Imagen de portada, Ana Tarsia.
En homenaje a Noé Jitrik
Habitualmente nos vinculamos con los otros a través de fantasmas, prejuicios, ideales, proyecciones y expectativas; por eso no escuchamos, ni vemos, ni sentimos, ni experimentamos, ni leemos realmente sino, en principio, imaginariamente. No es que lo imaginario sea limitado en sí mismo, sino que se encuentra enmarcado por significantes incuestionados. Tenemos que atravesar el marco simbólico que nos constituye, por más simple o retorcido que sea, para acceder a lo real. Recién ahí podemos reanudar con lo imaginario, enriquecer la ficción, cambiar los marcos que importan, hacer cuerpo; escuchar, leer, pensar y escribir de manera activa, alegremente, anudando la letra del nombre propio a cualquier materia que aumente la potencia de obrar. Podemos decirlo con palabras mucho más simples que estas, con otras palabras, con gestos o imágenes; pero, cuando el nudo entre lo real, lo simbólico y lo imaginario ha sido efectuado en nombre propio, una alegría inconmensurable nos afecta. Comunicarlo y contagiar a otros resulta así una responsabilidad ineluctable.
A veces, contar hasta tres es una buena idea, no solo para evitar la reacción apresurada, como se imagina a menudo, sino para dar lugar al acto que responde a lo real en juego. Puede ser la oportuna emergencia de una idea verdadera.
La idea de la muerte inminente me ha salvado muchas veces: si no pudiera acabar con todo cuando quisiera, ¿cómo podría librarme de las sujeciones imaginarias y encarar cualquier cosa con el deseo de hacerla de veras? La idea de la muerte personal pierde su gravedad y dramatismo si se pone a escala de las transformaciones incesantes del universo y se asume que no somos más que materia que se renueva y descompone a su tiempo. Pero nadie podría soportar semejante impersonalidad si no ha descubierto todavía la ínfima probabilidad de esa combinación singular de materia que ha resultado ser y puede disolverse en cualquier momento. Esto es, si no ha producido una idea adecuada de la esencia de su cuerpo. Alcanzar ese grano de verdad y no insistir en transmitirlo a los otros como fuese, antes del fin, sería muy miserable. Porque la verdadera felicidad y sabiduría, por pequeña e insignificante que sea, quiere ser compartida.
Voy a contar una experiencia personal. Recuerdo lo difícil que fue volver a comer luego de las intervenciones, me daba asco la comida. Hasta una simple galleta o un té me resultaban insoportables. Me di cuenta con espanto que el hábito de comer tiene mucho de automatismo pulsional. A medida que me fui recuperando lo olvidé y volví a comer como antes. Lo mismo me pasó con la escritura y la recepción del sentido circulante. Me daba náuseas volver a meterme las redes, por ejemplo, luego de tantos mensajes acumulados en mi ausencia y notas periodísticas en las cuales había sido tratado más como objeto que como sujeto. Sin embargo, volví de a poco y ligeramente algo cambió en mi escritura, en el régimen de sentido y la recepción activa de los gestos significativos. Sin dudas, el “sentido del gusto” como el “gusto del sentido” están montados sobre hábitos pulsionales irreducibles, repetitivos hasta la náusea, pero llegar a captar algo de la insensibilidad en que se despliegan, el modo en que nosotros mismos participamos del juego, abre una pequeña interrupción que prepara, quizá, para otro reparto de lo sensible. La ética materialista no se basa en un mandato superior basado en códigos prohibitivos, sino apenas en ese ínfimo gesto reflexivo que permite contactarse con la náusea pulsional y sus repeticiones excesivas, ejercicios concretos para producir un pequeño desvío dispuesto a combinarse con otros gestos imprevistos.
En nuestra tradición, no solo distinguimos lo sensible y lo inteligible, sino lo que tiene lugar entre ellos: khóra. Antes de producir un nuevo “reparto de lo sensible”, como dice Rancière, o que se produzca un acontecimiento y “advenga una Idea”, como dice Badiou, hay que captar simplemente eso que conecta lo sensible y lo inteligible en una suerte de espacio moebiano: continuo y con torsión mediante. En ese punto es clave “percibir la ausencia de percepción”, una suerte de vacío localizado, sentir la anestesia puntual en la cual nos hallamos cobijados (un poco más complejo que “salir de la esfera de confort”). Como dice Agamben, comentando a Platón: “En el momento en que logramos percibir de modo anestésico e impuro no sólo lo sensible sino su tener lugar, entonces lo sensible y lo inteligible se comunican. La idea que no tiene lugar ni en el cielo ni en la tierra, tiene lugar en el tener lugar de los cuerpos, coincide con ellos.” En ese punto, más que la hipersensibilidad o la superinteligibilidad, lo que necesitamos es alcanzar la impasibilidad. Si deseamos ser parte de un cambio de paradigma de gran calado, más que exacerbar la sensibilidad o la inteligencia, tenemos que conectarnos con la impasibilidad en la cual se comunican.
