La filosofía piensa al sujeto en su constitución efectiva, por eso no puede dejar de convocar otras prácticas y dispositivos: el psicoanálisis, el arte, la ciencia o la política; como también apelar a ejercicios concretos: la escritura, la lectura, el decir y la escucha. En su afán de constitución subjetiva la filosofía transforma a cada una de ellas a través de su puesta en relación problemática, no es un saber clasificatorio rígido, sino un saber de uso en acto. El concepto que se traza en ese movimiento de pensamiento no es abstracto o general, hace cuerpo en cada caso singular y tiene algún correlato afectivo: alegría, entusiasmo, placer, felicidad.
A continuación, una serie de tesis y demarcaciones conceptuales dan cuenta de ello.
1. El sujeto, en verdad, no está sujetado. Por ende, tampoco ha de librarse de nada. Solo tiene que desprenderse de aquellas ilusiones proyectivas, binarias, propias de la necesidad de significación -y de los significantes ordenadores- que le impiden captar la trama solidaria en que se constituye. No ha de liberarse de nada. No ha de subordinarse a nadie, ni tampoco de subordinar a nadie; no se trata del juego del amo y el esclavo. No ha de ascender hacia la iluminación, ni descender hacia los abismos y profundidades. Ya no. El juego se juega aquí, en el medio mismo. Solo debe llegar a captar esa tenue superficie donde su propia textura lo hace y deshace continuamente. La iluminación profana es montaje libidinal o tejido sutil que se produce entre múltiples materiales, incluidas las palabras, y no exige más conocimiento que su composición en acto.
2. El problema de la educación, cualquiera que haya dado o recibido algo lo sabe, no es solo una cuestión de recursos o contenidos: materiales, ideológicos, epistemológicos, etc. El problema de la educación y, por ende, de la transmisión se juega esencialmente en el deseo, o sea, en la apertura y transferencia: en cómo alguien puede llegar a abrirse a lo que no sabe y dejar que pase algo (en ambos sentidos). No cualquiera puede alcanzar, en cualquier lugar o tiempo, ese grado de exposición y apertura, pero sí está al alcance de cualquiera que se anime a suspender prejuicios y saberes. Basta apenas un instante para que se produzca esa huella imborrable que habilitará un proceso genérico de verdad (político, artístico, científico, amoroso, filosófico) por el cual el sujeto recomience su constitución. No hay amos y esclavos, cuando opera una verdad, sino maestros y discípulos.
3. In limine la filosofía es a los dispositivos de la cultura lo que la poesía a los significantes de la lengua materna: un modo de hacerlos dislocar, resonar, jugar entre ellos, y, en el mejor de los casos, entrar en composiciones inéditas, sustraídos de su valor de cambio habitual. Dirán, ¡pero la filosofía y la poesía también son dispositivos culturales! Lo son, por supuesto, pero en tanto no valen nada habilitan el libre juego entre dispositivos-significantes y la generación de un plus de goce que no es apropiado por -y para- nadie. El pensamiento y la escritura, filosófica y poética, son a puro gasto.
4. Hay escrituras que no quieren encantar al lector, adormecerlo con bellas o eruditas palabras, maravillarlo con datos o elocuencia; solo desean despertarlo, apuntan directamente a ese lugar donde no queda más que hacerse cargo de decir y, eventualmente, escribir. Lo que importa en ellas no es tanto el dicho o enunciado, sino que se diga no se olvide tan rápido tras lo que se oye de lo que se dice. Son escrituras en torsión de sí, deseantes más que reflexivas. Escrituras que encuentran a sus lectores o los inventan, no los buscan ni manipulan. Entonces, más que la división típica entre escrituras simples o difíciles, escrituras de placer o de goce, se trata de asumir la división en acto: escrituras del deseo.
5. ¿De dónde viene ese deseo de transmitir que, pese al malentendido estructural, nos compele a hacerlo: a fallar, una y otra vez, en el intento? Spinoza abría su Tratado de la reforma del entendimiento contando, en primera persona, que había descubierto la futilidad de todo y que necesitaba saber si existía un bien verdadero, era asunto de vida o muerte. Luego de haber encontrado aquello que buscaba, en la práctica y por intervalos, su deseo se formulaba así: “es parte de mi felicidad procurar que muchos comprendan lo mismo que yo, de modo que su entendimiento y su deseo estén de acuerdo completamente con mi entendimiento y mi deseo.” El verdadero bien, la felicidad real, una vez hallados desean ser transmitidos, que otros también accedan a ellos; no se puede ser feliz o estar bien en la privación de los otros. No hay ética sin política, sin modificación estructural de los regímenes afectivos y del entendimiento en acto.
6. Como dice Spinoza, el mismo deseo que en función de una idea inadecuada puede ser ambición o soberbia, a través de una idea adecuada se transforma en virtud o moralidad. No existe la soberbia intelectual: si hay uso del intelecto material, que no pertenece a nadie en particular, la palabra es justa, se ofenda quien se ofenda. Por supuesto, la función de decir lo que se piensa se asume siempre en nombre propio. He notado que se suele tratar de soberbios a pensadores como Spinoza o Lacan, por ejemplo, pero antes al igual que ahora quienes así juzgan el narcisismo supuesto del otro, desde su infinita modestia, no tardan en revelar que todo el odio y el resentimiento que expresan son un mero reflejo especular de la impotencia por no pensar en nombre propio lo que resulta accesible a cualquiera. De eso no quieren saber nada. Es lógico, porque asumir lo real en el lugar de la verdad tiene un costo subjetivo muy alto.
