Vinciane Despret y una objeción al psicoanálisis. Por Helga Fernández

La imagen de portada muestra las máscaras de “el abuelo”, forma en que en Las Chiquitañas llaman a los muertos que mantienen con los vivos un lazo de ancestralidad. Son usadas en un ritual donde las personas se comunican con el más allá a través de las mismas…

Cuidado editorial, Mariana Castielli y Marisa Rosso.


Mi gratitud para con Raúl Vidal y Virginia Vogliotti; cuya invitación a la conversación con ellxs y otrxs, en el marco del Taller de Lectura que coordinan, me llevó a pensar cuestiones que hacen a mi práctica. Propiciar la interrogación no es frecuente. El taller, “A la salud de quienes leen”, tuvo y tiene lugar en la ciudad de Córdoba y está incripto en la école lacanienne de psychanalyse.

*

«Isabelle Stengers propone volver a darle al sapere aude kanteano, «atrévete a conocer» , su sentido original,  el de un poeta, el poeta romano Horacio: «atrévete a degustar». Aprender a conocer -escribe ella- es aprender a discriminar, aprender a reconocer lo que importa, aprender cómo unas diferencias cuentan, y aprenderlo en los riesgos y los efectos del encuentro, es decir conectándose con la multiplicidad inherente de lo que importa para estos seres que uno quisiera conocer y lo que ellos hacen que importe. Es un arte de las consecuencias.»

V. Despret «Habitar como un pájaro».

Por estos días el pensamiento de la belga Vinciane Despret es recibido con avidez. Quizá porque propone un reencantamiento del mundo: algo que nos hace falta.

Su escritura es una intervención política que no pretende volver ni a la magia ni a la religión, anteriores al advenimiento de la ciencia, pero que evidencia que el racionalismo aniquila los modos de existencia no sustentados en sus propios fundamentos, dejándonos carentes de la riqueza propia de una pluralidad óntica. 

“A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan”, además y en este sentido, realiza una operación que objeta en más de un aspecto lo que es llamado, dentro y fuera del psicoanálisis, “elaboración del duelo”. 

Respecto a este supuesto trabajo que suele sobrevenir en los deudos, existen varias precisiones que hacer. Freud habla del duelo como un proceso mediante el cual se sustituiría el objeto perdido, desde una descatectización dolorosa hacia una nueva recatectización libidinal. Allouch, en “Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca”, considera que algo se muere en nosotros junto con aquel a quien perdemos, acercando un modo de concebir el duelo en las antípodas de la idea de reposición. Esta diferencia, entre Freud y Allouch, a su vez está sustentada en otra distinción que escribe Lacan, entre el i(a), –e incluso respecto del otro, no sólo de su imagen–, con a. En el seminario “La angustia”, específica algebraicamente que hacemos un duelo respecto de alguien a quien le hemos hecho falta, por lo que al morir este ser querido también perdemos con él esa causa –al tiempo que la misma no encuentra un nuevo asidero hasta culminar el proceso.

Entonces una cosa no quita la otra: cuando alguien que nos ha hecho falta muere, algo muere en nosotros y lo que muere y el ser querido en cuestión son insustituibles, a la vez que algo en nosotros revive si reencontramos la forma de que el a (causa) continúe tensando nuestra vida hacia algún futuro. El duelo es un proyecto a largo plazo.

No considero que lo que Despret objete sea este último modo de entender la elaboración. De hecho cita el trabajo de Allouch, aquí mencionado, para sustentar lo que tiene por decir y aclara que algunxs psicoanalistas, sociólogxs, antropólogxs, filosofxs, etc., no hacen coincidir el duelo con la muerte de los muertos o con una protocolización, que al estilo DSM, determina las formas y los tiempos en que debería acontecer. Aunque Despret no conozca y no tenga por qué conocer las distinciones entre Freud, Lacan y Allouch, y entre el psicoanálisis y la psicología, advierte así que la elaboración del duelo devino un téxtoma –un texto-síntoma–, una suerte de norma impuesta y disciplinante de las diferencias y de la irracionalidad.

Pero si bien la crítica de Despret es legítima y nos pone en aviso en caso de desviarnos hacia una práctica psi, creo que no termina de revelar que la articulación “elaboración del duelo” no sólo surge, tal y como sí expresa, en determinado momento de la historia donde era necesario laicizar la ciencia, sino que, también y por el contrario, surgió cuando con el avance de la ciencia los ritos de despedida dejaron de tener lugar a la par que la muerte comenzó a ser considerada un error médico y que por lo tanto debía evitarse(1). En consecuencia, tampoco releva que para que la presencia de los muertos y sus particulares modos de existencia advengan, primero hay que reconocer que ya no están vivos –o al menos no como lo estaban antes de morir. Aceptar que la persona amada no volverá a entrar por la puerta no es tarea sencilla, sólo su ausencia constante que cava un hueco en la escena del mundo nos deja empezar a aceptarlo.

En este último sentido es importante distinguir los modos de presencia de los muertos con los cuales colaboramos en otorgarles un “plus de existencia” y la irrupción de aquellos muertos que no terminan de estarlo. Y no terminan de adquirir esa entidad porque no podemos reconocer su partida y hasta la rechazamos o porque, como en el caso de los desaparecidos de la dictadura cívico-militar-eclesiástica, no hemos podido contar con sus cuerpos ni con su tumbas para apoyar allí la afirmación de la muerte. (No tendríamos que olvidar que Videla, respecto a éstos, dijo: “No están ni vivos ni muertos. No tienen entidad” –procurando borrar a través de este procedimiento la existencia de la existencia. Pretendiendo alcanzar la nada misma. Yendo en sentido opuesto que Despret: aniquilando).