Podríamos apelar a la clásica metáfora de la caverna, la dialéctica del amo y el esclavo, o la más reciente lógica del acreedor y el deudor, por ejemplo, para expresar la idea que nos moviliza; el tema es no limitarse al par conocimiento/desconocimiento, transmitir también los afectos en juego, exponer la relación de poder, cultivar el cuidado de sí, tomar posición sobre un modo de gobierno, etc. No solo ver o no ver, salir de la caverna para entrar en otra, invertir una relación de poder y dejar intactas las demás, cuidar de sí y despreocuparse del resto. La operación de la idea es más compleja, no por mera complicación sino por sobredeterminación de los niveles en juego. Las oposiciones dicotomizantes entre individual/colectivo, personal/social, ético/político, público/privado no hacen justicia a lo real que nos interpela. Tenemos que pensar en términos de posiciones, lógicas entrelazadas y afectos que se activan.
El esclavo como el deudor solo ven la falta en sí mismos, se inculpan y debilitan; mientras el crítico liberal o el esclavo acreedor solo ven la falta en el Otro, se exculpan o victimizan. Pero quien se ha liberado, en verdad, ve que las dos faltas coinciden: se hacen el juego y enroscan, como dos falsos agujeros. Entonces, al captar el juego de la superposición de las faltas, del sujeto al Otro, de los falsos agujeros, se siente responsable por lo real en juego: hace pasar por ahí su recta intervención que nombra el acontecimiento; anuda así y muestra las solidaridades entre las partes involucradas, convirtiendo lo falso en verdadero, exponiendo la inversión de la relación de poder, la inconsistencia del Otro, e interpelando al sujeto a ocuparse de sí mismo y darse un buen gobierno. El nudo del saber, el poder y el cuidado, del cual un solo corte basta para mostrar que son irreductibles como indisociables; pero hay que decirlo justo a tiempo. O incluso escribirlo, cada vez.
Escribirse un cuerpo. Puedo decir ahora en retroactividad: una vez me sucedió una idea. He vuelto a ella desde distintos vórtices y motivos. He tratado de transmitirla a través de diversos nombres y tradiciones. He escrito mucho para que pase y alguien la tome: haga uso de ella. Una idea verdadera, índice de sí misma y de lo falso: entre lo finito y lo infinito hay un nudo que implica al menos tres términos o dimensiones. Allí la materialidad comienza: un cuerpo, la idea de ese cuerpo, la idea de la idea, y así. Un cuerpo se escribe de nuevo cada vez que retoma la idea y trata de pasarla, de elevarla a la enésima potencia: el método. Quizá el cuarto sea el nombre propio -no el “cuarto propio”- para escribir desde cualquier parte el vacío que atraviesa el nudo y recomienza. Quizá se pueda prescindir de él a condición de servirse de los otros de manera estricta, pero está visto por la historia del pensamiento que eso termina enalteciéndolo en exceso. Mejor asumir la fragilidad de un decir que se autoriza de sí y algunos otros, a riesgo del olvido.
Como decía Hegel, hay un buen infinito y un mal infinito, pero su distinción no es solo cuestión de lógica sino de afecto. Voy a dar una imagen del mal infinito: basta que se coloquen dos espejos enfrentados y verán replicarse sus imágenes infinitamente. Es como lo que imagina Borges, según Mariana Gainza: “imagina a un Dios spinoziano que imagina, que lo imagina a Borges imaginando a un Dios spinoziano que imagina, y así al infinito”. Es la circularidad cerrada sobre la dualidad. En pandemia, mi hija Camila me había planteado otro pensamiento del infinito: “alguien que está pensando en alguien que a su vez está pensando en alguien, y así al infinito”. Ni Dios ni Borges, ese alguien puede ser cualquiera pero, a su vez, es siempre otro. Alguien que está pensando en alguien implica al menos tres términos: es la diferencialidad ínsita en el sujeto del significante. Ese es el buen infinito: no solo el de la consideración del otro, sino de la apertura del círculo. Pero además, para que esa apertura no produzca solo dispersión, es necesario volver sobre sí y re-encontrar el nudo que nos lleva a contar hasta tres cada vez.