Nuevo, como diría Recalcati (4), afortunadamente el malestar insiste y con éste, el sujeto. Insiste en reclamar la necesidad de amor, insiste en la angustia, ante el síntoma que escribe la diferencia rechazada, insiste en pujar por la aparición del rasgo, que como soporte de la diferencia, permite distinguir y distinguirse.
En el vacío del “no hay” –no hay relación sexual que pueda escribirse–, surge un “hay”: hay la condición erótica del sujeto, la singularidad de su modalidad de goce.
(1) Roland Barthes. Ensayo: El árbol del crimen. Revista Tel Quel nro. 28. 1967.
(2) Sigmund Freud. Sobre una degradación general de la vida erótica. Editorial Ballesteros.
(3) En el Seminario La Angustia (62-63), Lacan va a jugar con su fórmula: «te deseo, aunque no lo sepa”, irresistible si se hace escuchar aunque sea inarticulable. Si fuera decible yo le digo al otro que, deseándolo, sin saberlo lo tomo por el objeto para mí mismo desconocido de mi deseo. Es precisamente así que, inocentemente o no, si tomo ese rodeo, el otro como tal, objeto aquí, de mi amor, caerá forzosamente en mis redes. Es este lugar de causa que tiene el objeto que determina al deseo en su finitud.
(4) Massimo Recalcati Ya no es como antes. Elogio del perdón en la vida amorosa. Traducción de Carlos Gumpert, Editorial Anagrama Barcelona.
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Un comentario en “Entre rotos y descosidos. Por Mariana Castielli y Marisa Rosso”