LACAN Y LA TEORÍA QUEER. POR TIM DEAN (1). TRADUCCIÓN DE JORGE N. REITTER.


Cuidado editorial: Gabriela Odena y Gerónimo Daffonchio


Lacan murió antes de que existiera la teoría queer, aunque seguramente habría abordado este nuevo discurso, como lo hizo con tantos otros, si hubiera vivido lo suficiente para conocerlo. Su crítica psicoanalítica de la psicología del yo y de la adaptación a las normas sociales tiene mucho en común con la crítica política de la teoría queer a los procesos sociales de normalización. De hecho, si bien la teoría queer remonta su genealogía intelectual a Michel Foucault, se puede argumentar que en realidad comienza con Freud, específicamente con sus teorías de la perversidad polimorfa, la sexualidad infantil y el inconsciente. El “retorno a Freud” de Lacan implica redescubrir lo más extraño y refractario sobre la subjetividad humana – todo lo que permanece ajeno a nuestra forma normal de pensar y al sentido común. De este modo, desde una perspectiva angloamericana, Lacan hace que el psicoanálisis parezca bastante raro [queer]. En virtud de su burla de las normas de todo tipo (incluidas las normas de inteligibilidad), el psicoanálisis lacaniano puede proporcionar munición útil para la crítica de la teoría queer a aquello que se dio a conocer como heteronormatividad.

El término “heteronormatividad” designa todas aquellas formas en las que se da sentido al mundo desde un punto de vista heterosexual. Supone que una relación complementaria entre los sexos es a la vez un arreglo natural (cómo son las cosas) y un ideal cultural (cómo deberían ser). La teoría queer analiza cómo la heteronormatividad estructura el significado del mundo social, imponiendo de ese modo una jerarquía entre lo normal y lo desviado o queer. En su comprensión de que las categorías de normal y patológico emergen en una relación mutuamente constitutiva, la teoría queer se basa en la revisión crítica del poder moderno que llevó adelante Foucault y, más específicamente, en las historias críticas de la nosología de Georges Canguilhem2. Foucault argumenta que el poder en la era moderna puede distinguirse por operar productivamente (para hacer proliferar categorías de seres subjetivos), en lugar de simplemente negativamente (prohibiendo o suprimiendo tipos de comportamiento). En lugar de un modelo de poder centralizado y de arriba hacia abajo (al que él llama poder jurídico), el siglo XIX fue testigo del nacimiento de lo que Foucault llama biopoder, una forma de poder más difusa que crea activamente modos de existencia a través de técnicas de clasificación y normalización. A diferencia del poder jurídico, el biopoder no se inviste en un individuo (como el rey) o en un grupo (como los terratenientes), sino que opera transindividualmente a través del discurso y las instituciones. Aunque la concepción del discurso de Foucault difiere significativamente de la de Lacan, su noción transindividual del poder es, sin embargo, de alguna manera homóloga a la teoría lacaniana del orden simbólico: ambas representan estructuras transindividuales que producen efectos subjetivos independientemente de la agencia o voluntad de cualquier individuo en particular. Uno de los principales ejemplos que da Foucault del funcionamiento del biopoder es la invención, a fines del siglo XIX, del homosexual como una identidad discreta, una forma de individualidad. Antes de aproximadamente 1870, sostiene Foucault, no era realmente posible pensar en uno mismo como homosexual, sin importar qué tipo de sexo tuviera o con quién, porque la categoría de homosexualidad aún no existía. Sin embargo, una vez nombrado el homosexual como un tipo de persona caracterizada por una psicología distinta, la actividad sexual con un miembro del mismo sexo podría entenderse no solo como un pecado o un crimen, sino también como una enfermedad y una desviación de la norma3. A través de transformaciones como esta, el poder moderno se basa menos en leyes y tabúes que en la fuerza de las normas sociales para regular el comportamiento. Y, como sugiere el ejemplo de la homosexualidad, los procesos de normalización dependen en gran medida de las formas de identidad para garantizar el control social. Cuanto mayor es la diversificación de las identidades subjetivas, más firmemente se mantiene el poder sobre nosotros.

De la descripción del poder de Foucault se deduce que las fuerzas de la normalización no se resisten inventando nuevos tipos de identidad social o sexual, como todavía parecen creer muchos activistas sexuales en los Estados Unidos. En las décadas de 1960 y 1970, movimientos políticos como los de derechos civiles, la liberación de la mujer y la liberación gay se desarrollaron en torno a categorías de identidad (negro, mujer, gay, lesbiana) para resistir el statu quo. El trabajo de concientización, en el que cada uno aprendió a identificarse activamente como miembro de un grupo minoritario oprimido fue central en esos movimientos. Estas formas de política de la identidad demostraron ser notablemente eficaces para generar cambios sociales a gran escala; sin embargo, sus limitaciones procedían de su fe en la identidad como base de la acción política. La crítica de las políticas de la identidad que surgió en las décadas de 1980 y 1990 provino del feminismo (particularmente del feminismo psicoanalítico) y de la respuesta de las bases a la crisis del SIDA. Al principio de la epidemia, el discurso público estigmatizó agresivamente a los grupos de personas en los que primero se manifestó la mortalidad por SIDA, principalmente usuarios de drogas inyectables y hombres gay. Los políticos de derecha y los medios de comunicación caracterizaron el SIDA como una enfermedad de la identidad, algo que te contagiarías por el tipo de persona que eres. El SIDA se representó como una «enfermedad gay», e incluso se explicó como un castigo divino por el sexo antinatural, aunque las lesbianas no se estaban enfermando.

