El testimonio. Pasajes, inquietudes e indecibles. Por Mónica Vul

Foto de portada: Aun, de Marcia Madrigal Guardia.

Cuidado editorial: Delegación.


“Uno jamás testimonia para sí mismo. Se testimonia para otro” (…) El testimonio se alza entonces “entre dos otros”; es, en todo caso un gesto de mensajero, de pasador, un gesto para otro y para que algo pase.” (Didi-Huberman y Giannari, 2017, p. 279).

Pasaje es el nombre del monumento que el escultor Dani Karavan dedicó, en Port Bou, al pasaje en la frontera que Walter Benjamín no llegó a realizar, el 26 de setiembre de 1940.

Allí, en esa pequeña ciudad, con la mirada fija en un túnel que desciende al mar, donde el viento sopla con implacable fuerza; allí, se produjo en mí un encuentro. En el año 2007 recorrí casi 200 kilómetros, aproximadamente, pasando por Girona y Cap de Creus hasta llegar a Port Bou, por vez primera.  Se inscribió ahí, una marca indeleble, un encuentro íntimo que tocó un punto de angustia, “aquello que no engaña” (Lacan, 1963, p.188). No podría nombrarlo de otra manera. Ese lugar se instauró en mi corazón, mi mente, y nunca más salió. Sigo aún recibiendo los ecos de esa singular experiencia.

Por diversas razones, tres situaciones se cruzaron este año y me hicieron retomar el tema del testimonio[1]. Muchas resonancias de los momentos señalados, junto a la lectura y trabajo del texto La Alteridad literal, así como al escuchar y compartir junto a otros en el taller, abrieron en mí interrogantes e inquietudes que me convocaron a escribir este breve texto ligado al testimonio. A retomar las fracturas, las lagunas, las preguntas que en un momento me hice y que, sin embargo, hoy, no considero que sean una repetición. Sigo dándole vueltas al asunto, y esas vueltas ya no son las mismas, sino otras.

Por su parte, dentro de las múltiples aristas durante la pandemia, hubo una que me desgarraba particularmente: la forma que tomaba la muerte, qué sucedía con el cuerpo de las personas muertas, las fosas comunes en algunos países latinoamericanos, convertidos en estado de excepción debido a la emergencia sanitaria por la epidemia de coronavirus, la ausencia de ritos funerarios, la prohibición del duelo y el derecho de llorar a los muertos. Frente a esa muerte, a secas, lo que respondía era el significante sanitario a secas.

Me preguntaba: ¿qué lugar es reservado para la muerte en los modernos lugares de encierro? Pensaba en los geriátricos, donde los familiares no podían despedirse, ni ver, tocar o acompañar, por última vez, a sus seres amados. Términos como “distanciamiento social” y “confinamiento” se impusieron debido al riesgo de contagio. ¿Qué efectos en lo subjetivo y lo social tuvo esa situación? ¿Qué pasaba con esa muerte sin nombre, con esa muerte excluida de la subjetividad? La muerte invertida como la llamó Philipe Ariès, en su maravilloso libro Morir en Occidente desde la Edad Media hasta la Actualidad (Aries, 2000). ¿No hay algo realmente pornográfico en esta forma de muerte, ultra higiénica, sin opción de despedida, sin opción de duelo?

¿Qué se hacía con los sujetos que pasaban cantidades de tiempo en las morgues sin ser enterrados?

Así las cosas, en estos últimos tiempos, como pasa en la vida, la muerte me tocó muy de cerca, dejándome consternada, profundamente dolida. Coincido con Giorgio Agamben en que, muchas veces, los muertos y los vivos comparten presencia y no resulta tan fácil “entender en qué medida la presencia de unos se diferencia de los otros.” (Agamben, 2017, p. 133).

Ninguna de las situaciones mencionadas anteriormente las considero casuales, creo que son bifurcaciones, líneas múltiples y zigzagueantes que me permitieron retomar el universo del testimonio. ¿Mi propio testimonio de vida?

