Foto, Eric Kogan
La filosofía, sostengo, es hoy más necesaria que nunca. La filosofía como ejercicio de subjetivación, como forma de vida, como práctica accesible a cualquiera que se comprometa con ella. La filosofía no es meramente un saber académico o profesional, pero tampoco resuelve su popularización en frases de autoayuda o sapiencia largadas al voleo. La filosofía requiere tiempo y práctica, no cuantificables, sino por la urgencia misma de vivir y prepararse para la muerte. La tarea filosófica se acerca así a la terapéutica antigua o al psicoanálisis moderno, pero su dimensión específica es por esencia política: responde al vivir con otros. Hay que situar este nudo complejo y deslindar sus dimensiones.
Mi posición teórico-política no está del lado de quienes llevan y traen conceptos de la filosofía al psicoanálisis (o viceversa) para pensar los problemas políticos, como tampoco del lado de quienes construyen sus conceptos al margen de la política real (o disocian su propia política de la teoría que cultivan); sino que trato de actualizar una vieja posición, llámese materialista o práctica, hoy más necesaria que nunca: la filosofía que interpela a cualquiera a ocuparse de sí mismo, sea ciudadano, militante, psicoanalista o científico. Porque lo que hemos perdido entre tantas discusiones vanas, lanzamiento de consignas y señalamientos de la falta del otro, excesivamente mediatizadas, es la raíz práctica de los enunciados tomados como verdades que hacen cuerpo y transforman al sujeto en su ejercicio cotidiano. No hay que hablar del deseo como potencia o como falta, de fantasmas originarios o agenciamientos en general, tenemos que hablar de lo que hacemos efectivamente para que los conceptos nos transformen en la vida real, junto a otros, en ejercicios concretos que afectan el decir, escuchar, leer o escribir. Necesitamos abrir una escena pública que habilite la constitución de subjetividades, no su mera exposición identitaria. La vida política asumida como prueba constante de transformación, no como coartada y excusa para ser como se es, obstinada o despectivamente.
Pero voy a hablar el lenguaje del ser en su problematización inmanente.
Soy en extremo populista, lo asumo: no me gusta para nada el elitismo, mucho menos el esnobismo o los círculos que se cierran sobre alguna moda (académica, literaria o intelectual). Sí creo en el reconocimiento del trabajo sostenido, en la potencia que abre el deseo, en respetar posiciones que se han alcanzado con coraje. Esto hace que, por una parte, sea radicalmente igualitarista: cualquiera puede saber, pensar, ser capaz de responder en una determinada situación; pero, por otra parte, que sea radicalmente materialista: la diferenciación y eficacia singular no vienen dadas por la acumulación de capital o experiencia, el prestigio o el marketing, sino por los modos de hacer en función del deseo. El deseo requiere ese mínimo movimiento de torsión por el cual emerge un sujeto que se autoriza a sí mismo.
Hay toda una serie de enredos, complejos y problemas filosóficos suscitados en torno al sujeto, que patentizan –o patetizan– el problema del ser. Por ejemplo, Nancy escribe en ¿Un sujeto?: “…eso a lo que estamos constreñidos a llamar ‘sujeto’, a falta a veces de otro término…”. Me causa gracia no solo el constreñimiento que le produce el término en cuestión, sino que deslice justamente la mejor definición del sujeto, sin notarlo: “a falta a veces de otro término”. En eso soy lacaniano: no hay que darle tantas vueltas lingüísticas al asunto, el sujeto es esa vuelta topológica sobre sí que no se cierra porque es un borde, un doble bucle. En el lenguaje siempre nos falta ese término que nombre lo que habremos sido para lo que estamos llegando a ser. Pero hay una ética de lo real que consiste en decir en torno al agujero, tomar posición, trazar demarcaciones. Soy el que voy siendo al trazar ese bucle que no se puede cerrar sobre sí y, no obstante, no cesa de escribirse y reinventar sus legados. Habito la incomodidad de decirlo sin tantos constreñimientos.
Es posible encontrar en cada caso el nudo implicatorio que nos hace ser, hacer cuerpo y alma, aunque sea intermitentemente. Por ejemplo, aquella fórmula antigua que encontré y propuse en plena pandemia: leer, meditar, escribir. No son actividades dispares o acumulativas, constituyen una secuencia verbal que se enlaza y, en su ejercicio repetido, constituye un sujeto. Por supuesto que uno siempre viene con lecturas, pensamientos y escrituras previas, forjadas en distintas circunstancias, con diversos medios y objetivos. Pero al encontrar el nudo implicatorio entre esos actos, cómo uno conduce al otro y viceversa, se produce un vacío y se atraviesa el fantasma de las significaciones previas: la letra hace cuerpo y la voz pensamiento. Luego se trata de decir a otros lo que se ha hallado y hecho; algunos escucharán o leerán, otros no. No hay garantías en la transmisión. Hay acto.
¿Qué impide leer, hablar, pensar o actuar en nombre propio? En principio, no es una cuestión de saber académico o profesional, he conocido algunas personas que lo pueden hacer sin ninguna erudición o expertise; cuestión de sabiduría práctica y honestidad intelectual, antes que nada. Si tuviera que alertar a algún estulto o alguna distraída sobre cuál es el problema de base y cómo empezar a tratarlo, diría: Primero, asumir que somos leídos, hablados, pensados y actuados por todas esas palabras, gestos y discursos que nos anteceden y portamos o reproducimos de manera automática. Luego, no podemos renegar de eso, se trata de hacer algo con lo que nos constituye, pues allí residen nuestras herramientas; solo que tenemos que empezar a darlas vuelta, examinarlas, elegirlas, perfeccionarlas y combinarlas según el deseo propio. Así empieza el verdadero trabajo de conocimiento y el ejercicio de la crítica junto a otros, antes de eso no somos más que marionetas pulsadas por resortes significantes y escuchas fantasmas. O peor: sujetos fascinados por la sujeción que opera el poder al cual incesantemente describimos en todos sus mecanismos, como otrora los inquisidores hacían con los pecados y concupiscencias.