En respuesta a este discurso reaccionario, los activistas gay insistieron en que el VIH (el virus que causa el SIDA) se transmitía a través de actos particulares, no a través de tipos de personas, y que la noción del SIDA como una “enfermedad gay” era peligrosamente engañosa porque promulgaba la idea de que uno permanecía inmune a la infección por VIH mientras se identificara como un heterosexual normal. Los activistas gay comenzaron a ver cómo el discurso de la identidad que había demostrado ser tan útil en la década de 1970 tenía sus inconvenientes, ya que los logros políticos de la liberación gay, ganados con tanto esfuerzo, se vieron erosionados por la nueva lógica que el SIDA parecía proporcionar para privar de sus derechos a los hombres gay. En lugar de ser aceptados gradualmente en la sociedad, los gays fueron resignificados abruptamente como desviados sexuales que propagaban una plaga, junto con los yonquis y los grupos de inmigrantes no blancos (como los haitianos) que mostraban una incidencia demográficamente alta de SIDA. El discurso público mostró menos preocupación por ayudar a los afectados por la enfermedad que por proteger a la “población en general” a la que podrían contaminar. Como ha demostrado Simon Watney en su análisis del discurso de los medios sobre el SIDA en Gran Bretaña y Estados Unidos, la idea de una población general implica una noción de poblaciones desechables, de la misma manera que la categoría de lo normal se define a sí misma en relación con lo patológico de la que necesariamente depende4. Por lo tanto, la “población general” puede entenderse como otro término para la sociedad heteronormativa. Aquellos excluidos de la población general, ya sea en virtud de su sexualidad, raza, clase o nacionalidad, son por definición queer.

De esta manera, “queer” pasó a representar menos una orientación sexual particular o una identidad erótica estigmatizada que una distancia crítica de la norma heterosexual blanca de clase media. Los gays que fueron demonizados en la epidemia del SIDA asumieron el epíteto peyorativo «queer» y lo adoptaron como la etiqueta de un nuevo estilo de organización política que se centró más en construir alianzas y coaliciones que en mantener los límites de la identidad: un activismo que abandonó las campañas políticas convencionales a favor de tácticas de guerrilla más espectaculares y a corto plazo. Mientras que el movimiento de liberación gay había depositado su confianza en las políticas de identidad, el activismo queer implicaba una crítica de la identidad y un reconocimiento de que diferentes grupos sociales podían trascender sus particularismos basados en la identidad con el fin de resistir a la sociedad heteronormativa. Así, mientras que lo gay se opone a lo heterosexual, lo queer se opone más ampliamente a las fuerzas de normalización que regulan la conformidad social. Siguiendo la concepción foucaultiana acerca de la función disciplinaria de las identidades sociales y psicológicas, lo queer es antiidentitario y se define de manera relacional más que sustantiva. Lo queer no tiene esencia, y su fuerza radical se evapora, o se normaliza, tan pronto como lo queer se fusiona en una identidad psicológica. El término “queer” no es simplemente una palabra más nueva y de onda para ser gay; en cambio, altera la forma en que pensamos sobre la gaycidad y la homosexualidad. Su antiidentitarismo da lugar tanto a la promesa como al riesgo que ofrece lo queer para la política progresista: la promesa de que podemos pensar y actuar más allá de los confines de la identidad, incluida la identidad grupal, y el riesgo de que, al hacerlo, las especificidades de raza, género, clase, sexualidad y origen étnico puedan pasarse por alto o perderse. La teoría queer es el discurso que explora esas promesas y riesgos.

Teniendo sus orígenes políticos en la crisis del SIDA, la teoría queer encontró su inspiración intelectual en el primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault (1976), un tratado que se ocupa del poder más que del sexo. La forma en la que entenderemos la relación entre Lacan y la teoría queer depende en gran medida de cómo interpretemos el tratamiento que hace Foucault del psicoanálisis en su Historia de la sexualidad. La opinión académica generalmente aceptada sostiene que el trabajo de Foucault proporciona una crítica exhaustiva del psicoanálisis, y muchos teóricos queer se han apresurado a descartar el pensamiento lacaniano como irremediablemente heteronormativo. Inversamente, desde un punto de vista lacaniano, Joan Copjec ha mostrado de manera muy persuasiva la incompatibilidad básica entre la metodología de Lacan y las formas de historicismo derivadas de Foucault5. Sin embargo, a pesar de sus comentarios despectivos sobre el psicoanálisis, la Historia de la sexualidad presenta un argumento que, en ciertos aspectos, está relacionado con una perspectiva lacaniana radical sobre la sexualidad. Sin diluir la especificidad de Foucault o Lacan, sería posible leerlos conjuntamente de una manera nueva, para rearticular sus cuerpos teóricos desde una perspectiva crítica queer.

Compuesta en un medio lacaniano (aunque sin mencionar nunca el nombre de Lacan), la Historia de la sexualidad lanza una polémica contra lo que Foucault llama la hipótesis represiva. Esta hipótesis afirma que el deseo humano está distorsionado por restricciones culturales que, una vez eliminadas, liberarían el deseo y permitirían su realización natural y armoniosa, eliminando así las diversas neurosis que aquejan a nuestra civilización. Representando el deseo y la ley en una relación antagónica, la hipótesis represiva infiere una condición precultural o prediscursiva del deseo en su estado “puro”. Foucault, al igual que Lacan, sostiene que no existe tal estado prediscursivo. En cambio, más que reprimir el deseo, el discurso lo produce positivamente; el deseo sigue la ley, no se opone a ella. En 1963, más de una década antes de la Historia de la sexualidad, Lacan argumentaba que “Es claro que Freud encuentra en su mito un singular equilibrio de la Ley y el deseo, una especie de co-conformidad entre ellos – si me permiten redoblar así el prefijo – debido a que ambos, unidos y con necesidad uno del otro en la ley del incesto, nacen juntos.6”. Esta afirmación concuerda bien con la crítica de Foucault a la hipótesis represiva.

Por lo tanto, aunque es correcto caracterizar la Historia de la sexualidad como una historización crítica del psicoanálisis, es importante distinguir qué versión del psicoanálisis critica Foucault. Esta distinción es más engañosa de lo que uno podría imaginar, porque Foucault rara vez atribuye nombres propios a las posiciones contra las que argumenta. La línea liberacionista del psicoanálisis cuya lectura de Freud proponía liberar el deseo de la represión social proviene principalmente de los trabajos de Wilhelm Reich y Herbert Marcuse, pensadores de los que Lacan fue igualmente (aunque de distinto modo) crítico. Reich y Marcuse fueron los artífices psicoanalíticos de la revolución sexual de las décadas de 1960 y 1970, un proyecto cuyas afirmaciones provocaron el escepticismo tanto de Foucault como de Lacan7. Foucault se opone enérgicamente a la forma en que la idea de represión nos anima a pensar en el deseo como algo que la cultura niega; y ciertamente la descripción de Freud de la función del tabú del incesto en el complejo de Edipo representa los imperativos culturales como negación de un deseo primordial. Sin embargo, la crítica de Foucault a una concepción ingenua de la represión -la represión considerada como una fuerza puramente externa- lo lleva a argumentar en contra de todas las fórmulas de negación en lo que respecta al deseo y, por lo tanto, su polémica deja poco espacio conceptual para cualquier consideración de la negatividad.