Un deslinde –entre los muertos que aparecen porque no terminan de morir y los muertos que como muertos inciden en nosotros– que también aguza la escucha de la singularidad en circunstancias donde, por ejemplo, la tecnología inventa modos de existencia no espirituales sino más bien obstaculizantes de que alguien reconozca la vida del muerto en tanto tal. El capítulo de Black Mirror, Vuelvo enseguida, escenifica esto a lo que me refiero. Martha cree y se esfuerza en creer que el robot, réplica de su novio recién fallecido, es efectivamente su novio, que él no murió, que su presencia de carne y hueso continúa habitando el espacio de la cotidianidad. Una práctica posibilitada por el mercado de las letosas y la ciencia donde un ser querido es sustituido por un producto de la fabricación. Justamente el envés de otra práctica que ejercían los antiguos romanos para protegerse de las almas que, por no haber recibido el cobijo de la sepultura, merodeaban en forma de larvas, de espectros y de venganza. La misma consistía en que los familiares de los ahogados con cuerpos perdidos, ahogaran simulacros de hombres: los argei. Que se procurarán imágenes o modos del i(a) ante la carencia de la visión del cadáver, no para aferrarse a la existencia del vivo como vivo a través de la imagen de su cuerpo pegada a un artefacto de lata, para despedirlo y después acoger su nuevo modo de estar presente.

Despret cita a Kohn. Esta referencia me otorga la libertad de entrar en otro texto también trabajado en el taller de lectura al que hice mención en un comienzo: “Cómo piensan los bosques”. El antropólogo hace una otra precisión, que Despret tampoco considera, pero de igual modo correlativa a la necesidad de afirmar la muerte, y que se emparenta con el hecho de que Lacan haya advertido que cuando aparece la ausencia real del ser querido no sólo se pierde el asidero del objeto como causa sino que también el i(a), la imagen, queda activa y quizá pululando por un tiempo. Razón por la que en algunos ritos se tapan los espejos o, como en Ávila, se celebra un festín conocido como aya pichka cuyo propósito es librar a los vivos de los peligros del aya (el cadáver o la bolsa de piel que el que se va deja y fantasmas errantes de los muertos despojados tanto de alma como de cuerpo) que aún está presente, y, de esta manera, separar definitivamente el reino de los seres vivos de los muertos, siendo que durante un tiempo conviven sin ser claros.

En este caso, tanto el psicoanálisis como los pueblos amazónicos de Ecuador y algunos otros, consideran que los fantasmas, a diferencia de la presencia de los muertos en tanto tales, perturban a los vivos y los atormentan. Poco importa cómo se los llame, i(a) suelto o aya. Lo que importa es que varios paradigmas y discursos sí autorizan esta existencia y no suprimen su complejidad.

Agradezco a Despret la puesta en escucha de la reducción del duelo a un protocolo y lo que esto trae, por ejemplo el considerar que la tristeza por la partida de un ser querido y la certeza de que con ella perdió sentido la vida pueden reactivarse cada tanto y sin previo aviso, puesto que eso que llamamos “duelo” no tiene fin ni caducidad aunque no estemos frente a la instalación de un estado melancólico. Pero más que todo le agradezco lo que ecualiza, amplifica e interroga en el psicoanálisis y en la vida: que no por hacer un duelo dejamos de relacionarnos con los que murieron, de sentirlos cerca, de soñarlos expresando sus mensajes, de leerlos en los signos que nos signan. Y más aún: que hay modos de existencia tan frágiles y solicitantes de nosotros que se esfuman o diluyen si no los tratamos con el necesario “tacto ontológico”, si no les conferimos su potencia de existir. Porque aunque el psicoanálisis acepte de algún modo la existencia de los fantasmas, lo que hasta aquí no ha contemplado es la necesidad de asentir la presencia de los muertos al menos suspendiendo el juicio que lleva a aseverar que forman parte de la vida psíquica de los vivos.

Al respecto de esto último viene a mi memoria algo que Lacan dijo en su seminario “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”: El inconsciente se manifiesta primero como algo que está a la espera, en el círculo, diría yo, de lo no nacido. (…) Es la relación con el limbo de la comadrona que hace abortos (o deja nacer, agrego). (…) Antes evoqué la función del limbo, pero también hubiera podido hablar de aquello que, en las construcciones de la Gnosis, llaman los seres intermediarios: silfos, gnomos y hasta formas más elevadas de estos ambiguos mediadores (…).” .

Si en tanto personas que a veces ocupamos el lugar del analista y otras del analizante, estamos advertidos de que el inconsciente en su intermitencia pulsátil no se dimensiona si no nos disponemos éticamente a que tal cosa suceda, ¿por qué no reconocer que entre el cielo y la tierra también tienen lugar otros modos de existencia igualmente solicitantes de nuestra disposición como condición de su advenimiento? Si constatamos una y otra vez que el inconsciente no va de suyo, que requiere de nuestra posición tanto como de ese médium que es la transferencia, ¿por qué descreemos y así abolimos otros modos de presencia?, ¿por qué no nos atrevemos a afirmar que, aunque Lacan a los fines de desantropomorfizar, haya dicho que el inconsciente no es óntico sino ético, hay una óntica que sólo existe si la recibimos, si la acogemos?

Ética y óntica no se contrarían, se enlazan. Ciertas manifestaciones tienen lugar en la medida en que no las explicamos ni las comprendemos, en la medida que nos dejamos instruir y nos dejamos hacer por ellas, en la medida en que facilitamos que ese algo tome presencia sin que lo garanticemos pero tampoco que lo impidamos.


1- Philippe Ariès. “El hombre ante la muerte”. Taurus. Buenos Aires, 1999.

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