Imagen: El Totem, Antonin Artaud, tinta y lapiz sobre papel, 1946
«Correspondencia de la momia» *
Esa carne que ya no se tocará en la vida,
esa lengua que ya no logrará abandonar su corteza,
esa voz que ya no pasará por las rutas del sonido,
esa mano que ha olvidado hasta el ademán de tomar, que ya no logra determinar el espacio
en el que ha de realizar su aprehensión,
ese cerebro en fin cuya capacidad de concebir ya no se determina por sus surcos,
todo eso que constituye mi momia de carne fresca da a dios una idea del vacío en que la compulsión
de haber nacido me ha colocado.
Ni mi vida es completa ni mi muerte ha fracasado completamente.
Físicamente no existo, por mi carne destrozada, incompleta, que ya no alcanza a nutrir mi pensamiento.
Espiritualmente me destruyo a mí mismo, ya no me acepto como vivo. Mi sensibilidad está a ras del suelo, y poco falta para que salgan gusanos, la gusanera de las construcciones abandonadas.
Pero esa muerte es mucho más refinada, esa muerte multiplicada de mí mismo reside en una especie de rarefacción de mi carne.
La inteligencia ya no tiene sangre. El calamar de las pesadillas da toda su tinta, la que obstruye las salidas del espíritu; es una sangre que ha perdido hasta sus venas, una carne que ignora el filo del cuchillo.
Pero de arriba a abajo de esta carne agrietada, de esta carne no compacta, circula siempre el fuego virtual. Una lucidez enciende de hora en hora sus ascuas que retornan a la vida y sus flores.
Todo lo que tiene un nombre bajo la bóveda compacta del cielo, todo lo que tiene un frente, lo que es el nudo de un soplo y la cuerda de un estremecimiento, todo eso pasa en las rotaciones de ese fuego en el que se asemejan las olas de la carne misma, de esa carne dura y blanda que un día crece como un diluvio de sangre.
La habéis visto a la momia fijada en la intersección de los fenómenos, esa ignorante, esa momia viviente que lo ignora todo de las fronteras de su vacío, que se espanta de las pulsaciones de su muerte.
La momia voluntaria se halla levantada, y a su alrededor se agita toda realidad. La conciencia como una tea de discordia, recorre el campo entero de su virtualidad obligada.
Hay en esa momia una pérdida de carne, hay en el sombrío lenguaje de su carne intelectual toda una impotencia para conjurar esa carne. Ese sentido que recorre las venas de esa carne mística, en la que cada sobresalto es un modo de mundo y otra especie de engendrar, se pierde y se devora a sí misma en la quemadura de una nada errónea.
¡Ah! ser el padre nutricio de esa sospecha, el multiplicador de ese engendrar y de ese mundo en su devenir, en sus consecuencias de flor.
Pero toda esa carne es sólo comienzos y ausencias y ausencias y ausencia…
Ausencias.
Ausencia, carne y comienzos. Encuentro .
Una acotación al margen sobre un encuentro, ya que Artaud habla por si mismo. Y La carne humana, una investigación clínica, también. Al comienzo la ausencia que horada la carne. Se trata de la sorpresa en la relectura de este poema de Antontin Artaud, y lo que de su devenir me hace guiños con La carne. El verbo y la carne. Su imposibilidad de juntura, su refracción, La carne, pese a su tendencia refractaria a lo simbólico y por la misma, es el lugar del que parte la metáfora, el punto cero de la hermenéutica y el locus donde se ombliga cada significación: literal o metáforica, lograda o fallida (1) y, al tiempo, el momento de juntura, de inmixión, ambos movimientos que en este poema de Artaud se dan a leer, a vivir. Un vaivén, una ardua lucha en ciernes. Un encuentro que subvierte lo subvertido. La subversión encuentra sus antecedentes en su forjamiento. Quizás en ese saber no sabido que se amarra en latitudes extramuros. ¿Un punto a- geográfico que puebla lo refractario de la carne al lenguaje, y al mismo tiempo lo hace pasar?
Ese limbo que Artaud extrae, como momentos de refraccion y junción. En el entre escribe una nota, un llamamiento, que recrudece los espacios vacíos. Aquellos que se permiten habitar un espíritu de revuelta. Lo que nos hace falta en el proseguir de la espiritualidad cuando la forclusión de la carne avanza, y en su envés nos topamos con el último reducto de lo colonolizable.
Artaud nos deja un legado. Esa lucha entre la carne y espíritu. La sociedad ha devenido una carne inerte, colonizable. Es entonces que su voz nos llega y se vierte en clamor. Ese clamor que podemos leer en La carne Humana. No como solución sino como la puesta en escena de aquello a dirimir entre carne y verbo que se inmiscuye en las épocas. Una dificultad presente y a la vez la posibilidad de que un poema logre aunar carne y lengua o advenir el pasaje de su frontera. ¿Será posible su juntura sin que los espacios de libertad en el decir puedan no ser escuchados? Es la voz de Artaud que nos enseña en su intermitencia potente de lo vivido, entre sangre y tinta, en su separación, en su juntura a veces, un reverso in situ, una liminalidad.
Artaud, quiasma. Frontera viviente. Etica de vivisección. Apertura a un dialecto de fronteras, en la escritura de su cernimiento. Y recalamos en lo hospitalario, que requiere de estos seres fronterizos entre el Verbo y la Carne, de La carne Humana, afeccionados por la falta de garantías, insuflando letra a la carne, carne a la letra. Allí ya no hay escondite para el sujeto. El entre-dos gesta huellas en lo excéntrico, entre dos lenguas (poesía y ensayo), en las variaciones no infinitas de una topología, que se ha dejado encarnar por el logos, y lo trastoca.
¿Se podría decir a partir de este encuentro entre los textos: prescindir de la carne, a condición de hacer uso de ella? Entre el sí y el no, que plantea esta pregunta, centellea un real imposible de eliminar. La momia, en sus consecuencias de flor.
* Antonin Artaud Recogido en Obras Completas, Tomo I, Traducción de Aldo Pellegrini
(1) La carne Humana. Una investigación clínica. Helga Fernandez. Editorial Archivida, Abril 2022, Argentina, pag. 17.