A pesar de la afirmación de Lacan de la consustancialidad de la ley y el deseo, él y Foucault se separan en la cuestión de la negatividad. Esta diferencia fundamental se vuelve evidente cuando uno recuerda que el título francés del volumen introductorio de Foucault es La Volonté de savoir (La voluntad de saber), una frase que su traductor inglés elidió deliberadamente al titular ese libro simplemente The History of Sexuality: An Introduction. [Historia de la sexualidad: Una introducción]. La preocupación de Foucault por cartografiar la epistemofilia, el proyecto para obtener la verdad de nuestro ser “forzando al sexo a hablar”, como él lo expresa, contrasta directamente con el énfasis de Lacan en “la voluntad de no saber”, una formulación que utiliza para caracterizar el inconsciente. Mientras Lacan quiere reconceptualizar el inconsciente en términos desindividualizados, Foucault quiere repensar aquello que estructura la subjetividad en términos puramente positivos, sin recurrir a nociones de represión, negación o inconsciente.

No obstante, las descripciones del poder de Foucault a menudo suenan notablemente afines con una concepción lacaniana del inconsciente. Por ejemplo, en una entrevista realizada en Francia poco después de la publicación de La Volonté de savoir, Foucault explicó: “Lo que quiero mostrar es cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en profundidad el cuerpo, sin depender siquiera de la mediación de las propias representaciones del sujeto. Si el poder se apodera del cuerpo, no es por haber tenido que interiorizarse primero en la conciencia de las personas.8” Hablando aquí de una fuerza que afecta al cuerpo humano sin la mediación de la conciencia, Foucault aclara que por “poder” no se refiere a ideología. En este esquema, el poder logra sus efectos por vías distintas a las de la identificación, la interpelación o la interiorización. Foucault se distancia así de la teoría marxista-lacaniana del poder asociada con Louis Althusser. Sin embargo, al señalar la inadecuación de la interpelación como categoría explicativa, Foucault señala que el poder no debe ser aprehendido en términos imaginarios, es decir, en términos del ego y su dialéctica de reconocimiento/desconocimiento. En cambio, el poder opera de manera similar a una concepción depsicologizada del inconsciente, en la medida en que compromete la autonomía de la voluntad individual y, por lo tanto, socava la noción humanista del sujeto constituyente. De hecho, como observó recientemente Arnold I. Davidson, “la existencia del inconsciente fue un componente decisivo en el antipsicologismo de Foucault”9.

Este compromiso con el antipsicologismo muestra lo que Lacan y Foucault tienen fundamentalmente en común; es lo que los vuelve a ambos, a su manera, sospechosos de la identidad subjetiva. Para Lacan, la identidad representa una defensa del yo, una artimaña de lo Imaginario diseñada para evitar el deseo inconsciente. Así, desde su perspectiva –y aquí se separa de Foucault– la categoría de deseo no está ligada a la identidad, sino que, por el contrario, amenaza la coherencia estrechamente regulada de la identidad. Para Lacan el deseo ya no es una categoría psicológica, ya que se conceptualiza como un efecto del lenguaje, es decir, como inconsciente. Lacan depsicologiza el inconsciente al considerarlo lingüístico: “El inconsciente es aquella parte del discurso concreto en cuanto transindividual que falta a la disposición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso consciente.10” En el pensamiento lacaniano, el inconsciente no existe dentro de los individuos: compone una dimensión crucial de la subjetividad de uno sin ser parte de la mente de uno. Por lo tanto, la teoría psicoanalítica del inconsciente introduce una división constitutiva en la subjetividad humana que frustra la posibilidad de cualquier identidad unificada, sexual o de otro tipo.

Al teorizar la subjetividad en términos de lenguaje y cultura, Lacan también desnaturaliza el sexo. No existe una relación natural o normal entre los sexos, insiste: “il n’y a pas de rapport sexuel”. El estatus axiomático en la doctrina lacaniana de la imposibilidad de la relación sexual alinea este tipo de psicoanálisis con la crítica de la teoría queer a la heteronormatividad. Al igual que los teóricos queer, Lacan sostiene que no existe una complementariedad natural entre el hombre y la mujer y que, además, tal complementariedad tampoco es un ideal deseable. De hecho, Lacan advirtió a sus compañeros psicoanalistas sobre el uso del poder de la transferencia en el entorno clínico para inculcar ideales culturales como la heterosexualidad armoniosa. Lanzó su más severa polémica contra la visión de la “adaptación a la realidad” como objetivo del análisis, porque tal objetivo reduce el trabajo clínico a poco más que la imposición de normas sociales. Lacan era consciente de lo mal concebido que está el ideal social de la heterosexualidad genital, de cuan fácilmente funciona como requisito normativo de terapias adaptativas. Como decía burlonamente en La ética del psicoanálisis, “Sabe dios qué oscuridades permanecen en una pretensión como el advenimiento de la objetalidad genital, [l’objectalité genitale] y, se agrega, con sabe Dios qué imprudencia, el acuerdo con la realidad.11” La adaptación a la realidad y el logro de la heterosexualidad genital van de la mano como aspiraciones porque, reconoce Lacan, la realidad social es heteronormativa. Dado que el propósito del psicoanálisis lacaniano no es el “ajuste a la realidad”, el trabajo clínico debe cuidarse de no promover la heteronormatividad. Anteriormente en el mismo seminario, Lacan es bastante explícito acerca de este peligro, señalando que “Reforzar las categorías de la normalidad afectiva tiene efectos que pueden inquietar.12” Es significativo que Lacan enfatice los peligros potenciales del abuso del poder terapéutico en su Seminario sobre ética, porque así deja claro que lejos de operar como un agente de normalización social, el psicoanálisis debe considerar su trabajo como una resistencia a la normalización. La crítica ética de Lacan a la adaptación subjetiva marca la distancia de su teoría con la representación foucaultiana del psicoanálisis como una institución normalizadora.