Abordar el tema del testimonio puede hacerse por muy distintas vías. Es un tema al que me acerqué desde muy joven, hace treinta y siete años, allá por 1985, para escuchar y acompañar el sufrimiento producido por el exilio, la guerra, la tortura y la muerte, de sujetos que comenzaban a llegar debido al terrorismo de Estado, a los genocidios en Suramérica y a la guerra en la tan convulsionada región centroamericana.

Muchas de las personas emigraban por las montañas, de aquel lugar más pequeño, de El Salvador, o como lo llama Tatiana Huezo en su película El lugar más pequeño, el Pulgarcito de América Central. De allí procedían la mayoría de las historias arrasadas que sus habitantes llamaban “el conflicto”, para designar el horror de doce años continuos de muerte y desmembramiento. 

Se trata de Horrorismo, según lo nombra Adriana Cavarero, quien lo presenta como “la figura que constituye la encarnación del horror en la mitología griega, o sea Medusa, la única hermana mortal entre las Gorgonas” (Cavarero, 2009, p. 24). Es un ámbito del horror cuyo efecto es un estado de parálisis, que petrifica a quien lo vive, lo congela, pero también le provoca repugnancia.

Por mi parte, yo misma había llegado a Costa Rica desde Argentina, unos pocos años antes, en 1977, exactamente el 25 de febrero, un año después del golpe militar genocida. Traía conmigo una valija llena de fragilidades, de restos, de desaparecidos. De repertorios propios del horror y de trazos de memoria. Silencios recortados que entrelazaban la historia individual y colectiva, mantenían juntos el singular y el plural. Los rastros y rostros del horror no eran para mí algo nuevo.

Así comienza mi pasaje, conectando las huellas del dolor, la memoria y mi propio exilio. Un pasaje con otros paisajes, en un intento de escribir mi historia de otro modo, y de encontrar la posibilidad de construir y narrar nuevos sueños y esperanzas por venir. Mi intento de pasar cueste lo que cueste, parafraseando a Didi-Huberman y Niki Giannari (2017).

Tal vez, como afirma Primo Levi, también a mí me pase algo muy extraño, semejante a una preparación inconsciente para testimoniar. De pronto sentí lo que significa estar aquí, y en otro lado.

Es probable que, en medio de ese cruce de fragilidades, de ese “entre” de mi historia y los testimonios de aquellas mujeres centroamericanas a quienes, entre otros horrores, les obligaban a reconocer los cuerpos inmirables, deshechos y desmembrados, de sus compañeros e hijos, quizá allí comenzaran a surgir muchas de las preguntas que hoy retomo.

Han pasado casi cuarenta años desde aquel momento y aquel horror. Sin embargo, cuesta no trazar una línea que acerca esos momentos a la catástrofe que atravesamos como humanidad en el presente, sus ruinas y cúmulos de escombros. Desde muy lejos, tanto delante como detrás de mí, cohabitaban la vida y la muerte.

Las imágenes y testimonios de caravanas migrantes de esos mismos lugares, intentando atravesar los puentes de la desesperación, despedazan el alma. Esos son hoy, los nuevos universos concentracionarios, nombre que dio David Rousset a los campos nazis de concentración y exterminio en la Segunda Guerra Mundial. Universos que se desplazan como un astro muerto, repleto de cadáveres.

¿Cuántos cuerpos sin nombre, asesinados en el camino, no enterrados, flotan en el mar y en el aire entre montañas? La lista no para de aumentar: “no estar muertos para nadie, es justamente el riesgo de los muertos, la nada.” (Despret, 2021, p.70).

En el curso que impartió en el mes de abril del 2022, en el Programa de Interés Institucional en Violencia y Sociedad de la Universidad de Costa Rica, que dirijo, Sayak Valencia se preguntaba: ¿pueden los cuerpos muertos, asesinados, construir nuevas formas de enunciación desde los márgenes del discurso?

