Foto de portada: newblueball, de Jasek Tofil
En filosofía acudimos a menudo a imágenes o formulaciones paradójicas para transmitir pensamientos que respondan a lo real en juego. Por ejemplo, la archiconocida metáfora platónica de la caverna o la menos célebre -para el público general- formulación althusseriana que indica “salir del círculo permaneciendo en él”. El psicoanálisis nos ha permitido a su vez, en la era de la ciencia moderna, reencontrar la función ética del saber y cómo incide éste en la constitución del sujeto. Así, entendemos ciertas pulsiones y compulsiones que no se pueden resolver en cómodas explicaciones. Nuestra realidad como seres hablantes, atravesados por el deseo y las pulsiones, se trama de tres registros irreductibles: real, simbólico e imaginario.
En la tradición materialista se suele dar como ejemplo del carácter irreductible de lo imaginario el hecho de que no dejamos de ver el sol como si estuviese cerca nuestro pese a que sepamos las distancias astronómicas que nos separan de él, vía formulaciones simbólicas, y así entendamos el motivo científico de su visión próxima. Tampoco dejamos de vernos reflejados en los numerosos espejos que nos ofrece la actualidad, a través de medios y redes digitales, creyendo que somos nosotros mismos y que somos perfectamente accesibles en virtud de ello, aunque en realidad estemos a distancias siderales de alcanzarnos por el imaginario disponible y nuestros gestos automáticos de desazón continua sean utilizados por las empresas de datos para mantenernos en la ilusión constante.
Aunque nos lo expliquen un millón de veces y lo sepamos a ciencia cierta, repito, no vamos a dejar de vernos reflejados en los múltiples dispositivos de reconocimiento disponibles. El conocimiento no elimina lo imaginario, simplemente nos ayuda a tomar la distancia justa para hacer otra cosa con ello: ejercicios de imaginación poética, ética o mítica. Lo peor que podemos hacer en cambio es despreciar, burlarnos o enojarnos con la irreductibilidad de lo imaginario, culpar a otros de su ceguera o estupidez, etc. O, doble ceguera, caer en la trampa de la ideología cientificista: creer que son exclusivos de ahora la alienación y sujeción que producen los dispositivos técnicos que vienen a darle cuerpo imaginario a esa falta en ser tan humana que nos singulariza.
Como he anunciado una filosofía que también habla en singular, asumiendo la falta, adelanto mi propuesta. Repito con diferencia la expresión althusseriana: ¿Cómo salir de los dispositivos señalados permaneciendo en ellos? Cambiando la economía del goce. Si cada publicación para valer debe recibir a cambio likes, vistas, comentarios, ser compartida o incluso viralizada, entonces no basta con que nada de eso ocurra (grado cero del valor); es necesario que otro orden de cosas interrumpa y muestre su inanidad (advenimiento de un suplemento inasible). En primer lugar, que lo que se escriba valga por sí mismo, genere un afecto alegre su sola publicación; segundo, que ello genere otras composiciones que no provengan del mentado circuito: gestos, obras, pensamientos, presencias que conecten de múltiples formas. Aún estoy en el terreno de la indecidibilidad en cuanto a ambas condiciones, porque la lectura es siempre retroactiva y la escritura se juega cada vez, pero creo que estoy atravesando un umbral crítico.
Considero que el hecho mismo de habitar cada vez más en espacios digitales y comunicarnos mayormente de manera virtual, sin desestimar todo lo que ello nos permite, nos ha hecho valorar mucho más los espacios físicos y los encuentros presenciales. Poder elegir adónde ir y con quiénes encontrarnos se ha vuelto inevitablemente algo que porta un valor suplementario, afectivo y cuidado, no una simple rutina ni algo dado por hecho, por compulsión y repetición. También es cierto que opera una limitación económica real, pero no menos real es cómo elegimos gastar nuestros escasos recursos. Y, sobre todo, a quiénes les otorgamos nuestro invaluable tiempo.
No estamos en la caverna, por supuesto, estamos en la superficie. No vemos sombras proyectadas sobre la pared, sino destellos fugaces, titilantes, que anuncian siempre lo mismo. Letras de neón que encandilan de lejos. Nos pasamos por al lado sin vernos, casi sin tocarnos, porque las palabras no hacen cuerpo, ni nos convocan; porque no tenemos tiempo, porque creemos saber dónde está lo importante, porque nadie nos hace pensar. Pensamos solos, ya sabemos todo lo que hay que saber, entonces para qué arriesgarse. ¿Quién se animaría hoy a decir que no sabe, a hablar en nombre propio, a exponer la herida, a contar su vida como si no fuese suya sino lo que habrá sido, irremediablemente, sin coartadas ni ejemplificaciones morales? ¿Quién pudiera escuchar y tomar nota para hacerlo a su modo, sin juzgar ni reprochar, ni creer que puede hacerlo mejor? ¿Qué puede haber de mejor en lo real, donde las heridas se comunican sin saber, o sin esa jactancia idiota de quienes creen saber? Porque el saber en lo real está agujereado, y ese agujero es el yo donde debe advenir el sujeto cada vez, para hacer el nudo que cuenta.
Por eso suelo relatar en primera persona: incluyo entre alusiones al saber la experiencia de un yo que no responde a la presencia sino mostrando su propia imposibilidad. Claro, se dirá, es un género conocido: las anécdotas filosóficas; pero para mí es otra cosa: una escritura de sí que se expone en sus fallas y aciertos, en sus afectos y en sus pensamientos, interpelando a los lectores que vendrán sin darlos por hechos.
Concluyo pues con un relato de esa índole.
Me desperté pensando que pronto iba a cerrar la cuenta de Facebook. Leí el enésimo artículo que describe nuestra alienación en redes y la dificultad de la presencia. Recordé que era el cumpleaños de mi padre y pensé en escribir algo que lo evoque con amor. Leí lo escrito el año pasado y estaban ahí, por medio de un relato con hija, el amor y la presencia. Facebook también me recuerda el único post que se hizo viral, una foto del desordenado estudio de Piaget, con un breve comentario que alude a desculpabilizarse por el desorden. Veo los posteos del día y comparto la alegría colectiva por el triunfo de Lula, pero todos sabemos que el neofascismo ha llegado para quedarse. Ese anhelo de orden a cualquier precio, incluso el sacrificio de quienes se imagina desordenados porque no gozan igual. Los odiadores seriales se multiplican en redes porque es fácil ese orden de descarga automática. Recuerdo que al viejo le gustaba juntar cosas que encontraba por ahí y era bastante desordenado, aunque sabía exactamente dónde estaba lo que quería, cuando lo necesitaba; yo no junto cosas pero igual se van acumulando, libros y objetos en desuso; voy por el mismo camino. Ayer pensaba escribir, ante la preocupación de los periodistas: “Lula ganó, igual todos vamos a morir”. Pero conectar política con ontología es demasiado para las redes. Hay verdades que no se soportan. Luego vino mi hija, contenta y festejando, con un cartelito que había hecho ella misma donde escribió “Ganó Lula”. Lo vimos juntos cuando habló con apenas un hilo de voz y se sorprendió de verlo tan viejito. Me hizo acordar de nuevo a mi viejo. Eso es todo para mí. Seguiremos hasta donde nos dé el cuerpo y la alegría de vivir.