Pero al desnaturalizar el sexo y la sexualidad, Lacan sugiere más que la idea, comparativamente familiar, de que el sexo es una construcción social. El antinaturalismo psicoanalítico no se reduce a un mero culturalismo. Más bien, su explicación de cómo el discurso genera deseo especifica con mayor precisión la función de la negatividad en la creación de la subjetividad humana. Lacan ubica la causa del deseo en un objeto (l’objet petit a) que surge como resultado del impacto del lenguaje sobre el cuerpo, pero que no es en sí mismo discursivo. El objet petit a es lo que queda después de que las redes simbólicas de la cultura han descuartizado el cuerpo, y por lo tanto el objeto nos recuerda el ajuste imperfecto entre lenguaje y corporeidad. Rechazando la categoría de lo prediscursivo como una ficción engañosa, Lacan argumenta que el objeto-causa del deseo es extradiscursivo, algo que no puede ser contenido o dominado por el lenguaje y, por lo tanto, no puede entenderse como una construcción cultural. Esta distinción entre lo prediscursivo y lo extradiscursivo es crucial para comprender la diferencia entre Lacan y Foucault, ya que la epistemología foucaultiana no tiene un equivalente conceptual de la categoría de extradiscursividad. La teoría del discurso de Foucault, que explica con tanta eficacia las operaciones del poder, no logra distinguir lo prediscursivo de lo que excede el alcance del lenguaje.

Al elaborar esta distinción, Lacan proporciona una novedosa versión antiidentitaria del deseo. Su concepto del objeto sigue siendo central para su demostración de que en sus orígenes el deseo no es heterosexual: el deseo no está determinado por el sexo opuesto sino por l’objet petit a, que necesariamente precede al género. La teoría del objeto de Lacan hace una revisión tanto de la noción freudiana de elección de objeto sexual (en la que se supone que el objeto tiene género) como de las teorías de las relaciones objetales que sucedieron a Freud (principalmente en el trabajo de Melanie Klein y D. W. Winnicott). Lacan desarrolla su teoría del objeto a partir de las ideas de Freud sobre la sexualidad polimórficamente perversa y las pulsiones parciales, es decir, desarrolla la teoría freudiana más allá de los propios impasses conceptuales de Freud. En sus Tres ensayos de teoría de la sexual, Freud afirmó que la peculiar temporalidad de la vida sexual humana lo obligaba a concluir que la pulsión no tiene un objeto o fin predeterminado: “Probablemente, la pulsión sexual es al comienzo independiente de su objeto, y tampoco debe su génesis a los encantos de este.13” Al invalidar la noción popular de que el deseo erótico está congénitamente orientado hacia el sexo opuesto, esta concepción psicoanalítica plantea un desafío fundamental a la heteronormatividad. Y es gracias a ideas como esta -la original independencia de la pulsión respecto de su objeto- que Freud, más que Foucault, puede ser acreditado como el fundador intelectual de la teoría queer.

Para comprender la teoría de Lacan de l’objet petit a y cómo desheterosexualiza el deseo, debemos considerar más a fondo la descripción freudiana de la pulsión sexual y su objeto contingente. Siguiendo las implicaciones de la ruptura del vínculo natural entre la pulsión y el objeto, Freud desarma la pulsión en sus componentes, argumentando que la noción de una pulsión unificada en la que las partes funcionan armoniosamente, como en el modelo del instinto animal, es una ficción seductora que no describe con precisión cómo opera la vida pulsional humana. No existe una pulsión sexual única y unificada en los humanos, sostiene Freud, sino sólo pulsiones parciales, componentes pulsionales. El instinto es un concepto evolutivo, una forma de pensar sobre la adaptación de un organismo a su entorno. Para Freud, sin embargo, el sujeto humano está constitutivamente mal adaptado a su entorno, y el inconsciente es el signo de esta mala adaptación. Los pensadores psicoanalíticos posteriores a Freud han formalizado la distinción entre instinto y pulsión, que permanece algo incipiente en el propio discurso de Freud14. La distinción es particularmente importante en términos del estatus epistemológico del psicoanálisis, ya que la teoría de las pulsiones tiende a ser considerada como uno de los aspectos más retrógrados del freudismo, una marca de su esencialismo. Pero, de hecho, la distinción entre instinto y pulsión confirma el alejamiento de Freud de las concepciones biológicas de la sexualidad. Si el instinto puede situarse al nivel de la necesidad biológica, la pulsión es el resultado de la captura del instinto en las redes del lenguaje, debiendo articularse en una cadena significante en cualquier intento de encontrar satisfacción. Lacan enuncia esta distinción: “la tendencia es el efecto de la marca del significante sobre las necesidades, su transformación por efecto del significante en ese algo fragmentado y enloquecido que es la pulsión.15

Fragmentada o parcializada por redes simbólicas, la pulsión es así desorientada (enloquecida [affolée]) de una manera que desmiente las nociones convencionales de orientación sexual. La idea misma de la orientación sexual supone que el deseo puede coordinarse en una sola dirección, que puede racionalizarse y estabilizarse. Otra forma de expresar esto sería decir que la idea de orientación sexual disciplina el deseo al regular su telos. La noción de orientación, incluida la orientación hacia el mismo sexo, puede verse como normalizadora en el sentido de que intenta totalizar fragmentos descoordinados en una unidad coherente. El correlato conceptual de la orientación sexual es la identidad sexual, una categoría psicológica que se ajusta a la interpretación instintiva del sexo. El instinto, la orientación y la identidad son conceptos psicológicos, no psicoanalíticos. Estos conceptos normalizan la mucho más extraña teoría psicoanalítica de las pulsiones parciales y el deseo inconsciente al unificar las discontinuidades de este último en formaciones de identidad reconocibles. El impulso de coordinar y sintetizar es una función del yo y revela una visión imaginaria del sexo. Esto es tan cierto para las nociones de orientación homosexual e identidad gay como para la identidad heterosexual. Tanto las identidades heterosexuales como las homosexuales eluden la dimensión del inconsciente. Como orientación o identidad, la homosexualidad es normalizadora, aunque no es socialmente normativa. En otras palabras, si bien la homosexualidad está lejos de representar la norma social, como identidad minoritaria se ajusta a los procesos de normalización que regulan el deseo en categorías sociales con fines disciplinarios.