Dicha pregunta surge a raíz de lo sucedido la madrugada del 30 de septiembre de 2016, cuando Paola Sánchez Romero, mujer trans y trabajadora sexual, fue asesinada de dos disparos al corazón mientras trabajaba. Su agresor fue liberado a pesar de haber aceptado cometer el crimen. Contra toda lógica, el ministerio público determinó que no había pruebas suficientes. Sus compañeras, hartas de la impunidad y la corrupción, protestaron con el cuerpo presente de Paola. Valencia acuña el concepto “Políticas postmortem/transmortem” desde su posicionamiento transfeminista crítico, como propuesta para la construcción de alianzas y común-unidades de afecto en el contexto necropolítico que asedia los cuerpos feminizados, de género diverso, particularmente en México.

Miles de desaparecidos en genocidios contemporáneos, ahogados y sin refugio que mueren cada día en medio de la desolación, sin que se conozcan siquiera sus nombres; seres anónimos, cuyo mayor acto de libertad consiste a veces en morir. Cuántas mujeres, niñas/os, en caravanas de la muerte, secuestradas, violadas, asesinadas en el trayecto y enterradas en fosas comunes. Violencias y muertes banalizadas que laceran y que, sin embargo, se han vuelto parte de nuestra cotidianeidad y lazo común para cuerpos disidentes, desobedientes. Mantengo, como “el poeta -el contemporáneo-, en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo”. (Agamben, 2009, p.22)

¿Quién testimonia por ellos/as, tal como Primo Levi testimonió por Hurbinek, ese hijo de la muerte, hijo de Auschwitz, quien emitía un “sonido indescifrable, incierto y privado de sentido: mass-klo o matisklo”? Testimoniar es para el autor sentirse más cerca de los muertos que de los vivos. “Hurbinek no puede testimoniar, porque no tiene lengua: mass-klo o matisklo. ” (Agamben, 2000, p. 39).  Su lengua cede lugar a una no lengua, aquella lengua imposible de dar testimonio. Hurbinek testimonia a partir de las palabras de Primo Levi.

Perdura en mi la inquietud. Esa inquietud que nos agita porque remueve y levanta, como un movimiento tectónico, pedazos enteros.

¿Qué es un testimonio?, ¿desde qué lugar se da?, ¿qué se dice en él?, ¿qué tipo de estatuto tiene? Nada es sencillo en él, y como decía anteriormente, son varios los lugares desde donde es posible abordarlo.

¿Cómo nos atañe el significante testimonio a quienes ejercemos el psicoanálisis?

Hay, sin duda, una cuestión central a toda práctica del testimonio que es necesario interrogar de cerca, en cada ocasión particular. En La escritura o la vida, Jorge Semprum señala:

“No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación sino a su densidad…” (Semprum, 1995, p. 25).

Para Primo Levi, haber sobrevivido a Auschwitz impone el testimonio. Dar testimonio es el único sentido posible de la supervivencia. Tal vez, porque en el universo del Lager, había que desaparecer los muertos y los cadáveres, quemarlos, borrar sus huellas, para imposibilitar el recuerdo. En su libro Si esto es un hombre, Levi dice:

“son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro y si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta, que me resulta familiar: un hombre demacrado con la cabeza inclinada y la espalda encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”. (Levi, 1999, p.99).

Primo Levi testifica por los hundidos, por los seres espectrales que vio morir en silencio, por los que no podían ni siquiera llorar. “Cuando llueve uno querría poder llorar. Estamos en noviembre, llueve desde hace diez días y la tierra es como el fondo de un pantano.” (Levi, 1987, p.142).

El testimonio se presenta como un proceso en el que participan dos sujetos. El primero, el superviviente, aquel que puede hablar, y el segundo, el que “ha visto la Gorgona” (Agamben, 2000, p.126), esa horrible cabeza femenina enmarcada por serpientes, cuya visión producía la muerte y que Perseo finalmente corta con la ayuda de Atenea.     