7. Un ejercicio clave para apaciguar cualquier signo de soberbia ligada al trabajo intelectual, sería el siguiente. Considera en qué medida esa sutileza teórica o conceptual que estás indagando o presentando modifica la vida que llevas o la de quienes te escuchan o leen de manera implicada; si no hay una mínima transformación en ellos, en ti o en nadie, a partir de lo que propones, quizá no valga la pena seguir insistiendo en pasar por sutil, detallista o riguroso. Volvamos a conectar la práctica teórica con el cuerpo, el cuidado del alma y los afectos alegres que nos transformen; allí reside la verdadera prueba de rigor. No queda más tiempo para distracciones.
8. Los filósofos amamos sobre todo a quienes han cumplido o se hallan en trance de cumplir sus sueños, porque están listos para despertar. Nos ofuscan en cambio quienes han renunciado a ellos, porque así viven en el sueño de algún otro -lo que es una pesadilla- como si fuera lo real mismo. Los filósofos amamos también a quienes juegan en serio y pueden reírse de cualquier cosa, como lo hacen los niños. Me han preguntado si hay filosofía del niño. No lo sé, quizás la haya en los mismos términos del sintagma, como la hay de la ciencia o de la religión o del derecho. Aunque si tuviera que radicalizar la pregunta -que, creo, es la función principal del filósofo- diría que no hay otra filosofía que la del infans (sin palabras). El amor literal por la sabiduría (filo-sofía) y no el discurso acerca de ella (logo-sofía) o, incluso, el amor por los meros discursos (filo-logía). Pues, ¿qué puede haber de más radical (hacia la raíz) que la pregunta incesante del que no sabe hablar, en tanto no domina ni adora el discurso, y por eso mismo lo interroga incesantemente? En doble sentido: no hay dominio de la infancia. Los filósofos lo sabemos y no cesamos de interrogar a quienes pretenden dominar y legislar sobre los saberes. Es nuestro juego preferido. Y, por supuesto, jugamos en serio, como cualquier niño.
9. La filosofía es amor a la sabiduría, según la definición literal. Pero no hay amor inocente y puro. No se puede hacer filosofía desconociendo el psicoanálisis y su descubrimiento del inconsciente: el trabajador sexual ideal, la garantía de goce ofrecido a cualquier costo. Tampoco se puede hacer psicoanálisis o filosofía ignorando la dimensión política del inconsciente: la raíz colectiva y atávica de sus mecanismos represivos, defensivos y transferenciales. Por tanto, se deduce de lo anterior que el hacer político no puede ignorar, a su vez, las prácticas filosóficas y psicoanalíticas, si no quiere enredarse en la estulticia o la canallada. Las tres prácticas resultan irreductibles y se encuentran mutuamente entrelazadas.
10. ¿Cómo definir el psicoanálisis? No sé si alguien lo habrá planteado así alguna vez, pero se me ocurre que el psicoanálisis es un trabajo sexual. Y, por ende, el o la psicoanalista son trabajadores sexuales que cobran justamente por poner el cuerpo a disposición del otro. Sobre todo, cobran por poner un órgano en particular que es su principal herramienta: el oído. Por supuesto es el uso el que hace al órgano, no hay nada natural en ello, en este caso: la escucha. El objetivo es generar con la escucha una erótica del habla, ahí donde el analizante no puede dejar de gozar torpemente por mandatos penetrantes o desquiciantes que lo angustian, inhiben o sintomatizan. Quizá, entonces, no sea cualquier trabajo sexual, sino uno formativo. Un trabajo que no busca solo prestar un servicio, sino producir una transformación. Por eso su costo es alto: lo evalúa el goce del sujeto.
11. Por otro lado, la política democrática desea que haya igualdad respecto al goce. Lo que sucede habitualmente es que se confunde la posibilidad de acceso, o los medios de producción, con el producto o el resultado. De ahí proviene la constante insatisfacción capitalista y su acumulación insensata. No hay goce en común, eso es una fantasía totalitaria que termina engendrando odio: no hay marcas de prestigio que garanticen la singularidad del goce exclusivo. Lo que hay es un goce singular que debe ser delimitado rigurosamente, y la práctica política puede encargarse de la mejor distribución de los medios para hacerlo posible; medios no solo económicos, sino jurídicos, educativos, terapéuticos y esencialmente éticos. La mejor transferencia de conocimiento que puede operar la práctica filosófica a la sociedad es ese pequeño saldo de saber: hacer lugar.
12. El pensamiento no tiene lugar: debe hacerlo. De ahí que no se encuentre en las profundidades ni en las alturas, ni arriba ni abajo; ni siquiera, me atrevo a decir, en las superficies. Se halla en el medio. El pensamiento se hace lugar en los cuerpos, entre ellos. Se arremolina en sus orificios irreductibles combinando materias inesperadas: palabras, letras y cosas. El pensamiento anuda lo que encuentra desde su punto de mayor fragilidad; de ahí su inusitada potencia. Nadie sabe lo que puede un cuerpo, porque un cuerpo siempre piensa desde lo no sabido. El pueblo es el cuerpo político que emerge imprevistamente, en un momento de peligro, al invocar un nombre sensible.