Con esta distinción en mente, podemos comenzar a apreciar cómo la afirmación radical de Freud de que el psicoanálisis “ha encontrado que todos los seres humanos son capaces de hacer una elección de objeto homosexual y de hecho la han hecho en su inconsciente” no va lo suficientemente lejos en el desmantelamiento de una visión identitaria del sexo16. La afirmación de que todo el mundo ha hecho una elección de objeto homosexual en su inconsciente socava la noción de una identidad sexual sin fisuras, pero sin desafiar la suposición de que la elección de objeto está determinada por el género. Para que una elección de objeto califique como homosexual, debe representar una elección basada en la similitud del género del objeto con el del sujeto que hace la selección. Esto implica que el género de los objetos todavía se puede discernir a nivel del inconsciente, y que la sexualidad se refiere a objetos reconocibles como «totales», como hombres y mujeres (o al menos formas masculinas y femeninas). Pero tales suposiciones son invalidadas por la propia teoría freudiana de las pulsiones parciales, así como por el concepto de objet petit a, una especie de objeto parcial que Lacan deriva de la teoría freudiana de las pulsiones. Al desarrollar su concepto de objet petit a, Lacan invoca las pulsiones orales, anales y escópicas que Freud analiza en “Pulsiones y destinos de pulsión” (1915), añadiendo a la lista incompleta de Freud la pulsión invocante (en la que la voz es tomada como objeto). A partir de las pulsiones parciales, enfatizadas por Lacan, uno ve inmediatamente que el género de un objeto sigue siendo irrelevante para el funcionamiento básico de las pulsiones. De hecho, a lo largo de su obra, Lacan mantuvo sus dudas sobre la idea de una pulsión genital, y fue menos optimista de lo que a veces parecía Freud con respecto a la posibilidad de subordinar las pulsiones parciales a la genitalidad en la pubertad. Lacan nunca estuvo dispuesto a conceder inequívocamente la existencia de una pulsión genital. Como concluyó al final de su carrera, “La pulsión en cuanto que representa la sexualidad en el inconsciente no es nunca sino pulsión parcial. Ésta es la carencia [carence] esencial, a saber, la de aquello que podría representar en el sujeto el modo en su ser de lo que es allí macho o hembra.17.” La parcialidad de las pulsiones revoca la heterosexualidad a nivel del inconsciente.

Si, en lo que respecta al inconsciente, no tiene sentido hablar de elecciones de objeto heterosexuales u homosexuales, entonces una teoría de la subjetividad que tenga en cuenta el inconsciente podría ser extremadamente útil desde una perspectiva queer. Aunque el proyecto de Foucault de repensar el poder como intencional pero no subjetivo introduce formulaciones que son homólogas con una comprensión no individualizada del inconsciente, la teoría queer en general se ha mostrado reacia a aceptar cualquier categoría psicoanalítica excepto la de la formación del yo imaginario. Los teóricos queer han desarrollado análisis sutiles de las defensas yoicas de la heterosexualidad, revelando las diversas estrategias que emplea la identidad heterosexual para mantener su integridad. Pero todo el potencial de la radicalización lacaniana de Freud aún no ha sido explotado por la crítica queer, que, a pesar de su posmodernismo, ha tendido a permanecer en un nivel psicoanalítico equivalente al del annafreudismo. Esta reticencia a utilizar a Lacan puede explicarse de varias maneras, una de las cuales tiene que ver con el énfasis en la negatividad psíquica que se deriva de entender la sexualidad en términos de inconsciente y pulsiones parciales. El utopismo social de la teoría queer, su deseo de crear un mundo mejor, a menudo se convierte en un utopismo equivocado respecto de la psique, como si la mejora de las condiciones sociales y políticas pudiera eliminar el conflicto psíquico.

La parcialización freudiana de la pulsión desacredita no sólo la viabilidad de la complementariedad sexual, sino también la posibilidad de una armonía subjetiva. En contraste con la funcionalidad del instinto sexual, la pulsión revela la disfuncionalidad de un sujeto en desacuerdo consigo mismo como resultado de la existencia simbólica. Caracterizada por la repetición más que por el desarrollo, la pulsión no trabaja necesariamente por el bienestar del sujeto. De hecho, su alejamiento de los ritmos orgánicos hace que insista a nivel del inconsciente hasta el punto de poner en peligro la vida del sujeto. Por ello, Lacan alinea la pulsión con la muerte más que con la vida, afirmando que la pulsión, la pulsión parcial, es “intrínsecamente pulsión de muerte, y representa por sí misma la porción que corresponde a la muerte en el ser viviente sexuado.18”. Cabe reiterar que la pulsión de muerte no es un concepto esencialista u organicista, ya que deriva de una inferencia acerca del efecto del lenguaje sobre la materia corporal; es en tanto sujetos culturales que los humanos están afligidos por la pulsión de muerte. No hay una pulsión de muerte esencial e innata; más bien, la forma disfuncional y antinaturalista en la que las pulsiones parciales fracasan en conducir hacia la vida le da a cada pulsión una cualidad extraña, parecida a la muerte.