Giorgio Agamben, refiere al testigo desde el latín “testis”, del que deriva el término “testigo”, término que significa, etimológicamente, aquel que se sitúa como tercero, superstes, quien ha vivido, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él. Ese lugar como tercero, es una posición precisa en la que se ubica el testigo. Primo Levi no es un tercero, es un superviviente. (Agamben, 2000, p.15).

¿Cuál de los dos es el que testimonia? ¿Quién es el sujeto del testimonio? (Agamben, 2000, p.127). Todo testimonio, señala Agamben, “es un proceso o un campo de fuerzas recorrido sin cesar por corrientes de subjetivación y desubjetivación (…) Quizá toda palabra, toda escritura, nace, en ese sentido, como testimonio.” (Agamben, 2000, p.39).

Mi inquietud y pregunta acerca del testimonio son sus blancas inquietudes, las lagunas, los silencios, los agujeros, las articulaciones que se superponen. Las grietas, las desgarraduras, aquello imposible de apalabrar, un gesto, las escansiones, las fisuras, los recuerdos mismos que construyen sus propios blancos que aparecen de otras formas. Situación que articulo con el lugar estructural del testigo como tercero, aquello que hace borde sobre el silencio del testimonio.

¿Acaso, no constituyen esas grietas y fisuras, el estatuto mismo de la palabra que atestigua?

Las blancas inquietudes del testigo, eso que no consigue nombrar, que marca la causa de aquel trauma singular, emanaciones del horror que “se cuelan mudamente en lo insoportable de una imagen reminiscente que fracasa en soltarse en palabras.” (Didi-Huberman, 2015, p.93).

El testigo da su voz y su mirada a otro en un testimonio que surge de una experiencia sobrecogedora, a menudo vivida como un indecible, cualquiera sea la forma en la que se encuentre implicado.

Escuchar lo indecible de testimoniar, su imposibilidad de significar. ¿Será ese, tal vez, un lugar pertinente para el analista?

Cuando escuchaba a aquellas mujeres, allá por los años ochenta, el silencio era algo que se repetía una y otra vez; al intentar contar algo de lo ocurrido, se quebraban y callaban. Al intentar decir, aparecía la fractura, la laguna, lo indecible.

Lacan aborda la noción de testimonio y plantea la diferencia con una mera comunicación. En Función y campo de la palabra, él señala: “pues de la verdad de esta revelación es la palabra presente que da testimonio (…) de esa parte de los poderes del pasado que ha sido apartada en cada encrucijada en que el acontecimiento ha escogido.” (Lacan, [1953] 1971, p. 245). A mí, tanto como la palabra, se me hacía necesario interrogar de cerca y en cada caso los silencios y sus resonancias, las inquietudes que agitan, remueven y aparecen, en medio de palabras que atestiguan, la ausencia de sonido y también de sentido.

¿Dónde inscribir esa temporalidad?

¿Dónde se inscriben los silencios?

¿Qué palabras le preceden, qué huellas brumosas, que fisuras?

María, una de las mujeres que escuché, dijo: “me hice pasar por muerta, me quedé en un silencio sepulcral, así logré huir a Costa Rica… desde ese momento padezco de insomnio, o sueño una y otra vez con mis muertos… al respecto, nada puedo hacer, mucho menos hablar…”

“Hacer soñar. Es uno de los medios privilegiados a través de los cuales los muertos cuidan de los vivos, los ponen a trabajar en el enigma, hacen que se bifurque el curso de sus acciones, los incitan a romper los hábitos, los obligan a otra aprehensión de las cosas”, nos dice Vinciane Despret (2021, p.98), y también señala: “pocas potencias igualan a la potencia comunicativa de los sueños…” (Despret, 2021, p.42).