Harto de las filosofías del diagnóstico negativo, de la enumeración de lo que ya sabemos demasiado bien, de los incesantes males del mundo, and so on, and so on, propongo imaginar que todo lo peor no solo va a pasar sino que ya pasó, estamos ante el fin, entonces solo nos queda delimitar el instante y llegar a alcanzar ese plus de goce cuya inexistencia haría vano el universo. Si no podemos cultivar un mínimo de goce en lo que hacemos, sea lo que sea que hagamos, lo mismo valdría estar muertos. Para seguir reproduciendo y ampliando los males del mundo ya están todos los medios hegemónicos. Hacer que la gente esté triste, resentida y odiosa, que lo constate a diario y lo redoble en sus proclamas, siempre ha sido la estrategia del poder. Hoy la crítica tiene que vincularse al cuidado de sí y a la composición virtuosa, a rescatar y ampliar todo mínimo gesto de valor y alegría, no reproducir la típica inteligencia del mal que solo nos hunde en lo mismo. Como escribía Calvino en Las ciudades invisibles: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos; buscar, y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
Cultivar el disfrute de las cosas pequeñas, insignificantes, no habla de un conformismo social sino de la grandeza del alma alcanzada en una serie de ejercicios concretos; expansividad micropolítica y ontológica absolutamente necesaria para emprender cualquier otra transformación, hasta diluir las medidas y escalas sociales. Lo expresa muy bien Camila Sosa Villada: “Conocí gente que se alegra por motivos menos pretenciosos que la gloria. Gente que festeja un desayuno, un abrigo infalible, encontrarse una moneda en la calle, un par de zapatos de mujer dejados al azar al borde de la cama, dos cepillos de dientes en el vaso en vez de uno, la vista por la ventana de un departamento… Gente que se pone feliz con el perfume de su pelo, con las prontas recuperaciones, el pan, la arena fina del mar donde hundir los pies… Gente que celebra el trabajo, cuando el trabajo merece una celebración… Hoy celebro a esa gente y a todos los azares que me hacen levantar la taza de té como si brindara con vino.”
Poder disfrutar de cada cosa o gesto que se nos presenta, requiere de una transmutación radical de los valores, tal como nos muestra Hadot al comentar las Meditaciones de Marco Aurelio. Desmenuzar cada cosa investida de un valor social incuestionado, como la gloria, las vestimentas lujosas, los grandes platos, etcétera, le permite prestar atención a lo que parece accesorio o secundario: “Conviene también estar a la expectativa de hechos como éstos, que incluso las modificaciones accesorias de las cosas naturales tienen algún encanto y atractivo. Así, por ejemplo, un trozo de pan al cocerse se agrieta en ciertas partes; esas grietas que así se forman y que, en cierto modo, son contrarias a la promesa del arte del panadero, son, en cierto modo, adecuadas, y excitan singularmente el apetito. Asimismo, los higos, cuando están muy maduros, se entreabren. Y en las aceitunas que quedan maduras en los árboles, su misma proximidad a la podredumbre añade al fruto una belleza singular. Igualmente las espigas que se inclinan hacia abajo, la melena del león y la espuma que brota de la boca de los jabalíes y muchas otras cosas, examinadas en particular, están lejos de ser bellas; y, sin embargo, al ser consecuencia de ciertos procesos naturales, cobran un aspecto bello y son atractivas. De manera que, si una persona tiene sensibilidad e inteligencia suficientemente profunda para captar lo que sucede en el conjunto, casi nada le parecerá, incluso entre las cosas que acontecen por efectos secundarios, no comportar algún encanto singular. Y esa persona verá las fauces reales de las fieras con no menor agrado que todas sus reproducciones realizadas por pintores y escultores; incluso podrá ver con sus sagaces ojos cierta plenitud y madurez en la anciana y el anciano y también, en los niños, su amable encanto. Muchas cosas semejantes se encontrarán no al alcance de cualquiera, sino, exclusivamente, para el que de verdad esté familiarizado con la naturaleza y sus obras.”
El cuidado de sí, el amor de sí, nos conducen a un amor benevolente por cada cosa o ser que habita en este mundo, sin necesidad de recurrir a valoraciones abstractas. Una transmutación en la economía libidinal. Eso está al alcance de cualquiera que se ejercite en apreciar la naturaleza y sus obras. Algo tan difícil en la antigüedad como ahora. Los nuevos dispositivos tecnológicos no hacen más que mostrar esa dificultad. La lógica de la viralización algorítmica se retroalimenta de la estulticia como antaño de chismes o habladurías. ¿Por qué se viralizan más fácil los mensajes de odio que los mensajes de amor? Porque el amor no es un virus ni se replica homogéneamente; el amor requiere cultivo, cuidado, paciencia y coraje. El odio es fácil porque es fácil destruir, porque es obvio: todo se destruye y transforma a su tiempo. Pero lo que ignoran quienes no hacen más que odiar, esa banalidad de la destrucción que se precipita, es que operan sobre el trasfondo de conexiones infinitas que se despliegan sin límites en el tiempo y en el espacio. Quienes amamos con esa fuerza sosegada no desesperamos, ni nos hacemos encima por lo inevitable; porque confiamos, aguardamos y actuamos.
… Que hermoso…
¡ Gracias!, me hace muy bien leer, hoy, estas palabras …
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