Al conceptualizar la subjetividad humana en términos lingüísticos, Lacan depura a Freud de las huellas residuales de biologismo que persisten en el psicoanálisis clásico. Como parte de un proyecto más amplio, desarrolla la negatividad psíquica, particularmente la teoría de la pulsión de muerte, en términos de goce, una categoría técnicamente ausente en la obra de Freud. El principal entre los muchos significados que se puede decir que evoca este término francés19, estrictamente intraducible, es el de estar «más allá del principio del placer». El goce positiviza la negatividad psíquica, revelando la forma paradójica de placer que puede encontrarse en el sufrimiento, por ejemplo, el sufrimiento causado por síntomas neuróticos. Como lo fue la pulsión de muerte para Freud, el goce es un concepto absolutamente central para Lacan, aunque también ha sido descuidado en las apropiaciones queer del psicoanálisis francés. La teoría queer, que tiene un discurso tan elaborado sobre el placer, muestra poca consideración por lo que excede el principio del placer. Aunque surgió como una respuesta a la crisis del SIDA, la teoría queer no se ha mostrado especialmente hábil para pensar en la muerte como algo más que un punto final.20

Esta laguna conceptual resulta en parte del extenso trabajo de Foucault sobre el significado y el papel del placer en la cultura griega. El segundo volumen de su Historia de la sexualidad, El uso de los placeres (1984), examina cómo los placeres eróticos y de otro tipo se convirtieron en objetos del pensamiento ético griego, es decir, cómo el placer (específicamente, la aphrodisia) se convirtió en un tema de debate y reflexión durante siglos, antes de que se convirtiera en una cuestión de ley o prohibición21. Parte de lo que fascina a Foucault sobre el discurso ético griego sobre el placer es su diferencia con las ideas modernas sobre el placer; en particular, argumenta que aunque el manejo del placer en la cultura griega estaba sujeto a discusión, los placeres no se entendían como índices de alguna identidad. La práctica ética griega no implicaba lo que Foucault llama una “hermenéutica del yo”, es decir, un proceso de auto-desciframiento basado en el propio comportamiento erótico. Escéptico sobre el despliegue de teorías sobre el deseo en la comprensión del sí mismo, Foucault contrapone a las técnicas modernas de autoidentificación el elaborado discurso griego sobre las aphrodisia, en las que el trabajo sobre sí no dependía de descubrir el verdadero deseo del yo. Por lo tanto, desarrolla una justificación histórica para la polémica que introduce su volumen introductorio, donde concluye que “Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres.22

Al argumentar en contra de la potencialidad de cualquier teoría del deseo, Foucault intenta situar su explicación de la sexualidad firmemente fuera del marco psicoanalítico. Para ello, posiciona el deseo como una categoría irremediablemente psicológica y, más improbablemente, supone que el placer es una categoría de algún modo exterior al psicoanálisis. Foucault quiere sugerir que el placer sigue siendo epistemológicamente distinto del deseo, que, como dice Arnold I. Davidson, “aunque no tenemos dificultad para hablar y comprender la distinción entre deseos verdaderos y falsos, la idea de placeres verdaderos y falsos. . . está conceptualmente fuera de lugar. El placer, por así decirlo, se agota en su superficie; puede ser intensificado, aumentado, sus cualidades modificadas, pero no tiene la profundidad psicológica del deseo.23” Sin embargo, desde una perspectiva psicoanalítica, la distinción entre placeres verdaderos y falsos es precisamente lo que aborda el concepto de goce. La elemental idea de la división subjetiva implica reconocer que una agencia psíquica puede experimentar placer a expensas de otra, que el placer o la satisfacción a nivel del inconsciente pueden ser registrados como displacer por el yo. Ahora bien, la categoría freudiana de displacer no es exactamente lo que Lacan entiende por goce; tampoco debemos entenderlo simplemente como una forma especialmente intensa de aphrodisia, ya que el goce no es un subconjunto del placer. Por el contrario, el placer funciona profilácticamente en relación con el goce, estableciendo una barrera o un límite que protege al sujeto de lo que Lacan llama la “infinitud” del goce, una infinitud que puede abrumar al sujeto hasta el punto de la extinción. Por lo tanto, el goce no debe equipararse con la petite mort del orgasmo, ya que esta última confiere un placer y un límite que ayuda a regular el goce. La existencia del goce como infinitud -como el concepto de pulsión de muerte- sigue siendo una inferencia que Lacan extrae de la dependencia de la subjetividad de la vida simbólica: en el orden simbólico, el propio goce está siempre ya casi evaporado. Así, Lacan desarrolla la noción freudiana de división subjetiva menos en términos de diferentes partes de la mente (consciente, preconsciente, inconsciente; yo, ello, superyó) que de un sujeto constitutivamente alienado en el Otro, donde el Otro no es entendido como otra persona, o un diferencial social, sino como una zona impersonal de alteridad creada por el lenguaje. Para Lacan no hay sujeto sin Otro; y por tanto su teoría de la subjetividad desindividualiza nuestra comprensión del sujeto, mostrando cómo sujeto es mucho más que un sinónimo de persona.

El significado de esta nueva concepción de la subjetividad radica en cómo el goce del Otro complica el placer individual. Nuestra existencia como sujetos del lenguaje conlleva una división subjetiva y una pérdida de plenitud de la que se cree exento el Otro. Habiendo perdido algo, imagino al Otro disfrutándolo; o, dicho de otro modo, correlativo a cualquier sensación de incompletud subjetiva subyace el sentimiento de que alguien en algún lugar lo pasa mejor que yo. Esto es lo que Lacan quiere decir con su frase “el goce del Otro”: la sospecha de que alguien más se está divirtiendo más que yo, y tal vez que clases enteras de personas están mejor que yo. En otros lugares el goce parece ilimitado, en contraste con los placeres restringidos que se me permite disfrutar. De ahí que toda experiencia de placer esté entrelazada con algún supuesto sobre el goce, específicamente, el goce del Otro. De esto se deduce que un compromiso con la “búsqueda de la felicidad individual” (como lo expresa la Declaración de Independencia de los EE. UU.) pasa por alto la dependencia del placer respecto del goce del Otro y, por lo tanto, malinterpreta la búsqueda del placer como una cuestión de autodeterminación, más que de la relación de uno con el Otro.