María interrumpía con frecuencia su relato, en su silencio no dejaba de contar su historia, tomaba un atajo donde su discurso se bifurcaba, su palabra se exponía y exiliaba. A la vez, en cada silencio aparecía algo así como un “montaje anacrónico” de un presente y un pasado con sus muertos y jirones. En su silencio, su dolor se petrificaba y permanecía inaccesible a cualquier llamada del otro, su tristeza era permanente.

Aparecía en María lo intestimoniable. Aquí con Primo Levi, diré que el “testimonio vale en esencia por lo que falta en él, contiene en su centro mismo, lo intestimoniable.” (Agamben, 2000, p.34). Hay, en la condición del testimonio, un no-todo, un resto, un intestimoniable.

Esto es algo que se ve y se impone a lo largo de la película de Claude Lanzmann, que muestra con una fuerza sobrecogedora, aplastante, el exterminio y su especificidad.

El hecho está ahí, concreto, preciso, en la inaudita fuerza de la subjetividad de una cámara llevada en hombros que insiste en los vínculos entre lugares, personas. Entre la muerte ayer y la vida hoy.

En el documental Shoah (Lanzmann, 1985), Abraham Bomba deja de hablar, paralizado a pesar de la insistencia de Lanzmann, cuando se le aparece el recuerdo del cabello que cortaba a las mujeres antes de ir a las cámaras de gas de Treblinka. No le queda más que el silencio, fisura muda en su palabra de testigo y las lágrimas; “demasiado espantoso”, “no prolongue esto, se lo ruego”.

Cito a Enrique Díaz: “ese par de minutos en silencio, esos gestos, esa imposibilidad para articular palabra, hablan más que todo el testimonio domesticado que le precedió” (Díaz, 2021 p.228), y unas líneas más adelante: “Si me detengo en este testimonio, es porque revela la potencia epistemológica de la imposibilidad”. (Díaz, 2021, p.228). El gran silencio de Abraham Bomba, ese silencio que no dice yo, sino que se dirige a otro. ¿Cómo hacer audible ese silencio, ese agujero, ese vacío?

Ese es, justamente, el destino del testimonio, su incomparable fuerza, su potencia, frente a la inmensa fragilidad de la enunciación.

¿Será por eso por lo que lo que se transmite de una generación a otra, en los hijos de sobrevivientes es, ante todo, el silencio?

Didi-Huberman lo enuncia de forma extraordinaria al plantear los blancos de la palabra del testigo, en tanto “desperfectos momentáneos, lo hacen fracasar en decir lo que su posición de testigo, sin embargo, lo obliga a decir.” (Didi-Huberman, 2013, p.92).

Punto nodal para el psicoanálisis. Pienso en el silencio del analista, del analizante, el espacio de la sesión, el aire mismo de la sesión que da lugar a los tonos, a los ritmos, a la respiración ruidosa, el “entre” de la palabra, la escucha y el silencio, el “vacío intersticial que preserva el juego, ese entre que comunica al analista y al analizante.” (Jullian, 2012, p.132). Ese “entre”, como un espacio, un fondo indiferenciado, una disponibilidad y una potencia.

Vinciane Despret, en su libro A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, alude a la escritura como lenguaje y signo del ausente: “lo que hacen los signos es dar testimonio, al mismo tiempo que la crean, de otra relación con el mundo (…) y el mundo se vuelve imaginativo, o más bien, su potencia imaginante, su vitalidad se nos aparece de golpe…” (Despret, 2021, p.128).

Los blancos, los silencios, los síncopes, los soplos que nos interrumpen. ¿Será esa una manera de sentir y pensar a nuestros muertos? ¿Será un signo para hacer algo diferente con nuestras vidas?

Jean Allouch, se pregunta: “¿Cómo viven los muertos? ¿Como sus vidas determinan las nuestras? Una pregunta que no es nueva pero que permanece olvidada.” (Allouch , 2009, p. 20).