Las formulaciones de Lacan sobre “el goce del Otro” también son útiles para pensar mecanismos de exclusión social, como el racismo y la homofobia. Slavoj Žižek ha dedicado muchos volúmenes a mostrar cómo la intolerancia étnica, incluidas sus manifestaciones recientes en Europa del Este, puede entenderse como una reacción al goce del Otro24. Argumenta que las organizaciones de la vida social y cultural diferentes a la propia, como las mantenidas por otros grupos raciales y étnicos, pueden provocar la fantasía de que esos grupos de personas se divierten a expensas de uno o una. Por ejemplo, el antisemita imagina que los judíos le han “robado” su goce, mientras que el supremacista blanco fantasea con que los inmigrantes están invadiendo sus fronteras nacionales, eliminando al gobierno y disfrutando de derechos que le corresponden. Esta preocupación por cómo el Otro organiza su goce ayuda a explicar la obsesión por el comportamiento sexual de los grupos sociales denigrados, ya que, aunque el goce sigue siendo irreductible al sexo, tiende a interpretarse en términos eróticos. El goce de diferentes grupos –por ejemplo, gays y lesbianas– juega un papel importante en cómo se organizan ciertas fantasías heterosexuales y puede explicar las reacciones violentas que algunas personas heterosexuales tienen ante la idea misma de la homosexualidad. Los padres que creen que su hijo estaría mejor muerto que siendo gay pueden estar atrapados en la fantasía de que la homosexualidad supone una infinitud de goce, una forma de exceso sexual incompatible no solo con la decencia y la normalidad, sino incluso con la vida misma. Ciertamente, así es como a menudo se ha entendido el SIDA: muerte provocada por un exceso de goce. Como formación reactiva al goce, la homofobia implica más que la ignorancia sobre las diferentes sexualidades; es poco probable que se erradique a través de la concienciación o el entrenamiento de la sensibilidad.

He sugerido que el énfasis en el placer en la genealogía foucaultiana de la sexualidad está condicionado por su descuido de su dimensión negativa, una negligencia que resulta de su insistencia metodológica en pensar el poder productivamente, en términos puramente positivos. Pero Foucault se acerca a conceptualizar el goce en un momento crucial de su primer volumen de la Historia de la sexualidad. A menos de cinco páginas de finalizar el libro, Foucault afirma que la sexualidad está imbricada con la pulsión de muerte en la medida en que el dispositivo de la sexualidad ha logrado persuadirnos de que el sexo es tan importante que vale la pena sacrificar la vida por las revelaciones que puede impartir: “El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Es en este sentido, estrictamente histórico, como hoy el sexo está atravesado por el instinto de muerte”25. Este notable pasaje proporciona otra forma de captar la idea, fundamentalmente psicoanalítica, de que, por razones históricas, apuntamos al goce a través del sexo, aunque el goce comprende más de lo que se entiende por eros. El goce tiene tanto que ver con Thanatos como con Eros. La separación freudiana entre sexualidad y genitalidad –una separación que afloja decisivamente el control de la heteronormatividad sobre nuestro pensamiento– fue reconcebida por Lacan en términos de goce y l’objet petit a. Como la causa y no el objeto del deseo, el objeto a desheterosexualiza el deseo al revelar su origen en los efectos del lenguaje, más que en los efectos del sexo opuesto. Su insistencia en que el goce no se reduce al sexo – así como la demostración de Foucault de la relación históricamente contingente que el sexo tiene con la identidad– representa otra forma de señalar el lugar comparativamente incidental de los genitales en la sexualidad.

Por lo tanto, la categoría lacaniana de goce podría ser extremadamente útil para los tipos de análisis que interesan a la teoría queer. Desafortunadamente, sin embargo, la descripción estratégica que hace Foucault del placer ha inducido a error a muchos teóricos queer de EE. UU. al ver el placer con demasiado optimismo, como si no estuviera complicado por el goce y pudiera extenderse ilimitadamente, sin encontrar ningún otro obstáculo que barreras ideológicas. En otras palabras, el utopismo de la teoría queer a menudo presenta los obstáculos a la felicidad sexual como completamente externos, como si no hubiera un límite interno para el placer. (No quiero decir “interno” en el sentido psicológico de lo que estaría dentro de una persona, sino dentro del mecanismo del placer mismo, el mecanismo por el cual el placer se concibe como inseparable del goce del Otro). Desarrollar un discurso sobre el sexo que se centre principalmente en el placer en lugar de la reproducción biológica o la reproducción de las normas sociales sigue siendo una empresa política vital. Pero es terriblemente ingenuo imaginar que el sexo podría ser sólo una cuestión de placer y autoafirmación, en lugar de una cuestión también de goce y negatividad. Si el sexo debe entenderse en términos más que naturalistas, tendremos que pensar en esas formas de negatividad que Freud denominó inconsciente y pulsión de muerte. Hacer que los discursos políticos y culturales sobre el sexo sean menos ingenuos implicaría el esfuerzo considerable de rehacerlos de acuerdo con principios psicoanalíticos en lugar de psicológicos. Esto no implica un proyecto de traducir los debates angloamericanos al vocabulario lacaniano, sino la empresa mucho más desafiante de pensar sobre el sexo en términos de las lógicas queer que el psicoanálisis pone a disposición.

(1) Tim Dean ocupa la Cátedra James M. Benson en el Departamento de Inglés de la Universidad de Illinois, Urbana-Champaign; es autor de Beyond Sexuality (University of Chicago Press, 2000), Unlimited Intimacy: Reflections on the Subculture of Barebacking (University of Chicago Press, 2009) y (en coautoría con Oliver Davis) Hatred of Sex (University of Nebraska Press, 2022); editor de Homosexuality and Psychoanalysis (University of Chicago Press, 2001)

2 Ver Georges Canguilhem, The Normal and the Pathological (1966) (New York: Zone Books, 1989). [George Canguilhem, Lo normal y lo patológico (Siglo XXI Editores, 1971)]

3 Michel Foucault, The History of Sexuality, Volume 1: An Introduction, trans. Robert Hurley (New York: Random House, 1978), pp. 42–3. [Michel Foucault, Historia de la sexualidad I, La voluntad de saber, traducción de Ulises Guiñazú. (Siglo XXI Editores, 1977) p. 31.

4 Simon Watney, Policing Desire: Pornography, AIDS, and the Media (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987).

5 Joan Copjec, Read My Desire: Lacan against the Historicists (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1994).

6 Jacques Lacan, Television: A Challenge to the Psychoanalytic Establishment, ed. Joan Copjec, translated by Denis Hollier, Rosalind Krauss, Annette Michelson, and Jeffrey Mehlman (New York: Norton, 1990). [Jacques Lacan, De los Nombres del Padre, (Buenos Aires, Paidós, 2005) p.88]

7 Ver Herbert Marcuse, Eros and Civilization: A Philosophical Inquiry into Freud (New York: Random House, 1955) and Wilhelm Reich, The Function of the Orgasm: Sex-Economic Problems of Biological Energy, trans. Theodore P. Wolfe (New York: Noonday Press, 1961). [Herbert Marcuse, Eros y civilización (Madrid, Sarpe, 1983) y Wilhelm Reich, La función del orgasmo (Barcelona, Paidós, 1995)].

8 Michel Foucault, “The history of sexuality” (interview with Lucette Finas), Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings, 1972–1977, ed. Colin Gordon, trans. Colin Gordon, Leo Marshall, John Mepham, and Kate Soper (New York: Pantheon, 1980), p. 186.

9 Arnold I. Davidson, “Foucault, psychoanalysis, and pleasure,” Homosexuality and Psychoanalysis, ed. Tim Dean and Christopher Lane (Chicago: University of Chicago Press, 2001), p. 44; original emphasis

10 Jacques Lacan, “The Function and Field of Speech and Language in Psychoanalysis,” Écrits: A Selection, translated by Alan Sheridan (New York: Norton, 1977), p.49. [Jaques Lacan, Escritos, (México, Siglo XXI, 1971), p. 251.]

11 The Seminar of Jacques Lacan, Book VII: The Ethics of Psychoanalysis, 1959-1960, ed. Jacques-Alain Miller, translated by Dennis Porter (New York: Norton, 1992), p.293. [Jacques Lacan, El Seminario de Jacques Lacan, Libro 7, La ética del psicoanálisis (Buenos Aires, Paidós, 1988) p. 349.

12 Ïdem, p. 133-134 [Ídem, p. 165]

13 Sigmund Freud, Three Essays on the Theory of Sexuality, in The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, ed. and trans. James Strachey (London: Hogarth Press, 1953-1974, Volume VII, p.148. [Sigmund Freud, Tres ensayos de teoría sexual, en Obras Completas, tomo VII (Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1978), p. 134.

14 Ver S XI, esp. pp. 161–86 [Jacques Lacan, El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Capítulos XIII y XIV (Buenos Aires, Paidós, 1987)]; and Jean Laplanche, Life and Death in Psychoanalysis, trans. Jeffrey Mehlman (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1976). [Jean Laplanche, Vida y muerte en psicoanálisis (Barcelona, Amorrortu Editores, 1992)]

15 The Seminar of Jacques Lacan, Book VII: The Ethics of Psychoanalysis, p. 301. [Jacques Lacan, El Seminario Libro 7, La ética del psicoanálisis, p. 358.]

16 Freud hace esta afirmación en una adición de 1915 a una famosa nota al pie de página en sus Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad. Sigmund Freud, Three Essays on the Theory of Sexuality, in The Standard Edition, volume VII, p.145. [Sigmund Freud, Tres ensayos de teoría sexual, en Obras Completas tomo VII (Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1978), p. 132.]

17 Jacques Lacan, “Position of the Unconscious,” Écrits: The First Complete Edition in English, trans. Bruce Fink (New York: Norton, 2006), p.720. [Jacques Lacan, Posición del inconsciente, en Escritos 2 (México, Siglo XXI, 1975), p. 807.]

18 Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, ed. Jacques-Alain Miller, trans. Alan Sheridan (London: Harmondsworth, 1979), p.205. [Jacques Lacan, El Seminario Libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (Buenos Aires, Paidós, 1987) p. 213

19 Como en inglés no existe una palabra que traduzca adecuadamente “goce” se utiliza el término jouissance, tomado directamente del francés.

20 La principal excepción a este problema general es la obra de Leo Bersani, ver “Is the rectum a grave?” AIDS: Cultural Analysis/Cultural Activism, ed. Douglas Crimp (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1988), pp. 197– 222.

21 Michel Foucault, The History of Sexuality, Volume 2: The Use of Pleasure, trans. Robert Hurley (New York: Random House, 1985).

22 Michel Foucault, The History of Sexuality, Volume 1: An Introduction, p. 157. [Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Volúmen 1, La voluntad de saber, p. 93].

23 Davidson, “Foucault, psychoanalysis, and pleasure,” p. 46.

24 Ver, por ejemplo, Slavoj Žižek, ˇ For They Know Not What They Do: Enjoyment as a Political Factor (New York: Verso, 1991).

25 Michel Foucault, The History of Sexuality, Volume 1: An Introduction, p. 156. [Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Volúmen 1, La voluntad de saber, p. 93]


Jorge N. Reitter, psicoanalista, autor de Edipo gay. Heteronormatividad y psicoanálisis, y de Mi educación sentimental.


2 comentarios en “LACAN Y LA TEORÍA QUEER. POR TIM DEAN (1). TRADUCCIÓN DE JORGE N. REITTER.

  1. Reblogueó esto en attisy comentado:
    Pero Foucault se acerca a conceptualizar el goce en un momento crucial de su primer volumen de la Historia de la sexualidad. A menos de cinco páginas de finalizar el libro, Foucault afirma que la sexualidad está imbricada con la pulsión de muerte en la medida en que el dispositivo de la sexualidad ha logrado persuadirnos de que el sexo es tan importante que vale la pena sacrificar la vida por las revelaciones que puede impartir: “El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Es en este sentido, estrictamente histórico, como hoy el sexo está atravesado por el instinto de muerte”25. Este notable pasaje proporciona otra forma de captar la idea, fundamentalmente psicoanalítica, de que, por razones históricas, apuntamos al goce a través del sexo, aunque el goce comprende más de lo que se entiende por eros. El goce tiene tanto que ver con Thanatos como con Eros.»

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