Por su parte, en La Escena lacaniana y su círculo mágico, Allouch plantea que:

“Expulsar la muerte en la vida es intolerable. ‘Intolerable’, no ‘insoportable’ (distinción gideana), ya que este último término deja abierta la posibilidad de que podría ser soportado, lo que no se soporta. Sólo el acto es capaz de responder a lo intolerable, como la sublevación de los liberados.” (Allouch, 2020, p. 113).

En esa particular relación que tienen los muertos en la vida de los vivos, tal como la investiga y plantea Despret, me gusta el término que utiliza, que a su vez Bruno Latour retoma de Souriau: “instauración”, como el gesto de acoger un pedido. De participar en una transformación sin precipitarse demasiado rápido. Generar porosidad, allí donde el “entre” se vuelve permeable, para excavar y escribir haciendo agujeros en los binarismos, sacarlos de sus identidades mortíferas y universales, volverlas vacilantes. ¿Acaso no es eso lo que se juega en el espacio de la sesión analítica? ¿Hacia dónde se dirige? Da igual, pues quien dé el paso ya no seré yo, sino otro… (Kertész, 1997, p. 143).


Bibliografía

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Allouch, J. (2009). Contra la eternidad. Ogawa, Mallarmé, Lacan. Buenos Aires: Cuenco del Plata.

Allouch, J. (2020). La Escena Lacaniana y su Círculo Mágico. Unos locos se sublevan. Buenos Aires. Argentina: Cuenco del Plata.

Allouch, J. (2021). La Alteridad Literal Posfacio 2021. México: Letra por Letra   Epele.

Ariès, P. (2000) Morir en Occidente. Desde la Edad Media hasta la actualidad. España: Adriana Hidalgo   

Cavarero, A. (2009). Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. España: Anthropos.

Despret, V. (2021). A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan. Buenos Aires: Cactus.

Didi-Huberman, G. (2013). Blancas inquietudes. España: Shangrila.

Didi-Huberman, G. y Giannari, N. (2017). Pasar, cueste lo que cueste. España: Shangrila.

Jullien, F. (2012). Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis. Buenos Aires: Cuenco del Plata.

Kertész, I. (1997). Yo, otro: Crónica del cambio. España: Acantilado

Lacan, J. [1953] (1971). Escritos I, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”. España: Siglo XXI editores.

Lacan, J. (2006) La angustia (sesión del 13-03-1963). Buenos Aires: Paidós.

Lanzmann, C. (1985). Shoah. Madrid: Arena Libros.

Levi, P. (1987). Si esto es un hombre. Barcelona: El Aleph.

Rousset, D. (2004). El universo concentacionario. Paris: Anthropos.

Semprun, J. (1995). La Escritura o la vida. Colección andanzas. España: Tusquets.

Valencia, Sayak. (2019). “Necropolitics, Postmortem/Transmortem Politics, and Transfeminisms in the Sexual Economies of Death”. TSQ 1 May 2019; 6 (2): 180–193. doi: 10.1215/23289252-734846


[1] El coloquio organizado por la École Lacanienne de Psychanalyse y Otrerótica “Retomar no es repetir. ¿La Alteridad Psi o la alteridad literal?”. El 14 de febrero asistí virtualmente a una actividad de E-dicciones Justine de la École Lacanniene de Psychanalyse: la presentación del libro de Enrique Diaz Álvarez, La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia, de Editorial Anagrama. A su vez, el 18 de marzo recibí la invitación de E-dicciones a exponer lo que titulé: “Ecos del testimonio: cruce de fragilidades, una mirada en diagonal”, junto a José Assandri y Jesús Martínez, bajo la moderación de Elena Maldonado en “Resonancias de la conversación con Enrique Diaz”. Coincidentemente, en esas fechas da inicio en San José, Costa Rica, el taller de lectura Pentimentos con integrantes de la Ecole Lacanienne de Psychanalyse e invitados, al que fui amablemente invitada para trabajar el libro La Alteridad Literal. Posfacio 2021. Letra por Letra, de Jean Allouch, una invitación que agradezco. Para contacto correo electrónico: arcosmv@gmail.com

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